En gótica estrecha torre que el agua del Tajo baña, y que un peñasco domina, como lúgubre fantasma que en triste noche de insomnio evoca tímida el alma, sin pajes y sin doncellas, sin juglares y sin zambras, separada de Toledo, gime la bella Zoraida, porque dejó que en su rostro fijase ardiente mirada el jefe de los donceles, el capitán de la guardia, el del la blanca garzota, y la corva cimitarra.
El orgulloso africano que de insensible hace gala, y es severo con los hombres y severo con las damas.
El que desprecia las sedas y los perfumes de Arabia el que asiste a los festines como asiste a las batallas, y al lado de los caftanes y las túnicas bordadas, los encajes y las cintas, lleva la cota acerada, lleva la blanca garzota y la corva cimitarra.
Mas, ¡ah!, contra amor no valen las armas mejor templadas, ni hay guerrero que resista la fuerza de una mirada que penetra por los ojos y se apodera del alma, y por eso… en los jardines del palacio de Galiana, cayó una noche, rendido de hinojos ante Zoraida el jefe de los donceles, el capitán de la guardia, el de la blanca garzota y la corva cimitarra.
Nada valió su cariño, su pasión inmensa, nada. No se apiadó de su pena la bellísima Zoraida.
¿Qué le importaba a la hermosa que la Corte festejaba, que la amase con delirio el capitán de la guardia?
Mas iba pasando el tiempo en dulce apacible calma; si Zoraida no accedía ya su altivez no era tanta, ni tan esquivo su acento ni tan glacial su mirada, y por eso… en una torre que el agua del Tajo baña, separada de Toledo gime la bella Zoraida.
Pero es el amor un árbol de florescencia tan grata, que al brotar del corazón nuestra existencia embalsama. Es un prisma delicado y a su través, en bonanza, se ven cruzar de la vida las dolorosas estancias, arrulladas dulcemente al soplo de la esperanza.
Y nada vale la fuerza, y los obstáculos nada; no caben ajenas leyes en el imperio del alma, porque el amor combatido y en lucha con la desgracia, es impetuoso torrente que al final de su jornada, al hallar modesto dique cortando su rauda marcha, parece duda un momento, riza la espuma nevada, en sí mismo se revuelve, junta sus aguas… y salta.
Así pensaba una noche, noche lóbrega, enlutada, el jefe de los donceles, el capitán de la guardia, el de la blanca garzota y la corva cimitarra.
Y animándose de pronto su antes lánguida mirada, por una escala secreta bajó rápido a la cuadra, tomó su negro corcel de los desiertos de Arabia, y al dejar la población a todo escape se lanza.
Salvando riscos y peñas el noble bruto volaba, y el capitán impaciente más aguijaba su marcha, sin detener su carrera frenética, desalada, hasta llegar a la torre que el agua del Tajo baña.
Allí, apoyado en un muro, fija en la estrecha ventana una mirada, en que envía todo el amor de su alma, y vio la sombra de un bulto tras la cortina de gasa, y muriendo de emoción le dirige estas palabras:
“Luz y encanto de mi vida, mi bellísima Zoraida, paloma de blancas plumas, tórtola que triste cantas. De Damanhur fresco lirio, de Ceilán perla preciada, no me olvides, no me olvides, hurí que del cielo faltas, y ten, nevada gacela, en Dios y en mí confianza.
Yo sé que no necesitas para amarme, mi Zoraida, que me presente a tus ojos cubierto de ricas galas, pues no se compran con oro los sentimientos del alma. Pero ¡ah!, mi bien, que no piensan como tú los que te guardan.
Mas… le arrancaré al destino, en generosa demanda, coronas para tu frente, perlas para tu garganta, para tu cintura chales, y alfombras para tus plantas; y volveré, vida mía, pero con riqueza tanta, que no ofenderá mi orgullo quien de mis brazos te arranca”.
Callóse aquí el caballero, se agitó la leve gasa, y asomóse al ajimez la bellísima Zoraida; y vio que en negro corcel sobre Toledo adelanta el jefe de los donceles, el capitán de la guardia, el de la blanca garzota y la corva cimitarra.
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