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Revista Temas: 106-107

La novela histórica como campo de batalla

Lectura Sucesiva

Palabras clave: literatura, historia historiografía, novela histórica

 

Artículo en PDF: La novela histórica como campo de batalla


La novela histórica, por su naturaleza híbrida, plantea un problema específico, dado que se sale del ámbito de lo estrictamente literario, es decir, en cierto sentido participa del nivel primero, del de las comunicaciones verbales generales no literarias. Pero no es historiografía pura y tampoco es narrativa o novela pura: constituye un «hiato entre ficción e historia». Kurt Spang

Un historiador es lo más parecido que conozco a un novelista. Los historiadores trabajan con el murmullo de la historia, sus materiales son un tejido de ficciones, de historias privadas, de relatos criminales, de estadísticas, y partes de victoria, de testamentos, de informes confidenciales, de cartas secretas, delaciones, documentos apócrifos. La historia es siempre apasionante para un escritor, no solo por los elementos anecdóticos, las historias que circulan, la lucha de interpretaciones, sino porque también se pueden encontrar multitud de formas narrativas y de modos de narrar. Ricardo Piglia


Una de las zonas más pródigas en la literatura mundial, desde la primera mitad del siglo XIX europeo hasta la actualidad, es la de las novelas que toman sus argumentos y personajes de la historia, llamadas por esa razón «novelas históricas». No resulta casual que ese contexto fuera, al mismo tiempo, la época dorada de la historiografía profesional y la del surgimiento de dicho género narrativo. El siglo de Leopoldo von Ranke, Theodor Mommsen, Alfonso de Lamartine y Jules Michelet, fue también el de sir Walter Scott, Alejandro Manzoni, Honoré de Balzac, Stendhal, Benito Pérez Galdós y León Tolstoi. Paradójicamente, mientras crecía la fascinación de los escritores por los argumentos de carácter histórico, los historiadores profesionales se batían en retirada hacia los apacibles refugios de las cátedras universitarias y los áridos manuales científicos. En consecuencia, la historia dejó de ser un arte narrativo para convertirse en ciencia positiva, mientras que la novela avanzó resuelta, del romanticismo al ademán naturalista, dejando una huella profunda en la novela realista y de contenido histórico. Que el segundo Premio Nobel de Literatura, en 1902, haya sido otorgado al historiador alemán Theodor Mommsen, por su monumental Historia de Roma, no era sino el epílogo de una época en que la historiografía todavía formaba parte de la República de las Letras.

Un breve repaso de títulos y autores nos muestra la vitalidad del género en la larga duración, así como la aparición de verdaderas obras maestras. Desde la segunda mitad del siglo xx hasta la fecha nos encontramos con una ingente proliferación de este tipo de labor, en libros como El reino de este mundo (1949) y El siglo de las luces (1962), de Alejo Carpentier; Las memorias de Adriano (1951), de Marguerite Yourcenar; El gatopardo (1958), de Giuseppe Tomasso di Lampedusa; La muerte de Artemio Cruz (1962), de Carlos Fuentes; Bomarzo (1962), de Manuel Mujica Laynez; Burr (1973), de Gore Vidal; Yo el Supremo (1974), de Augusto Roa Bastos; Ragtime (1975), de Edgard Lawrence Doctorow; El nombre de la rosa (1980), de Umberto Eco; La guerra del fin del mundo (1981), de Mario Vargas Llosa; La noche oscura del niño Avilés (1984), de Edgardo Rodriguez Juliá; Noticias del imperio (1987), de Fernando del Paso; El general en su laberinto (1989), de Gabriel García Márquez; Galíndez (1990), de Manuel Vázquez Montalbán; Santa Evita (1995), de Tomás Eloy Martínez; Mujer en traje de batalla (2001), de Antonio Benítez Rojo; El hombre que amaba a los perros (2009), de Leonardo Padura; y La forma de las ruinas (2015), de Juan Gabriel Vásquez; por citar unos pocos ejemplos memorables.

Sin embargo, es un hecho que, pese a la indiscutible calidad de las obras mencionadas, hay una cierta sospecha sobre la propia definición de «novela histórica», y no faltan detractores radicales, quienes piensan que se trata de dos términos irreconciliables, que se anulan mutuamente. Es decir, si novelar implica necesariamente ficcionalizar y fabular, y la ciencia histórica blasona, en sentido contrario, de su apego a la veracidad de los datos y documentos, entonces se crea cierta ambigüedad en el término, un inquietante límite entre la «verdad» y la «mentira».[1] Lo anterior se refiere, naturalmente, a la oposición que se crea entre la creación de mundos ficticios verosímiles, que es propia del novelista, y la condición necesaria de fidelidad a la verdad que es propia del historiador (Montilla, 2004). Así lo plantea el crítico literario argentino Noé Jitrik (1995):

La fórmula «novela histórica», que parece ser muy clara, puede ser vista, desde la perspectiva de la imagen que presenta, como un oxímoron. En efecto, el término «novela», en una primera aproximación, remite directamente, en la tradición occidental, a un orden de invención; «historia», en la misma tradición, parece situarse en el orden de los hechos; la imagen, en consecuencia, se construye con dos elementos semánticos opuestos. (9)[2]

Esto ya había sido avisado desde los orígenes mismos del género, en el opúsculo del escritor italiano Alejandro Manzoni, titulado «Sul romanzzo storico», de 1850, donde el autor de Los novios advertía que, en la novela histórica, «lo necesario resulta imposible, y dos condiciones esenciales no pueden ser nunca reconciliadas, ni siquiera una de ellas alcanzada. La novela histórica, además de no poseer un propósito propio, distorsiona dos» (citado en Bermann, 1983: 40).[3] Un poco antes que Manzoni, en una lejana isla del

Caribe, el crítico y mecenas Domingo del Monte (1832), quien fue simpatizante del género, exhortaba a los autores de novelas históricas a cultivar tres cualidades: las del poeta, las del filósofo y las del anticuario. Menos entusiasta que aquel, el poeta romántico José María Heredia compartía los mismos recelos del novelista italiano, y censuraba este tipo de narraciones al considerarlas una impostura que se distanciaba de sus dos matrices intelectuales, la literatura y la historia, aunque ello no le impidió traducir Waverley, de Scott, y publicarla en México.[4]

Trazada esta bifurcación, es necesario descubrir cuáles son las divergencias entre los textos narrativos de ficción que abrevan en la historia y los relatos historiográficos, y precisar cuál sería el estatuto de veracidad de ambos discursos. Así lo refiere el novelista mexicano Gonzalo Celorio (2009):

Qué hace que una novela como El reino de este mundo de Alejo Carpentier, por ejemplo, difiera de cualquier historia de América que dé cuenta del fracaso del general Leclerc en Haití, al perder a sus 25 000 soldados, vencidos por la fiebre amarilla y por la decisión admirable de los negros de mantener su autonomía. Qué distingue al relato «Las dos Numancias», de Carlos Fuentes, de la historia de Polibio, cronista de Publio Cornelio Escipión «el Africano» y testigo ocular del cerco numantino. O las Memorias de Pancho Villa, escritas en primera persona por Martín Luis Guzmán, de la erudita obra de Friedrich Katz sobre «el Centauro del norte». O la novela El mundo alucinante de Reinaldo Arenas, que relata de manera por demás desbordada e hiperbólica las andanzas de fray Servando Teresa de Mier en su periplo por las cárceles europeas, de las que logra escapar ingeniosamente, de la obra historiográfica del propio don Edmundo [O’ Gorman] dedicada al heterodoxo guadalupano. (156)

Celorio discute varias hipótesis que tratan las singularidades de uno y otro discurso, las funciones del narrador, el lugar y los puntos de vista de sus protagonistas, los entrecruzamientos que pueden darse entre ambos relatos, y llega a la conclusión de que:

Parece que los discursos, en principio diferentes, se acercan cada vez más, y que sus rasgos diferenciadores pierden pertinencia. Aun así, sigo pensando que la novela es un espacio más libre que el de la historiografía, y si bien es cierto que por ello su discurso es menos objetivo, también lo es que llega a zonas adonde el historiador se ve precisado a guardar silencio. Las novelas de Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, Agustín Yáñez, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Jorge Ibarguengoitía nos permiten conocer la historia de la Revolución mexicana en una dimensión quizás más amplia y más profunda, porque sus autores tienen la libertad creciente de incorporar a su discurso la fantasía, la ensoñación, los atavismos, los recuerdos, los mitos, que también forman parte de la realidad referencial, en el más alto sentido de la palabra, y que los historiadores se ven obligados a registrar, pero no necesariamente a suscribir. (159)

Sobre lo anterior Jitrik (1995) apunta una cuestión esencial: la que plantea la relación dialógica entre el discurso de la ficción y el de la historia, donde el primero no pretende ser «verdadero», pero se deja tomar por esa verdad que no quiere serlo, lo que se hace explícito en el hecho de que:

La novela histórica, entonces, espacializa el tiempo de los hechos referidos, pero trata, mediante la ficción, de hacer olvidar que [a su vez lo] están […] por otro discurso, el de la historia que, como todo discurso, también espacializa. (14)

La novela histórica llega hasta nuestros días con el aliento renovador de las narrativas posmodernas y el propósito explícito de mover las fronteras interpretativas de la historia hasta límites donde la historiografía no puede llegar. La polémica sobre la naturaleza de su discurso también ha seguido vigente, en postulados como el del historiador estadounidense John Lukacs (2010), quien ha dicho, en una sentencia demasiado absoluta para ser verdadera, que «toda novela es una novela histórica», aunque esta frase debe ser leída en el contexto del surgimiento en el siglo XVIII de la novela moderna europea y la historia profesional. Para este autor, la devoción de la novela moderna por la historia es el resultado del desarrollo de una «conciencia histórica», es decir, «se refiere al interés de los escritores y de sus lectores en personas reconocibles, con las que pudieran, de manera absoluta, identificarse en sitios […] y en tiempos reconocibles» (26).[5] Ello es verificable, por ejemplo, en la manera en que historiadores del siglo XIX, como Von Ranke o Michelet, elogiaron las novelas de sir Walter Scott, por su recreación amena y realista del pasado de Inglaterra y Escocia, lo que «estimulaba el interés por la historia y contribuía a forjar una conciencia nacional» (Fernández Prieto, 2005: 76).

Las obras de Scott no solo tuvieron un papel decisivo en el desarrollo de la novela histórica moderna, sino que, además, sus fábulas exponían las todavía imprecisas fronteras entre la investigación histórica y las narrativas de ficción. De igual modo, hicieron una contribución significativa al desarrollo de ambas disciplinas, pero al mismo tiempo plantearon problemas para cada una de ellas. Por ejemplo, la cuestión del balance entre personajes imaginarios e históricos resultó central en la novela histórica. (Hamnet, 2008: 97)[6]

De este modo, la novela realista decimonónica cumplía una función imitadora de la realidad, que la convertía en una fuente de «información» relativamente confiable para los historiadores y ejercía una función social de exorcizar el pasado en función del presente:

En primer lugar, la introducción de Scott de historia verosímil, como un tema entre 1814 y 1819, contribuyó de manera significativa a la transformación tanto de la historia como de la novela. Su técnica de una ficción de apretada trama elevó el impacto dramático de la narrativa. En sus novelas escocesas Scott hacía referencias concretas a lugares, eventos y épocas. Hizo de la novela histórica un vehículo para el constante entrelazamiento del presente y el pasado. Aún más, Scott entretejió la memoria popular en sus novelas históricas, pero con el propósito general de abogar por la primacía de la razón sobre el fanatismo, y de la legalidad sobre la violencia. A este respecto, mostró tanta preocupación por la recta conducta como lo haría Eliot a mediados del siglo. Scott retrató la lucha entre las facciones como la maldición de la historia escocesa, tal como Galdós lo haría más tarde en la novela histórica española. (99)

Por contraste, nos dice la investigadora Claudia Montilla (2004), la novela del siglo XX parece prestarse de manera menos natural e inmediata que la del XIX, a actuar como transparente aliada del historiador, y se esconde, al menos en sus expresiones vanguardistas, tras formas arcanas y significados inestables que problematizan y cuestionan la función mimética. (136)

Existe una significativa cantidad de estudios sobre la novela histórica, tanto desde el ángulo de la crítica literaria como de la historia cultural, y no es nuestro objetivo detenernos en un inventario prolijo de estos textos. Según uno de sus principales estudiosos, el filósofo marxista húngaro Gyorgy Lukács (1966), la novela histórica toma por propósito principal ofrecer una perspectiva creíble de una época, deseablemente lejana, de forma que parezca una visión realista o costumbrista de su sistema de valores y creencias. Para Lukács, una de las premisas de este tipo de novelas es que han de utilizarse hechos verídicos, aunque los personajes principales sean imaginados, que aparezcan en un primer plano «héroes mediocres» y se represente la vida cotidiana del pueblo y, en un plano secundario las grandes figuras y los acontecimientos históricos. Extremos opuestos a este paradigma serían la novela de aventuras, donde la historia es un simple telón de fondo de la acción; o la historia novelada, donde los hechos rebasan a la fábula y se tiende a un acercamiento al ensayo.

Umberto Eco (1984) postula una genealogía parecida cuando se pregunta qué significa escribir una novela histórica. Eco identifica tres maneras posibles de narrar sobre el pasado. Una sería bajo la forma de romance, donde aparece «como escenografía, pretexto, construcción fabulosa, para dar rienda suelta a la imaginación»; otra posibilidad la ofrecen las llamadas novelas «de capa y espada» como las de los Dumas, donde los personajes de ficción dialogan con otros «ya registrados por la enciclopedia (Richelieu, Mazarino), a quienes hace realizar algunos actos que la enciclopedia no registra […], pero que no contradicen a la enciclopedia»; y una tercera variante llamada con propiedad «novela histórica», en la cual «no es necesario que entren en escena personajes reconocibles desde el punto de vista de la enciclopedia» (79-80).

Entre varias disquisiciones conceptuales sobre la novela histórica, prefiero asumir la definición que ofrece la profesora española Celia Fernández Prieto (2005), autora de varios libros y artículos ensayísticos sobre la temática. Para esta autora, la novela histórica sería:

Un tipo de ficción híbrida, en cuyo universo coexisten personajes y acontecimientos ya codificados historiográficamente con otros inventados, y que sitúa la acción en un pasado histórico concreto y reconocible por los lectores merced a descripciones de usos y costumbres de la época. Se instaura así una distancia temporal y cultural entre el pasado de la historia narrada y el presente de la escritura y de la lectura, que abre interesantes posibilidades estéticas: el juego con los anacronismos, la explotación del halo épico, exótico, misterioso y violento de otros tiempos, la proyección especular en el ayer de las preocupaciones contemporáneas, y, en fin, la relación dialéctica entre lo que el lector ya sabe acerca de esos sucesos históricos y lo que el texto le propone. (76-7)[7]

La hibridez y la ambigüedad narrativa, apuntadas por Fernandez Prieto, convierten a la novela histórica en una especie de «subgénero literario», donde resulta esencial el énfasis en las problemáticas del tiempo, los personajes y el lenguaje; y la sitúa en un territorio limítrofe con otros discursos como las memorias; diarios; biografías; autobiografías; leyendas; epopeyas; canciones de gesta; romances; novelas de sociedad, de actualidad, costumbristas, de aprendizaje y de ciencia ficción.

El estudioso alemán Kurt Spang (2017) establece dos tipologías de novelas históricas, a las que clasifica en «ilusionista» y «antilusionista». La primera acepción proviene de la idea del teatro aristótelico, según la cual el drama busca crear en el espectador la «ilusión de realidad», mientras que la segunda insiste en el carácter «ficticio» de la representación. La novela ilusionista sería aquella que intenta «crear la ilusión de autenticidad y de veracidad de lo narrado»:

Se crea la ficción de que coinciden historia y ficción; se ignora, por tanto, o por lo menos se esconde, el hiato entre los dos ámbitos de la historia y la literatura. No es raro que el autor afirme que la historia que narra es verdadera o aduce otras pruebas que garantizan su veracidad. Es el tipo que corresponde a la novela histórica elaborada por W. Scott que tuvo tanta popularidad en su época y tantos imitadores. (88-9)

La novela «antilusionista» se corresponde con el tipo de creaciones de ficción histórica escritas desde fines del siglo XIX hasta la actualidad, y en la cual la historia ya no disfruta de una concepción lineal y teleológica del tiempo, sino que establece que el discurso historiográfico, al igual que el literario, está sujeto a ser provisional y modificable, más cerca de la incertidumbre que de la certeza:

La novela histórica de esta índole tiene dos objetivos autónomos: crear un mundo ficticio y, paralelamente, presentar historia. Esta doble función no se oculta ante los receptores como ocurre en la novela ilusionista, sino que se insiste en ella; se abandona la pseudobjetividad del tipo anterior para acentuar la subjetividad del narrador y la índole de artefacto y la importancia y prioridad de los aspectos formales […] La historia narrada deja de ser un fluir continuo y unitario y sobre todo autónomo para convertirse declaradamente en una especie de puzle cuyas piezas tienen una cohesión intencionalmente precaria. (95)

Aquí aparece uno de los grandes debates en torno a la novela histórica: lo relacionado con el anacronismo, es decir, «una incongruencia temporal que consiste en insertar en un período histórico elementos materiales o categorías culturales que pertenecen a otro, anterior o posterior». Existen al menos tres tipos de anacronismos en materia de novela histórica: material o arqueológico, cultural y sicológico, y verbal. Del primero es del que más se suelen cuidar los novelistas, pues la ausencia de anacronismos materiales y el cuidado en la reconstrucción del ambiente de la época apuntala la autoridad cognitiva y epistemológica del narrador, generalmente un narrador autorial omnisciente, pero sobre todo sirve para sustentar el valor didáctico- informativo e ideológico de la novela histórica tradicional y su función de complementar la historia. (Fernández Prieto, 2004: 250).

No sucede lo mismo en lo relativo a los anacronismos cultural y psicológico, sobre todo en la novela histórica moderna y posmoderna, pues este tipo de narración ya no pretende ser una mera complementación de la historiografía, sino que intenta:

Mostrar cómo se construye el pasado, es decir, cumplir una función metahistórica, se entrega sin culpas ni remordimientos al anacronismo psicológico mediante el análisis interior de grandes figuras históricas de la política, la literatura, la ciencia o el arte (desde Virgilio, Julio César, Claudio, Adriano, Juliano el Apóstata, o Aníbal, hasta Cristóbal Colón, Juan de Austria, Teresa de Jesús o la marquesa de Maintenon, entre muchos otros) […] En la narrativa histórica que surge tras la Segunda Guerra Mundial lo que interesa es justamente imaginar los estados de ánimo, las dudas, la soledad, el rostro frágil y humano del gran personaje histórico, pero no con afán reconstructivo —no es la fidelidad al ser del pasado lo que importa—, sino empático, analítico, estético. (255)

Relacionado con las recuperaciones más o menos fidedignas del pasado que realiza el novelista, la gran narradora belga Marguerite Yourcenar (2002), en un espléndido ensayo sobre la reconstrucción histórica en la literatura, a través del hallazgo de las voces de los personajes, protestaba porque se le endilgara a su Memorias de Adriano el calificativo de «memorias apócrifas», pues en su opinión:

Apócrifo no se dice o, por lo menos, no debería decirse sino de aquello que es falso y quiere hacerse pasar por verdadero. Las baladas de Ossian escritas por Macpherson eran apócrifas porque él pretendía que eran de Ossian. Hay algo de fraude en esa palabra […] ese adjetivo impropio (más valdría hablar de Memorias imaginarias) demuestra hasta qué punto la crítica y el público están poco acostumbrados a la reconstitución entusiasta, a un tiempo minuciosa y libre, de un momento y un hombre del pasado. (43)

Un punto de vista semejante sostiene Umberto Eco (1984) a propósito de su laberíntica novela El nombre la rosa (1980) —donde se mezclan la ficción detectivesca, la crónica medieval, el relato en clave y la alegoría narrativa—, en la cual confiesa:

Es evidente que yo quería escribir una novela histórica, y no porque Ubertino y Michele hayan existido de verdad y digan más o menos lo que de verdad dijeron, sino porque todo lo que dicen los personajes ficticios como Guillermo es lo que habrían tenido que decir si realmente hubieran vivido en aquella época.

Y agrega este sutil comentario:

Creo, sin embargo, que una novela histórica no solo debe localizar en el pasado las causas de lo que sucedió después, sino también delinear el proceso por el que esas causas se encaminaron lentamente hacia la producción de esos efectos. (81)

Sobre el anacronismo verbal, considero oportuno señalar que el uso de arcaísmos o imitaciones ingenuas del lenguaje del pasado puede resultar en falsificaciones, y es contraproducente en las novelas históricas, pues:

[s]olo a primera vista [su] discurso narrativo, al evocar una época del pasado, o más llamativamente todavía, al presentar países e historias extranjeras, plantea la necesidad de imitar un idioma extranjero [o] la evolución del lenguaje. Sería absurdo presentar al narrador y las figuras de José y sus hermanos de Thomas Mann, hablando en cananeo y en egipcio. (Spang, 2017: 116)[8]

Lo dicho hasta aquí nos conduce al asunto, no menos escabroso, que se refiere a la posibilidad inversa de utilizar las creaciones de ficción como fuentes del conocimiento histórico. Sobre esta cuestión, John Lukacs (2010) sostiene que las novelas históricas son muchas veces libros de historia «defectuosos», por la mezcla «ilegítima» de historia y ficción que proponen los novelistas:

Ellos incluyen, y tuercen y deforman y atribuyen pensamientos y palabras y actos a figuras históricas —Lincoln o Wilson o Roosevelt o Kenendy— que realmente existieron. Esto es ilegítimo y antihistórico, aunque algunos historiadores académicos digan que está al servicio de buenos fines, ya que a fin de cuentas sirven de introducción a la historia para muchas personas.[9]

Para solucionar este dilema, Lukacs reivindica una curiosa teoría que sostiene que en el futuro lo que se verificará será una absorción de la novela por la historia, que terminará «alimentando los hambrientos apetitos de los lectores con lo que realmente sucedió, con un pasado real, con lo que en verdad eran las mujeres y los hombres, cómo actuaban y hablaban y pensaban en una época determinada» (28). No creo que llegue a suceder esta distopía de abolir la novela a favor de la historia, más allá de una caprichosa especulación teórica. En este sentido, debe tenerse en cuenta lo expresado por la prestigiosa crítica e historiadora de la literatura argentina Beatriz Sarlo (1991), cuando dice:

La literatura no puede ser leída haciendo abstracción de su régimen estético, y esto quiere decir que el historiador no debe leerla solo como un depósito de contenidos e informaciones […] La lectura densa en el caso de los textos literarios presupone que la literatura dice algo respecto de lo social en dimensiones que no son exclusivamente las explícitas […] La literatura ofrece mucho más que una directa representación del mundo social […], puede ofrecer modelos según los cuales una sociedad piensa sus conflictos, ocluye o muestra sus problemas, juzga a las diferencias culturales, se coloca frente a su pasado e imagina su futuro […] Leer[la] en su relación con la disciplina histórica implica, en primer lugar, un saber sobre la literatura, porque ella, como cualquier otra fuente, puede proporcionar solo aquello que se le pregunte. En consecuencia, un saber preguntar[le] es indispensable para un saber de la historia que considere que allí, en los textos literarios, pueden leerse dimensiones de una cultura, perfiles de un período, formas en que los actores sociales vivieron su presente en relación con la moral, el poder, el trabajo, la trascendencia, las transgresiones, los cambios. (33-4)

En nuestra opinión, si para el historiador está claro que su propósito de búsqueda de la verdad siempre debe ser contrastado científicamente, para el escritor el apego a lo histórico solo está dictado por un interés estético. La novela histórica actual no busca la acumulación de datos ni pretende la exactitud (interés reconstructivo que casi siempre desemboca en el didactismo estéril), más bien postula una capacidad de evocación (verosímil, pero libre, imaginativa) en un espacio/tiempo histórico dado. Su función no es demostrar ninguna evidencia o verdad, sino recrearla, transmutarla, o en ocasiones «reconstituirla» o «reinventarla», como hizo el puertorriqueño Luis López Nieves con su célebre relato «Seva», desde una perspectiva de rescate nacionalista de la memoria histórica de su país. La novela histórica actual puede moverse en un rango muy amplio de posibilidades temporales, cronológicas y epocales, e incluye tanto a los que se apegan a los hechos conocidos como a quienes los violentan de forma irreverente, con el propósito tácito o declarado de «revelar contradicciones de los documentos, las disonancias de los testimonios, los intereses sentimentales o políticos que moldean la memoria, la porosidad o los límites entre lo real y lo inventado» (Fernández Prieto, 2004: 78).

A propósito de estas lecturas revisionistas del pasado, la estudiosa Magdalena Perkowska (2008) sostiene, en su libro Historias híbridas: la nueva novela histórica latinoamericana (1985-2000) ante las teorías posmodernas de la historia, que, en el caso específico de las novelas históricas latinoamericanas, estas imaginan una historia plural o en el plural, que diversifica y descoloniza el imaginario histórico controlado antes por los vencedores. Inscribe los márgenes y la otredad, explora la heterogeneidad pasada inscrita todavía en el presente, recupera los silencios, lucha contra el olvido institucionalizado, se interesa por lo nimio y lo intrascendente en la historia. Reconoce abiertamente la posicionalidad de toda enunciación histórica y la fragilidad de toda verdad que ya no es un absoluto, sino un horizonte. (339)[10]

No pocos autores han reflexionado sobre la naturaleza del discurso de la ficción y su relación con la historia en el proceso de elaboración de sus propias obras, como es el caso del narrador y ensayista argentino Ricardo Piglia (2000a), quien se refiere a la presencia de la historia argentina en su celebrada novela Respiración artificial (1980):

Empecé trabajando la novela con la idea de hacer un archivo. Me tentaba la idea del archivo como forma. Necesitaba una fuente histórica que me sirviera de base para el archivo y entonces empecé a armar un personaje, que es Ossorio. La idea era trabajar con un personaje que fuera la inversa de Sarmiento. O sea, el que perdió, no el que llegó primero. Alguien que fue compañero de Sarmiento, que hace el exilio y demás, pero que, en lugar de volver después de caído Rosas, de ser presidente, se mata. Este personaje es el que en Respiración… arrastraría la problemática de la historia argentina. (120)[11]

Piglia también discurre sobre las similitudes que existen entre historiadores y novelistas en cuanto a sus fuentes de información y las semejanzas de sus modos de narrar. Sobre la estrategia narrativa de los historiadores, reivindica que, en los discursos historiográficos, se trataría de:

Una especie de novela policial al revés, están todos los datos, pero no se termina de saber cuál es el enigma que se puede descifrar. Por supuesto que los historiadores trabajan siempre con la ficción y la historia es la proliferación retrospectiva de los mundos posibles. A menudo prefiero leer libros de historia a leer las novelas llamadas históricas. Busaniche, por ejemplo, es un gran narrador. ¿Y qué se puede decir del libro de Le Roy Ladurie sobre Montaillou? Suena como una novela de Joyce escrita en el siglo xIv. (98)

Si algo comparten hoy los historiadores y los creadores de ficción, es un territorio híbrido donde el hecho histórico (fact) y la ficción dan origen a la llamada faction. Se percibe un extrañamiento de los cánones supuestamente inconmovibles de las estructuras expositivas del relato, y el gusto por desplazar sus miradas hacia tópicos heterogéneos, desiguales y discontinuos. Incluso, desde el punto de vista metodológico, nos encontramos frente a una estimulante coincidencia entre las novelas históricas y la historia escrita más reciente, ya que esta última reclama la necesidad de ampliar la noción tradicional de lo que es considerado un documento histórico, para incluir textos y testimonios de todo tipo, tradiciones orales, fotos, películas y otros materiales visuales, monedas y otros productos de excavaciones arqueológicas, estadísticas, etcétera. De hecho, podemos afirmar que «la novela histórica y la historiografía contemporánea no se contradicen, sino que están unidas tanto por la conciencia del carácter narrativo de todo discurso sobre el pasado, como por las ambiciones revisionistas» (Grützmacher, 2006: 159).

Viendo las cosas desde el ámbito de los creadores, parecen certeras las apreciaciones del novelista estadounidense Edgard Lawrence Doctorow (2008), cuando afirma:

El historiador y el novelista trabajan para deconstruir las visiones compuestas y tradicionalmente trasmitidas de sus sociedades. El historiador erudito lo hace gradualmente, el novelista más abruptamente, con sus imperdonables (pero excitantes) transgresiones, mientras escribe y va trazando su camino adentro, alrededor y por debajo de la obra de los historiadores, animándola con las palabras que se convierten en la carne y la sangre de gente que vive y que siente. La consanguinidad de los historiadores y de los novelistas es algo que demuestran los recientes esfuerzos de reputados historiadores que, por sentirse constreñidos en su disciplina, han escrito novelas […] No deberíamos sorprendernos por estos cruces de fronteras. ¿A qué escritor, de cualquier género, no le gustaría ver y penetrar en lo oculto e invisible? (10)

Para terminar este paseo por los «bosques narrativos» de la novela histórica, quizás nada mejor que el sabio consejo que dio a sus colegas el historiador italiano Carlo Ginzburg (citado en Serna y Pons, 2002), hijo de la célebre escritora Natalia Ginzburg: «la lectura de novelas, de muchísimas novelas: como enriquecimiento cognitivo y como nutriente de la imaginación moral» (47). Después de todo, los historiadores (y, de un modo distinto, los poetas) hacen por oficio algo propio de la vida de todos: desenredar el entramado de lo verdadero, lo falso y lo ficticio que es la urdimbre de nuestro estar en el mundo. (Ginzburg, 2010: 18)

FIN


Notas:

 

[1]  Tal es el parecer de María José Punte (1998) cuando afirma: «Hablar de “novela histórica” implica caer en la paradoja que supone adjuntar un adjetivo a un sustantivo, como si el hecho de colocarlos el uno junto al otro produjera desde ya la consustanciación de estos conceptos. La “novela histórica” desde este punto de vista no existe, porque hablar de este género como un resultado pretendidamente mixto sería como suponer la existencia en el mundo zoológico de los centauros» (85).

 

[2]  Jitrik intenta solucionar este dilema apuntando: «La novela histórica, podría definirse, muy en general y aproximativamente, como un acuerdo —quizá siempre violado— entre “verdad”, que estaría del lado de la historia, y “mentira”, que estaría del lado de la ficción. Y es siempre violado porque es impensable un acuerdo perfecto entre esos dos órdenes que encarnan, a su turno, dimensiones propias de la lengua misma o de las palabras entendidas como relaciones de apropiación del mundo» (11).

 

[3] Pese a la expresada reticencia de Manzoni, Umberto Eco (1984) opina que, en Los novios, «lo que hacen los personajes sirve para comprender mejor la historia, lo que sucedió. Aunque los acontecimientos y los personajes sean inventados, nos dicen cosas sobre la Italia de la época, que nunca se nos habían dicho con tanta claridad» (81).

 

[4] «Aunque no se haya producido espontáneamente en América Latina, ese producto histórico de la cultura europea se implantó tan rápidamente y con tanta perdurabilidad en el continente: Xicotencal, de 1826, apenas, es la primera novela histórica latinoamericana, no muy lejos de la publicación de las novelas de Walter Scott, Chateaubriand y las más románticas de Vigny, Dickens, Hugo, Manzoni y los demás» (Jitrik, 1995: 20).

 

[5] Según este autor, «Unos cincuenta años después de la aparición de la novela moderna surgió la novela histórica, ejemplificada por primera vez por Walter Scott, en cuyas páginas la historia servía como una especie nueva de telón de fondo que era más que decorativo: interesó a un número creciente de personas ávidas de leer sobre la Edad Media o sobre los héroes escoceses de siglos pasados».

 

[6] Hamnet agrega: «En sus novelas escocesas, Scott equilibró las figuras históricas reales y los personajes ficticios confinando las primeras a los márgenes, como al príncipe Carlos Eduardo, el “joven pretendiente” en Waverly: or ‘Tis Sixty Years Since (1814). El balance podía variar. El “pretendiente”, más viejo y profundamente comprometido, tuvo un rol decisivo en el desenlace de Redgauntlet (1824), aunque aquí aún no era el protagonista principal. En el caso de la historia, el énfasis relativo en los individuos o en los grupos sociales surgiría como un tópico. El impacto de la novela histórica en la historia hizo surgir pronto la cuestión del balance entre narrativa y análisis».

 

[7] Véase además Fernández Prieto (1998).

 

[8] «Los autores encuentran normalmente una solución intermedia, dejando hablar al narrador y a sus figuras en el idioma materno del autor y en el estado contemporáneo a la creación de la novela y solo de vez en cuando introducen una forma arcaizante o dialectal para que tanto el diálogo de las figuras como las intervenciones del narrador tengan aire de autenticidad».

 

[9] No deja de ser significativo que quienes tratan de explicar el éxito de este tipo de obras argumentan que se debe al escaso interés y conocimiento de la historia en la generalidad de la población, lo que a su vez implica un peligro todavía mayor: que las personas tomen por historias reales las de las novelas, y se queden sin saber la verdad histórica atesorada en los archivos y las bibliotecas.

 

[10] Ejemplo de ello podemos apreciarlo en obras como Lope de Aguirre, príncipe de la libertad (1979), de Miguel Otero Silva; Castigo divino (1988), de Sergio Ramírez; Tinísima (1991), de Elena Poniatowska; La tierra del fuego (2000), de Sylvia Iparraguirre; y El país de la canela (2008), de William Ospina; entre muchas otras. En el caso particular de Cuba debemos citar al Alejo Carpentier de Concierto barroco (1974) y El arpa y la sombra (1978); asimismo, Temporada de ángeles (1983) y Árbol de la vida (1992), de Lisandro Otero; Otro golpe de dados (1993), de Pablo Armando Fernández; El ojo Dyndimenio (1994), de Daniel Chavarría; El polvo y el oro (1996), de Julio Travieso; Al cielo sometidos (2001), de Reynaldo González; y La novela de mi vida (2002), de Leonardo Padura.

 

[11] De manera irónica, uno de los personajes de Respiración artificial (2000b) expresa: «Hay que evitar la introspección, les recomiendo a mis jóvenes alumnos, y les enseño lo que he denominado la mirada histórica. Somos una hoja que boya en ese río y hay que saber mirar lo que viene como si ya hubiera pasado. Jamás habrá un Proust entre los historiadores y eso me alivia y debiera servirle de lección» (20).


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