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¿Para qué sirven los héroes?:
Memoria épica y conducta ciudadana

Carlos Pacheco
Universidad Simón Bolívar, Caracas, Venezuela


El 23 de diciembre de 1983, una página del semanario Claridad le movió a muchos puertorriqueños el piso de su conciencia histórica, al ser leída como un drástico cuestionamiento de la verdad establecida sobre el más importante episodio fundacional de la tan problemática identidad nacional de Puerto Rico. Introducido por una carta al director del periódico y apoyado eficazmente por un conjunto de reproducciones de manuscritos, fotos, mapas, etc., el texto de esta página, titulado “Seva: la verdadera historia de la primera invasión norteamericana a la isla de Puerto Rico, ocurrida en mayo de 1898″¹ , fue recibido por los lectores como la denuncia de una falsificación de la memoria histórica y el establecimiento irrebatible de una nueva “verdad” que modificaba sustancialmente esa noción identitaria de lo nacional puertorriqueño. Pues bien: el escándalo fue mayúsculo. La alarma cundió en la isla. Se congestionaron fotocopiadoras y líneas telefónicas, porque todos querían leer y comentar el texto. Durante las semanas subsiguientes ése fue el tema de foros y reuniones privadas, y llegó a ocupar un inusitado espacio en todos los medios de comunicación. ¿Por qué tal revuelo?, ¿qué estaba ocurriendo? Como se verá, el llamado “caso Seva” es una ilustración elocuente de la relevancia política de la memoria.

Memoria y olvido son una pareja de opuestos que durante las últimas décadas en América Latina ha sido enfatizada con frecuencia y no sin relación entre sí, tanto por incidentes políticos como por acontecimientos literarios. Para quienes se consideran en el derecho de exigir que se investigue, que se encuentre y se diga lo ocurrido (respecto, por ejemplo, de crímenes y torturas, exilios y “desapariciones”, corruptelas y abusos) resulta del todo intolerable dejar que sobre algún evento del pasado se tienda -como dicen algunos- “el piadoso manto del olvido”. Olvidar o recordar, hablar o callar, elegir una u otra versión de la historia, aparecen entonces como opciones nítidamente políticas. Al mismo tiempo, la reciente ficción histórica latinoamericana, ese corpus de indecisa definición que ha terminado por recibir el nombre de “nueva novela histórica”, se ha manifestado en los últimos 30 años con una fortaleza sólo comparable con la del tan mentado boom en su momento y ofrece incontables ejemplos de que la práctica de la memoria puede ser mucho más que un mero ejercicio nostálgico para divertimento de ociosos lectores.

Los dos hechos, el político y el literario, están estrechamente conectados, porque como es sabido, la historia nos constituye en tanto comunidades; tanto el pasado reciente como el remoto configuran nuestro presente: somos lo que hemos sido. O lo que creemos haber sido. De allí la relevancia de toda reinterpretación de ese pasado y -de manera crucial- aquellas relecturas y nuevas hipótesis explicativas que afectan el relato de los orígenes de las comunidades nacionales, como ocurre en el caso del texto que comentamos.

Desde la Ilíada y la Eneida -ya se sabe- toda verdadera patria necesita contar con unos padres fundadores, vanagloriarse de un ilustre pasado, apoyarse sobre unos mitos de origen. El reconocimiento por parte de algunos historiadores y teóricos de la historia de que tales imágenes fundacionales (aunque tengan por supuesto soporte en la realidad) son en definitiva constructos retóricos no reduce un ápice la necesidad que todo conglomerado nacional tiene de ellas. La nación, esa “comunidad imaginada” al decir de Benedict Anderson, pero no por eso menos real y efectiva en el sentir y el actuar de sus ciudadanos, como comprobamos a diario, difícilmente puede llegar a existir sin apoyarse en los relatos épicos. Un solemne retrato narrativo (y también pictórico, escultórico, numismático, etc.) de unos héroes abnegados e impolutos que se sacrifican por la patria parece ser la condición imprescindible para que la fábrica de lo nacional resulte creíble. Y las gestas precursora, emancipadora y consolidadora de la nación deben revestirse por supuesto con los solemnes atavíos de la epopeya. Hechos muy simples, hasta casuales, terminan por desempeñar a veces el inexcusable papel de mito fundador, en un proceso de invención de la tradición, como dicen Hobsbawn y Rengger, que es inevitable. Sin Padres de la Patria, el pueblo de la nación carecería de paradigmas de referencia y guardaría para siempre la sensación de anomia y orfandad. El llamado “caso Seva” en Puerto Rico es una prueba patente de tal carencia y a la vez un hecho comunicacional, sociológico y literario muy ilustrativo.

La citada denuncia, calzada con la firma del historiador Víctor Cabañas (misteriosamente desaparecido de acuerdo al mismo texto) y presentada por su amigo el intelectual y narrador Luis López Nieves, aparentemente establecía y probaba, con abundante documentación, varias revelaciones a cual más impactante acerca de los orígenes de la nación: afirmaba que más de dos meses antes de la exitosa invasión estadounidense, realizada en junio de 1898, tal como establecía la versión historiográfica unánimemente aceptada, había tenido lugar un intento fallido de ocupación, y que, en un episodio -que resultaba glorioso y sangriento para los héroes isleños, pero vergonzoso para los yankis- un pequeño grupo de patriotas había rechazado a las tropas invasoras al precio de su vida. Lo más grave de la denuncia era, sin embargo, que después de aquel episodio de mayo del 98 (que hubiera dotado a Puerto Rico de aquella gesta épica que tanta falta le hacía) todo vestigio de la verdad había sido cuidadosamente borrado de los registros oficiales, de la misma manera que el antiguo pueblo de Seva había sido literalmente borrado del mapa y sepultado bajo los edificios, pistas, hangares y depósitos de armas nucleares de la base naval de Roosevelt Roads, soberbia custodia actual de la falsificación histórica.

Esta nueva versión de la historia brindaba por fin al país un panteón de héroes y mártires. Por eso, la publicación de este cuento, escrito como discurso historiográfico y abundantemente documentado, causó tal revuelo que provocó una aguda polémica, exacerbó la violencia de los proindependentistas y casi causó una revuelta popular. Tal conmoción política se debe a que el semanario no aclaró inicialmente la condición ficcional del texto en cuestión, y el público lo recibió como la denuncia cierta de un fraude histórico. Este curioso episodio de errada interpretación del contrato de lectura es una muestra elocuente de las inmensas implicaciones políticas de las versiones del pasado que -aunque sea por un momento en el tiempo- logran establecer su legitimidad y ser creídas. Incluso después de que el periódico aclarara que se trataba en realidad de un texto ficcional, de un cuento, ese malentendido de orden discursivo, curioso episodio de sociología de la lectura, tuvo una amplia repercusión política que incluyó una prolongada polémica en los medios, la formación de comités populares que se proponían encontrar los restos del “pueblo mártir” y una investigación oficial que el gobernador Roselló se vio obligado a ordenar.

Sin duda, el incidente tiene importancia debido a la dimensión de la respuesta social que produjo, una reacción tan vasta que ni el autor de la ficción, ni el periódico que se prestó a divulgarla siquiera sospechaban, una reacción que demuestra palmariamente la necesidad de epopeya que, como cualquier otro, experimenta el pueblo puertorriqueño. Más aún, tal vez, puesto que el estatuto de Puerto Rico como nación ha estado siempre en el territorio de la ambigüedad, de la indefinición cultural y política. Se trata, como sabemos de un Estado Libre, pero Asociado, Asociado, pero Libre (¿?). Los puertorriqueños tienen el derecho de portar el pasaporte estadounidense y a las prerrogativas correspondientes, pero no se sienten ni son tratados del todo como American citizens. La mayor metrópoli puertorriqueña no es San Juan, sino Nueva York, y los niuyorricans, haciendo uso de la famosa “guagua aérea” que popularizara la crónica de Luis Rafael Sánchez, se desplazan entre la gran manzana y su Borinquen querida con la misma rutinaria facilidad con la que, al hablar y al escribir, se desplazan del español al inglés y viceversa, para recalar por lo común a fin de cuentas en el espanglish. Los consuetudinarios referenda acerca del estatuto político y las protestas contra la presencia militar norteamericana en la isla de Vieques, son incómodos recordatorios de esa identidad irresuelta que se agrava -como probó el incidente de Seva- por la falta de una narrativa heroica fundacional. Queda evidenciada así, en primer lugar la importancia capital de una memoria para fundar el “nosotros” compartido que es la nación. Sin memoria, sin mito de fundación, no hay plena identidad nacional.

Ahora bien, si el episodio de Seva dramatiza el hecho de que no hay nación sin epopeya, no deja al mismo tiempo de poner en evidencia la relatividad del documento, así como el carácter retórico de los mecanismos de comprobación histórica. En tanto ficción extremadamente verosímil y convincente hasta el punto de engañar a miles de personas (un público que por cierto quería creer en lo que leía), el relato “Seva” es una aguda crítica paródica de la consagración del documento como sacrosanto instrumento probatorio. El ejercicio de composición realizado por López Nieves, historiador desdoblado en novelista (como sucede a veces entre los autores de la nueva novela histórica), es una muestra de cómo una habilidosa composición de supuestas evidencias textuales y gráficas puede sustentar de manera convincente una muy osada hipótesis historiográfica. En efecto, las cartas del escritor supuestamente desaparecido, el diario del General Miles con sus reproducciones facsimilares, los mapas donde supuestamente puede ubicarse la antigua Seva, las cintas magnetofónicas supuestamente guardadas en depósito, y finalmente el recuadro vacío de una supuesta foto de don Ignacio Martínez (el único testigo sobreviviente, azarosamente encontrado) que, para garantizar su seguridad, debe quedar excluida, constituyen el ingenioso arsenal de un artífice del discurso, que termina recordándonos (como lo ha hecho Hayden White) que tales procedimientos compositivos no son en definitiva demasiado diferentes de los que realiza un historiador con sus evidencias auténticas, que el discurso historiográfico, en tanto elaboración narrativa y argumentativa, es también, en cierta forma, un “artefacto literario”.

No es raro por tanto que en ésta, como en muchas otras ficciones históricas de las últimas décadas, la figura del historiador (o de quien hace sus veces en tanto explorador del pasado) resulte ficcionalizada y convertida en personaje novelesco. En efecto, esta especie de micronovela histórica que es “Seva”, elige como centro de su trama narrativa la realización de una investigación historiográfica secreta capaz de modificar el curso y el sentido de la memoria nacional, con graves consecuencias para el presente. En ella son tematizados diversos momentos de esa indagación que logra desmontar una patraña histórica; en ella se presenta al historiador como protagonista heroico y víctima de los mecanismos guardianes de una versión oficial de los hechos. Como vigilante de la memoria y víctima de los intereses del poder, el historiador ocupa en este caso el rol de indiscutido mártir de la verdad histórica. Paradójica inversión en definitiva, la atribución de un valor de verdad a un texto ficcional contrasta elocuentemente con el carácter construido, “inventado” o tergiversado de algunas “verdades” oficialmente establecidas y celosamente guardadas por los intereses del orden hegemónico.

A diferencia de los puertorriqueños, la mayoría de los hispanoamericanos, y en especial los venezolanos, contamos con una pléyade de héroes fundacionales que han sido elevados a los pedestales de la dimensión heroica. Debíamos preguntarnos sin embargo para qué propósitos ha servido esa práctica Ya en los años sesenta, Carrera Damas denunciaba entre nosotros ese “culto al héroe”. Desde los textos de Juan Vicente González o Eduardo Blanco en el siglo XIX hasta el reciente cambio del nombre oficial de nuestro país para incluir el adjetivo “bolivariana”, pasando por las celebraciones guzmancistas del centenario del nacimiento de El Libertador o por la Semana de la Patria de Pérez Jiménez, nuestros héroes nacionales -y Bolívar de manera destacadísima) han sido objeto de múltiples relecturas, interpretaciones y asociaciones simbólicas en un complejo proceso ideológico-cultural donde participan diversos actores de la sociedad. Los héroes son sin duda un capital simbólico que -como cualquier otro- puede ser rectamente utilizado, potenciando el valor paradigmático de las virtudes ejercitadas por o atribuidas a esos venezolanos ilustres para promover una sana emulación ciudadana, y puede también ser malversado abusivamente para complacer intereses políticos o personales de corto plazo.

Hace unos años comentaba mi sorpresa al regresar a Venezuela después de un año sabático y encontrarme con que muchos automovilistas parecían desplegar, mediante una banderita nacional adherida a la carrocería de sus vehículos, un repentino fervor patriótico. Tal unción nacionalista no les impedía sin embargo embestir a los peatones y a los otros conductores, estacionar en zona prohibida ni violar el flechado o los semáforos. Este tipo de incoherencia puede por supuesto extrapolarse a muy diversas formas de usufructo político y hasta comercial de ese capital simbólico, algunas sin duda más legítimas o convincentes que otras.

Cuando estoy por terminar de escribir estas páginas, la edición dominical de El Nacional del 10 de junio me proporciona nuevos elementos: la primera página de tres de sus cuerpos trae titulares o noticias vinculadas con el asunto que venimos exponiendo: el titular principal del cuerpo D recoge una frase del Alcalde Mayor de Caracas: “La única revolución bolivariana fue la que hizo El Libertador en el siglo XIX”. El cuerpo C, mientras tanto, titula “Volver a plantar las huellas de Bolívar en Curazao”, destacando las gestiones del cónsul venezolano para recuperar los monumentos relacionados con el prócer. Finalmente, el cuerpo Siete Días, dedica sus dos primeras páginas a documentar, ofrecer perspectivas y comentar la propuesta del gobernador del Estado Sucre de solicitar de las autoridades ecuatorianas que, “en un gesto de carácter histórico”, autoricen la repatriación de una muestra de las cenizas de Antonio José de Sucre para que reposen en un monumento que a tal efecto se construiría en su ciudad natal de Cumaná. Después de leer la polémica en la que participan historiadores, políticos y diplomáticos de las dos naciones, y sin desconocer el carácter simbólico y ritual que pueda estar vinculado a esta iniciativa, uno se pregunta si esa operación de traslado de algunas partículas de los restos mortales de Sucre va a lograr que los sucrenses y los venezolanos en general seamos mejores ciudadanos. ¿No sería más sabio y productivo invertir esa energía y esos recursos de otra manera? El presidente de la Academia Nacional de la Historia en Ecuador, por ejemplo, propone un proyecto binacional de investigación del archivo Sucre que permita un conocer mejor su pensamiento. Por su parte, la historiadora venezolana Inés Quintero opina que “Esta iniciativa es una reiteración del principio anacrónico del culto al héroe. Tiene poca importancia discutir sobre dónde deben estar los restos del Gran Mariscal de Ayacucho. Lo relevante es que comprendamos mejor a ese personaje, quien fue uno de los hombres políticamente más creativos de su tiempo.”

Personalmente me inclino ante la sensatez de esas palabras. Si hemos de tener héroes porque su existencia responde a una sentida necesidad cultural de la ciudadanía, hagamos que esos héroes sirvan para algo bueno. Para propósitos educativos, pedagógicos y andragógicos, por ejemplo. Si, lejos de todo fetichismo y de toda idolatría, la memoria del Mariscal Sucre fuera utilizada para hacer que los venezolanos seamos, a imitación suya, más disciplinados y cultos, más responsables y tenaces, más creativos y laboriosos, más fieles a la palabra y más obedientes a la ley, loada sea esa memoria.

FIN


1. Luis López Nieves: Seva. Historia de la primera invasión norteamericana de la isla de Puerto Rico ocurrida en mayo de 1898. San Juan de Puerto Rico, Editorial Cordillera, Inc. 1993. 1ª. edición: 1984. Incluye una crónica de los acontecimientos ocurridos en torno a este texto titulada: Seva Un sueño que hizo historia y firmada por Josean Ramos.


“¿Para qué sirven los héroes?: Memoria épica y conducta ciudadana”, Carlos Pacheco, Universidad Simón Bolívar, Caracas, Venezuela. Ponencia presentada en la V Bienal de Literatura “Mariano Picón Salas”, Mérida, Venezuela, 12 al 16 de junio de 2001. Correo electrónico del autor: pacheco@usb.ve.


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