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Cantos de rebeldía – Prólogo

[Poema - Texto completo.]

José de Diego

El director literario de la casa editora de mis libros de versos me expresó sus deseos de insertar en cada uno de aquellos el retrato mío perteneciente a la época en que las composiciones del respectivo tomo fueron escritas. Teniendo los retratos, se los di, porque me pareció que se buscaba, no una exhibición personal, sino una exposición fisiopsicológica de las ocultas afinidades entre el curso de los años y el curso del pensamiento, en las misteriosas correspondencias por las cuales tal vez una arruga del rostro contiene un abismo de dolor, una corriente de vida, una onda de alma.

Algunas de las tristezas más antiguas de «Pomarrosas» son contemporáneas de las más ingenuas alegrías de «Jovillos» y esto ya no puede medirse ni compararse por la mutación de la faz, que en los inquietos giradores días de la adolescencia tenemos siempre dos caras en una cabeza «cual la de Jano, que siendo una, mira a Oriente y a Occidente», según la estrofa de Rubén Darío, contemplando una los fulgores del alba y otra las agonías del véspero.

Mas por seguro que ya no era el mismo a los quince que a los treinta años el autor de «Jovillos» que el de «Pomarrosas» y que, con ser muy grandes, no lo eran tanto las diferencias fisiognómicas como las espirituales entre el autor de «Jovillos» y el del «Cantos de rebeldía».

En el desarrollo de la vida humana, asiste a la primera juventud un vasto espíritu, rarificado, ligero, de amplia y difusa luz, que se reduce y concentra y gana en intensidad lo que pierde en extensión, como en fijeza lo que pierde en campo visual, según el tiempo fortalece y densifica la carne, hasta que el agotamiento orgánico vuelve a enrarecer y aflojar el espíritu, no ya con las palpitaciones de un fulgor progresivo, sino con el vago ondular de una creciente sombra.

En determinados temperamentos, la concentración espiritual es tan absorbedora y exclusiva que se revela en un solo anhelo dominador. El caso de Gustavo Adolfo Bécquer, en su obra poética única y esencialmente erótica, como el de ciertos pintores que solo pintan santos o rosas y el de ciertos músicos que solo componen salves o danzas, se multiplica en el comercio, en la industria, en las artes más humildes, en todas las especies de labor anímica o mecánica. Ello no se explica por las reglas de la división del trabajo no siempre artificiosas, sino por la intensificación de las energías y tendencias mentales.

Inicia e impulsa este proceso una fuerza espontánea, ayudada también en numerosos individuos por el poder de una voluntad consciente de la aptitud, objeto y decoro de la propia vida.

De mi puedo decir que me he sentido naturalmente llevado a la unidad afectiva y expresiva de mi arte, colmo se desenvuelve en estos Cantos, herido a veces por una súbita desviación del pensamiento. Al concertar las primeras estrofas de «Alma noctuna», recostado sobre el tronco de un cocotero, en el rellano de un monte esclarecido por la luna, solo me propuse decir del misterio, el silencio, la soledad de una alta noche campesina, cuando de pronto se me viró el deseo en una bárbara meditación de muerte.

Mas al mismo tiempo la orientación única y fija de mis últimos versos, ya principiada en muchos de «Pomarrosas», fue en gran parte regida por el libre conocimiento y la tensa, voluntad encaminados al ideal que imanta y alumbra la visión de mis ojos y la determinación de mi existencia.

Nacido en un país infausto, siervo, en peligro de muerte, debo a la conservación de su vida y a la defensa de su libertad la sangre que es de su tierra y el alma que es de su cielo: si tengo una lira, colmo si tuviera una espada o un martillo o un arado, lo que tengo suyo es, de mi patria es y debo cantar como blandiría el acero, golpearía el yunque, abriría el surco, por ella y para ella que es mía y de quién soy en cuerpo y alma.

La poesía no es cosa de fútil adorno y vano recreo: ninguna ciencia, ninguna arte podrán desligarse de la universal cooperación al bien humano, como nada en el orden físico puede ausentarse del trabajo universal de la naturaleza. La producción y la contemplación de la belleza en sí mismas constituyen un bien y la poesía cumple siempre un propósito estético; mas la poesía, como toda obra humana, debe acudir preferentemente al bien necesario, sentido y clamoroso en cada momento y en cada lugar del mundo.

Señalados pueblos en señaladas épocas y señalados hombres en señalados pueblos ostentan y personifican la conciencia de la humanidad, como Francia el 93 y los enciclopedistas en Francia; pero, en la evolución normal de los hechos y de las ideas, cada pueblo siente una necesidad característica, requiere un bien especial, fundamental, para cuyo alcance es obligatoria la contribución de todos los elementos componentes de su alma colectiva.

Infinito el progreso, ningún país en ningún instante puede tener por logradas sus aspiraciones; pero, aquellos que han realizado los fines principales de su destino, la independencia, la libertad, el orden, el bienestar común, pueden distraer sus energías en las sutiles artes de la contemplación y el éxtasis emotivos de la belleza o irradiar las fuerzas de su espíritu más allá de la existencia nacional, por la universidad del Orbe.

Francia, después de tantos siglos de cuidado y lucha por el propio bien, soberana, libre, rica, victoriosa, expandía por el Globo el desbordamiento de su potencia y desde principios de la centuria diecinueve alentó una generación de poetas que buscaban y cantaban los paisajes lejanos, los ideales pretéritos, el amor de las hermosuras muertas o jamás conocidas, los subjetivismos recónditos. Los parnasianos, simbolistas, decadentistas y los poetas y escritores comprendidos en tantas recientes nomenclaturas (siempre creí que todas ellas solo envuelven modalidades o aspectos evolutivos de la escuela romántica), exploraron desde las cumbres de su Patria la redondez del Mundo y la eternidad del Espíritu, en un arte raro, exótico, ambiguo, que volaba de las cúpulas de una pagoda a una torre medioeval y de los oblicuos ojos de una princesa del Japón a las doradas pupilas, ya tierra, agua, o aire o luz, de una dama del  Directorio: así era, mas cuando una conmoción terrible desgarró el cuerpo y el alma de la Nación francesa, en el desastre de 1870, una literatura nacional, reivindicatoria, agresiva, acudió al corazón adolorido del pueblo para prepararlo, como se está viendo, a la guarda y defensa del territorio patrio.

El influjo que, desde la emancipación de las colonias españolas, ha ejercido Francia en la cultura de las Repúblicas iberio-americanas, extendió al centro y al sur de nuestro Continente las novedades de fondo y forma que Verlaine, Mallarmé y los otros heraldos del modernismo desplegaban como banderas sonantes y multicolores en el triunfo de la nueva lírica.

El grande y glorioso niciaragüense, fue el primer y más alto paladín de este movimiento en la poesía castellana: alrededor de él, una brillantísima cohorte de poetas de genio, en España y América, ensanchó el ambiente del arte clásico, penetró en el translúcido seno del idioma, de las palabras, de las sílabas, de las letras, del timbre, del acento, de la modulación fonética, cuando otros fríos y falsos imitadores de los maravillosos maestros rompían torpes la sonoridad y majestad de la onda rítmica en locos bailes de inútil viento.

Enriquecíanse como nunca el tesoro del lenguaje y el dinamismo de la lírica, al par de una visión más aguda y detallada de la naturaleza y del mundo psíquico; pero, en lo que a nuestra América concierne, parecía que la espléndida evolución iba a pervertirse en una fiebre de grosera lujuria y en atávicos gestos de feudal señorío. Se glorificaba al amor con las crudas voces de un tratado de patología sexual, y, si el poeta buscaba para exaltar un tipo de pasados tiempos, encontraba siempre a un Caballero feudal cualquiera en ejercicio del derecho de pernada…

El más grave daño del esta¡ literatura en América fue que apartó de la tierra, del ambiente, de los sentimientos e ideales patrios la inspiración y el afán de los poetas nacidos en aquellos dolorosos países, tan necesitados del concurso de sus filósofos, de sus artistas, de sus hombres de Estado, de todas sus fuerzas morales y orgánicas, en las tremendas crisis de su crecimiento nacional. La Grecia antigua, el Japón moderno, dioses paganos, emperatrices, hetairas, geishas y obispos endiablados y marquesitas galantes y todo lo «muy siglo diez y ocho», cantados por poetas que tenían en sus nativos lares las bellezas más grandes de la Creación y los empeños más altos de la lucha por el triunfo de la libertad y por la subsistencia y el predominio de nuestra raza oprimida y escarnecida en las tristes patrias del hemisferio americano.

Darío, que se elevó desde una pequeña República como el poeta del Universo, podía hacerlo así y extender las alas de su genio por los horizontes mundiales; pero lo hizo mejor y en su magnificente obra nada hay más grandioso que la salutación a las «ínclitas razas ubérrimas» ni más dulce y tierno que el idilio al «buey que vi en mi niñez echando vaho un día— bajo el nicaragüense sol de encendidos oros»…

Dichosamente pasó como una áurea nube aquella convencional literatura y hoy la América hispana puede mostrar con orgullo «sus» poetas, los insignes poetas de su paisaje, de su historia, de su libertad, de su vida, de su raza y de la futura hegemonía de los pueblos de su raza en las cumbres del Planeta.

Puerto Rico sufrió también la racha de aquella vanal literatura y goza también ahora del renacimiento de su poesía: viejos y jóvenes líricos marchan a la cabeza del movimiento nacional, como iban los antiguos bardos anglosajones a la vanguardia de los ejércitos: el perfume de nuestros bosques, el fulgor de nuestro cielo y nuestras llanuras, el rugir de nuestros tormentosos desgraciados mares, el cántico melancólico de nuestros jíbaros, nuestra fe, nuestras tradiciones, nuestro dolor, nuestra esperanza, se desprenden de las liras en ráfagas de vibrante espíritu…

Entre esos poetas, yo, el último, lanzo mis «Cantos de rebeldía», mis gritos de protesta y de combate contra el tirano de mi patria a los vientos y al corazón del mundo…

José de Diego

Barcelona
Septiembre de 1916



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