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La fontana de oro

Primera parte

[Novela - Texto completo.]

Benito Pérez Galdós

Capítulos 1-22Capítulos 23-43


Primera parte

1921

Los hechos históricos ó novelescos contados en este libro, se refieren á uno de los periodos de turbación política y social más graves é interesantes en la gran época de reorganización, que principió en 1812 y no parece próxima á terminar todavía. Mucho después de escrito este libro, pues sólo sus últimas páginas son posteriores á la Revolución de Septiembre, me ha parecido de alguna oportunidad en los días que atravesamos, por la relación que pudiera encontrarse entre muchos sucesos aquí referidos y algo de lo que aquí pasa; relación nacida, sin duda, de la semejanza que la crisis actual tiene con el memorable período de 1820-23. Esta es la principal de las razones que me han inducido á publicarlo.

B.P.G.
Diciembre de 1870.


* * *

ÍNDICE

      I.-La carrera de San Jerónimo en 1821.
II.-El club patriótico
III.-Un lance patriótico y sus consecuencias
IV.-Coletilla
V.-La compañera de Coletilla
VI.-El sobrino de Coletilla
VII.-La voz interior
VIII.-Hoy llega
IX.-Los primeros pasos
X.-La primera batalla
XI.-La tragedia de Los Gracos
XII.-La batalla de Platerías
XIII.-No llega el esperado.-Llegada de un importuno
XIV.-La determinación
XV.-Las tres ruinas
XVI.-El siglo décimoctavo
XVII.-El sueño del liberal
XVIII.-Diálogo entre ayer y hoy
XIX.-El abate
XX.-Bozmediano
XXI.-¡Libre!
XXII.-El vía-crucis de Lázaro
XXIII.-La Inquisición
XXIV.-Rosa mística
XXV.-Virgo prudentísima
XXVI.-Los disidentes de La Fontana
XXVII.-Se queda sola
XXVIII.-El ridículo
XXIX.-Las horas fatales
XXX.-Virgo fidelis
XXXI.-La reunión misteriosa
XXXII.-La Fontanilla
XXXIII.-Las arpías se ponen tristes
XXXIV.-El complot.-Triunfo de Lázaro
XXXV.-El bonete del Nuncio
XXXVI.-Aclaraciones
XXXVII.-El vía-crucis de Clara
XXXVIII.-Continuación del vía-crucis
XXXIX.-Un momento de calma
XL.-El gran atentado
XLI.-Fernando el Deseado
XLII.-Virgo potens
XLIII.-Conclusión


CAPÍTULO PRIMERO

La Carrera de San Jerónimo en 1821.

Durante los seis inolvidables años que mediaron entre 1814 y 1820, la villa de Madrid presenció muchos festejos oficiales con motivo de ciertos sucesos declarados faustos en la Gaceta de entonces. Se alzaban arcos de triunfo, se tendían colgaduras de damasco, salían á la calle las comunidades y cofradías con sus pendones al frente, y en todas las esquinas se ponían escudos y tarjetones, donde el poeta Arriaza estampaba sus pobres versos de circunstancias. En aquellas fiestas, el pueblo no se manifestaba sino como un convidado mas, añadido á la lista de alcaldes, funcionarios, gentiles-hombres, frailes y generales; no era otra cosa que un espectador, cuyas pasivas funciones estaban previstas y señaladas en los artículos del programa, y desempeñaba como tal el papel que la etiqueta le prescribía.

Las cosas pasaron de distinta manera en el período del 20 al 23, en que ocurrieron los sucesos que aquí referimos. Entonces la ceremonia no existía, el pueblo se manifestaba diariamente sin previa designación de puestos impresa en la Gaceta; y sin necesidad de arcos, ni oriflamas, ni banderas, ni escudos, ponía en movimiento á la villa entera; hacía de sus calles un gran teatro de inmenso regocijo ó ruidosa locura; turbaba con un solo grito la calma de aquel que se llamó el Deseado por una burla de la historia, y solía agruparse con sordo rumor junto á las puertas de Palacio, de la casa de Villa ó de la iglesia de Doña María de Aragón, donde las Cortes estaban.

Años de muchos lances fueron aquellos para la destartalada, sucia, incómoda, desapacible y obscura villa! Sin embargo, no era ya Madrid aquel lugarón fastuoso del tiempo de los reyes tudescos; sus gloriosas jornadas del 2 de Mayo y del 3 de Diciembre, su iniciativa en los asuntos políticos, la enaltecían, sobremanera. Era, además, el foro de la legislación constituyente de aquella época, y la cátedra en que la juventud más brillante de España ejercía con elocuencia la enseñanza del nuevo derecho.

A pesar de todos estos honores, la villa y corte tenía un aspecto muy desagradable. Mari-Blanca continuaba en la Puerta del Sol como la más concreta expresión artística de la cultura matritense. Inmutable en su grosero pedestal, la estatua, que en anteriores siglos había asistido al tumulto de Oropesa y al motín de Esquilache, presidía ahora el espectáculo de la actividad revolucionaria de este buen pueblo, que siempre convergía á aquel sitio en sus ovaciones y en sus trastornos.

Si fuera posible trasladar al lector á las gradas de San Felipe, capitolio de la chismografía política y social, ó sentarle en el húmedo escaño de la fuente de Mari-Blanca, punto de reunión de un público más plebeyo, comprendería cuan distinto de lo que hoy vemos era lo que veían nuestros abuelos hace medio siglo. De fijo llamaría su atención que una gran parte de los ociosos, que en aquel sitio se reúnen desde que existe, lo abandonaban á la caída de la tarde para dirigirse á la Carrera de San Jerónimo ó á otra de las calles inmediatas. Aquel público iba á los clubs, á las reuniones patrióticas, á La Fontana de Oro, al Grande Oriente, á Lorencini, á la Cruz de Malta. En los grupos sobresalían algunas personas que, por su ademán solemne, su mirada protectora, parecían ser tenidos en grande estima por los demás. Aparentaban querer imponer silencio á la multitud; otras veces, extendiendo los brazos en cruz, volvíanse atrás como quien pide atención: todo esto hecho con una oficiosa gravedad que indicaba influjo muy grande ó presunción no pequeña.

La mayor porte se dirigía á la Carrera. Es porque allí estaba el club más concurrido, el más agitado, el más popular de los clubs: La Fontana Se Oro. Ya entraremos también en el café revolucionario. Antes crucemos, desde el Buen Suceso á los Italianos, esta alegre y animada Carrera de los Padres Jerónimos, que era entonces lo que es hoy y lo que será siempre: la calle más concurrida de la capital.

Pero hoy, cuando veis que la mayor parte de la calle está formada por viviendas particulares, no podéis comprender lo que era entonces una vía pública ocupada casi totalmente por los tristes paredones de tres ó cuatro conventos. Imposible es comprender hoy la obscuridad que proyectaban sobre la entrada de la Carrera el ancho paredón del Monasterio de la Victoria por un lado, y la sucia y corroída tapia del Buen Suceso por otro. Más allá formaban en línea de batalla las monjas de Pinto; por encima de la tapia, que servía de prolongación al convento, se veían las copas de los cipreses plantados junto á las tumbas. Enfrente campeaba la ermita de los Italianos, no menos ridícula entonces que hoy, y más abajo, en lo más rápido del declive, el Espíritu Santo, que después fué Congreso de los Diputados.

Las casas de los grandes alternaban con los conventos. En lo más bajo de la calle se veía la vasta fachada del palacio de Medinaceli, con su ancho escudo, sus innumerables ventanas, su jardín á un lado y su fundación piadosa á otro; enfrente los Valmedianos, los Pignatellis y Gonzagas; más acá los Pandos y Macedas, y, finalmente, la casa de Híjar, que hasta hace poco ostentaba en su puerta la cadena histórica, distintivo de la hospitalidad ofrecida á un monarca. Quedaba para catas particulares, para tiendas y sitios públicos la tercera parte de la calle: esto es lo que describiremos con más detención, porque es importante dar á conocer el gran escenario donde tendrán lugar algunos importantes hechos de esta historia.

Entrando por la Puerta del Sol, y pasado el convento de la Victoria, se hallaba un gran pórtico, entrada de una antiquísima casa que, á pesar de su escudo decorativo, grabado en la clave del balcón, era en aquel tiempo una casa de vecindad en que vivían hasta media docena de honradas familias. Su noble origen era indudable; pero fué adquirida no sabemos cómo por la comunidad vecina, que la alquiló para atender á sus necesidades. En dicho portal, bastante espacioso para que entraran por él las enormes carrozas de su primitivo señor, tenía su establecimiento un memorialista, secretario de certificaciones y misivas; y en el mismo portal, un poco más adentro, estaban los almacenes de quincalla de un hermano de dicho memorialista, que había venido de Ocafia á la Corte para hacer carrera en el comercio. Constaba su tienda de tres menguados cajoncillos, en que había algunos paquetes de peines, unas cuantas cajas de obleas, juguetes de chicos y un gran manojo de rosarios con cruces y medallones de estaño.

La parte de la izquierda, y especialmente el rincón contiguo á la puerta, era un lugar en que el público ejercía un incontestable derecho de servidumbre. Era un centro urinario: la secreción pública había trocado aquel rincón en foco de inmundicia, y especialmente por las noches la ofrenda líquida aumentaba de tal modo, que el escribiente y su hermano hacían propósito firme de abandonar el local. En vano se amonestaba al público con terribles pragmáticas de policía urbana, promulgadas por la autorizada voz del memorialista. El público no renunciaba por esto á su costumbre, y de seguro lo habrían pasado mal los dos hermanos si hubieran tratado de impedir por la fuerza la libertad mingitoria, autorizada por un derecho consuetudinario que, según la feliz expresión de un parroquiano de aquel sitio, radicaba en la naturaleza del hombre y en la hospitalidad forzosa del vecindario.

Enfrente de este portal clásico había una puertecilla, y por los dos yelmos de Mambrino, labrados en finísimo metal del Alcaraz y suspendidos á un lado y otro, se venía en conocimiento de que aquello era una barbería. Por mucho de notable que tuviera el exterior de este establecimiento, con su puerta verde, sus cortinas blancas, su redoma de sanguijuelas, su cartel de letras rojas, adornado con dos viñetas dignas de Maella, que representaban la una un individuo en el momento de ser afeitado, y la otra una dama á quien sangraban en un pie, mucho más notable era su interior. Tres mozos, capitaneados por el maestro Calleja, rapaban semanalmente las barbas de un centenar de liberales de los más recalcitrantes. Allí se discutía, se hablaba del Rey, de las Cortes, del Congreso de Verona, de la Santa Alianza. Oiríais allí la peroración contundente del oficial primero y más antiguo, mozo que se decía pariente de Poilier, el mártir de la libertad. Al compás de la navaja se recitaban versos amenizados con agudezas políticas; y las voces camarilla, coletilla, trágala, Elio, la Bisbal, Vinuesa, formaban el fondo de la conversación. Pero lo más notable de la barbería más notable de Madrid, era su dueño, Gaspar Calleja (se había quitado el Don después de 1820), héroe de la revolución, y uno de los mayores enemigos que tuvo Fernando el año 14. Así lo decía él.

Más lejos estaba la tienda de géneros de unos irlandeses establecidos aquí desde el siglo pasado. Vendían, juntamente con el raso y el organdí, encajes flamencos y catalanes, alepín para chalecos, ante para pantalones, corbatas de color de las llamadas guirindolas, y carrikes de cuatro cuellos, que estaban entonces en moda. El patrón era un irlandés gordo y suculento, de cara encendida, lustrosa y redonda como un queso de Flandes. Tenía fama de ser un servilón de á folio, pero, si esto era cierto, las circunstancias constitucionales del país, y especialmente de la Carrera de San Jerónimo, le obligaban á disimularlo. Fundábanse los que tan feo vicio imputaban al irlandés, en que cuando pasaba por la calle la Majestad de Fernando ó Amalia, la Alteza de mi tío el doctor ó de don Carlos, el buen comerciante dejaba apresuradamente su vara y su escritorio para correr á la puerta, asomándose con ansiedad y mirando la real comitiva con muestras de ternura y adhesión. Pero esto pasaba, y el irlandés volvía á su habitual tarea, haciendo todas las protestas que sus amigos le exigían.

Cerca de la tienda del irlandés se abría la puerta de una librería, en cuyo mezquino escaparate se mostraban abierto por su primera hoja algunos libros, tales como laHistoria de España, por Duchesne; las novelas de Voltaire, traducidas por autor anónimo; Las noches de Young; el Viajador sensible, y la novela de Arturo y Arabella, que gozaba de gran popularidad en aquella época. Algunas obras de Montiano, Porcell, Arriaza, Olavide, Feijóo, un tratado del lenguaje de las flores y la Guía del comadrón, completaban el repertorio.

Al lado, y como formando juego con este templo literario, estaba una tienda de perfumería y de bisutería con algunos objetos de caza, de tocador y de encina, que todo esto formaban comercio común en aquellos días. Por entre los botes de pomadas y cosméticos; por entre las cajas de alfileres y juguetes, se descubría el perfil arqueológico de una vieja que era ama, dependiente y aun fabricante de algunas drogas. Más allá había otra tienda obscura, estrecha y casi subterránea en que se vendían papel, tinta y cosas de escritorio, amén de algún braguero ú otro aparato ortopédico de singular forma. En la puerta pendía colgado de una espetera un manojo de plumas de ganso, y en lo más profundo y más lóbrego de la tienda lucían como los ojos de un lechuzo en el recinto de una caverna, los dos espejuelos resplandecientes de don Anatalio Mas, gran jefe de aquel gran comercio.

Enfrente había una tienda de comestibles; pero de comestibles aristocráticos. Existía allí un horno célebre, que asaba por Navidades más de cuatrocientos pavos de distintos calibres. Las empanadas de perdices y de liebres no tenía rival; sus pasteles eran celebérrimos, y nada igualaba á los lechoncillos asados que salían de aquel gran laboratorio. En días de convite, de cumpleaños ó de boda, no encargar los principales platos á casa de Perico el Mahonés (así le llamaban), hubiera sido indisculpable desacato. Al por menor se vendían en la tienda: rosquillas, bizcochos, galletas de Inglaterra y mantecadas de Astorga.

No lejos de esta tienda se hallaban las sedas, los hilos, los algodones, las lanas, las madejas y cintas de doña Ambrosia (antes de 1820 la llamaban la tía Ambrosia), respetable matrona, comerciante en hilado: el exterior de su tienda parecía la boca escénica de un teatro de aldea. Por aquí colgaba á guisa de pendón, una pieza de lanilla encarnada; por allí un ceñidor de majo; más allá ostentaba una madeja sus innumerables hilos blancos, semejando los pistilos de gigantesca flor; de lo alto pendía algún camisolín, infantiles trajes de mameluco, cenefas de percal, sartas de pañuelos, refajos y colgaduras. Encima de todo esto, una larga tabla en figura de media, pintada de negro, fija en la muralla y perpendicular á ella, servía de muestra principal. En el interior todo era armonía y buen gusto; en el trípode del centro tenían poderoso cimiento las caderas de doña Ambrosia, y más arriba se ostentaba el pecho ciclópeo y corpulento busto de la misma. Era española rancia, manchega y natural de Quintanar de la Orden, por más señas; señora de muy nobles y cristianos sentimientos. Respecto á sus ideas políticas, cosa esencial entonces, baste decir que quedó resuelto después de grandes controversias en toda la calle, que era una servilona de lo más exagerado.

Estas tiendas, con sus respectivos muestrarios y sus tenderos respectivos, constituían la decoración de la calle; había además una decoración movible y pintoresca, formada por el gentío que en todas direcciones cruzaba, como hoy, por aquél sitio. Entonces los trajes eran singularísimos. ¿Quién podría describir hoy la oscilación de aquellos puntiagudos faldones de casaca? ¿Y aquellos sombreros de felpa con el ala retorcida y la copa aguda como pilón de azúcar? ¿Se comprenden hoy los tremendos sellos de reloj, pesados como badajos de campana, que iban marcando con impertinente retintín el paso del individuo? Pues ¿y las botas á la farolé y las mangas de jamón, que serían el último grado de la ridiculez, si no existieran los tupés hiperbólicos, que asimilaban perfectamente la cabeza de un cristiano á la de un guacamayo?

El gremio cocheril exhibía allí también sus más característicos individuos. Lo menos veinte veces al día pasaban por esta calle las carrozas de los grandes que en las inmediaciones vivían. Estas carrozas, que ya se han sumergido en los obscuros abismos del no ser, se componían de una especie de navío de línea, colocado sobre una armazón de hierro; esta armazón se movía con la pausada y solemne revolución de cuatro ruedas, que no tenían velocidad más que para recoger el fango del piso y arrojarlo sobre la gente de á pie. El vehículo era un inmenso cajón: los de los días gordos estaban adornados con placas de carey. Por lo común las paredes de los ordinarios eran de nogal bruñido, ó de caoba, con finísimas incrustaciones de marfil ó metal blanco. En lo profundo de aquel antro se veía el nobilísimo perfil de algún prócer esclarecido, ó de alguna vieja esclarecidamente fea. Detrás de esta máquina, clavados en pie sobre una tabla, y asidos á pesadas borlas, iban dos grandes levitones que, en unión de dos enormes sombreros, servían para patentizar la presencia de dos graves lacayos, figuras simbólicas de la etiqueta, sin alma, sin movimientos y sin vida. En la proa se elevaba el cochero, que en pesadez y gordura tenía por únicos rivales á las mulas, aunque éstas solían ser más racionales que él.

Rodaba por otro lado el vehículo público, tartana calesa ó galera, el carromato tirado por una reata de bestias escuálidas; y entre todo esto el esportillero con su carga, el mozo con sus cuerdas, el aguador con su cuba, el prendero con su saco y una pila de seis ó siete sombreros en la cabeza, el ciego con su guitarra y el chispero con su sartén.

Mientras nos detenemos en esta descripción, los grupos avanzan hacia la mitad de la calle y desaparecen por una puerta estrecha, entrada á un local, que no debe de ser pequeño, pues tiene capacidad para tanta gente. Aquélla es la célebre Fontana de Oro, café y fonda, según el cartel que hay sobre la puerta; es el centro de reunión de la juventud ardiente, bulliciosa, inquieta por la impaciencia y la inspiración, ansiosa de estimular las pasiones del pueblo y de oír su aplauso irreflexivo. Allí se había constituido un club, el más célebre é influyente de aquella época. Sus oradores, entonces neófitos exaltados de un nuevo culto, han dirigido en lo sucesivo la política del país; muchos de ellos viven hoy, y no son por cierto tan amantes del bello principio que entonces predicaban.

Pero no tenemos que considerar lo que muchos de aquellos jóvenes fueron en años posteriores. Nuestra historia no pasa más acá de 1821. Entonces una democracia nacida en los trastornos de la revolución y alzamiento nacional, fundaba el moderno criterio político, que en cincuenta años se ha ido difícilmente elaborando. Grandes delirios bastardearon un tanto los nobles esfuerzos de aquella juventud, que tomó sobre sí la gran tarea de formar y educar la opinión que hasta entonces no existía. Los clubs, que comenzaron siendo cátedras elocuentes y palestra de la discusión científica, salieron del círculo de sus funciones propias aspirando á dirigir los negocios públicos, á amonestar á los gobiernos é imponerse á la nación. En este terreno fué fácil que las personalidades sucedieran á los principios, que se despertaran las ambiciones, y lo que es peor, que la venalidad, cáncer de la política, corrompiera los caracteres. Los verdaderos patriotas lucharon mucho tiempo contra esta invasión. El absolutismo, disfrazado con la máscara de la más abominable demagogia, socavó los clubs, los dominó y vendiólos al fin. Es que la juventud de 1820, llena de fe y de valor, fué demasiado crédula ó demasiado generosa. O no conoció la falacia de sus supuestos amigos, ó conociéndola, creyó posible vencerles con armas nobles, con la persuasión y la propaganda.

Una sociedad decrépita, pero conservando aún esa tenacidad incontrastable que distingue á algunos viejos, sostenía encarnizada guerra con una sociedad lozana y vigorosa llamada á la posesión del porvenir. En este libro asistiremos á algunos de sus encuentros.

Sigamos nuestra narración. Los curiosos se paraban ante la Fontana; salían los tenderos á las puertas; el barbero Calleja, que se hacía llamar ciudadano Calleja, estaba también en su puerta pasando una navaja, y contemplando el club y á sus parroquianos con una mirada presuntuosa, que quería decir: “si yo fuera allá….”

Algunas personas se acercaron á la barbería formando corro alrededor del maestro. Uno llegó muy presuroso, y preguntó:

“¿Qué hay? ¿Ocurre algo?”

Era el recién venido uno de esos individuos de edad indefinible, de esos que parecen viejos ó jóvenes, según la fuerza de la luz ó la expresión que dan al semblante.

Su estatura era pequeña, y tenía la cabeza casi inmediatamente adherida al tronco, sin más cuello que el necesario para no ser enteramente jorobado. El abdomen le abultaba bastante, y generalmente cruzaba las manos sobre él con movimiento de cariñosa conservación. Sus ojos eran medio cerrados y pequeños, pero muy vivos, formando armoniosa simetría con sus labios delgados, largos y elásticos, que en los momentos más ardorosos de la conversación avanzaban formando un tubo acústico que daba á su voz intensidad extraordinaria. A pesar de su traje seglar, había en este personaje no sé qué de frailuno. Su cabeza parecía hecha pura la redondez del cerquillo, y ancho gabán que envolvía su cuerpo, más que gabán, parecía un hábito. Tenía la voz muy destemplada y acre; pero sus movimientos eran sumamente expresivos y vehementes.

Para concluir, diremos que este hombre se llamaba Gil de nombre y Carrascosa de apellido; educáronle los frailes agustinos de Móstoles, y ya estaba dispuesto para profesar, cuando se marchó del convento, dejando á los Padres con tres palmos de boca abierta. A fines de siglo logró, por amistades palaciegas, que le hicieran abate; mas en 1812 perdió el beneficio, y depuso el capisayo. Desde entonces fué ardiente liberal hasta la vuelta de Fernando, en que sus relaciones con el favorito Alagón le proporcionaron un destino de covachuelista con diez mil reales. Entonces era absolutista decidido; pero la Jura de la Constitución por Fernando en 1820 le hizo variar de opiniones hasta el punto de llegar á alistarse en la sociedad de los Comuneros y formar pandilla con los más exaltados. Cuando tengamos ocasión de penetrar en la vida privada de Carrascosa, sabremos algunos detalles de cierta aventura con una beldad quintañona de la calle de la Gorguera, y sabremos también los malos ratos que con este motivo le hizo pasar cierto estudiantillo, poeta clásico, autor de la nunca bien ponderada tragedia de los Gracos.

“¿Pues no ha de ocurrir?-dijo Calleja.-Hoy tenemos sesión extraordinaria en la Fontana. Se trata de pedir al Rey que nombre un Ministerio exaltado, porque el que está no nos gusta. Tendremos discurso de Alcalá Galiano.

-Aquel andaluz feo…

-Si, ese mismo. El que el mes pasado dijo: No haya perdón ni tregua para los enemigos de la libertad. ¿Qué quieren esos espíritus obscuros, esos…? Y por aquí seguía con un pico de oro….

-Ya les dará que hacer-observó Carrascosa-¡Qué elocuencia! ¡Qué talento el de ese muchacho!

-Pues yo, señor don Gil-manifestó Calleja,-respetando la opinión de usted, para mi tan competente, diré….”

Y aquí tosió dos veces, emitió un par de gruñidos por vía de proemio, y continuó:

“Diré que, aunque admiro como el que más las dotes del joven Alcalá Galiano, prefiero á Romero Alpuente, porque es más expresivo, más fuerte, más … pues. Dice todas las cosas con un arranque … por ejemplo, aquello de ¡al que quiera hierro, hierro! y aquello de ¡no buscan los tiranos su apoyo en la vara de la justicia; búscanle en los maderos del cadalso, en el hombro deshonrado del verdugo! Si le digo á usted que es un….

-Pues yo-contestó el ex abate,-aunque admiro también á Romero Alpuente, prefiero á Alcalá Galiano, porque es más exacto, más razonador….

-Se engaña usted, amigo Carrascosa. No me compare usted á ese hombre con el mío; que todos los oradores de España no llegan al zancajo de Romero Alpuente. Pues ¿y aquel pasaje de los abajos? Cuando decía: ¡Abajo los privilegios, abajo lo superfluo, abajo ese lujo que llaman rey…! ¡Ah! Si es mucha boca aquella.”

Calleja repetía estos trozos de discurso con mucho énfasis y afectación. Recordaba la mitad de lo que oía, y al llegar la ocasión comenzaba á desembuchar aquel arsenal oratorio, mezclándolo todo y haciendo de distintos fragmentos una homilía substancial y disparatada. Se nos olvidaba decir que este ciudadano Calleja era un hombre muy corpulento y obeso; pero aunque parecía hecho expresamente por la Naturaleza para patentizar los puntos de semejanza que puede haber entre un ser humano y un toro, su voz era tan clueca, fallida y aternerada, que daba risa oírle declamar los retazos de discursos que aprendía en la Fontana.

Pues no estamos conformes-contestó Carrascosa, accionando con mucho aplomo,-porque ¿qué tiene que ver esa elocuencia con la de Alcalá, el cual es hombre que, cuando dice “allá voy”, le levanta á uno los pies del suelo?

-Es verdad-dijo, terciando en el debate, uno de los circunstantes, que debía de ser torero, á juzgar por su traje y la trenza que en el cogote tenía;-es verdad. Cuando Alcalá embiste á los tiranos y se empieza á calentar…. Pues no fué mal puyazo el que le metió el otro día á la Inquisición. Pero, sobre todo, lo que más me gusta es cuando empieza bajito y después va subiendo, subiendo la voz…. Les digo á ustedes que es el espada de losoraores.

-Señores-afirmó Calleja,-repito que todos esos son unos muñecos al lado de Romero Alpuente. ¡Cómo puso á los frailes hace dos noches! ¿A que no saben ustedes lo que les dijo? ¿A que no saben…? Ni al mismo demonio se le ocurre…. Pues los llamó….¡sepulcros blanqueados!… Miren qué mollera de hombre….

-No se empeñe usted, Calleja-refunfuñó el ex covachuelista con alguna impertinencia.

-Pero venga usted acá, señor don Gil-dijo Calleja, haciendo todo lo posible por engrosar la voz.-¡Si sabré yo quién es Alcalá Galiano y los puntillos que calzan todos ellos! ¡A mí con esas! Yo, que les calo á todos desde que les veo, y no tengo más que oírles decircastañas para saber de qué palo están hechos….

-Creo, señor don Gaspar, que está usted muy equivocado, y no sé por qué se cree usted tan competente,-indicó Carrascosa en tono muy grave.

-¿Pues no he de serlo? ¡Yo, que paso las noches oyéndoles á todos, no saber lo que son! Vamos, que algunos que se tienen por muy buenos, no son más que ingenios de ración y equitación.

-Es verdad también que Romero Alpuente no es ningún rana-dijo otro de los presentes.

-¿Cómo rana?-exclamó, animándose, Calleja.-¡Que le sobra talento por los tejados!… Y á usted, señor Carrascosa, ¿quién le ha dicho que yo no soy competente? ¿Quién es usted para saberlo?

-¿Que quién soy? ¿Y usted qué entiende de discursos?

-Vamos, señor don Gil, no apure usted mi paciencia. Le digo á usted que le tengo por un ignorante lleno de presunción.

-Respete usted, señor Calleja-exclamó don Gil un poco conmovido;-respete usted á los que por sus estudios están en el caso de… Yo… yo soy graduado en cánones en la Complutense.

-Cánones, ya. Eso es cosa de latín. ¿Qué tiene que ver eso con la política? No se meta usted en esas cuestiones, que no son para cabezas ramplonas y de cuatro suelas.

-Usted es el que no debe meterse en ellas-exclamó Carrascosa sin poderse contener;-y el tiempo que le dejan libre las barbas de sus parroquianos, debe emplearlo en arreglar su casa.

-Oiga usted, señor pedante complutense, canonista, teatino, ó lo que sea, váyase á mondar patatas al convento de Móstoles, donde estará más en su lugar que aquí.

-Caballero-dijo Carrascosa, poniéndose de color de un tomate y mirando á todos lados para pedir auxilio, porque aunque tenía al barbero por lo que era, por un solemne gallina, no se atreva con aquel corpachón de ocho pies.

-Y ahora que recuerdo-añadió con desdén el rapista,-no me ha pagado usted las sanguijuelas que llevó para esa señora de la cal é de la Gorguera, hermana del tambor mayor de la Guardia Real.

-¿También me llama usted estafador? Mejor haría el ciudadano Calleja en acordarse de los diez y nueve reales que le prestó mi primo, el que tiene la pollería en la calle Mayor; reales que le ha pagado como mi abuela.

-Vamos, que tú y el pollero sois los dos del mismo estambre.

-Sí, y acuérdese de la guitarrilla que le robó á Perico Sardina el día de la merienda en Migas Calientes.

-¿La guitarrilla, eh? ¿Dice usted que yo le robé una guitarrilla? Vamos, no me venga usted á mí con indirectas…-contestó el barbero, queriendo parecer sereno.

-Véngase usted aquí con pamplinas: si no le conoceremos, señor Callejón angosto.

-Anda, que te quedaste con la colecta el día de San Antón. ¡Catorce pesos! Pero entonces eras realista y andabas al rabo de Otolaza para que te hiciera limpia-polvos de alguna cocina. Entonces dabas vivas al Rey absoluto, y en la estudiantina del Carnaval le ofreciste un ramillete en el Prado. Anda, aprende conmigo, que, aunque barbero, he sido siempre liberal, sí, señores. Liberal aunque barbero; que yo no soy cualquier vende-humos, sino un ciudadano honrado y liberal como cualquiera. Pero miren á estos realistones: ahora han cambiado de casaca. Después que con sus delaciones tenían las cárceles atarugadas de gente; se agarran á la Constitución, y ya están en campaña como toro en plaza, dando vivas á la libertad.

-Señor Calleja, usted es un insolente.

-¡Servilón!

Esta voz era el mayor de los insultos en aquella época, Cuando se pronunciaba, no había remedio: era preciso reñir.

Ya el arma ingeniosa, que la industria ha creado para el mejoramiento y cultivo de las barbas de la mitad del género humano se alzaba en la mano del iracundo barbero; ya el agudo filo resplandecía en lo alto, próximo á caer sobre el indefenso cráneo del que fué lego, abate y covachuelista, cuando otra mano providencial atajó el golpe tremendo que iba á partir en dos tajadas á todo un graduado en cánones de la Complutense. Esta mano protectora era la mano robusta de la mujer de Calleja, la cual, desconcertada y trémula al ver desde el rincón de su tienda la actitud terriblemente agresiva de su esposo, dejó con rapidez la labor, echó en tierra al chicuelo, que en uno de sus monumentales pechos se alimentaba, y arreglándose lo mejor que pudo el mal encubierto seno, corrió á la puerta y libró al pobre Carrascosa de una muerte segura.

Las tres figuras permanecieron algunos segundos formando un bello grupo. Calleja con el brazo alzado y el rostro encendido; su esposa, que era tan gigantesca como él, le sostenía el brazo; el pobre Gil, mudo y petrificado de espanto. Doña Teresa Burguillos, que así se llamaba la dama, era de formas colosales y bastas; pero tenía en aquellos momentos cierta majestad en su actitud, la cual recordada á Minerva en el momento de detener la mano de Aquiles, pronta á desnudar el terrible acero clásico. El Agamenón de la Covachuela ofrecía un aspecto poco académico en verdad.

“Ciudadano Calleja-dijo aquella señora en tono muy reposado,-no emplees tus armas contra ese pelón, que se pudre á todo podrir: guárdalas para los tiranos.”

Calleja cerró, pues, la navaja, y la guardó para los tiranos.

Don Gil se apartó de allí, llevado por algunos amigos, que quisieron impedir una catástrofe; y poco después, el grupo que allí se había formado quedaba disuelto.

La amazona cerró la puerta, y dentro continuó su perorata interrumpida. No queremos referir las muchas cosas buenas que dijo, mientras el muchacho se apoderaba otra vez del pecho, que tan bruscamente había perdido. Basto decir, para que se comprenda lo que valía doña Teresa Burguillos, que sabía leer, aunque con muchas dificultades, hallándose expuesta á entender las cosas al revés; que á fuerza de mascullones podía enterarse de algunos discursos escritos, reteniéndolos en la memoria; que alentada por la barberil elocuencia y liberalesca conducta de su esposo, se había hecho una gran política, y que era muy entusiasta de Riego y de Quiroga, aunque más que los hombres de sable le gustaban los hombres de palabra, llegando hasta decir que no conocía caballero más galantemente discreto que Paco (así mismo) Martínez de La Rosa. Es casi seguro que manifestó deseos de tener delante al bárbaro Elio para clavarle sus tijeras en el corazón. Penetremos ahora en la Fontana.

CAPÍTULO II

El club patriótico.

En la Fontana es preciso demarcar dos recintos, dos hemisferios: el correspondiente al café, y el correspondiente á la política. En el primer recinto había unas cuantas mesas destinadas al servicio. Más al fondo, y formando un ángulo, estaba el local en que se celebraban las sesiones. Al principio el orador se ponía en pie sobre una mesa, y hablaba; después el dueño del café se vió en la necesidad de construir una tribuna. El gentío que allí concurría era tan considerable, que fué preciso arreglar el local, poniendo bancos ad hoc; después, á consecuencia de los altercados que este club tuvo con el Grande Oriente, se demarcaron las filiaciones políticas; los exaltados se encasillaron en la Fontana, y expulsaron á los que no lo eran. Por último, se determinó que las sesiones fueran secretas, y entonces se trasladó el club al piso principal. Los que abajo hacían el gasto tomando café ó chocolate, sentían en los momentos agitados de la polémica un estruendo espantoso en las regiones superiores, de tal modo, que algunos, temiendo que se les viniera encima el techo con toda la mole patriótica que sustentaba, tomaron las de Villadiego, abandonando la costumbre inveterada de concurrir al café.

Una de las cuestiones que más preocupaban al dueño fué la manera de armonizar lo mejor posible el patriotismo y el negocio, las sesiones del club y las visitas de los parroquianos. Dirigió conciliadoras amonestaciones para que no hicieran ruido pero esto parece que fué interpretado como un primer conato de servilismo, y aumentó el ruido, y se fueron los parroquianos.

En la época á que nuestra historia se refiere, las sesiones estaban todavía en la planta baja. Aquéllos fueron los buenos días de la Fontana. Cada bebedor de café formaba parte del público.

Entre los numerosos defectos de aquel local, no se contaba el de ser excesivamente espacioso: era, por el contrario, estrecho, irregular, bajo, casi subterráneo. Las gruesas vigas que sostenían el techo no guardaban simetría. Para formar el café fué preciso derribar algunos tabiques, dejando en pie aquellas vigas; y una vez obtenido el espacio suficiente, se pensó en decorarlo con arte.

Los artistas escogidos para esto eran los más hábiles pintores de muestra de la Villa. Tendieron su mirada de águila por las estrechas paredes, las gruesas columnas y el pesado techo del local, y unánimes convinieron en que lo principal era poner unos capiteles á aquellas columnas. Improvisaron unas volutas, que parecían tener por modelo las morcillas extremeñas, y las clavaron, pintándolas después de amarillo. Se pensó después en una cenefa que hiciera el papel de friso en todo lo largo del salón; mas como ninguno de los artistas sabía tallar bajo-relieves, ni se conocían las maravillas del cartón-piedra, se convino en que lo mejor sería comprar un listón de papel pintado en los almacenes de un marsellés recientemente establecido en la calle de Majaderitos. Así se hizo, y un día después la cenefa, engrudada por los mozos del café, fué puesta en su sitio. Representaba unos cráneos de macho cabrío, de cuyos cuernos pendían cintas de flores que iban á enredarse simétricamente en varios tirsos adornados con manojos de frutas, formando todo un conjunto anaecreóntico-fúnebre de muy mal efecto. Las columnas fueron pintadas de blanco con ráfagas de rosa y verde, destinadas á hacer creer que eran de jaspe. En los dos testeros próximos á la entrada, se colocaron espejos como de á vara; pero no enterizos, sino formados por dos trozos de cristal unidos por una barra de hojalata. Estos espejos fueron cubiertos con un velo verde para impedir el uso de los derechos de domicilio que allí pretendían tener todas las moscas de la calle. A cada lado de estos espejos se colocó un quinqué, sostenido por una peana anaecreóntico, donde se apoyaba el receptáculo; y éste recibía diariamente de las entrañas de una alcuza, que detrás del mostrador había, la substancia necesaria para arder macilento, humeante, triste y hediondo hasta más de media noche, hora en que su luz, cansada de alumbrar, vacilaba á un lado y otro como quien dice no, y se extinguía, dejando que salvaran la patria á obscuras los apóstoles de la libertad.

El humo de estos quinqués, el humo de los cigarros, el humo del café habían causado considerable deterioro en el dorado de los espejos, en el amarillo de los capiteles, en los jaspes y en el friso clásico. Solo por tradición se sabía la figura y color de las pinturas del techo, debidas al pincel del peor de los discípulos de Maella.

Los muebles eran muy modestos; reducíanse á unas mesas de palo, pintadas de color castaño simulando caoba en la parte inferior, y embadurnadas de blanco para imitar mármol en la parte superior, y á medio centenar de banquillos de ajusticiado, cubiertos con cojines de hule, cuya crin, por innumerables agujeros, se salía con mucho gusto de su encierro.

El mostrador era ancho, estaba colocado sobre un escalón, y en su fachada tenía un medallón donde las iniciales del amo se entrelazaban en confuso jeroglífico. Detrás de este catafalco asomaba la imperturbable imagen del cafetero, y á un lado y otro de éste, dos estantes donde se encerraban hasta cuatro docenas de botellas. Al través de la mitad de estos cristales se veían también bollos, libras de chocolate y algunas naranjas; y decimos la mitad de los cristales, porque la otra mitad no existía, siendo sustituida por pedazos de papel escrito, perfectamente pegados con obleas encarnadas. Por encima de las botellas, por encima del estante, por encima de los hombros del amo, se veía saltar un gato enorme, que pasaba la mayor parte del día acurrucado en un rincón, durmiendo el sueño de la felicidad y de la hartura. Era un gato prudente, que jamás interrumpía la discusión, ni se permitía maullar ni derribar ninguna botella en los momentos críticos. Este gato se llamaba Robespierre.

En el local que hemos descrito se reunía la ardiente juventud de 1820. ¿De dónde habían salido aquellos jóvenes? Unos salieron de las Constituyentes del año 12, esfuerzo de pocos, que acabó iluminando á muchos. Otros se educaron en los seis años de opresión posteriores á la vuelta de Fernando. Algunos brotaron en el trastorno del año 20, más fecundo tal vez que el del 12. ¿Qué fué de ellos? Unos vagaron proscriptos en tierra extranjera durante los diez años de Calomarde; otros perecieron en los aciagos días que siguieron á la triste victoria de los cien mil nietos de San Luis. Entre los que lograron vivir más que el inicuo Fernando, algunos defendieron el mismo principio con igual entereza; otros, creyendo sustentarle, tropezaron con las exigencias de una generación nueva. Encontráronse con que la generación posterior avanzaba más que ellos, y no quisieron seguirla.

Al crearse el club, no tuvo más objeto que discutir en principio las cuestiones políticas; pero poco á poco aquel noble palenque, abierto para esclarecer la inteligencia del pueblo, se bastardeó. Quisieron los fontanistas tener influencia directa en el gobierno. Pedían solemnemente la destitución de un ministro, el nombramiento de una autoridad. Demarcaron los dos partidos moderado y exaltado, estableciendo una barrera entre ambos. Pero aún descendieron más. Como en la Fontana se agitaban las pasiones del pueblo, el Gobierno permitía sus excesos para amedrentar al Rey, que era su enemigo. El Rey, entre tanto, fomentaba secretamente el ardor de la Fontana, porque veía en él un peligro para la libertad. La tradición nos ha enseñado que Fernando corrompió á alguno de los oradores é introdujo allí ciertos malvados que fraguaban motines y disturbios con objeto de desacreditar el sistema constitucional. Pero los ministros, que descubrían esta astucia de Fernando, cerraban la Fontana, y entonces ésta se irritaba contra el Gobierno y trataba de derribarlo. Fomentaba el Rey el escándalo por medio de agentes disfrazados; ayudaba el club á los ministros; éstos le herían; vengábase aquél, y giraban todos en un círculo de intrigas, sin que los crédulos patriotas que allí formaban la opinión conociesen la oculta transcendencia de sus cuestiones.

Pero oigamos á Calleja que pide á voz en cuello que comience la sesión. Dos elementos de desorden minaban la Fontana: la ignorancia y la perfidia. En el primero ocupaba un lugar de preferencia el barbero Calleja. Este patriota capitaneaba una turba de aplaudidores semejantes á él, y la tal cuadrilla alborotaba de tal modo cuando subía á la tribuna un orador que no era de su gusto, que se pensó seriamente en prohibirle la entrada.

En la noche á que nos referimos, nuestro hombre daba con sus pesadas manos tales palmadas, que sonaban como golpes de batán y los demás metían ruido dando porrazos en el suelo con los bastones. En vano pedían silencio y moderación los del interior, personas entre las cuales había diputados, militares de alta graduación, oradores famosos. Los bullangueros no callaron hasta que subió á la tribuna Alcalá Galiano.

Era éste un joven de estatura más que regular, erguido, delgado, de cabeza grande y modales desenvueltos y francos. Tenía el rostro bastante grosero, y la cabeza poblada de encrespados cabellos. Su boca era grande, y muy toscos los labios; pero en el conjunto de la fisonomía había una clara expresión de noble atrevimiento, y en su mirada profunda la penetración y el fuego de los ingenios de la antigua raza.

Comenzó á hablar relatando un suceso de la sesión anterior, que había dado ocasión á que salieran de la Fontana Garelli, Toreno y Martínez de la Rosa. Indicó las diferencias de principios que en lo sucesivo habían de separar á los moderados de los exaltados, y pintó la situación del Gobierno con exactitud y delicadeza. Pero cuando con más robusta voz y elocuencia más vigorosa hacía un cuadro de las pasadas desdichas de la nación, ocurrió un incidente que le obligó á interrumpir su discurso. Era que se oía en la calle fuerte ruido de voces, el cual creció formando gran algazara. Muchísimos se levantaron y salieron. El auditorio empezó á disminuir, y al fin disminuyó de tal modo, que el orador no tuvo más remedio que callarse.

Cortado y colérico estaba el andaluz cuando bajó de la tribuna. [Nota 1: El mismo Alcalá Galiano refiere con mucha franqueza este suceso en sus anotaciones á Historia de España, por Durham.] El tumulto aumentaba fuera, y por fin no quedaron en el café sino cinco ó seis personas. Estas querían satisfacer la curiosidad, y acompañadas del mismo Galiano, salieron también.

En diez minutos la Fontana se quedó sin gente, y el rumor exterior pasaba, se oía cada vez más lejano, porque andaba á buen paso la oleada de pueblo que lo producía. Todas las señales eran de que había comenzado una de aquellas asonadas tan frecuentes entonces.

Era ya tarde: los quinqués habían llegado al tercer período de su reverberación dificultosa, es decir, estaban en los instantes precursores de su completo aniquilamiento, y las mechas despedían humo más hediondo y abundante. Uno de los mozos se había marchado á dormir; otro roncaba junto á la puerta, y el tercero había salido con los parroquianos. A lo lejos se oía un eco de voces siniestras, las voces del tumulto popular, que rodaba por la villa agitándola toda.

El cafetero continuaba inmóvil en su trípode. Dos luminosos puntos de claridad verdosa brillaban detrás de él. Era Robespierre que se acercaba á su amo, y saltando por encima de sus hombros, se ponía delante para recibir una caricia. El hombre del café le pasó la mano afectuosamente por el lomo, y el animal, agradecido, alzó el rabo, arqueó el espinazo, se lamió los bigotes, y después de estirarse muy á la sabor, se volvió á su rincón, donde se agazapó de nuevo.

Frente por frente al mostrador, y en el más obscuro sitio del café, principió á destacarse una figura humana, invisible hasta entonces. Esta persona salía de la sombra, y avanzando lentamente hacia el mostrador, entraba en el foco de la escasa luz que aclaraba el recinto, siendo posible entonces observar las formas de aquel silencioso y extraño personaje.

Era un hombre de edad avanzada; pero en vez de la decrepitud propia de sus años, mostraba entereza, vigor y energía. Su cara era huesosa, irregular, sumamente abultada en la parte superior; la frente tenía una exagerada convexidad, mientras la boca y los carrillos quedaban reducidos á muy mezquinas proporciones. A esto contribuía la falta absoluta de dientes, que, habiendo hecho de la boca una concavidad vacía, determinaba en sus labios y en sus mejillas depresiones profundas que hacían resaltar más la angulosa armazón de sus quijadas. En su cuello, los tendones, huesos y nervios formaban como una serie de piezas articuladas, cuyo movimiento mecánico se observaba muy bien, á pesar de la piel que las cubría. Los ojos eran grandes y revelaban haber sido hermosos. Por extraño fenómeno, mientras los cabellos habían emblanquecido enteramente, las cejas conservaban el color de la juventud, y estaban formadas de pelos muy fuertes, rígidos y erizados. Su nariz corva y fina debió también haber sido muy hermosa, aunque al fin por la fuerza de los años, se había afilado y encorvado más, hasta el punto de ser enteramente igual al pico de un ave de rapiña. Alrededor de su boca, que no era más que una hendidura, y encima de sus quijadas, que no eran otra cosa que un armazón, crecía un vello tenaz, los fuertes retoños blancos de su barba que, afeitada semanalmente en cuarenta años, despuntaban rígidos y brillantes como alambres de plata. Hacían más singular el aspecto de esta cara dos enormes orejas extendidas, colgantes y transparentes. La amplitud dé estos pabellones cartilaginosos correspondía á la extrema delicadeza timpánica del individuo, la cual, en vez de disminuir, parecía aumentar con la edad. Su mirada era como la mirada de los pájaros nocturnos, intensa, luminosa y más siniestra por el contraste obscuro de sus grandes cejas, por la elasticidad y sutileza de sus párpados sombríos, que en la obscuridad se dilataban mostrando dos pupilas muy claras. Estas, además de ver mucho, parecía que iluminaban lo que veían. Esta mirada anunciaba la vitalidad de su espíritu, sostenido á pesar del deterioro del cuerpo, el cual era inclinado hacia adelante, delgado y de poca talla. Sus manos eran muy flacas, pudiéndose contar en ellas las venas y los nervios; los dedos parecían, por lo angulosos y puntiagudos, garras de pájaro rapaz.

La piel de la frente era amarilla y arrugada como las hojas de un incunable; y mientras hablaba, esta piel se movía rápidamente y se replegaba sobre las cejas formando una serie de círculos concéntricos alrededor de los ojos, que remataban en semejanza con un lechuzo. Vestía de negro, y en la cabeza llevaba una gorrilla de terciopelo.

Cuando este hombre estuvo cerca del mostrador, levantóse el cafetero con recelo, se fué á la puerta de la calle y escuchó atentamente algún tiempo; volvió, se asomó á un ventanillo que daba al patio, y después repitió la misma operación en una puerta que daba á la escalera. De los tres mozos del café, uno solo estaba allí, roncando sobre un banco: el amo le despertó y le despidió. Atrancada bien la puerta, volvió aquel á su trípode, y estableciéndose en ella, miró al del gorro, como si esperara de él una gran cosa.

¡Buena la han armado!-dijo en voz alta, seguro de no ser escuchado por voces extrañas-¡Otro alboroto esta noche! Y dicen que la Guardia Real prepara un gran tumulto. Usted, D. Elías, debe saberlo.

-Deje usted andar, amigo; deje usted andar, que ya llegarán,-dijo el flaco con voz sonora y profunda.

Y metiendo la mano en el bolsillo, sacó un pequeño envoltorio que, por el sonido que produjo al ser puesto sobre la mesa, indicaba contener dinero. El cafetero miró con singular expresión de cariño el envoltorio, mientras el viejo lo desenvolvió con mucha cachaza, y sacando unas onzas que dentro había, comenzó á contar.

Al ruido de las monedas, Robespierre abrió los ojos; y viendo que no era cosa que le interesaba, los volvió á cerrar, quedándose otra vez dormido. El viejo contó diez medias onzas, y se las dió al del café.

-Vamos, señor D. Elías-dijo éste descontento.-¿Qué hago yo con cinco onzas?

-Por cinco onzas se vende la diosa misma de la libertad,-replicó Elías sin mirar al cafetero.

-Quite usted allá: aquí hay patriotas que no dirán “viva el Rey” por todo el oro del mundo.

-Si: es mucha entereza la de esos señores-exclamó Elías con un acento de ironía que debía de ser el acento habitual de su palabra.

-Vaya usted á ofrecer dinero á Alcalá Galiano y á Moreno Guerra….

-Esos alborotan allá, en las Cortes; de esos no se trata. Tratamos de los que alborotan aquí.

-Pues le aseguro á usted, señor don Elías de mi alma, que con lo que me ha dado, no tengo ni para la correa del zapato del orador más malo de este club.

-Le digo á usted que basta con eso. El señor no está para gastos.

-¡Y que tacaño se vuelve el Absoluto! Mala landre le mate, si con estas miserias logra derribar la Constitución.

-Deje usted andar, que ya se arreglará esto-contestó el viejo dando un suspiro. Y al darlo cerró la boca de tal modo, que parecía que la mandíbula inferior se le quedaba incrustada dentro de la superior.

-Pero, don Elías de mis pecados, ¿qué quiere usted que haga yo con cinco onzas…? ¿Qué le pareció aquel sargentón que habló anoche? Dicen que es un bruto; pero lo cierto es que hace ruido y nos sirve bien, pues me cuesta un ojo de la cara cada párrafo de aquéllos que sublevan la multitud y ponen al pueblo encendido… ¡Y hay otros tan reacios, don Elías…! Anteanoche subió á la tribuna uno que suele venir ahí con el barbero Calleja: ¡qué voz de becerro tenía! Empezó á hablar de la Convención, y dijo que era preciso cortar las cabezas de adormidera. Le aplaudieron mucho, y yo confieso que fué una gran cosa, aunque, á decir verdad, no le entendí más que si hubiera hablado en judío. Cuando acabó la sesión, quise picarle para que hablara segunda vez; pero no sé si caló mis intenciones; lo cierto es que dijo que me iba á cortar el pescuezo, añadiendo que no me descuidara. ¡Qué susto me llevé! ¡Y esto se me paga tan mal! Aquel discurso que pronunció anoche á última hora el estudiantillo valenciano, me costó dos raciones de carne estofada y dos botellas de vino ¡Ay! Si llegaran á saber estos manejos Alcalá Galiano y Flórez Estrada … le digo á usted que me voy á reír de gusto.

-Esas son las cabezas de adormidera que es preciso cortar-exclamó el viejo, guiñando el ojo y haciendo con la mano derecha, movida horizontalmente, la señal de quien corta alguna cosa.

-Pues fuera una lástima, porque son buenos chicos. Yo, francamente se lo digo á usted, aunque soy en lo íntimo de mi corazón partidario amantísimo de mi Rey absoluto, cuando oigo á esos muchachos, y especialmente cuando veo á Alcalá Galiano subir á la tribuna, y empieza á echar flores por aquella boca, y después culebras, me da un escarabajeo tan grande, que me baila el corazón y me dan ganas de abrazarle.

-Déjalos que griten: eso precisamente es lo que se busca. Mira el motín de esta noche: á ellos se les debe. Con muchos así, pronto estallará la cuerda. Eso es lo que quiere el Rey. ¡Oh! Ya verás qué pronto se despedazarán unos á otros.

-¿Pero qué hago yo con cinco onzas?-volvió á decir el dueño del café.

-Ya lo he dicho El Rey no está para despilfarros, y para levantar de cascos á está gente no es preciso mucho dinero.

-¿Que no? Pregúnteselo usted á aquel lego exclaustrado que escribe El Azote; ya me tiene comidas tres onzas de las que usted me trajo la semana pasada. ¿Pues y aquel oficialito que pronunció hace días aquel fuerte discurso en que dijo: Calendas Cartagos…?

Delenda est Carthago, querrá usted decir.

-Eso es: dilenda ó calenda, lo mismo da-dijo el del café.-¡Pues ese oficialito tiene unas tragaderas! Me comió dos empanadas de conejo como dos ruedas de molino. Y sobre todo, con decirle á usted que para conseguir que Andresillo Corcho saliera por esas calles gritando, como usted vió muy bien el domingo, tuve que pagarle todas sus deudas, que eran ocho meses al casero, y qué sé yo cuántos piquillos sueltos á los amigos… Y luego no gana uno para sustos, don Elías. Vuelvo á repetirle á usted que si los liberales de copete descubren estas socaliñas, no me dejarán un hueso en su lugar.

-Mucha cautela, ten mucha cautela: nada de papeles escritos, no me dirijas cartas, no fíes al papel ni una idea sobre este punto,-le dijo Elías con severidad.

-Y dígame usted-continuó el del café, bajando la voz como si temiera ser oído por Robespierre;-dígame usted, ¿cuándo se alza la Guardia Real?

-No sé-dijo Elías, encogiéndose de hombros.

-Dicen que la Santa Alianza ha escrito al Rey.

Elías debía ser hombre prudentísimo, porque contestó “no sé” á secas como á la primera pregunta.

Entonces se oyó otra vez, aunque muy lejano, el mismo ruido de voces, que hizo salir del club á toda la concurrencia.

“Creo que piensan allanar la casa de Toreno.

-Bien: me alegro-dijo el viejo con siniestra satisfacción.-Veo que empiezan á devorarse unos á otros. No podía suceder otra cosa. ¡Oh! Yo entiendo á esta canalla. ¿Y qué había de suceder? ¿España podrá estar mucho tiempo en manos de una gavilla de pensadores desesperados? Si esto durara, yo dudaría de la Providencia, que arregla á las naciones como da aliento á los individuos, España está sin Rey, que es estar sin gloria, sin vida y sin honor. ¿Había, por ventura, Constitución cuando España fué el primer país del mundo? Eso de hacer el pueblo las leyes es lo más monstruoso que cabe. ¿Cuándo se ha visto que el que ha de ser mandado haga las leyes? ¿Sería justo que nuestros criados nos mandaran? Aquí no hay Rey ni Dios esto se acabará; yo te jure que se acabará.”

Al decir esto, el viejo abría los ojos y apretaba los puños con furor. El del café no pudo resistir al encanto de tanta elocuencia, levantóse de su trípode y le abrazó. Al alargar sus manos con entusiasmo, una botella cayó y fué rodando hasta dar un golpe á Robespierre, el cual, despertando súbitamente, dió un atroz maullido y fué á buscar regiones más tranquilas en lo alto del armario de los bizcochos.

Elías sacó de su bolsillo una pequeña faja negra, que le servía de tapabocas, se la envolvió al cuello y se dispuso á salir. El cafetero, con su oficiosidad acostumbrada en presencia de aquel personaje, se dirigió á abrirle la puerta. Ya principiaba á despuntar el día. El viejo realista salió sin saludar á su amigo y tomó la dirección de su casa.

CAPÍTULO III

Un lance patriótico y sus consecuencias.

Don Elías cruzaba la Carrera de San Jerónimo, cuando vió que hacia él venían unos cuantos hombres que reían y gritaban dando vivas á la Constitución y á Riego. Trató de evitar el encuentro, y tomó la otra acera; pero ellos pasaron también, y uno le detuvo.

Eran cinco individuos, y de ellos tres, por lo menos, estaban completamente embriagados. Nuestro ya conocido Calleja les mandaba. Componíase la cuadrilla de un chalán del barrio de Gilimón y un matutero del Salitre, un caballero particular conocido en Madrid por sus trampas y gran prestigio en la plazuela de la Cebada, y finalmente, un mocetón alto, flaco y negro, que tenía fama de guerrillero, y del cual se contaban maravillas en las campañas de 1809 y después en los sucesos del 20. El sello de sus hazañas marcaba siniestramente su rostro en un chirlo, que le cogía desde la frente hasta el carrillo, cegándole un ojo y abollándole media nariz.

Los cinco detuvieran al anciano.

“¡Mátale, mátale!-dijo con aguardentosa voz el matutero, pinchando con la varita que llevaba en la mano el pecho de Elías.

-No, déjale, Perico. ¿De qué vale espachurrar á este bicho?

-Si es Coletilla-exclamó él del chirlo reconociéndole.-Coletilla, el amigo de Vinuesa, el que anda por los clubs para contarle al Rey lo que pasa.

-¡Que cante el Trágula!-dijo el chalán, que estaba envuelto desde el pescuezo á la rabadilla en un ceñidor encarnado, por entre cuyo pliegues asomaba el puño de uno de aquellos célebres alfileres de Albacete que tanto dan que hacer á la justicia.

-Tres Pesetas, coge por ese brazo al señorito.”

Tres Pesetas puso su mano sobre el gorro de Elías y se lo tiró al suelo, dejando al aire la pelada calva del anciano. Carcajada sonora acogió este movimiento.

“¡Miren que orejazas de mochuelo!-añadió el guerrillero, tirándole de la derecha hasta inclinarle la cabeza sobre el hombro.

Pos no tiene mala cabeza é pelailla pa jugar á los trucos-dijo el matutero, dándole un papirotazo en mitad del cráneo.”

El realista estaba lívido de cólera: apretaba los puños en convulsión nerviosa, y en sus ojos brillaron lágrimas de despecho. En esto Calleja, que parecía tener gran autoridad entre aquella gente, se agarró al brazo de Elías, y exclamó, riendo con la desenfrenada hilaridad de la embriaguez:

“Ven, bravucón, ven con nosotros. Ciudadanos-prosiguió, volviéndose á los otros:-éste es el gran Coletilla, el mismo Coletilla. Seremos amigos. Nos va á presentar al Rey constitucional para que nos haga….”

Menistros!-gritó el matutero enarbolando su vara.

-Ciudadanos, ¡viva el Rey absoluto, viva Coletilla!

-Vamos á jaserle comunero de la gran comuniá-dijo el matutero.-Primera prueba. ¡Que salte!

-¡Que salte!

-¡Que salte!

Y uno de ellos tomó de la mano á Elías como para hacerle saltar, mientras otro, empujándole con violencia, le hizo caer al suelo.

Zegunda prueba-chilló Tres Pesetas:-toma esta espada, pincha á uno de nosotros.”

Y sacando un sable le dió de plano tan fuerte golpe, que le obligó á caer en opuesto sentido.

“Dí ‘¡viva la constitución!’

-¿Pues no lo ha é ezir? Y si no, yo tengo aquí unas explicaeras…-vociferó el matutero, sacando su navaja.

-Este tunante fué el que delató al cojo de Málaga-dijo el caballero particular.

-Y el amigo de Vinuesa.

-Señores, éste no es más que Coletilla, el gran Coletilla-afirmó
Calleja con mucha gravedad.”

La ferocidad se pintaba en los ojos del matutero y del chalán. El de la cicatriz cogió por el cuello á Elías, y con su mano vigorosa le apretó contra el suelo.

“Suéltalo, Chaleco; déjalo tendido.”

Es de advertir que el matutero era conocido entre los de su calaña por el extravagante nombre de Chaleco.

“Déjamelo á mi-exclamó el chalán.-Tríncalo por el piscuezo; quío ver lo que tienen esos realistas dentro del buche.”

Muy mal parado estaba el infeliz Elías; y ya se encomendaba á Dios con toda su alma, cuando la inesperada llegada de un nuevo personaje puso tregua á la cólera de sus enemigos, salvándole de una muerte segura.

Era un militar alto, joven, bien parecido y persona de noble casa sin duda, porque, á pesar de su juventud, llevaba charreteras de una alta graduación. Traía largo capote azul, y uno de aquellos antiguos y pesados sables, capaces de cercenar de un tajo la cabeza de cualquier enemigo. Al verle que se interponía en defensa del anciano, los otros se apartaron con cierto respeto, y ninguno se atrevió á insistir.

“Vamos, señores, dejen ustedes en paz á ese pobre viejo, que no les hace ningún daño-dijo el militar.

-Si es Coletilla, el mismo Coletilla.

-Pero sois cinco contra él, y él es un pobre señor indefenso.

-Eso mismo decía yo-exclamó Calleja, con la misma risa de borracho.

Poz que diga ‘¡viva el Rey constitucional!’

-Lo dirá cuando se vea libre de vosotros. Yo respondo de que es un buen liberal y hombre de bien.

-¡Si es un servilón!-exclamó Chaleco.

¿Y qué queréis hacer con él?-preguntó el militar.

-Poca cosa-dijo Tres Pesetas, que era el más atrevido.-No más que abrirle un tragaluz en la barriga pa que salgan á misa las asaúras.

-Vamos, marchaos á vuestras casas-dijo el militar con mucha entereza:-yo le defiendo.

-¿Usía?

-Sí, yo. Marchaos, yo respondo de él.

-Pues sino ize ¡viva la…!

-Dí ‘¡viva la Constitución!’-exclamaron todos á la vez, menos Calleja, que se estaba riendo como un idiota.

-Vamos-manifestó el militar, dirigiéndose á Elías: dígalo usted, es cosa que cuesta poco, y además hoy debe decirlo todo buen español.

-¡Que lo diga!

-¡Que lo iga pronto!”

El militar persistía en que dijera aquellas palabras, como un medio de verse libre; pero Elías continuaba en silencio.

“Vamos padrito, pronto-dijo el matutero.

-¡No!-exclamó Elías con profunda voz y trémulo de indignación.”

Entonces Tres Pesetas alzó la vara sobre el viejo; los demás se dispusieron á acometerle, y fué preciso que el militar empleara todas sus fuerzas y todo su prestigio para impedir un mal desenlace.

“Diga usted ¡viva la Constitución!”

-¡No!-repitió Elías. Y como si recibiera inspiración del cielo, en un arrebato de supremo valor exclamó:

“¡Muera!”

Los cuatro desalmados rugieron con ira; pero el militar parecía resuelto á defender á Elías hasta el último trance.

“Apartaos-dijo.-Este hombre está loco. ¿No conocéis que está loco?

-Que retire esas palabras-dijo riendo siempre Calleja, que aun en la embriaguez blasonaba de usar con propiedad las formulas parlamentarias.

-¿Qué rítire ni ritire?

-Si, está loco-dijo Chaleco;-y si no está loco, está bo … bo … borracho.

-¡Eso es … eso … borracho!-gritó Calleja, que al fin había necesitado apoyarse en la pared para no caer en tierra.”

Algunos vecinos se habían asomado; algunos transeúntes trabaron conversación con el venerable Tres Pesetas, y ya sea que un ebrio se distrae fácilmente, ya que les impusiera temor la actitud firme del militar, lo cierto es que los cuatro amigos de Calleja dejaron en paz á Elías, el cual, ayudado de su protector, se levantó como pudo y se puso el gorro que casi había perdido la forma bajo los pies del matutero. El militar, al detener con un vigoroso esfuerzo el movimiento agresivo de Chaleco contra Elías, se rozó la mano izquierda con la extremidad puntiaguda de la empuñadura de la navaja que el mozo llevaba en la faja. Esta rozadura le levantó un poco la piel y le hizo derramar alguna sangre. El militar se envolvió la mano en un pañuelo, y con la derecha tomó el brazo del viejo. Este se hallaba magullado, roto y en un estado de desfallecimiento tal, que no podía andar sino á pasos cortos y vacilando á cada momento.

El militar le sostuvo con fuerza, y andando con él muy lentamente, le preguntó dónde estaba su casa para llevarle á ella. Elías, sin contestarle, le encaminó haciéndole señas por la calle de Alcalá, dirigiéndose á la del Barquillo para tomar al fin la de Válgame Dios, donde aquel buen hombre vivía.

El joven militar era sin duda poco amante del silencio, y de carácter alegre y comunicativo, porque por el camino comenzó á hablar con singular volubilidad, pareciendo que el obstinado mutismo del viejo estimulaba más su prolija locuacidad.

No podemos transcribir los términos precisos en que habló éste, que desde ahora es nuestro amigo, y nos acompañará en todo el tránsito de esta dilatada historia; pero conociendo su carácter como lo conocemos, es seguro que no será aventurado poner en boca suya éstas ó parecidas palabras:

“Hay que deplorar, amigo mío, en esta imperfecta vida humana, que las cosas mejores y más bellas tienen siempre un lado malo; fatal obscuridad que proyecta en breve parte de su esfera lo más resplandeciente y luminoso. Las instituciones más justas y buenas, ideadas por el hombre para producir efectos de bien común, ofrecen en los primeros tiempos de práctica extraños resultados, que hacen dudar á los de poca fe de la bondad y justicia de ellas. Los hombres mismos que fabrican un objeto de sutil mecanismo, vacilan en los primeros momentos del uso, y no aciertan á regular su compás y reposado movimiento. La libertad política, aplicación al gobierno del más bello de los atributos del hombre, es el ideal de los Estados. ¡Pero qué penosos son los primeros días de práctica! ¡Como nos aturde y desespera el primer ensayo de esta máquina!

“El mayor inconveniente es la impaciencia. Hay que tener perseverancia y fe, esperar á que la libertad dé sus frutos y no condenarla desde el primer día. ¿No sería loco el que plantando un árbol le arrancara desesperado al ver que no echaba raíces, crecía y daba flores y frutos al primer día?”

Es probable que el militar no empleara estos mismos términos; pero es seguro que las ideas eran las mismas. Lo cierto es que al concluir esperó á ver si su peroración producía algún efecto en el viejo; pero éste sumamente abstraído, daba muestras de no atender á sus palabras y de hacer en su interior otras consideraciones no menos transcendentales y profundas.

“Es de deplorar-continuó el militar reforzando su elocuencia con un poco de mímica,-es de deplorar que los primeros derechos concedidos por la libertad sean mal empleados por algunos hombres. El hábito de la libertad es uno de los más difíciles de adquirir y tenemos que sufrir los desaciertos de los que por su natural rudeza tardan más en adquirir este hábito. Pero no desconfiemos por eso, amigo. Usted, que es sin duda buen liberal, y yo, que lo soy muy mucho, sabremos esperar. No maldigamos al sol porque en los primeros momentos de la mañana produce molestia en nuestros ojos, cuando salen bruscamente de la obscuridad y del sueño.”

Paróse por segunda vez el joven para tomar aliento y ver si la fisonomía del anciano daba señales de aprobación; pero no observó en aquel rostro singular otra cosa que abstracción y melancolía.

“Esos que le han detenido á usted-continuó el militar,-no son liberales. O son agentes ocultos del absolutismo, ó ignorantes soeces sin razón ni conciencia. O libertinos sin instrucción, ó alborotadores asalariados. ¿Será preciso quitarles la libertad y no devolvérsela hasta que reciban educación ó castigo? Entonces, ¿habrá libertad para unos, y para otros no? Ha de haberla para todos, ó quitársela á todos. ¿Y es justo renunciar á los beneficios de un sistema por el mal uso que algunos pocos hacen de él? No: más vale que tengan libertad ciento que no la comprenden, que la pierda uno solo que conoce su valor. Los males que con ella pudieron ocasionar los ignorantes son inferiores al inmenso bien que un solo hombre ilustrado puede hacer con ella. No privemos de la libertad á un discreto por quitársela á cien imprudentes.”

El joven se paró por tercera vez por dos razones: primera, porque no tenía más que decir (insistimos en que no empleó las mismas palabras); y segunda, porque el viejo, al llegar á su calle, se detuvo en una puerta, y dijo: “Aquí.” El viejo había concluido, y el militar iba á dejar á su nuevo amigo; pero notó que estaba éste cada vez más desfallecido y corría peligro de no poder subir si le abandonaba. El locuaz y discreto joven entró, pues, en la casa sosteniendo al realista, que apenas podía dar un paso.

La mansión de Elías se ostentaba en la mitad de la calle de Válgame Dios, donde hacía veces de palacio. Colocada entre dos casas á la malicia, aparecía allí con proporciones gigantescas, sin que por eso tuviera más que dos pisos altos, de los cuales el superior gozaba la singular preeminencia de ser habitado por nuestro héroe.

La fachada era mezquina, fea. El cuarto bajo servía de oficina á las ruidosas ocupaciones de un machacador de hierro, que surtía de sartenes, asadores y herraduras á todo el barrio del Barquillo. Los balcones del principal eran fiel remedo de los jardines colgantes de Babilonia, porque había en ellos muchos tiestos con flores, muchas matas que estaban en camino de ser árboles, juntamente con tres jaulas de codornices y dos reclamos, que por la noche daban armonía á toda la calle. En medio de esta selva y de estos gorjeos se veía una muestra de Prestamista sobre alhajas.

El portal era angosto y muy largo. Para llegar á la escalera, que estaba en lo profundo, se corrían mil peligros á causa de las sinuosidades del terreno, en el cual los hoyos, llenos de inmundicia, alternaban con puntiagudos guijarros, alzados media cuarta. La escalera era angosta, y sus paredes, blanqueadas en tiempo de Felipe V, cuando menos, se hallaban en el presente siglo cubiertas de una venerable rapa de mugre, excepto en la faja ó zona por donde rozaban los codos de los que subían, la cual tenía singular pulimento. En uno de los tramos había, no un candil, sino el sitio de un candil manifestado en una gran chorrera de aceite hacia abajo, una gran chorrera de humo hacia arriba, y en la convergencia de ambas manchas un clavo ennegrecido.

Llegaron al segundo, y el militar llamó. Sin duda, alguna persona esperaba con impaciencia, porque la puerta se abrió al momento. Abrióla una joven como de diez y ocho años de edad, que al ver el aspecto abatido del viejo, y sobre todo al ver que un desconocido le acompañaba, cosa sin duda muy rara en él, dejó escapar una exclamación de temor y sorpresa.

“¿Qué hay? ¿Qué le ha pasado á usted?” dijo cerrando la puerta, después que los dos estaban en el pasillo.

E inmediatamente marchó delante y abrió la puerta de una sala, donde entraron los tres. El anciano no habló palabra, y se dejó raer en un sillón con muestras de dolor.

“¿Pero está usted herido? ¿A ver? Nada-dijo la joven examinando con mucha solicitud á Elías y tomándole la mano.

No ha sido nada-dijo el militar, que se había descubierto respetuosamente,-no ha sido nada: pasaba hace un momento por la calle, y cinco hombres soeces que le encontraron quisieron que cantara no sé qué cosa, y el señor, que no estaba para cantos, se negó.”

La joven miró al militar con expresión de estupor. Parecía no comprender nada de lo que éste había dicho.

“Eran unos borrachos que quisieron hacerle daño; pero pasé yo felizmente… No se asuste usted: no tiene nada.”

Elías pareció un poco repuesto; apartó con despego á la joven, y su semblante principió á serenarse.

“¡Ay! qué miedo he tenido esta noche-dijo la joven.-Esperándole hora tras hora y sin parecer…. Luego esos alborotos en la calle…. A media noche pasaron por ahí unos hombres gritando. Pascuala y yo nos escondimos allí dentro, y nos sentamos en un rincón temblando de miedo. ¡Cómo gritaban! Después sentimos muchos golpes … decían que iban á matar á uno. Nosotras nos pusimos á llorar: Pascuala se desmayó; pero yo procuré animarme, y juntas empezamos á rezar de rodillas delante de la Virgen que está allí dentro. Después se fué alejando el ruido; sentimos unos quejidos en la calle. ¡Ay! no lo quiero recordar. Todavía no se me ha quitado el susto.”

El militar oyó con interés estas palabras; pero sin dejar de oirlas dirigió su atención á reconocer el sitio en que se hallaba y á examinar el aspecto de la amable persona que en él vivía.

La casa era modesta; pero la sencillez y el aseo revelaban en ella un bienestar pacífico.

La joven llamó su atención más que la casa. Clara (que así se llamaba,) representaba más de diez y ocho años y menos de veintidós. Sin embargo, estamos seguros de que no tenía más que diez y siete. Su estatura era más bien alta que baja, y su talle, su busto, su cuerpo todo tenían las formas gallardas y las bellas proporciones que han sido siempre patrimonio de las hijas de las dos Castillas. El color de su rostro, propiamente castellano también, era muy pálido, no con esa palidez intensa y calenturienta de las andaluzas sino con la marmórea y fresca blancura de las hijas de Alcalá, Segovia y Madrid. En los ojos negros y grandes había puesto todos sus signos de expresión la tristeza. Su nariz era delgada y correcta, aunque demasiado pequeña; su frente pequeña también, pero de un corte muy bello; su boca muy hermosa y embellecida más por la graciosa forma de la barba y la garganta, cuya voluptuosidad y redondez contribuía á hacer de su semblante uno de los más encantadores palmos de cara que se había ofrecido á las miradas del militar desconocido, el cual (digámoslo de paso) era hombre corrido en asuntos femeninos.

El peinado de Clara podía rigurosamente ser tachado de provinciano, porque se alzaba en un moño de tres tramos sobre la corona. Este modo de peinarse era ya desusado en la corte; pero la belleza suele generalmente triunfar de la moda, y Clara estaba muy bien con su trenza piramidal. El traje era de los que usaba entonces la clase no acomodada, pero tampoco pobre, es decir, un guardapiés de tela clara con pintas de flores, mangas estrechas hasta el puño, talle un poco alto y el corte del cuello cuadrado y adornado de múltiples encajes.

La investigación del militar duró mucho menos de lo que hemos empleado en describir la figura. Durante algunos segundos estuvieron los tres personajes inmóviles el uno frente al otro sin decir palabra, hasta que el viejo, como continuando una peroración interior, exclamó con un repentino acceso de ira y lanzando de sus ojos rápidamente iluminados una mirada feroz.

“¡Infames, perros! Quisiera tener en mi mano un arma terrible que en un momento acabara con todos esos miserables. ¡Ah! Pero ellos no tienen la culpa. Tienen la culpa los otros, los sabios, los declamadores, los que les educan, esos malvados charlatanes que profanan el don de la palabra en los infames conciliábulos de las Cortes. Tienen la culpa los revolucionarios, rebeldes á su Rey, blasfemos de su Dios, escarnio del linaje humano. ¡Oh, Dios de justicia! ¿No veré yo el día de la venganza?”

El militar estaba atónito y algo corrido. Parecíale que aquello era una réplica indirecta á su expresiva disertación del camino; y aunque se le ocurrió contestarla, vió en el rostro de Elías una expresión de contumacia y ferocidad que le intimidó. Su atención estaba en parte reconcentrada en la compañera del realista. Clara miraba al viejo con la indiferencia propia de la costumbre, y al mismo tiempo miraba á su protector como si se avergonzara de la extrañeza que le causaban las palabras del viejo.

El militar, poco cuidadoso al fin de las imprecaciones del realista, comenzó á sentir interés hacia aquella pobrecilla, que, sin saber por qué, le inspiró mucha lástima desde el principio.

Pero llegó un momento en que el joven sintió su situación embarazosa. Elías continuaba en voz baja su soliloquio sin cuidarse de él; era preciso marcharse; y eso de marcharse sin satisfacer un poco la curiosidad y hablar otro poco con la joven, no le gustaba. Miró á Elías con insistencia y se acercó á él; pero éste no daba muestras de fijar en el otro la atención, ni tenía gratitud, ni afecto, ni cortesía, ni era, al parecer, cortado por el común patrón de los demás hombres. Al fin, viéndole tan abstraído, resolvió tomar pretexto de la protección que le había dispensado para hacer hablar á la muchacha.

-No tema usted nada-le dijo en voz baja, apartándose hacia la ventana.-No ha recibido golpe ninguno. Está aterrado por lo sorpresa y la ira; pero se calmará.

-Sí, se calmará … un poco.

-Y se pondrá contento.

-Contento, no.

-Cuidado: por usted no estará triste.

Esto, que podía pasar por una galantería, no hizo efecto ninguno en Clara. Volvióse para mirar á Elías, que continuaba en la misma postura, gesticulando á solas. De tiempo en tiempo profería sus adjetivos predilectos “¡Malvados, perros!”

El militar arriesgó entonces la pregunta, y bajando más la voz, y apartándose hasta llegar al hueco de la ventana, dijo:

“Tal vez será indiscreción la pregunta que voy á hacerle á usted; pero me disculpa el gran interés que por ese caballero me he tomado, y el deseo de servirle bien en lo que pueda. ¿Este señor está en su cabal juicio?”

Clara miró al militar con expresión de gran asombro; y como si la pregunta fuera una revelación, contestó:

-“¿Loco?…” Y después de una pausa, añadió encogiéndose de hombros: “No sé.”

La curiosidad del militar creció.

-No lo tome usted á agravio; pero su conducta, sus palabras en aquella pendencia, lo sombrío de su aspecto, lo que ahora acaba de decir, me hacen creer que padece una enajenación.

Clara miraba al joven con expresión que tenía algo de afirmativa.

-Yo no sé-dijo al fin.-El pobrecito padece mucho. Yo también padezco de verle. No está nunca alegre: á veces creo que se me va á morir en un arrebato de ira. Pasa las noches leyendo libros, escribiendo cartas, y á veces habla consigo mismo como ahora. A Pascuala y á mí nos da mucho miedo: la sentimos levantarse y pasear precipitadamente, dando vueltas en este cuarto. De día sale temprano, y está fuera toda la noche.

El militar sintió aumentarse la compasión que Clara le inspiró desde el principio, porque le parecía que aquella infeliz era una mártir, que sufría resignada los atropellos de un loco.

-Pero usted-dijo con el mayor interés, ¿no es víctima de sus bruscos ademanes? ¿No la maltrata á usted? Entonces sería cosa de declararle rematado.

-¿A mí? No-dijo Clara;-no me ha maltratado nunca.

Parecerá extraño que Clara, sin conocer al militar, le hiciera declaraciones que parecen de íntima confianza; pero esto, que en circunstancias ordinarias sería raro, en este caso no lo era. Clara había vivido siempre en compañía de aquel viejo: era huérfana, no tenía parientes ni amigas, no salía nunca, no se comunicaba con nadie, se consumía en el desierto de aquella casa, sin otra cosa que algunos recuerdos y algunas esperanzas que luego conoceremos. Su carácter era extremadamente sencillo: un incidente imprevisto le ponía delante á un hombre cortés y generoso que para satisfacer su curiosidad empleaba hábiles recursos de conversación, y ella le dijo lo que quería saber; se lo dijo obedeciendo á una poderosa necesidad de desahogo, hija de su aislamiento y melancolía.

El curioso no se atrevía á continuar investigando: ya iba á despedirle mal de su grado, cuando Clara vió que tenía una mano ensangrentada, y exclamó sobrecogida:

-¡Está usted herido!

-No es nada: un rasguño.

-Pero sale mucha sangre. ¡Jesús! tiene usted la mano destrozada.

-¡Oh! no es nada…. Con un poco de agua….

-Voy al momento.

Clara se marchó muy á prisa y volvió á poco rato, entrando en la habitación inmediata: traía una jofaina, que puso sobre la mesa, y llamó al militar, que no tardó en acercarse.

-¿Y tiene familia?-dijo éste tocando el agua con la mano para ver si estaba muy fría.

-¿Familia?-contestó Clara con su naturalidad acostumbrada.-No: me quería mucho. Yo deseo tanto que se le quiten de la cabeza esas manías…. Antes era muy bueno para mí, y estaba muy alegre…. Yo era muy niña entonces.

-Antes era muy bueno. ¿Y ahora no lo es?

-Sí; pero ahora…. Como tiene tantas cosas en qué pensar….

-¿Y desde cuando ha variado?

-Hace mucho tiempo, cuando hubo muchos alborotos y dijeron que iban á matar á … ¿al Rey?… no sé á quién. Pero antes de eso, ya estaba casi siempre alterado. Cuando yo era muy niña … No … entonces salíamos los domingos á paseo, y me llevaba á Chamartín y comíamos en el campo con Pascuala.

-¿Y ahora no sale usted nunca de aquí?

-Nunca-dijo Clara, como si aquella soledad en que vivía fuera la cosa más natural del mundo.

El militar se interesaba cada vez más por la persona que tan repentinamente había conocido. Cada vez sospechaba más que aquella infeliz era víctima de las brutalidades del fanático. Desde el sitio en que se hallaba, veía al viejo sentado en un sillón y entregado á su mudo frenesí. Mirando después á Clara, cuya gracia sencilla y melancólica franqueza formaban contraste con el terrible realista, se aumentó su confusión, su curiosidad y sus temores.

-¿Y usted no sale para distraerse, para ver y reponerse de estar aquí encerrada tanto tiempo?-le dijo casi conmovido.

-¿Yo?… ¿para qué salgo? Me pongo triste cuando salgo. No veo la calle sino cuando voy á las Góngoras los domingos muy temprano; pero al verme fuera, me parece que estoy más sola que aquí.

-¿Y él no tiene empeño en que usted se divierta, en que pase agradablemente la vida?-dijo el militar casi asustado de su curiosidad y mirando de soslayo á Elías para ver si atendía á su conversación.

-¿El? Pero yo no quiero divertirme … porque … ¿qué voy yo hacer fuera de aquí? El dice que debo estar siempre en la casa.

-¿Pero usted no trata á nadie, no ve á nadie?

-A Pascuala, que me quiere mucho.

Ya el militar tenía ganas de saber quién era aquella Pascuala.

-¿Y esa Pascuala es amiga de usted?

-Es la criada.

-Ya… ¿Y no tiene usted más amiga? A la edad de usted es natural y conveniente la amistad de las jóvenes, y, sobre todo, no se puede vivir de esa manera. Es preciso….

-Yo estoy bien así. El dice que no debo conocer á nadie.

-¿Y la obliga á usted á llevar esta vida tan triste?

-No me obliga. Yo, si quisiera, podría salir. El no está nunca aquí.
Pero yo … Dios me libre … ¿A dónde había de ir?

El militar no sabía qué pensar. ¿Qué relaciones existían entre aquel monomaníaco y aquella joven? ¿Sería su padre, su marido?…-No-decía para sí.-Es repugnante sospechar que puedan existir los vínculos del matrimonio entre los dos.

-No extrañe usted mis preguntas-dijo, continuando con ansiedad;-pero me interesan mucho ustedes dos. ¿Y á él nadie le visita, nadie viene á verle?

-Conoce mucho á unas señoras, que llaman las señoras de Porreño. Son nobles y fueron muy ricas.

-¿Y vienen aquí?

-Muy pocas veces. Él las quiere mucho.

-Y esas, que presumo serán personas de buenos sentimientos, ¿no le tienen á usted cariño, no la quieren?

-¿A mí? Una vez me dijeron que yo parecía ser una buena muchacha.

-¿Y nada más? ¿No le han dicho más?

-¡Ah! son muy buenas. El dice que son muy buenas. Una de ellas dicen que es santa.

Estas declaraciones eran hechas por Clara con una ingenuidad tan espontánea, que conmovía al que pudiera oirlas. Para que el lector, que aún no conoce la infinita bondad de este carácter, no estrañe la franqueza leal y la sublime indiscreción de la pobre Clara, añadiremos que durante años enteros esta desgraciada no veía más persona que don Elías, Pascuala, y á veces, muy de tarde en tarde, las tres melancólicas efigies de las señoras de Porreño. Su vida era un silencio prolongado y un hastío lento. Tan solo pudieron reanimarla y darle alguna felicidad los cuarenta días que, seis meses antes de estos sucesos, había pasado en Ateca, pueblo de Aragón, á donde Elías la mandó para que disfrutara del campo. Más adelante veremos por qué tomó Elías esta determinación, y lo que resultó del viaje de Clara.

-Pero es posible-continuó el militar, olvidado de que Elías estaba cerca-¿es posible que pase usted la vida de esta manera, sin más compañía que la de ese hombre? ¿Y no ha salido usted nunca de aquí, no ha ido al campo?

-Sí; estuve unos días fuera, hace seis meses.

-¿En dónde?

-En Ateca. El me mandó. Me puse mala, y fuí allá á restablecerme.
Estuve en su pueblo.

-Ya.-dijo el militar, contento de haber encontrado un motivo, aunque pequeño, para suponer que aquel hombre no era enteramente feroz.

-¿Y lo pasó usted bien?

-¡Ah! sí: me alegré mucho de estar allí.

-¿Y no quiera usted volver?

-¡Oh! sí,-exclamó Clara, sin poder contener una exclamación expansiva.

-Usted no debe estar aquí; usted tiene el corazón más bondadoso que puede existir. ¿Para qué, sino para la sociedad, puede haber creado Dios un conjunto de gracias y méritos semejante? ¡A cuántos podría usted hacer felices! ¿No ha pensado en esto? Piense usted en esto.

Clara no pareció hacer caso de la galantería. Quedó en silencio y con los ojos bajos, tal vez ocupada en pensar en aquello, como el joven le aconsejó. ¿Quién sabe cuáles serían sus reflexiones en aquellos momentos?

El curioso esperaba una contestación, cuando Elías, mirando hacía la habitación en que hablaban, exclamó:

“¡Clara, Clara!”

El militar se dirigió rápidamente hacia él, y disimulando su turbación, le dijo:

“Caballero, no he querido marcharme hasta estar seguro de su mejoría. Aquí le contaba á esta niña el caso, y le hacía una relación de la imprudencia de aquellos hombres. Ya le veo á usted tranquilo y fuerte, y me retiro, diciéndole que puede disponer de mí para cuanto yo pueda serle útil.

-Gracias-contestó secamente Elías.-Clara, acompaña á este caballero.

Era preciso retirarse; ya no había pretexto alguno para permanecer allí. Su mano estaba perfectamente vendada, y su protegido le había indicado la puerta. El impresionable joven no sabía que hacer para no salir. Miró á Clara para ver si leía en sus ojos el deseo de que no se marchara; pero ella manifestaba la mayor indiferencia, y hasta se había adelantado á abrir la puerta.

No había mas remedio. El militar tendió una mano al realista, que alargó dos dedos fríos y huesosos, y salió de la sala; al llegar á la puerta, quiso entablar de nuevo la conversación; pero la reverencia que le hizo la joven acabó de desesperarle. Salió, y se paró fuera otra vez.

-No olvide usted lo que le he dicho. Usted no puede vivir de esta manara-dijo, bajando el primer escalón.-Es preciso que usted…

-¡Clara, Clara!-exclamó el fanático desde dentro con voz fuerte.”

Clara cerró la puerta, y el militar se quedó cortado y aturdido en la escalera. Su primer intento fué llamar otra vez, llamar hasta que ella saliera; pero reflexionó en lo imprudente de semejante conducta. Bajó con lentitud.-¿Qué misterio hay en esta casa?-decía para sí.-Al hallarse en la calle, sintió mas viva su curiosidad, y la compasión hacia la joven era mas intensa.-¿Es su hija, es su mujer, es su sobrina, es su protegida?-exclamó.-¡Oh! No es posible renunciar á saber los secretos de esta casa. ¿Cómo renunciar á oírlos de la boca de Clara, que los contaba con tanta ingenuidad?

Anduvo un buen trecho por la calle, y se paró, miró á la casa. Ella misma no me recibirá-dijo:-esto ha sido una casualidad. Y si vuelvo ¿con qué pretexto?… ¡Cuánto debe padecer esa infeliz! Tiene cara de sufrir mucho … en compañía de esa fiera, sin ver á nadie ni hablar con nadie….

Maquinalmente se dirigió otra vez á la casa, y continuando su soliloquio, decía:-Tal vez la riña por haber hablado conmigo; tal vez, aparentando distracción, oyó cuanto me dijo, se habrá ofendido y la maltratará.

Entró, subió, procurando no ser sentido. Llegó á la puerta y se detuvo. Su mano tornó maquinalmente el cordón de la campanilla. Si hubiera sentido el menor rumor de disputa; si hubiera sentido la voz agria del viejo, habría llamado con todas sus fuerzas. Pero nada sintió; aplicó el oído. Un silencio sepulcral reinaba en la casa. De repente sintió una voz de mujer que cantaba, sintió pasar una persona rápidamente por el pasillo en que estaba la puerta; sintió el ruido del traje, rozando con las paredes al correr, y sintió la voz, la voz que, al pasar tan cerca, resonó con timbre delicado y expresivo. Era Clara, que cantaba y corría. ¿Era acaso feliz? Nuevo misterio.

El curioso se sintió más confundido: soltó el cordón, y paso á paso, y muy quedito, bajó mirando á todos lados con cautela como un ladrón. Salió á la calle: marchó resuelto á alejarse: llegó á la esquina, se paró, miró á la casa, y al fin, tomando una resolución, emprendió su camino en dirección á su casa, donde le dejaremos por ahora preocupado y aturdido; para volver á ocuparnos de los amigos de la calle de Válgame Dios, cuya vida y caracteres necesitan historia y explicación.

CAPÍTULO IV

Coletilla.

El hombre extraño, que conocemos con el nombre de Elías, nació allá en el año 1762 en el pueblo de Ateca, lugar aragonés que se encuentra como vamos de Sigüenza á Calatayud. Fueron sus felices padres Esteban Orejón y Valdemorillo y Nicolasa Paredes: él, labrador honrado; ella, hija única del vinculero más rico del vecino pueblo de Cariñena. A los nueve meses justos de matrimonio nació un tierno vástago que, por las circunstancias que á la preñez y al parto acompañaron, á grandes empresas y notables prodigios estaba destinado. Es el caso que doña Nicolasa tuvo allá por el quinto mes un sueño extraordinario, en el cual vió que el fruto de su vientre, ya crecido y entrado en años, era arrebatado al cielo en un carro de fuego; más tarde la buena señora daba en soñar todas las noches que su hijo era consejero del Despacho, padre provincial, venticuatro, racionero, deán y hasta obispo, rey, emperador ó, cuando menos, papa ó archipapa.

Llegó al fin el alumbramiento, y encomendándose á Dios y á cierto comadrón que había en Ateca, hombre de gran ingenio, dió á luz un niño, el cual no entró en el mundo con señales de elegido entre los elegidos, sino tan flaco, enteco y encanijado, que no parecía sino que su madre, distraída en aquel perpetuo soñar de coronas y tiaras, había apartado su organismo de la nutrición del muchachejo.

Pero aunque éste nació como cualquier hijo del hombre, no por eso dejaron de verificarse al exterior algunos prodigios. Observóse en el cielo de Ateca la conjunción nunca vista de las siete Cabrillas con Mercurio; la luna apareció en figura de anillo, y al fin salió por el horizonte un cometa que se paseó por la bóveda del cielo como Pedro por su casa. El boticario del pueblo, que se daba á observar los astros, entendía algo de judiciaria y tenía sus pelos de nigromante, vió todas aquellas cosas celestiales aparecidas en el cielo de Ateca, y dijo con gran solemnidad que eran señales de que aquel niño sería pasmo y gloria del universo mundo. La conjunción significaba que dos naciones se unirían contra él; el cometa que él los vencería á todos, y el anillo de la luna á cualquiera se le alcanzaba que era signo de la inmortalidad.

“Porque-decía don Pablo (que así se llamaba el boticario)-á mi no se me escapa nada en esto de círculos celestiales; y cosa que yo barrunto, ello ha de ser verdad, como esto es chocolate.”

Efectivamente: chocolate, y del mejor de Torroba, era el que durante los solemnes augurios tomaba, merced á la gratitud generosa de los Orejones.

En el bautismo hubo un holgorio que déjelo usted estar. Hubo en gran abundancia vino aragonés, grandes ensaimadas, bollos de á cuarta, hogazas de á media vara, gran pierna de carnero, pimientos riojanos y unos bizcochos como el puño, fabricados por las monjas del Carmen Descalzo de Daroca. El más obsequiado era don Pablo á causa de sus augurios, que él consideraba dignos de grabarse en bronces y pintarse en tablas. Entusiasmado por la generosidad con que pagaban sus trabajos astronómicos, compuso una décima en que llamaba á los Orejones protectores de la ciencia.

El niño crecía. Inútil es decir que durante su infancia parecían adquirir fundamento las esperanzas de sus padres. ¡Qué precocidad! Todo lo que el niño hacía era prodigioso nunca visto ni oído. Abría la boca para articular una sílaba: ya había dicho una sentencia. ¿Pedía la teta? Aquello era, según la opinión del astrólogo, un incomprensible aforismo. Pasaban dos, cuatro y seis años, y con la edad crecía la fama del joven Orejoncito.

¿Sabe usted lo que he visto, señora Nicolasa?-decía el farmacéutico un día con cierto tono de misterio que asustó á la buena mujer.

-¿Qué hay, señor don Pablo Bragas?

-Que Elisico estaba ayer jugando con unas gallinas, y les pegaba á los pollos con una caña, que á ser manejada por más fuertes manos, no les dejara con vida. “Muchacho, le dije: ¿por qué castigas á esos animalejos?” “Porque son pollos, contestó, y los quiero matar.”-“¿Y qué te han hecho, verduguillo.”-“Les estoy mandando que digan pío, y no quieren.” Vea, usted, señora doña Nicolasa, vea usted. Esto está fuera de lo común, por la sentencia y el gran tuétano que encierra: Quia pulii sunt. Lo mismo dijo el Dialéctico cuando zurraba á los jansenistas: Quia, heretici sunt!

Doña Nicolasa Paredes, dicho sea en honor de la verdad, no comprendía muy bien eltuétano que encerraban las palabras de su hijo; pero agradecida á las cariñosas profecías de don Pablo Bragas, tendió un mantel y puso delante del amigo una taza de sopas en caldo gordo, que darían rabia á un teatino.

Elías creció mas, y siguiendo la discreta opinión de un lector del convento de dominicos de Tarazona, que fué á predicar á Ateca el día de la Patrona del pueblo, le mandaron á estudiar humanidades con los padres de dicho convento. Ya tenía doce años; allí creció su reputación, y á poco fué tan gran latino, que ni Polibio, ni Eusebio, ni Casiodoro se le igualaran.

Tenía quince años cuando se celebró un consejo de familia para resolver si se le mandaba al Seminario de Tudela ó á la Universidad de Alcalá; pero al fin fueron tantas y de tanto peso las razonas de don Pablo Bragas en favor de la Complutense, que se adoptó su dictamen. El prodigio de la Naturaleza fué puesto sobre un macho, en compañía da unas alforjas que encerraban algunas, tortas y dos azumbres de vino, y después de algunos lloriqueos de doña Nicolás y de algunos dísticos que ensartó el de los astros, Elías partió en dirección de la patria del inmortal Cervantes, adonde llegó en cuatro días: de viaje.

Entonces doña Nicolasa tuvo una hija. Ningún trastorno sufrió la
Naturaleza en su nacimiento.

Elías estudió en Alcalá cánones y teología. Durante sus estudios, en que mostró grande aplicación, los maestros no cesaron de poner en las mismas nubes al que tanto honraba la ilustre estirpe de los Orejones. Unos esperaban en él un Luis Vives, otros un Escobar, cuál un Sánchez, cuál un Vázquez ó un Arias Montano. Y efectivamente, el joven era aplicado. Pasábase las noches en vela, devorando á Eusebio, á Cavalario y á Grotius. Atarugábase con enormes raciones diarias del libro De locis teologices, y cuando iba á clase descollaba entre todos. Entonces principiaron á marcarse los rasgos fundamentales de su carácter, el cual consistía en orgullo muy grande, unido á gran sequedad de trato y á rigidez de maneras, por lo cual sus compañeros no le tenían ningún cariño.

Pero su reputación de sabio era general. Fué á su pueblo, y al entrar en él lo primero que vió fué la venerable efigie de don Pablo Bragas, que le saludó con un pomposo arqueo de cintura. Junto á él estaban el alcalde, el cura y lo más notable de Ateca, incluso el herrador. Bragas sacó un papel del bolsillo y leyó un discurso, mitad en latín y mitad en castellano, que aplaudieron todos menos el obsequiado. En la casa le esperaban la señora Nicolasa, que se estaba poniendo vieja, y Orejón senior, que se conservaba muy fuerte. Su pequeña hermana era ya una muchacha; pero la pobre más fama tenía de traviesa que de sabía. Hubo una pequeña fiestecilla de confianza con abundancia de bollos, de los cuales la mitad (sea dicho en honor de la imparcialidad) fueron consumidos por don Pablo Bragas.

En el pueblo continuó Elías consagrado al estudio. Su sequedad aumentó, y se determinó más su orgullo; pero los padres no notaban tal cosa, y estaban amartelados con el joven. Si alguna vez los ofendía momentáneamente la rigidez de su trato, contentábanse luego con oír de boca de Bragas un panegírico, cuyo epílogo era siempre tazón de chocolate ó magra de gran calibre.

Elías tenía treinta años cuando marchó á la Corte. No sabemos si él, al tomar esta determinación, soñó con adquirir la gloria que los astros, por boca de un sabio, habían anunciado. El, sin duda, tenía dispuesto algún plan. Al llegar á Madrid trabó relaciones muy íntimas con los Padres del convento de Trinitarios, que eran sabios como unos templos. Hizo asimismo estrechas relaciones con un señor de la nobleza perteneciente á la casa ilustre de los Porreños y Venegas, marqueses de la Jarandilla; y tomó tal afición á esta familia, que la sirvió fielmente en la prosperidad, y fué su mayordomo, aun después de la ruina de la casa, acontecida al fin de la guerra. Al estallar ésta en 1808, Elías dejó sus costumbres sedentarias, sus Pandectas, su Digesto y sus Dacretales, para militar en las filas de Echevarri y el Empecinado; hizo con el primero toda la campaña de Navarra, y organizó una porción de somatenes en Castilla al pasar Napoleón de vuelta de Madrid.

Concluida la guerra, pasó por su pueblo: su padre había muerto; su hermana era ya mujer y se había casado con un pariente labrador; su madre estaba tullida y enferma. Bragas había perdido su buen humor y su afición á los astros; pero no su amor á Elisico, ni el convencimiento profundo de que dos naciones se unirían contra él, y que él las vencería á las dos.

En Ateca supo el incremento que tomaba el partido constitucional y el entusiasmo con que en toda la Península era mirada la Asamblea de Cádiz. Advirtamos que Elías detestaba de muerte á los constitucionales. Aquel hombre, que desde que tuvo uso de razón no vivió sino con la inteligencia, ni en su juventud experimentó los naturales sentimientos de amistad y afecto, estaba á los cuarenta años enardecido con una fuerte y violentísima pasión. Esta pasión era el amor al despotismo, el odio á toda tolerancia, á toda libertad; era un realista furibundo, atroz, y su fanatismo llegaba hasta hacerle capaz de la mayor abnegación, del sacrificio, del martirio. Su carácter era apasionado por naturaleza, aunque los asiduos estudios le habían comprimido y desfigurado. Pero al llegar á aquella época, en que era imposible á todo español apartar la vista del gran problema que se trataba de resolver, la escondida vehemencia de sentimientos de Elías se manifestó, y no en forma de amor, ni de avaricia, ni de ambición: se manifestó en forma de pasión política, de adhesión frenética á un sistema y odio profundo al contrario.

Como consecuencia de esta evolución de su carácter, se desarrollaron en él una fuerza de voluntad y una energía tales, que le hubieran llevado á los más grandes hechos, á tener ocasión para ello. Su inteligencia, que era muy perspicaz y cultivada del modo que hemos dicho, prestaba más fuerza á aquel sentimiento exagerado; y el consorcio extraño de sus facultades intelectuales con su gran pasión, unido á su trato indomable, hacía de él uno de esos seres monstruosos, que la observación superficial califica ligeramente de este modo: un loco.

Hundido el sistema constitucional en 1814, Elías fué feliz; pero no por eso vivió tranquilo, porque comenzó á tomar parte en la vida activa de la política, que es en todas ocasiones una vida poco agradable. Trabó amistad con el duque de Alagón, individuo de la odiosa camarilla; entraba en los conciliábulos de Palacio, y se honró con la amistad de aquel príncipe que deshonró á su patria. Entonces tomaba parte en los sordos manejos de aquella corte infame.

Pero vino el año 20, y nuestro personaje entró en el período de rabia crónica, de desorden moral y frenética tenacidad en que le hemos conocido. Ya sabemos poco más ó menos cómo vivía: su actividad había redoblado, y conspiraba con una constancia de que no se ha visto ejemplo. En relaciones secretas con la corte, procuraba organizar una reacción, y todos los medios se adoptaban si conducían al fin deseado. Iba á los clubs, atizaba alborotos, frecuentaba las reuniones de realistas y aun de los liberales. Todo lo averiguaba y lo aprovechaba todo. Pero ya sonaban públicamente algunas acusaciones contra él; ya se decía que había pertenecido á la camarilla: ya se le indicaba como conspirador, y más de una vez se vió amenazado por gentes que pretendían conocerle ó le conocían en efecto.

Todos los que le conocían de vista en los círculos patrióticos le llamaban Coletilla, apodo elaborado en la barbería de Calleja, algunos días después del famoso aditamento que puso el Rey al discurso de la Corona. Aquel apéndice literario, que tan mal efecto produjo, era designado en el pueblo con la palabra Coletilla. La idea de que Elías era amigo del Rey, unió en la mente del pueblo la persona del fanático y aquella palabra: los nombres que el pueblo graba en la frente de un individuo con su sello de fuego, no se borran nunca. Así es que Elías se llamaba así, para todo el mundo.

Sus pocos amigos únicamente se cuidaban bien de nombrarle así.

Concluiremos consagrando un recuerdo á uno de los principales héroes de este capítulo. Nuestro amigo don Pablo Bragas murió en Ateca á los noventa y un años de edad, de calenturas gástricas, debidas al doble efecto de un hartazgo de salpicón y de un constipado que cogió examinando la conjunción de Arcturus con Marte en una noche de Enero.

Desde entonces la astronomía está en Ateca en lastimosa decadencia.

CAPÍTULO V

La compañera de Coletilla.

En Diciembre de 1808 militaba Elías, como hemos dicho, en una partida que había levantado en Segovia el Empecinado. Tuvieron varios encuentros con los franceses, hasta que Soult, que salió en persecución de Moore, encontró á los guerrilleros y les hizo retroceder hacia Valladolid; de allí siguieron avanzando hacia el Norte y llegaron hasta Astorga. Elías se quedó en Sahagún con unos cuantos hombres, dispuestos á organizar allí una partida considerable que hostilizara á Ney en su salida de Galicia.

En Sahagún había un coronel segoviano que, habiéndose casado allí, vivía retirado del servicio militar. Era hombre de elevado carácter, de mucho corazón y de bien cultivada inteligencia; había sido muy rico, pero deparóle el cielo ó el infierno una esposa que ni de encargo hubiera salido tan díscola, intratable y antojadiza. El pobre militar hacía cuanto era imaginable para dominar el carácter de aquel basilisco, en quien parecían haberse reunido todas las malas cualidades que la naturaleza suele emplear en la elaboración de las mujeres. Empezó por hacerse excesivamente devota, y tal era su mojigatería, que abandonaba á su marido y su casa para pasarse todo el santo día entre monjas, padres graves, cofrades, penitentes, sin ocuparse más que de rosarios, escapularios, letanías, horas, antífona y cabildeos. Vivía entre el confesonario, el locutorio, la celda y la sacristía, hecha un santo de palo, con el cuello torcido, la mirada en el suelo, avinagrado el gesto, y la voz siempre clueca y comprimida.

En los pocos momentos que pasaba en su casa era intratable. En todo cuanto decía su pobre marido encontraba ella pensamientos pecaminosos; todas las acciones de él eran mundanas: le quemaba los libros, le sacaba el dinero para obras pías, le llenaba la casa de padres misioneros, teatinos y premostratenses; y en cuanto se hablaba do conciencia y de pecados, empezaba á mentar los de todo el mundo, sacando á la publicidad de una tertulia frailuna la vida y milagros del vecindario, para condenarla como escandalosa y corruptora de las buenas costumbres. En tocando á este punto le daban arrebatos de santa cólera, y entonces no se la podía aguantar.

Pero de repente la insoportable beata se volvió del revés; el fondo de su carácter era una volubilidad extremada. Cambiando repentinamente, adoptó un género de vida muy mundano: se salía de capa y se andaba por esos mundos dando zancajos con el pretexto de que tenía una fuerte afección moral y necesitaba distracción. Acompañábala algún militar joven ó algún abate verde. Su marido, viendo que era imposible detenerla en casa, tuvo que consentir en aquella vida voladera; que si bien le costaba una parte de su fortuna, le libraba por algún tiempo de las impertinencias de aquel demonio.

La tercera metamorfosis de doña Clara fué peor. Le dió por ponerse enferma, y entonces no había malestar, ni dolencia, ni afección crónica, ni ataque agudo que no viniera á afligir su cuerpo. Agotó todos los ungüentos, específicos y tisanas; puso sobre un pie á todos los boticarios, curanderos, médicos y protomédicos, y visitó todos los baños minerales de España, desde Ledesma á Paracuellos, desde Lanjarón á Fitero. Lo único que parecía aliviarla era el circunstanciado relato de sus males que hacía á todos los teatinos, franciscanos, mínimos y premostratenses, con quienes volvió á entibiar místicas relaciones.

Chacón, su pobre esposo, cogía el cielo con las manos, y aun llegó á aplicarle el eficaz cauterio de unos cuantos palos, que no produjeron otro efecto que recrudecer la feroz impertinencia de aquel enemigo.

Al mismo tiempo la fortuna del matrimonio tocaba á su término, y el desventurado marido temblaba al considerar qué sería en lo porvenir de su pobre hija, entonces de cinco años de edad. La devota, la enferma había tenido, antes de ser enferma y devota, una niña que se llamaba Clara, como ella, único fruto de aquel malaventurado matrimonio.

Doña Clara se curó cuando lo tuvo por conveniente, y se entregó de nuevo á las cosas de la Iglesia, tomándolo tan á pechos que no había día en que no se mortificase con disciplinazos, que se oían desde la calle. Estábase de rodillas y en cruz una hora seguida; cuando empezaba á contar los éxtasis que le daban y las visiones que tenía, era el cuento de las cabras de Sancho. El esposo pedía á Dios que le librara de aquel infierno vivo. Doña Clara no amaba á su hija ni á su esposo, y éste que la había amado mucho, concluyó por aborrecerla.

Al fin la Chacona (así la llamaban en el pueblo) dejó otra vez la vida devota, y de la noche á la mañana se marchó á Portugal á tomar aires. Felizmente Dios la iluminó, y de Portugal se fué al Brasil con unos misioneros. No se supo más de ella. El pundonoroso y leal esposo respiró: estaba libre, pero pobre, enteramente pobre sin otra cosa que un sueldo mezquino; tranquilo en cuanto á lo presente, pero inquieto siempre que pensaba en aquella niña infeliz que iba á quedar en la miseria.

En la mitad de Diciembre de 1808 todo el pueblo de Sahagún salió al camino real lleno de curiosidad. El emperador Napoleón I pasaba por allí para dirigirse á Astorga en persecución de los ingleses. Llegó al pueblo, descansó dos horas, y siguió su camino, seguido de una gran parte del ejército que ocupaba á España. Cuando los franceses, guiados por Napoleón, estuvieron lejos, Sahagún se atumultuó; tomaron las armas todos los jóvenes, y mandados por Elías y el cura de Carrión, se disponían á pelear con unos regimientos franceses, que al día siguiente habían de pasar por allí para unirse al cuerpo del ejército.

Aquella tarde Chacón abrazaba y besaba tiernamente á su hija, que, al ver llorar á su padre, lloraba también sin saber porqué. El coronel tenía un proyecto, el único que podía darle alguna esperanza de asegurar en lo futuro el bienestar de Clara. Había resuelto entrar en campaña, avanzar en su carrera y seguir á la nación en aquella crisis, seguro de que le pagaría sus servicios. Escribió al Empecinado pidiéndole órdenes, y éste le contestó que se pusiera al frente de los 500 hombres de Sahagún, y procurase batir á los regimientos franceses que iban á unirse con Napoleón en Astorga. El bravo militar, aclamado jefe de la partida que Elías y el cura de Carrión organizaron, salió aquella noche, dejando á su hija en poder de dos antiguas criadas. Situáronse á un cuarto de legua del pueblo, y al amanecer del siguiente día se vieron brillar á lo lejos las bayonetas de los franceses. La guerrilla les hostilizó con fuegos esparcidos: al principio, los franceses vacilaron con la sorpresa; mas repuestos un poco, atacaron á los nuestros. El combate fué encarnizado. Elías y Chacón se miraron con angustia. “¡Son tres veces mas que nosotros!-dijo Chacón;-pero no importa: ¡adelante!”

Retrocedieron hasta la entrada del pueblo: allí la lucha fué horrible. Desde las ventanas, desde las esquinas disparaban los paisanos contra el enemigo, cuyas filas se diezmaban. El coronel mandaba á los suyos con un denuedo sin ejemplo. A la partida unióse al fin el resto del pueblo. Un esfuerzo más, y los franceses eran vencidos. Este esfuerzo se hizo: costó muchas vidas; pero los franceses, no queriendo perder más gente, emprendieron la retirada hacia Valencia de Don Juan.

El pueblo todo les siguió, con Chacón á la cabeza; pero aún no había andado éste veinte pasos, cuando fué herido por una bala: dió un grito y cayó bañado en su sangre. Las mujeres le rodearon, llorando todas al verle herido; él dijo algunas palabras, volvieron los suyos, y entre cuatro le llevaron á su casa. Antes de llegar á ella ya estaba muerto.

Reinaba en el pueblo la consternación, porque habían perecido muchos hijos y muchos maridos; las madres y las esposas gritaban por las calles con amargos y dolorosos lamentos. Delante de la puerta de la casa de Chacón había un grupo de mujeres silenciosas que contemplaban el cadáver del coronel, teñido en sangre, con la frente partida y destrozado el pecho. Algunos niños, en quienes podía más la curiosidad que el miedo, se habían acercado hasta tocarle los dedos, las espuelas y el cinturón. Nadie hablaba en aquella escena, y sólo la pobre Clarita, consternada al ver que todos la miraban llorando, comenzó á llamar con fuertes voces á su padre, cuya muerte no comprendía.

-Qué niña es ésta?-preguntó Elías.

-Es su hija,-contestó una mujer que la tenía abrazada.

-¿Y no tiene madre?-

-No, señor,-

-¿Y qué vamos á hacer de ella?-dijo Elías mirando al cura de Carrión y á los demás cabecillas del tumulto.

Todos se encogieron de hombros y besaron á Clara.

-Nosotros nos quedaremos con ella,-dijeron las dos mujeres que habían servido al coronel cuando era rico.

-No-dijo Elías:-yo la recojo. Me la llevaré conmigo, la educaré.-

Las mujeres aquellas eran muy pobres. Gran cariño les inspiraba Clarita; pero al tenerla á su lado la condenaban á ser pobre como ellas para toda la vida. Consideraban á don Elías como persona de posición y carácter, y no dudaron, por lo tanto, en dejarle la niña.

Permaneció, sin embargo, en Sahagún hasta 1812, época en que el realista dejó las armas y se retiró á Madrid. Entonces le acompañó Clara, que no pudo separarse de sus pobres amigas sin llorar mucho, ni pudo acostumbrarse tampoco á mirar cara á cara á su protector, porque le daba mucho miedo.

Grande fué su tristeza cuando al despertar en un hermoso día de Mayo se encontró entre las obscuras paredes de la casa que conocemos en la calle de Válgame Dios; y esta tristeza aumentó cuando la llevaron al convento-colegio de ciertas hermanas de una Orden famosa, que enseñaban á las niñas del barrio lo poquito que sabían. Tenía la escuela todo lo sombrío del convento, sin tener su claustro melancólico y su dulce paz. Dirigíanla unas cuantas viejas, entre quienes descollaba por su displicencia, fealdad y decrepitud una tal madre Angustias, que usaba una caña muy larga para castigar á las niñas, y unas antiparras verdes, que más que para verlas mejor, le servían para que las pobrecillas no conocieran cuándo las miraba.

Las niñas se levantaban muy temprano, y rezaban; almorzaban unas sopas de ajos, en que solía nadar tal cual garbanzo de la víspera, y después pasaban al estudio, que era ejercicio de lectura, en el cual desempeñaba el principal papel la caña de doña Angustias. Trazaban luego, por espacio de dos horas, sendos garabatos en un papel rayado; y después de contestar de memoria á las preguntas de un catecismo, cosían tres horas largas, hasta que llegaba la del juego. El recreo tenía lugar en un patio obscuro y hediondo, cuya vegetación consistía en un pobre clavel amarillento y tísico que crecía en un puchero inservible, erigido en tiesto de flores. Las niñas jugaban un rato en aquella pocilga, hasta que la madre Angustias sonaba desde su cuarto una siniestra campanilla, que reunía en torno á su caña á los tristes ángeles del muladar.

Después de comer llevaba el rosario la madre Brígida, por no poder hacerlo la madre Angustias, á causa del asma que la afligía, entrecortándole la voz. Aquel rosario era interminable, porque detrás de sus infinitos paternóster venían las letanías, llagas, misterios, jaculatorias, oraciones, gozos y endechas místicas. La noche las sorprendía en aquel devoto ejercicio, y era muy común que alguna de las chiquillas, rendida bajo el peso moral de tan monótono y cansado rezo, bostezara tres veces y se durmiera al fin benditamente. Parapetada detrás de sus antiparras, la madre Angustias observaba los bostezos y acariciaba su caña dictatorial sin decir palabra á la culpable, esperando á que se durmiera, y entonces ¡ira de Dios! le sacudía un cañazo, seguido de una retahila de insinuaciones coléricas. Las otras niñas, que no esperaban más que un motivo de distracción y entretenimiento, al ver la triste figura que hacía su compañera al despertar bruscamente, soltaban la risa, se interrumpía el rezo, gruñía la madre Brígida, cacareaba la madre Angustias, y llovían los cañazos á diestra y siniestra. Al anochecer continuaban las lecciones y el catecismo. La madre Angustias les decía: “Ahora el ca … ca … tecismo. Madre Brí … Brí … Brígida, la que no lo sepa, al ca … ca … caramanchón.”

Y se marchaba á acostar, porque padecía de ciertos ahoguillos, y tenía que ponerse todas las noches paños calientes en el estómago.

Clarita y otras niñas de la escuela creían á pie juntillas que la madre Angustias no tenía ojos, y que todas sus facultades ópticas residían en aquellos dos temibles vidrios verdes, engastados en una armazón rancia y enmohecida; y acontecía que para imitarla cortaban dos redondeles de papel verde del forro del catecismo y se lo pegaban con saliva en los ojos, con lo cual se morían de risa. Como no podían ver gota con aquellos parches, sorprendiólas un día la madre Petronila, que era un vinagre, y después de darles muchos coscorrones, las condenó á no comer ni jugar aquel día, ¡Qué horas pasaron las pobres!

Otra vez se hallaban todas en el patio, y ocurriósele á un pajarito muy flaco meterse allí por el tejado y posarse, después de chocar en los muros, en el entristecido clavel. ¡Qué algazara se armó! Aquél fué el mayor acontecimiento del año. Con pañuelos, con mantos, con cuanto hallaron á mano, le persiguieron hasta cogerle; atáronle un hilo en una de las patas, y Clara le guardó muy bien en un cajoncillo donde tenía la costura. A escondidas le echaban de comer por las noches; pero el animalito enflaquecía y se ponía más triste cada vez. Una noche, en el momento en que el rezo iba á principiar, Clara tenía abierto el costurero, y fingiendo arreglar dentro de él alguna cosa, se ocupaba en abrirle la boca al pajarito y meterle á la fuerza unas migajas de pan que había guardado en el bolsillo, cuando de repente alzó el vuelo el animal, revoloteó por la habitación con el hilo atado en la pata, y fué á pararse ¿dónde creeréis? en la misma cabeza de doña Angustias, que al verse profanada de aquel modo, tomó tal cólera, que el asma le ahogó la voz y estuvo gesticulando en silencio diez minutos, roja como un tomate. Clara se quedó yerta de miedo.

“Cla … Cla … Cla … rita-exclamó la madre Angustias ciega de furor.-¡Niña mal … mal criada! ¡Qué desaca … ca … cato es éste? Esta noche al ca … ca … caramanchón.”

Clara fué condenada aquella noche á dormir en el caramanchón, última pena que sólo se aplicaba muy de tarde en tarde á los más negros y raros delitos. Doña Angustias continuó en su cacareo hasta que vió cumplida la terrible orden; y á la hora en que acostumbraban á recogerse, Clara fué llevada al presidio, que era un desván obscuro, fétido y pavoroso. La pobrecilla no cabía en sí de miedo al verse sola en aquel tugurio, entre mil objetos cuya forma no podía apreciar, tendida en un miserable jergón y expuesta al aire colado, que por una ventanilla entraba. En su desvelo, sintió las pisadas de los ratones que en aquellos climas vivían; pisadas que en sus oídos resonaban como si fueran producidas por los pies de un ejército de gigantes. Se encogió, se envolvió toda en su manta, escondiendo los pies, las manos y la cabeza; pero las ratas corrían por encima, y saltaban, iban y venían con una algarabía espantosa. También contribuyó á aumentar el pavor de la niña una disputa que en el tejado vecino se trabó entre dos gatos bullangueros que lanzaban maullidos lúgubres y desentonados. La pobre no pudo dormir, y el día la encontró hecha un ovillo, empapada en sudor frío y temblando de miedo.

Entre estos sucesos extraordinarios y la diaria tarea del estudio y la costura, aterrada siempre por la fascinación terrible de los espejuelos de la madre Angustias, pasó Clara cuatro años, hasta que, cumplidos los once, vino Elías por ella y se la llevó á su casa.

El realista no sabía al principio qué hacer de aquella niña: ocurrióle hacerla monja; pero impulsado por un repentino egoísmo, resolvió conservarla á su lado. Era solo: su casa necesitaba una mujer. ¿Quién mejor que Clara? Su inteligencia no estaba bien cultivada, pues no sabía sino leer, escribir y hacer algunas cuentas; pero, en cambio, cosía muy bien y entendía de toda clase de labores.

La hija de la Chacona creció en casa de Coletilla, y fué mujer. Creció sin juegos, sin amables compañeras, sin alegrías, sin esas saludables y útiles expansiones que conducen felizmente de la niñez á la juventud. Elías no la trataba mal, pero tampoco era muy cariñoso son ella.

Los domingos la solía llevar á la Florida ó á la Virgen del Puerto; una vez la llevó al teatro, y Clara creyó que era verdad lo que estaban representando. Los paseos dominicales cesaron cuando Elías tuvo ocupaciones y preocupaciones que le apartaban de su casa: entonces ella se limitó á oír misa muy de mañana en las monjas de Góngora, y en esta expedición lo acompañaba, una criada alcarreña llamada Pascuala, que Coletilla había tomado á su servicio.

Este encierro perpetuo hubiera agriado y pervertido tal vez otro carácter menos dulce y bondadoso que el de Clara, la cual llegó á creer que aquella vida era cosa muy natural, y que no debía aspirar á otra cosa; así es que vivía tranquila, melancólicamente feliz, y á veces alegre. Y, sin embargo, semanas enteras pasaban sin que una persona extraña penetrara en la casa del fanático. Parecía que toda la sociedad quería huir de aquella jaula en que estaba encerrado su mayor enemigo.

Sólo una excepción existía en aquel aislamiento normal. Ya hemos dicho que don Elías fué amigo y servidor de una antigua é ilustre casa. Después de la ruina de los Porreños y Venegas, sólo quedaron tres individuos, tres dueñas venerables que conservaron relaciones amistosas con el realista. Muy de tarde en tarde iban á visitarle. Tenían un trato seco; eran intolerantes, rígidas, orgullosas. Nunca hablaban á Clara sino con palabras solemnes, que daban tristeza y abatían el ánimo. No podían prescindir de la etiqueta, ni aun delante de una pobre muchacha y eran tan ceremoniosas y tiesas, que Clara les llegó á tomar antipatía, porque siempre que iban á la casa dejaban allí una sombra de tristeza que duraba mucho tiempo en el alma de la huérfana.

En los últimos años, Coletilla entraba, como hemos dicho, en el período álgido de su frenesí político; la cólera era su estado normal, y era cosa imposible que en su fanáticas obsesiones pudiera aquella alma irascible tener cariños y finezas para la pobre compañera que tanto las necesitaba. Por el contrario, mostrábase muy duro con ella; se estaba sin hablarle semanas enteras; otras veces la reprendía con acrimonia y sin motivo: la llamaba frívola y casquivana. Un día, al ver que la desventurada se había peinado con menos sencillez que de ordinario, y se había vestido, reformando un poco su natural elegancia con el poderoso instinto de la moda, que las mujeres más apartadas del mundo poseen, la riñó, repitiéndole muchas veces esta frase que le costó lágrimas á la infeliz: “Clara, te has echado á perder.” Otras veces le daba al viejo por vigilarla, y le prohibía asomarse al balcón y abrir la puerta, es decir, la abandonaba ó la martirizaba, según el estado de aquel espíritu perturbador y cruel.

Clara se puso mala; se iba agostando con lentitud como el clavel que crecía difícilmente en el patio de la escuela. Su melancolía creció, se puso descolorida y extenuada, y llegó á hacer temer graves peligros para su salud. Coletilla no pudo permanecer indiferente á la enfermedad de su protegida, y trajo un médico el cual expresó su dictamen muy brevemente, diciendo: “Si usted no manda á esta chica al campo se muere antes de un mes.”

El realista pensó que la muerte de aquella muchacha sería un contratiempo. Recordó que su hermana vivía en Ateca con su familia, y formó su plan.

Escribió dos letras y algunos días después Clara entraba en el pueblo con el corazón rebosando de alegría.

Benéfica reacción se verificó en su salud, y su espíritu, tanto tiempo abatido por el fastidio y el encierro, se reanimó con el pleno goce de la Naturaleza y el trato de personas alegres que la atendían y la amaban. Aquellos días fueron una segunda vida para la desdichada mártir, porque se regeneró materialmente, adquiriendo lozanía, frescura y vigor: sus ojos, acostumbrados á la obscuridad de cuatro paredes, recorrían ya un largo horizonte: sus pasos la llevaban á grandes distancias: su voz era escuchada por amigas joviales y francas, por jóvenes sencillos, por viejos cariñosos; su alegría era comprendida y compartida por otros; sus inocentes deseos satisfechos; conocía la amistad, la vida familiar, la confianza; gozaba de un cielo hermoso, de un aire puro, de un bienestar sobrio y tranquilo, de felices y no monótonos días, de sosegadas y apacibles noches.

Pero durante la permanencia de Clara en Ateca pasaron cosas que influyeron poderosamente en el resto de su vida. Vamos á referirlas, porque de ellas se deriva casi toda esta historia; y por tan importantes y graves, las dejamos para el capítulo siguiente, donde las verá el lector, si está decidido á no abandonarnos.

CAPÍTULO VI

El sobrino de Coletilla.

Marta, la hermana de Elías, había quedado viuda con un hijo llamado Lázaro, que después de estudiar Humanidades en Tudela, pasó á la Universidad de Zaragoza. Era éste un mozo como de veintitrés á veinticinco años, de agradable presencia, de ingenio muy precoz, de imaginación viva, de palabra fácil y difusa, muy impresionable y vehemente, y de recto y noble corazón.

Las nuevas ideas, que entonces conmovían profundamente el corazón de la juventud, habían hallado en el joven Lázaro un creyente decidido. Era uno de los que, brotados en el tumulto de un aula de Filosofía militaban con pasión generosa en las filas de los propagadores políticos, entonces tan necesarios.

Sucedió que los estudiantes zaragozanos trabaron una pendencia con los socios de cierto club político; el asunto tomó proporciones, intervino la autoridad universitaria, y Lázaro se vió obligado á salir de Zaragoza, perdiendo curso. Esto pasaba en los días en que, destituido Riego del mando de capitán general de Aragón, hubo en aquella ciudad tumultos y manifestaciones, que el Gobierno quiso reprimir. Lázaro, que estaba á punto de concluir la carrera, conoció la gravedad de su situación y el disgusto que tendrían su madre y su abuelo, á quienes amaba mucho. Quiso reclamar, pero fué inútil, y tuvo que retirarse á su pueblo, triste, avergonzado y lleno de dudas y temores.

Pero al entrar en su casa, agitado por la zozobra y los remordimientos, vió en compañía de su madre á una persona desconocida que desde el primer momento le produjo una secreta impresión de alegría, imponiéndole, sin saber por qué, consuelo y esperanza. Confesó lo que le pasaba, sin disminuir la gravedad del caso, por lo cual don Fermín, su abuelo paterno, se puso serio y quiso enfadarse, y su madre lloró un poco. Pero la persona desconocida, que parecía estar allí para alegrar la casa, disipó la cólera del primero y secó las lágrimas de la segunda, mientras Lázaro, con la cabeza baja y humedecidos los ojos, permanecía inmóvil delante de sus jueces y de su defensor sin decir palabra, aunque á la verdad no era preciso, porque la joven le defendía muy bien sin desplegar gran elocuencia, ni emplear otros recursos que su claro y natural sentido, su acrisolado y generoso sentimiento.

El pobre Lázaro estaba tan turbado, que se le figuraba que aquella persona era una aparición, un ser enviado del cielo para ampararle en aquellos apurados momentos. Esperaba verla desaparecer al concluir su misión, y la miraba con ese estupor silencioso que causa lo sobrenatural y desconocido. No tenía antecedentes de aquella joven, ni había sospechado que existiera y se encontrara allí. Pero la imagen no se desvanecía, y, por el contrario, continuaba viéndola adornada con todos los encantos físicos y morales que pueden poseer los ángeles de este mundo.

No se habló más del asunto. Lázaro fué perdonado, pero no salió de sus confusiones. Explicáronle quién era Clara y por qué estaba allí; más no por eso pudo dominar el estudiante la respetuosa y fuerte sorpresa que le había producido.

Estuvo encogido y como asombrado todo el día, y temblóle la voz cuando quiso hablar con ella, y se calló al fin por temor de decir mil disparates. Al día siguiente despertó con una alegría exaltada, á la que sucedía bruscamente una tristeza sin igual. Su aturdimiento tomaba fases muy diversas tan pronto se veía atacado de un apetito insaciable de verbosidad que no podía contener; tan pronto hacía esfuerzos inauditos para pronunciar una palabra, sin llegar á conseguirlo. Era un polaticómano ferviente, y en Zaragoza se había distinguido por sus elocuentes arengas en los clubs, que le habían dado mucha celebridad; en sus conversaciones privadas se expresaba también con mucho entusiasmo y corrección pero esta vez de todo hablaba menos de política. Parecía que no existían ya para él ni la revolución francesa, ni el Emilio, de Rousseau, ni las Carta de Talleyrand, ni el Diccionario, de Voltaire. Se había olvidado de todo esto, y sólo pensaba en la fórmula más expresiva y exacta para decirle á Clara que la había visto en sueños aquella noche. Recurrió al sistema de las circunlocuciones, pensó después en decirlo á secas y sin ambajes, acordóse de que las alegorías se habían inventado para aquel caso, y probó todos los medios sin lograr con ninguno su objeto.

Pasaron dos ó tres días sin que hallara un modo de ser explícito. Cuando estaba solo, sí; entonces hablaba, hablaba consigo mismo, y aun parecías entablar misteriosos diálogos con aquel hermoso espíritu, que encontraba siempre en todas partes, acompañándole en sus soledades é insomnios; espíritu lleno de luz y con formas de mujer, que brotaba del seno mismo de la noche para mirarle inmóvil, callado y sereno. Delante de esta sombra era Lázaro muy elocuente, y siempre acertaba á expresar lo que sentía; y sentía tanto el pobre, que á veces le daba uno de esos accesos vehementes, en que el organismo se conmueve todo, quebrantado y oprimido por la enorme expansión del espíritu. Salía de la casa por no hallarse bien en ella, y volvía á entrar por no hallarse bien fuera. Por fin, había logrado formular un diálogo con Clara. La primera vez que pudo hablar con ella un cuarto de hora seguido, se mostró muy enojado. ¿Enojado? ¿Porqué? Después empezó á darle las gracias. ¿Las gracias? ¿Por qué? Después le pidió perdón. ¿Perdón? ¿De qué? Y acto continuo le dijo que se iba á volver loco. ¿Loco?… Su andar era errante. Se dirigía á todas partes, y no llegaba á ninguna; se hallaba siempre donde no quería estar. Pero á pesar de estas evoluciones de ciego, acontecía que si Clara iba á alguna parte, ¡qué casualidad! encontraba en ella á Lázaro que la esperaba.

El alma de la muchacha no estaba sujeta á estas extrañas perturbaciones. Siempre sensible y feliz en su serenidad inocente, se dejaba llevar por la corriente de una vida sin agitación ni contratiempos. En su sitio propio, para dar paz al ánimo y descanso á la fantasía, vivía sin sentirlo digámoslo así; y si alguna vez la entristecía algún pensamiento, era el pensamiento de volver á la calle de Válgame Dios. La amistad, casi desconocida por ella, fué entonces causa de que adquiriera esa sutil delicadeza, que caracteriza los afectos femeninos, y esa fluidez de ingenio que tanto los embellece y adorna.

Había en el pueblo otra joven de la misma edad é idéntico carácter, llamada Ana, hija de un rico labrador. Ana y Clara se hicieron íntimas amigas en pocos días de trato. Ibanse todas las tardes á una huerta perteneciente al padre de Ana, y allí, entretenidas con sus labores, se pasaban conversando largas horas. En esta comunicación de las dos jóvenes, Clara se desarrollaba moralmente con una rapidez desconocida. Para quien había pasado su juventud en compañía de un viejo excéntrico é insociable, aquellas franquezas inocentes y el cambio simultáneo de pensamientos, comunicados sin disimulo y en toda su hermosa sencillez natural, realizaron en el alma de la huérfana una revelación de sí misma, que fijó y fortaleció más su bello carácter.

Cuando las dos amigas iban á la huerta, la maldita casualidad hacía que Lázaro pasara por la entrada precisamente en el mismo momento en que ellas llegaban. La conversación empezaba todas las tardes á las cuatro, y duraba basta el anochecer. Ni un solo día en todo el tiempo que pasó Clara en Ateca dejaron de ir á la huerta las dos muchachas, y ni un solo día dejó Lázaro de encontrarlas allí por casualidad. En aquellas conversaciones, que eran cada vez más íntimas, se notaba algunas veces que, por efecto de los accidentes del diálogo escénico, Ana callaba ó hablaba aparte en voz baja, mientras el bueno del estudiante y la picara Clara charlaban muy quedito y muy juntos el uno del otro. La cara, angustiosa á veces, á veces pálida, ya animada, ya triste, del joven, anunciaba que el tema del coloquio era muy interesante, ¿Qué decían? De pronto unas largas pausas, en que uno y otro se quedaban mirando á la tierra un buen rato, permitían á Ana alguna alusión ingeniosa, cuya gracia alababa y reía ella sola. Clara y Lázaro parecía que no estaban para risa. Callaban, hasta que un monosílabo aquí, un gesto allá, volvían á estimular de nuevo la conversación. A veces él se ponía á meditar como recapacitando lo que iba á decir; y él, que tan buena memoria tenía, se encontraba con que se le habían olvidado (¡otra casualidad!) los admirables trozos de elocuencia que tenía preparados. ¿Hablaban del pasado, del presente, del porvenir? ¿Trazaban un plan, planteaban un proyecto? Es probable que nada de esto fuera objeto de aquellos íntimos debates: no hacían sus voces otra cosa que expresar mil inquietudes interiores, pintar ciertas turbaciones del espíritu, formular preguntas intensamente apasionadas, cuyas réplicas aumentaban la pasión; confesar secretos, cuya profundidad crecía al ser confesados; hacer juramentos, manifestar ciertas dudas, cuya resolución daba origen á otras mil dudas; pedir explicaciones de misterios, que engendran misterios sin fin; explicar lo inexplicable, medir lo infinito, agotar lo inagotable.

A veces interrumpía Ana estas comunicaciones impenetrables, diciendo:

-Pero, mujer, ¿no ves cómo va ese bordado? ¿En qué estás pensando?-

En efecto; Clara, que estaba bordando sobre cañamazo, con lanas de colores, una cabecita de ángel rodeada por una guirnalda de flores, le había hecho los ojos de estambre rojo y los labios con estambre negro; las flores tenían todos los colores tan trastornados, que no se sabía lo que aquello era. Al oír la observación de su amiga, Clara se puso del color de los ojos del ángel.

Veinte y treinta días se pasan muy pronto cuando hay citas cuotidianas en una huerta, diálogos anhelantes, dudas no resueltas, preguntas mal contestadas y angelitos bordados con los labios negros. Así es que llegó un día en que Lázaro se puso á jurar por todos los santos del cielo que no permitía que Clara se fuera de allí. Se ponía fastidioso al tocar este punto; repetía la misma cosa infinitas veces, y á lo mejor empezaba á relatar un sueño que había tenido la noche anterior, del cual sueño se desprendía la imposibilidad absoluta de que él y Clara se pudieran separar. Ella se ponía muy pensativa y no decía palabra en media hora; los pobres chicos miraban al cielo alternativamente, como si en el cielo se hallara escrita la solución de aquel problema.

Se separaban. Clara depositaba sus amarguras en el seno de su amiga Ana. Lázaro confiaba á las profundidades de la noche el gran vértigo que sentía dentro de sí; no dormía, porque una serie interminable y rapidísima de razonamientos confusos, mezclados con imágenes vagamente percibidas, le sostenían en vigilia invencible y dolorosa. El día volvía á darles esperanza, la tarde venía á unirlos, el anochecer volvía á entristecerlos. Así se acercaba el día funesto.

Cuando se teme de ese modo la llegada de un día que nos ha de traer algo malo, la imaginación tiene como una extraordinaria fuerza de odio, con la cual personifica ese día que se detesta; la imaginación ve acercarse este día, y lo ve en figura de no sé qué monstruo amenazador que avanza con la mano alzada y la mirada llena de ira. Hay días en que el sol no debiera salir.

Pero el designado para la vuelta de Clara á Madrid el sol, ¡qué crueldad! salió. Sus primeros rayos llevaron la desolación al alma de los dos jóvenes, amenazados de una separación. Parece que cuando se verifica una separación de esa clase, cuando se disuelve y destruye esa unidad misteriosa y fundamental de la vida humana, unidad constituida por la totalidad complementaria de dos individuos, parece, decimos, que debía ocurrir un cataclismo en la Naturaleza; pero eso que llamamos comúnmente los elementos, es ciego é insensible. Se hunde un continente y se chocan dos océanos por la más insignificante de esas causas mecánicas que nacen en el centro de la materia; pero nada sucede, nada se mueve en la inerte y ciega máquina del mundo, cuando se altera el grande, el inmenso equilibrio de los corazones.

Aquella mañana sintió Lázaro un dolor desconocido. Avanzaba el día: el estudiante fué á casa de Ana y la encontró llorando; se asustó de verla llorar; volvió á su casa, quiso entrar en el cuarto donde Clara hacía los preparativos de su viaje, pero se tuvo miedo á si mismo. La vió salir después pálida y con los ojos cansados de llorar. Al ver que se despedía de su madre y de su abuelo, Lázaro corrió fuera por temor de que intentara también despedirse de él. Salió y anduvo á prisa mucho tiempo; salió del pueblo y se internó en el camino, lejos, muy lejos del pueblo. De pronto sintió el ruido da la diligencia, que se acercaba. El joven se detuvo, retrocedió; la diligencia pasó rápidamente. Allí iba la huérfana desolada, con el rostro oculto entre las manos. Las demás personas que iban con ella se reían de verla así. Lázaro la nombró, la llamó dando un fuerte grito, y sin darse cuenta de ello corrió tras el coche larguísimo trecho, hasta que el cansancio le obligó á detenerse. La diligencia desapareció.

Regresó al pueblo ya entrada la noche: al pasar por la huerta notó que unos pájaros que acostumbraban dormir allí formaban diabólica algazara con sus cantos disparatados y su inquieto aleteo. Apresuró el paso para no oír aquello y entró en su casa. Su madre y su abuelo estaban muy pensativos y melancólicos; ni les habló ni le hablaron. Quedóse solo; se encerró y quiso leer un libro; quiso dormir, y quiso arrancarse de la mente una como corona de hierro inflamado que se la quemaba y oprimía; pero era imposible. Aquello era una irradiación, que, á ser visible, hubiera parecido una aureola. En su fiebre se quedó aletargado, y en su letargo le pareció que de su cabeza brotaban llamas vivísimas que no podía sofocar, y que sus sesos hervían como un metal derretido.

CAPÍTULO VII

La voz interior.

Aquel muchacho era sumamente impresionable, nervioso, de temperamento ideal, dispuesto á vivir siempre de lo imaginario. Nadie le igualaba en forjar incidentes venideros, enlazándolos para hacer con ellos una vida muy dramática y muy interesante; trabajaba involuntariamente con el pensamiento en la elaboración de estas acciones futuras; y siempre tenía ante la imaginación aquella gran perspectiva de hechos en que desempeñaba la principal parte una sola figura, él solo, Lázaro. Esta visión perpetua, fenómeno propio de la juventud, tenía en él proporciones extraordinarias; su fantasía tenía una poderosa fuerza conceptiva, y puede asegurarse que esta gran facultad era para él un enemigo implacable, un demonio atormentador.

Con este carácter, fácil era que brotaran en él todas las grandes pasiones expansivas, y que crecieran hasta llevarle á la exaltación. En épocas como aquella, la política, el proselitismo, el espíritu de secta engendraba grandes pasiones. El heroísmo cívico, la abnegación y esa tenacidad catoniana que brillan en algunos personajes de todas las revoluciones, la venalidad solapada, la traición, la sanguinaria crueldad y el encono vengativo que se han visto en otros, provienen de la pasión política. Lázaro tuvo esta pasión: sintió en sí el ardor del patriotismo, creyóse llamado á ser apóstol de las nuevas ideas, y con ardiente fe y noble sentimiento las abrazó.

¿Pero existen estas resoluciones inquebrantables sin mezcla de egoísmo? Egoísmo sublime, pero egoísmo al fin. Lázaro tenía ambición. ¿Pero qué clase de ambición? Esa que no se dirige sino al enaltecimiento moral del individuo, que sólo aspira á un premio muy sencillo, á la simple gratitud. Pero la gratitud de la humanidad ó de un pueblo es la cosa de más valor que hay en la tierra. El que es digno de ella la tendrá, porque un hombre puede ser ingrato; pero un pueblo en la serie de la historia, jamás. En una vida cabe el error; pero en las cien generaciones de un pueblo, que se analizan unas á otras, no cabe el error, y el que ha merecido esa gratitud la tiene sin remedio, aunque sea tarde.

Lázaro aspiraba á la gloria; quería satisfacer una vanidad: cada hombre tiene su vanidad. La del joven aragonés consistía en cumplir una gran misión, en realizar alguna empresa gigantesca. Cuál era esta misión, es cosa que no sabía á punto fijo. Los jóvenes como aquél no gustan de concretar las cosas porque temen la realidad; creen demasiado en la predestinación, y engañados por la brillantez del sueño, piensan que los sucesos han de venir á buscarlos, en vez de buscar ellos á los sucesos.

Después que se retiró de Zaragoza y fué á Ateca, una figura iba perpetuamente unida á la suya en aquellas escenas futuras. ¡Insensato! ¿Qué piensas hacer de ella? Una reina. ¿De dónde? Será simplemente la mujer de un gran hombre. Menos tal vez: la mujer de un hombre obscuro… Concluía por concretar el objeto de todas sus quimeras á un retiro pacífico, á un matrimonio feliz.

Pero era preciso meditar, trazar un plan, ver la manera más fácil de unirse á ella.

Clara era huérfana, él pobre. He aquí dos contratiempos ocurridos desde el principio. ¡Ah! Pero él trabajaría; sería activo, ingenioso, astuto. Bien sabía él que tenía talento. ¿Pero debía ser un simple agricultor? No: eso era poco para él. Debía ir á Madrid, hacerse oír, buscar un nombre, un puesto. Esto sería cosa muy fácil para quien tenía tales aptitudes. ¿No era seguro que al llegar Lázaro á la corte, centro entonces, como ahora, de la actividad intelectual del país, adquiriría nombre, posición, fortuna? Sin duda. Ya debían conocerle de oídas por sus discursos pronunciados en Zaragoza. En aquel tiempo los jóvenes se abrían paso fácilmente entre la multitud decrépita; aquellos que, con todo el vigor de la fe y toda la fuerza de la edad primera, emprendían la propagación de las nuevas ideas, se imponía infaliblemente, adquiriendo una alta y envidiada posición social. El se creía superior, ¿á qué negarlo? En la profundidad de su conciencia sentía una voz que sin cesar decía: “Yo valgo. Es preciso buscar los sucesos antes que ellos vengan á buscarnos. Animo, pues.”

Estos pensamientos eran los que ocupaban la mente de Lázaro en los días que siguieron á la partida de Clara. Cuando su determinación se hizo firme, vió con entusiasmo que su inteligencia adquirió más vigor y su pecho más osadía. Parecíale que su voz era capaz de emitir los más profundos, los más calurosos, los más verdaderos acentos en defensa de los nobles principios de la época; le parecía que nada igualaba á su facilidad de expresión, á su lógica terrible, á su frase pintoresca y expresiva. En lo más callado de la noche, cuando en parajes solitarios se entregaba á sus meditaciones, se oía, se estaba oyendo. Una voz elocuente resonaba dentro de él, y mudo y reconcentrado asistía á las maravillas é internas manifestaciones de su propio genio. Era auditorio de sí mismo, y le parecía que jamás había tenido el verbo humano frases más bellas, lógica más segura, entonación más vigorosa. Se aplaudía; le parecía que en torno suyo multitud infinita de sombras aglomeradas le aplaudían también; que resonaba un intenso palmoteo, cuyo fragor llenaba toda la tierra.

De vuelta á su casa dormía, y durante el sueño continuaba resonando en su cerebro la misma voz que hacía estremecer miles de corazones; que llevaba el entusiasmo ó el espanto á ejércitos enteros de ciudadanos; y entonces se le figuraba que dentro de su ser había una misteriosa entidad sonora, un espíritu locuaz, que sostenía constantemente allá en su profundo núcleo la más brillante y enérgica peroración.

Lázaro tenía el genio de la elocuencia. El lo conocía: estaba seguro de ello. Cada día que pasaba sin que un gran auditorio le escuchara, le parecía que se perdían en el vacío y en el silencio de un desierto aquellas voces admirables que sentía dentro de sí. No había tiempo que perder.

Dijo á su abuelo que se iba á Madrid. El pobre viejo se puso á llorar, y dijo entre sollozos y babas que aquella resolución era muy grave y convenía meditarla.

-¿Y qué vas tú á hacer allá?-decía después, queriendo aparecer incomodado: ¡Tienes una letra tan mala!…

Estaba entonces en Ateca un tal don Gil Carrascosa (el mismo personaje á quien vimos disputar con cierto barbero en el primer capítulo de esta historia), el cual tenía amistad con Coletilla. El abuelo consultó con el ex-abate la resolución de Lázaro, y éste opinó que se debía escribir al tío. El viejo tomó la pluma y con vacilante mano trazó esta carta, que recibió el realista pocos días después.

“Querido y respetable señor: Lazarillo, mi nieto y sobrino de vuesa merced, quiere ir á Madrid. Se le ha puesto en la cabeza que ahí podrá hacer fortuna: dice que no puede estar en el pueblo. Y, en efecto, querido señor, esto está malo. La cosecha de este año no nos da ni la simiente, y el pobre chico tiene más afición á los libros que al arado. Le diré á vuesa merced, respetable señor, que Lázaro es un mozo muy despierto: sabe muchos libros de memoria, y ha leído cuatro veces de la cruz á la fecha un tomo que le llamanLos grandes hombres de Plutarco, el cual me ha asegurado no ser cosa de herejía; que si lo fuera no lo había de leer en mis días. Entiende de leyes, y á veces se pone á escribir y llena unos cuadernos de cosas muy buenas, aunque yo no las entiendo. Es buen cristiano y muy respetuoso y cortés con todo el mundo. No ocultaré sus defectos, respetable señor; y por lo mismo que le quiero, diré á vuesa merced cuál es su gran defecto, para ver si con su talento y su gran sabiduría lo puede corregir. Es el caso que difícilmente podrá hacer cosa buena en la Corte, porque tiene muy mala letra y no le luce lo que sabe. Siento mucho tener que revelar esta flaqueza suya; pero antes que nada es mi conciencia, y por todo el oro del mundo no ocultaría sus defectos. Creo, sin embargo, que con un buen maestro, como los hay en la Corte, podrá corregirse si se aplica. De este modo llegará, andando el tiempo, á ser apto para desempeñar una plaza de dos mil reales en alguna covachuela, como mi señor abuelo, que en paz descanse. Yo deseo que haga fortuna, porque le quiero con toda mi alma; y así, deseo que vuesa merced, con su gran tino y universal sabiduría, me informe si será posible sacar algo de provecho de este muchacho, diciéndome al mismo tiempo si puedo contar con su protección. Hágalo vuesa merced, por Dios, que es el único hijo de su hermana, y nosotros, que estamos pobres, no podemos hacerle feliz.”

Su respetuoso y reverente servidor.

FERMÍN…

Pasaron tres meses sin que don Elías contestara. Al fin contestó, advirtiendo que esperara un poco, que avisaría si podía venir ó no. Un mes después escribió de nuevo llamando á Lázaro á su lado, y añadiendo que de su comportamiento y disposiciones dependía el que hiciera fortuna.

Lázaro no cabía en sí de gozo. Quiso partir el mismo día; pero los ruegos de su madre y de su abuelo le obligaron á aguardar dos más.

El joven estudiante sabía, por las tradiciones de la familia, que su tío era hombre muy sabio, y se le había antojado que había de ser un gran liberal. No comprendía que un hombre muy sabio dejara de ser muy amante de la libertad.

La carta de Coletilla fué recibida en los primeros días de Septiembre de 1821, en que ocurren los primeros acontecimientos que hemos referido. Poco después de la lamentable escena de la barbería y de la entrada del militar en la casa de Clara, ocurrió el viaje de Lázaro á Madrid. Clara no lo supo antes del día en que debía llegar.

Ahora podemos seguir naturalmente el curso de los sucesos de esta puntual historia. Dejaremos á Lázaro preparándose á partir. Su madre y su abuelo le despiden llorando, el alcalde le abraza diciendo que ya ve en él nada menos que un secretario del Despacho; el cura le da dos bollos maimones para el camino y le echa un sermón fastidioso. El estudiante sube á la galera, y con más ilusiones que dineros toma el camino de la Corte.

CAPÍTULO VIII

Hoy llega.

Tres días después de la aventura descrita en el capítulo segundo, estaba Clara muy de mañana encerrada en el cuarto que le servía de habitación. El fanático le había dicho pocas horas antes que esperaba á su sobrino, y que era preciso acomodarle allí hasta que se mudaran todos á una nueva casa que pensaba tomar.

Clara se quedó absorta al oír esta noticia, y no pudo contestar palabra, porque la sorpresa le embargaba la voz. Cuando quedó sola se encerró en su cuarto.

Era éste pequeño é irregular: estaba en lo más interior de la casa, y tenía una ventana estrecha, con vidrios de dudosa transparencia, que daba á un patio, de esos que por lo profundos y estrechos parecen verdaderos pozos. Enfrente y á los lados se abrían tres filas de ventanas mezquinas, respiraderos de otras tantas celdas, donde se albergaban familias bulliciosas. El cuarto de Clara tenía el usufructo de un rayo de luz desde las once á las once y media, hora en que pasaba á iluminar las regiones tropicales del tercer piso. Aquel rayo de luz no traía nunca colores, ni paisaje, ni horizonte, ni alegría.

El patio era un recinto populoso, el centro de un enjambre humano. A ciertas horas asomaban por aquellos agujeros otras tantas cabezas: esto sucedía en los grandes acontecimientos, cuando la herrera del piso bajo y la planchadora del cuarto resolvían al aire libre alguna cuestión de honor, ó cuando la manola del tercero y la zurcidora de enfrente entablaban pleito sobre la propiedad de la ropa tendida.

Por lo demás, allí reinaba siempre una paz octaviana, y era cosa de ver la amable franqueza con que la esterera pedía prestada una sartén á la vecina de la izquierda, y la confianza íntima con que dialogaban en el quinto el soldado y la mujer del zapatero. Enlazaban unas ventanas con otras, á guisa de circuitos telegráficos, varias cuerdas de donde colgaban algunas despilfarradas camisas, y de vez en cuando tal cual lonja de tasajo, sobre el cual descendía en el silencio de la noche una caña con anzuelo, manejada por las hábiles manos del estudiante del sotabanco.

La vidriera del cuarto de Clara no se abría nunca. Elías la había clavado por dentro desde que ocupó la casa.

Si la perspectiva del patio era desapacible, el interior de la habitación tenía indudablemente cierto encanto, no porque en él hubiera cosas bellas, sino por la sencillez y modestia que allí reinaba, y el cuidadoso aseo y esmero, única elegancia de los pobres. Veíase, en primer término, una voluminosa cómoda, compuesta de seis enormes gavetas con sus labores de talla junto á las cerraduras, y algunas incrustaciones un poco carcomidas; encima un mueble decorativo bastante viejo, que representaba una figura de Parca con una de las manos alzada en actitud de sostener algo; pero en lugar del reloj que en otro tiempo cargaba, sostenía en tiempo de Clara una caja forrada en papeles de color, la cual debía guardar utensilios de labor femenina. En lugar de la redoma de cristal, tapaba todo esto un pedazo de gasa, sujeto con cintas azules á las piernas de la diosa, la cual ostentaba en su profano pecho un escapulario de la Virgen del Carmen.

Una mesa de tocador, tres sillas de viejo nogal, pesadas y lustrosas, un cojincillo erizado de agujas y alfileres, banqueta y cama de caoba de muy voluminosa arquitectura, cubierta con manta palentina, completaban el ajuar.

Clara estaba delante de su espejo, y se ocupaba en enredarse en la coronilla una gruesa trenza de pelo negro, recientemente tejida y terminada en la punta con un atadijo del mismo pelo y un lazo encarnado. Dos órdenes de pequeños rizos; guedejas sutiles, retorcidas con negligencia, le adornaban la frente, y de las sienes blancas, cuya piel transparentaba ligeramente la raya azulada de alguna vena, le caían dos airosos mechones.

No hay actitud más propia para apreciar debidamente las formas académicas de una mujer, que esa que toma cuando alza las manos y se enrolla una trenza en la cabeza, dejando ver el busto, el talle, el cuello en toda su redondez. Tiéndense los músculos del pecho, se contornea la espalda, y el ángulo del codo y las suaves curvas del hombro describen en su dilatación graciosas líneas que dan armoniosa expresión escultural á toda la figura.

Concluida la operación del peinado, Clara echó una mirada de deseo y desconfianza á la última gaveta de la enorme cómoda en donde tenía su ropa. Es que allí existía, guardado con singular esmero, un traje que Elías le había comprado algunos años antes, cuando era menos adusto y gruñón. Este traje, que era lo más lujoso y bello que la huérfana poseía, tenía la forma y los colores más en moda en aquella época: cuerpo de terciopelo negro con prolijos dibujos de pasamanería, y guardapiés de seda pajizo, adornado con una gran franja, como de á tercia, de encaje negro. Dudaba si sacarlo ó no: quería ponérselo, y temía ponérselo; quería lucir aquel día su mejor vestido, y temió al mismo tiempo estar demasiado guapa con él. ¿Por qué? Y se detenía pensativa y triste, sin atreverse á sacar á la luz pública aquel tesoro tanto tiempo escondido. ¿Por qué? Porque Elías se había puesto tan fastidioso (así decía ella), estaba tan maniático y la reñía tanto sin motivo… ¡qué singularidad! La semana anterior estaba cosiendo y arreglando la cenefa del vestido que se había roto, cuando entró aquel hombre, y bruscamente le dijo:

-¿Qué haces ahí…? Siempre pensando en componerte. ¿Para qué te ocupas en esas fruslerías?

Ella, la verdad sea dicha, aunque tenía una razonable contestación que dar á aquella pregunta, no se atrevió; y doblando tristemente su obra, fué á sepultarla en la cómoda. Elías no se ablandó por esta prueba de sumisión, y en tono más agrio y severo le dijo al verla tirar de la gaveta:

-Cuando digo que te has echado á perder….

Pero no fué esto lo peor que escuchó la pobrecilla mientras, llena de vergüenza, devolvía á la tumba aquel despojo que había querido profanar sacándolo de tan venerable asilo. No fué esto lo peor que oyó, porque el viejo, bajando la voz y como si hablara consigo mismo, dijo:

-Al fin tendré que tomar una determinación contigo.

¡Jesús, santos y santas del cielo! ¡Qué determinación será esa!… ¡Si querrá también el viejo encerrarla á ella en la misma gaveta como una prenda sin uso!…

Aquello de la determinación la tuvo preocupada muchos días. En vano trató de sondear el ánimo del viejo. ¡Ay! Pero si ella no sabía sondear ánimos de nadie… El único medio de que se hubiera valido para averiguarlo era preguntárselo sencillamente, y á esto no se atrevía.

Aún hubo más. Por la triste calle de Válgame Dios solía pasar una ramilletera, que en su cesta llevaba algunos manojos de claveles, dos decenas de rosas y muchas, muchísimas violetas. Clara observaba al través de los cristales el paso de aquellos frescos colores que le atraían el alma, de aquellos suaves aromas que anhelaba aspirar desde el balcón. Un día se decidió á comprar unas flores, y mandó á Pascuala por ellas. Clara las tomó, las besó mil veces, les puso agua, las acarició, se las puso en el seno, en la cabeza, y no pudo menos de mirarse al espejo con aquel atavío; las volvió á poner en el agua, y, por último, las dejó quietas en un búcaro, que tuvo la imprudencia de colocar donde Coletilla ponía su bastón y su sombrero cuando llegaba de la calle. ¡Oh! Sin duda él, al entrar, se había de poner alegre viendo las flores. Las flores le gustarían mucho. ¡Qué sorpresa tendría!… Esto pensaba ella. Decididamente era una tonta.

El fanático llegó y se acercó á la mesa; pero al poner en ella su sombrero, chocó éste con el vaso, que cayó al suelo, soltando las flores y vertiendo el agua en las mismas piernas del realista.

El hombre montó en cólera, y mirando con furor á la huérfana, que estaba temblando, gritó:

-¿Qué flores son estas? ¿Quién te ha mandado comprar estas flores? Clara, ¿qué devaneos son estos? ¡Coqueta! No hay ya remedio. Te has echado á perder. ¿También quieres llenarme de flores la casa?

Clara quiso contestarle; pero aunque hizo todo lo posible, no le contestó nada. Elías pisoteó las flores con furia.

-Estoy resuelto á tomar la determinación.

Otra vez la determinación, ¿Qué determinación sería aquella? pensaba Clara en el colmo de su confusión y de su miedo. Después, retirada á su cuarto, pensó en lo mismo, y decía para sí: “¿Querrá matarme?”

Aquella noche no pudo dormir. A eso de las doce sintió que Elías se paseaba en su cuarto con más agitación que de ordinario. Hasta lo pareció oír algunas palabras, que no debían ser cosa buena. Levantóse Clara muy quedito movida de la curiosidad, y poco á poco se acercó con mucha cautela á la puerta del cuarto de Elías, y miró por el agujero de la llave. Elías gesticulaba marchando: de pronto se paró, se acercó á una gaveta y sacó un cuchillo muy grande, muy grande y muy afilado, resplandeciente y fino. Le estuvo mirando á la luz, examinándolo bien, y después lo volvió á guardar. Clara, al ver esto, estuvo á punto de desmayarse. Retiróse á su cuarto y se acostó temblando, arropándose bien. Desde la noche que pasó en el camaranchón de doña Angustias en compañía de los ratones, no había tenido un miedo igual. A la madrugada se adormeció un poco; pero en su sueño se le presentaban multitud de cuchillos como el que había visto, y á veces uno solo, pero tan grande, que bastara por sí á cercenar cincuenta cabezas á la vez. Arropábase más á cada momento, creyendo en los extravíos del sueño que el cuchillo, á pesar de su puntiaguda forma y de su brillante filo, no podía penetrar las sábanas.

Al día siguiente se serenó, y después se reía de haber temido que Elías podría matarla.

Poro, sin embargo, no se atrevía á ponerse el traje. Aquella bella prenda pecaminosa había de dormir el sueño de la eternidad en lo más hondo de la cómoda, donde seria pasto de gusanos.

Clara no había podido determinar en su entendimiento lo que para ella podía resultar de la venida de Lázaro. En su grande alegría no veía en aquello más que un suceso muy feliz, sin detenerse á considerar los sucesos que posteriormente se podían derivar de aquella llegada. Algunas ideas vagas acompañaron tan sólo aquel sentimiento expansivo y desinteresado. El sería un joven de posición. ¿Cómo no? Sin discurrir en el medio, Clara pensó en un cambio de suerte. Sin saber cómo, se unían en su entendimiento y confusión indisoluble la idea de la llegada de Lázaro y la idea de emanciparse un poco de la fastidiosa (no calificaba de otra manera) tutela de don Elías. A su mente vino la idea del matrimonio. Vino, sí, varias veces; pero casi no era idea aquello: era una percepción confusa, una esperanza tímida y como recelosa. Por último, ya llegó á pensar, á pensar verdaderamente en esto. Una percepción confusa, dijimos, sí: esta percepción la ocupaba constantemente. Lázaro iba á ser su marido. Clara también sabía ver los días futuros, y veía á su marido junto á ella en un lugar que no era aquél, en una casa que no era aquélla, en otros sitios, en otra tierra. Y en otro mundo, ¿por qué no? Esto hubiera sido lo más acertado…

Aquel día estaba muy alegre, reía por la menor causa, se ruborizaba sin motivo, estaba inquieta y sin sosiego, quedábase pensativa un largo rato, y después parecía hablar consigo misma.

Las nueve serían cuando Pascuala volvió de la calle, y entró en el cuarto de Clara.

Era Pascuala una mujer que formaba á su lado el contraste más violento que puede existir entre dos ejemplares de la familia humana. Era una moza vigorosa y hombruna, apacentada en los campos alcarreños, alta de pecho, ancha de caderas, de mejillas rojas, boca grande, nariz chica, frente estrecha, pelo recogido en un gran moño, color encendido, pesadas manos, ojos grandes y negros.

Acercóse á la joven, y misteriosamente le dijo:

-¿Sabe usted lo que me ha pasao?

-¿Qué?-dijo Ciara alarmada.

-Que he visto al melitarito del otro día, el que estuvo aquí cuando el señor vino malo.

-¿Y qué?

-¿Qué? Nada, sino que me ha asustao, porque me dijo que quería entrar, y como estamos solas, pensé que me pasaría algo … porque como es una así tan guapetona…. Y no tiene una mala cara…. Ya ve usted.

-¡Ah! ¿El oficial aquél del otro día?… ¿Y dices que se quería meter aquí?

-Sí; y después me preguntó por usted.

-¿Por mí? ¿Y qué le dijiste?

-Que estaba güena. Después dijo que si estaba aquí el viejo. Ya ve usted qué poco respeto. ¡El viejo! ¡Qué irreverencia! Yo le dije que no. El me dijo que quería entrar á hablar conmigo… Pero vamos … ya soy muy maliciosa, y yo me malicio….

-¿Qué?

-A mí no me engañan así con palabritas. Como es una tan guapetona….

-No tengas cuidado-dijo Clara riendo.-Es que está enamorado de ti y quiere casarse contigo. Si lo sabe el tabernero….

-¿Mi Pascual? No lo sabrá… Si llegara á saber mi Pascual que hay un señorito que dice chicoleos á Pascuala….

Advirtamos que esta fregona tenía por novio á un Pascual que había fundado nada menos que una taberna en la calle del Humilladero. Aquellas relaciones honestas y nobles parecían muy encaminadas al matrimonio; y como ella era así tan guapetona, habría probabilidades de que aquel par de Pascuales se unieran ante la Iglesia para dar hijos al mundo y agua al vino.

-Pues como Pascual lo llegue á saber….

-Pero yo soy muy picara … y se me ha puesto en la cabeza… ¿Sabe usted lo que se me ha puesto en la cabeza?

-¿Qué?

-Que él no quiere entrar aquí por mí, sino por usted.

-¿Por mí? No seas tonta-replicó Clara, riendo con la mayor naturalidad.

-¿Le dejo entrar?

-No, cuidado. Por Dios, no hagas tal. No vuelvas á hablarle más. ¿A qué tiene que venir aquí ese caballero?

-Yo me malicio … aunque una sea así tan guapetona…. Yo me malicio que á mí no me quiere pa maldita de Dios la cosa … porque al fin, siempre una es criada y él un caballero…. Pues parece persona muy principal. Digo… ¿Le dejo entrar?

-¡Jesús, Pascuala, no lo vuelvas á decir!-exclamó seriamente
Clara.-¿Pero á qué quiere entrar aquí ese caballero?

-Toma, á verla á usted.

-¿Y para qué quiere verme á mí?

-Toma, para verla.

-¡Qué ocurrencia!-murmuró pensativa.

En esto se sintió un campanillazo. Abrieron y entró Coletilla.

Las dos muchachas seguían su coloquio cuando sintieron en la calle rumor de voces agitadas, algunos gritos y pasos precipitados. Asomáronse los tres, y vieron que discurrían varios grupos por la calle. Los chisperos más famosos del barrio dejaban sus hierros y salían en busca de aventuras. Coletilla lanzó una mirada de rencoroso desdén sobre los transeúntes, y cerrando con estrépito el balcón, dijo;

-¡Otra asonada!

Las dos muchachas temblaron acordándose del miedo que tuvieron pocas noches antes.

-¡Ay, cuándo se acabarán estas cosas!-observó Clara.

-¡Pronto!-dijo con sequedad el viejo, sentándose y tomando una carta que había sobre la mesa.

La leyó; después tomó su capa y su sombrero, y dijo á las chicas:

-Voy á salir; tengo que hacer: no volveré en toda la tarde. Mi sobrino llegará esta noche á eso de las ocho: yo no vendré hasta las diez lo más temprano. Que me espere aquí.

Y embozándose en su capa, miró un triste reloj, que contaba con tristísimo compás la vida en el testero de la sala.

-No abráis á nadie: cuidado, cuidado con la puerta. Echad todos los cerrojos. Cuando venga mi sobrino, dadle algo que comer y que me aguarde.

-¿Pero cómo va usted á salir con esos alborotos?-dijo Clara con temor.-No nos deje usted solas: tenemos mucho miedo.

-¡A mí ¿Qué me han de hacer á mí? ¡Ay de ellos!-murmuró con ahogado furor.-Tened cuidado con la puerta os repito.

Y después, como hablando consigo mismo, dijo en voz baja:

-Sí es preciso tomar una determinación … buena determinación.

Clara pudo oírlo, y pensó en la cómoda, en el traje, en las flores, en el cuchillo y en la determinación, en aquella maldita determinación que no conocía. Pero aun esto, que la tuvo cabizbaja y melancólica un buen rato, no fué bastante para quitarle la felicidad que aquel día rebosaba en su alma.

CAPÍTULO IX

Los primeros pasos.

Los grupos de la calle crecían. La población toda presentaba ese aspecto extraño y desordenado que no es tumulto popular, pero sí lo que le precede. Era el 18 de Septiembre de 1821. La mayor parte de los habitantes de Madrid estaban en la calle. El ansioso ¿qué hay? salía de todas las bocas. En tales ocasiones basta que se paren dos para que en seguida se vayan adhiriendo otros hasta formar un espeso grupo. Entonces todos los que vemos nos parecen malas caras. El accidente más curioso en tales días es el que ofrece la llegada de la persona que se supone enterada de lo que va á haber. Rodéanle: el enterado se hace de rogar, principia á hablar en lenguaje simbólico para aumentar la curiosidad, sienta por base que sin la más profunda discreción y la promesa de guardar el secreto, no puede decir lo que sabe. Todos le juran por lo más sagrado que guardarán el secreto, y, por fin, el hombre empieza á contar la cosa con mucha obscuridad; excitado por los oyentes, se decide á ser claro, y les encaja tres ó cuatro bolas de tente-tieso, que los otros se tragan con avidez, desbandándose en seguida para ir á vomitarla en otros grupos: tan indigestos son esta clase de secretos.

La tarde á que nos referimos era casualmente cierto lo que nuestro amigo Calleja,enterado oficial de la Fontana, contaba en uno de los grupos formados en la Carrera.

-Pues qué, ¿no saben ustedes?-decía bajando la voz y haciendo unos
gestos dignos del único espartano que, escapado en las Termópilas, llevó
á Atenas la noticia de aquella catástrofe memorable.-¿No saben ustedes?
Pues no hay más sino que mañana habrá procesión cívica en honor de
Riego, cuyo retrato será paseado por todas las calles de la Corte.

-Bien, bien-dijo uno de los oyentes.-¿Íbamos á consentir que se maltratara al héroe de las Cabezas, al fundador de las libertades de España?

-Pues lo grave es que el Gobierno está decidido á que no haya procesión. Pero es cosa decidida. La Fontana lo ha resuelto y se hará: ya está preparado el retrato. Y por cierto que es una linda obra: está representado de uniforme, y con el libro de la Constitución en la mano. ¡Gran retrato! Como que lo hizo mi primo, el que pintó la muestra del caféVicentini.

-¿Y el Gobierno prohibe la fiesta?

-Sí: no le gustan esas cosas. Pero habrá procesión ó no somos españoles. El Gobierno la prohibe.

En efecto: en aquel momento las esquinas recibían un emplasto oficial, en que se leía el bando prohibiendo la fiesta preparada por los clubs para el siguiente día. La tropa estaba sobre las armas.

-Y esta noche tenemos gran sesión en la Fontana.

-Mira, Perico, guárdame un buen sitio esta noche-dijo un joven que formaba parte del grupo;-guárdame un puesto, que tengo que ir esta noche á primera hora al parador delAgujero á recibir unos amigos que vienen de Zaragoza.

Y después añadió con misterio, dirigiéndose á otros dos ó tres que parecían amigos suyos:

-Buenos chicos aquellos chicos de Zaragoza, de que os he hablado. Esta noche llegan. Son del club republicano de allá. Buenos chicos.

El grupo se disolvió; al mismo tiempo, la siniestra figura de
Tres Pesetas cruzaba por la calle, unida á la no menos desapacible de
Chaleco.

Del grupo salieron tres jóvenes de los que hablaron anteriormente. Eran tres mancebos como de veinticinco años. No podemos llamarles lechuguinos netos; pero tampoco podía decirse de ellos que carecían de toda distinción y elegancia. Eran amigos íntimos, que compartían sus fatigas y sus goces, las fatigas de la pobreza estudiantil y loa goces del aura popular, conquistada con artículos de periódicos y discursos en el club.

El uno era un joven de familia distinguida, segundón, á quien habían mandado á estudiar Cánones y sagrada Teología en Salamanca, con el objeto de que fuera sacerdote y disfrutara unas pingües capellanías que habían pertenecido á un su tío, chantre de la catedral de Calahorra. Capellán te vean mis ojos, que obispo como tenerlo en el puño. En efecto: Javier, que así se llamaba el muchacho, hubiera sido obispo, porque su familia tenía gran influencia. Pero el chico, que no amaba los hábitos y se sentía impresionado por las nuevas ideas, hizo su hatillo, y falto de dineros, aunque no de osadía, se puso en camino, y se plantó en Madrid el mismo bendito año de 1820. Vagó por las calles solo; pero pronto tuvo bastantes amigos; escribió á su abuelita, que le concedió un medio perdón y algunos cuartos (pocos, porque la familia, aunque la más noble del territorio leonés, se hallaba en situación muy precaria); marchó después á Zaragoza, donde vivió algunos meses, figurando mucho en los clubs democráticos, y volvió después á la Corte, no muy bien comido ni bebido, pero alegre en demasía. Escribía en El Universalfuribundos artículos, y contento con su poquito de gloria, iba pasando la vida, pobre, aunque bien quisto. Cautivaba á todos por la amabilidad de su carácter y lo generoso de sus sentimientos. En política profesaba opiniones muy radicales, y pertenecía á la fracción llamada entonces exaltada.

En la misma militaba el segundo de estos tres amigos que describimos, el cual era andaluz, de veintrés años, delgado, pequeño y flexible. En Ecija, su patria, pasaba el tiempo escribiendo verbos á Marica, á Ramona, á Paca, á la fuente, á la luna y á todo. Pero todo causa, y la poesía á secas no es de lo que más entretiene: un día se encontró aburrido y pensó salir del pueblo. Pasó por allí á la sazón el ejército de Riego, y aquellas tropas excitaron su curiosidad.

Preguntó; le dijeron que eran los soldados de la libertad, y esto resonó en sus oídos con cierta agradable armonía. “Me voy con ellos”, dijo á sus padres. Estos eran muy pobres, y contestaron: “Hijo, vete con Dios, y que El te haga bueno y feliz; pórtate bien, y no te olvides de nosotros.”

El poeta siguió el ejército, llorando sus padres, y aun es fama que lloraron á escondidas tres de las chicas más guapas de Ecija. Al llegar á Madrid, el joven volvió á ser poeta, y entonces hacía versos al Rey cuando abría las Cortes, á Amalia, á Riego, á Alcalá Galiano, á Quiroga, á Argüelles. En su vida cortesana, este poeta, que, como después veremos, pertenecía á la escuela clásica en todo su vigor, pasó algunos clásicos apurillos; mas después, escribiendo en casa de un abogado, desempeñando funciones modestas en el periódico El Censor, vivía siempre alegre, siempre poeta, siempre clásico, apreciado de sus amigos, con alguna fama de calavera, pero también con opinión de joven listo y de buen fondo.

La fisonomía del tercero no era tan agradable ni predisponía tanto su favor como la de los anteriores. Sin embargo, tenía fama de buen chico; y en cuanto á opiniones políticas, no podía echársele en cara la tibieza, porque era frenético republicano. Algunos mal intencionados decían que en el fondo era realista, y que sólo por cálculo hacía alarde de aquel radicalismo intransigente. Pero aún no tenemos motivo para aceptar esta aseveración, que es quizá una calumnia. Llamábanle el Doctrino, porque había estudiado primeras letras en el colegio de San Ildefonso. No podía negarse que había en su carácter cierta astucia disimulada, y en sus modales alguna afectación bastante notoria. Era hijo natural de un vidriero, que le reconoció al morir, dejándole pequeña fortuna; pero los albaceas testamentarios, á quienes el difunto dió amplios poderes, hicieron un inventario, del cual resultaba que el vidriero no había dejado en el mundo cosa alguna de valor. El Doctrino les pedía dinero, y ellos le solían decir: “Tome usted para un semestre.” Y le daban una onza.

Pero sus amigos le ayudaban á vivir, le mantenían y le compraban algún levitón de pana. Era notorio (y aun llegó á tratarse seriamente del asunto) que poco antes de la época en que esta historia comienza, el Doctrino gastaba más dinero que de costumbre; y cuando sus amigos le preguntaban el origen de aquel caudal, respondía evasivamente y mudaba de conversación.

Estos tres jóvenes eran inseparables, sin que alteraran la paz las desventuras pasajeras del uno, ni las ganancias fortuitas del otro. La onza semestral del Doctrino perecía enLorencini ó en la Fontana en dos días de café, chocolate y jerez; pero después Javier escribía un artículo tremendo sobre la soberanía nacional para comprarle unas botas al poeta clásico, y el mismo Doctrino sacaba de un misterioso bolsillo un doblón de á cinco para atender á las necesidades amorosas de Javier, que tenía pendiente cierta cuestión con la hija de un coronel de caballería, hombre atroz y fiero como un cosaco.

Estos tres jóvenes vagaron juntos por las calles, acercándose á los grupos, preguntando á todos, contando noticias fraguadas por la fecunda imaginación del poeta, hasta que, llegada la noche, se dirigieron al parador del Agujero, sito en la calle de Fúcar, á esperar á unos amigos de Javier, que llegaban aquella misma noche de Zaragoza.

Ni en la arquitectura antigua ni en la moderna se ha conocido un monumento que justificara mejor su nombre que el parador del Agujero en la calle de Fúcar. Este nombre, creado por la imaginación popular, había llegado á ser oficial y á verse escrito con enormes y torcidas letras de negro humo sobre la pared blanquecina de la fachada. Un portalón ancho, pero no muy alto, la daba entrada; y esta puerta, cuyo dintel consistía en una inmensa viga horizontal, algo encorvada por el peso de los pisos principales, era la entrada de un largo y obscuro callejón que daba al destartalado patio. Este patio estaba rodeado por pesados corredores de madera, en los cuales se veían algunas puertas numeradas.

En lo alto residía el establecimiento patronil de _La Riojana,_antonomasia imperecedera que se conservó por tres generaciones. Allí se servía á los viajeros, recién descoyuntados y molidos por el suave movimiento de las galeras, algún pedazo de atún con cebolla, algún capón, si era Navidad ó por San Isidro, callos á discreción, lonjas escasas de queso manchego, perdiz manida, con valdepeñas y pardillo. Esta comida frugal, servida en estrechos recintos y no muy limpios manteles, era la primera estación que corría el viajero para entrar después en el vía crucis de las posadas y albergues de la villa.

Dos veces al día un ruido áspero y creciente aumentaba la normal algarabía del barrio. Se oían las campanillas, el chasquido del látigo y un estrépito de ruedas que de bache en bache, de guijarro en guijarro iban saltando. La máquina llegaba frente al portal, y aquí era donde se probaba la habilidad náutico-cocheril del mayoral: la máquina daba una vuelta, los machos entraban en el portalón, y tras ellos el vehículo, siendo entonces el ruido tan formidable, que la casa parecía venirse al suelo. El navío daba fondo en el patio, los brutos eran desenganchados, el mayoral bajaba de lo alto de su trono, y los viajeros, que aún se mantenían con la cabeza inclinada, y muy agachados, resabio de cuando atravesaron el portal, notaban al fin que no tenían el techo en la corona, se admiraban de verse con vida, y descendían también.

Aquí, si había parientes esperando, empezaban los abrazos, los besos, las felicitaciones. Era propinado con algún real mal contado el cochero, y cada cual se iba por su camino, siendo costumbre tomar allí mismo, en los aposentos de la Riojana, un preámbulo estomacal para poder subir la calle de Atocha, que era entonces algo más inaccesible que ahora.

Esta vez, cuando la nave hizo su parada definitiva en el patio, hubo una aclamación general. El Doctrino abrazó á sus amigos.

-¡Javier!

-¡Lázaro!

Y se abrazaron con efusión. Después de los monosílabos de alegría y sorpresa, el segundo dijo al primero:

-¿Tú en Madrid? … al fin! ¿Vienes de Ateca?

-Sí.

-Bien. No podías llegar más á tiempo. ¿Y los amigos de Zaragoza? ¿Pero de dónde vienes? … ¿Y el club … y nuestro club? …

-Ya sabes que nos lo disolvieron. Hace seis meses que estoy en Ateca.

-¿Y estarás mucho aquí?

-Siempre!

-Bien. Aquí la juventud, la vida. Y si he de decirte la verdad … hacemos falta.-Sí … ¿oh?

-Señores, aquí tenéis á mi amigo, al grande orador del club de
Zaragoza, mi amigo y compañero.

Los demás jóvenes, tanto viajeros como visitadores, rodearon al aragonés.

Expliquemos. Cuando Javier estuvo en Zaragoza, trabó amistad muy íntima con Lázaro. En el club propagaron ambos las ideas democráticas (democracia de 1820)que entonces cundieron rápidamente por aquella noble ciudad. Privadamente estos dos jóvenes, afines por carácter y temperamento, se miraban como hermanos, tenían una misma bolsa, comían en un mismo plato, y confundían en un común sentimiento sus pesares y alegrías. Desde la salida de Lázaro para su pueblo no se habían visto.

-Cuánto me alegro de que vengas acá!-dijo Javier, abrazándole otra vez.-Hacen falta jóvenes como tú. La juventud de ayer se va corrompiendo: unos se enervan, otros retroceden y algunos se venden por falta de fe.

-Señores, vamos á Vicentini-dijo el Doctrino, llevándose á sus amigos.

-¿Qué Vicentini? A La Cruz de Malta. Allí hay muchos aragoneses, todos son aragoneses.

-Este no viene sino á la Fontana-dijo Javier, señalando á su amigo.

-Viva la Fontana, el rey de los clubs!

-Y el club de los reyes-dijo uno que se escurrió como si hubiera dicho una imprudencia.

-¿Quién ha dicho eso?-exclamó el Doctrino furioso.

-No hagas caso: es uno de los que creen esas calumnias-indicó
Javier.-Vamos, señores: esta noche hay gran sesión en la Fontana.

-Mañana me llevarás allá-dijo Lázaro á su amigo con empeño.

-¿Cómo mañana? Esta noche misma, ahora mismo. ¿Vas á perder la más importante sesión que se ha visto ni verá?

-¿Pero cómo puedo ir esta noche? Si acabo de llegar. Tengo que ir á casa de mi tío.

-¿Tienes aquí un tío? ¿Es liberal?

-Presumo que sí: no le conozco.

-¿Y ahora vas allá?

-Naturalmente.

-¡Qué disparate! Déjate ahora de tíos. Vente á la Fontana. Son las ocho: ya va á empezar. A la salida irás á tu casa.

-Hombre … eso no me parece bien-dijo Lázaro suspenso.

-¿Pero cómo vas á perder esta sesión? Habla Alcalá Galiano, Romero Alpuente, Flórez Estrada, Garelli y Moreno Guerra. No habrá otra sesión como ésta. ¿Qué más da que vayas á tu casa ahora ó á las doce? Tu tío creerá que no ha llegado la diligencia.

-Hombre, no. Estoy cansado. Me esperan tal vez en su casa.

-No seas tonto. Vente á la Fontana. No hay más remedio sino que vas.
¿Dónde vive tu tío?

-Calle de Válgame Dios.

-¡Jesús, qué lejos! No vayas allá ahora.

Lázaro tenía un vivo deseo de llegar pronto á casa de su tío: ya se comprenderá por qué. Pero le era humanamente imposible, porque su cariñoso amigo le llevaba casi por fuerza al club. Además, las razones con que disculpaba aquella determinación tenían también algún peso en su mente. Aquel recibimiento caluroso, la noticia de aquella gran sesión de la célebre Fontana, estimularon el entusiasmo á que siempre propendía su carácter, y se dejó llevar.

Quién sabe si había algo de providencial en aquella extemporánea visita á la Fontana. Sería cosa de ver que sin sacudir el polvo del camino (esto pensaba él) le acogieran con aplauso en el club más ilustre y célebre de la monarquía. Tal vez le conocían ya de oídas por sus brillantes discursos de Zaragoza. ¿Cómo tal vez? Sin duda le conocían ya. A estos pensamientos se mezclaba el orgullo de que á oídos de Clara llegara al día siguiente su nombre llevado por la fama. Una apoteosis se le presentaba confusamente ante la vista. ¿Por qué no? Sin duda aquello era providencial.

Así es que la resistencia que al principio opuso fué disminuyendo á medida que se acercaba á la Fontana. No le tengáis por loco todavía.

Llegaron. La puerta estaba obstruida por un inmenso gentío. Pero el Doctrino con los suyos, y Javier con Lázaro y el poeta, tuvieron medio de entrar por un patio interior. La sesión era muy agitada. Un orador acusaba al Gobierno de la destitución de Riego. Contó lo que había pasado en Zaragoza, y acusó á los habitantes de esta ciudad por no haber defendido á su General.

-Poner la mano-decía-en un héroe como Riego, es la mayor de las profanaciones. ¿Y qué ha hecho Zaragoza? ¡Oh! la ciudad en que tal cosa ha pasado permaneció muda y permitió que su Capitán General fuera destituido; dejó que un vil esbirro manchara la sagrada investidura de la autoridad, despojando de ella á Riego. (Grandes aplausos.) Se ha dado el pretexto de que Riego fomentaba el desorden en todo Aragón. Esto no es cierto: es una mentira fraguada en esos obscuros conciliábulos de cierto palacio que no quiero nombrar. (Rumores y risas.) Se le manda de cuartel á Lérida como un sospechoso, y se entrega el mando al jefe político. ¿Quién es ese jefe político? Siempre fué enemigo de la libertad. Todos le conocéis: es un enemigo encubierto de la libertad. ¡Abajo los disfraces! (Aplausos.) Lo que se quiere bien lo conocéis: es ir apartando poco á poco de los cargos públicos á los buenos liberales, para poner en ellos á esos hipócritas que se llaman nuestros amigos, y nos detestan en el fondo de sus corazones corrompidos. (¡Sí! ¡sí! ¡sí!) ¿Qué se pretende? ¿A dónde nos conducen? ¿Qué va á resultar de esto? ¡Ay de la libertad que hemos conquistado! Mucha atención, ciudadanos. No os descuidéis. Estad alerta, ó si no, ¡ay de la libertad! (Bien, bien.)

Pero lo repito, señores: ¡de quien tengo más quejas es del pueblo de Zaragoza, de ese pueblo que yo creí el más grande de la tierra y que no lo es!… ¡No, no lo es! (Rumores.)¿Por qué permitió que Riego fuera destituido? ¿Por qué le dejó marchar? ¿Y es ésta la ciudad de 1808? No, yo diré á esa ciudad: no te conozco, Zaragoza. Tú no eres Zaragoza. Ya no sabes levantarte como un solo aragonés. Has dejado atropellar á Riego. ¡Tú nos salvaste en otro tiempo; pero hoy, Zaragoza, nos has perdido! (Grandes y continuados aplausos.)

Un joven se levantó (era aragonés).

-Protesto-dijo con la mayor energía-contra las acusaciones lanzadas á mi patria, á la noble capital de Aragón, por ese señor, cuyo nombre no sé … ni quiero saberlo. (Una voz dice: Alcalá Galiano.) Mi patria no ha olvidado su honor. ¿Qué queréis que hiciera contra lo mandado en un decreto del Gobierno constitucional?…

-Desobedecerlo-gritaron varias voces.

-Señores, dejadme continuar.

-¡Que siga, que siga!

-Protesto en nombre de mis paisanos, y afirmo que es Zaragoza el pueblo de España que más ha hecho en todos tiempos por la libertad. ¿No se le acusa de ser un foco de exaltación republicana? ¿No se ha dicho que de allí salen las ideas más disolventes, que allí se elabora una conspiración para sostener la República?

-Hechos quiero y no palabras-dijo el primer orador.

-Pues hechos tendréis. ¿No sabéis que existe en Zaragoza un club, cuya influencia y prestigio alcanzan á todo Aragón? Ese club, llamado democrático, ha sido en dos años la más entusiasta y eficaz asamblea de la nación. Lo que allí se ha predicado bien lo sabéis. Las voces elocuentes que allí han resonado bien autorizadas son. La propaganda que allí se ha hecho ha llegado hasta aquí. (Rumores.)

-No sabemos lo que es ese club. Siempre nos hablan ustedes los aragoneses del club de Zaragoza, y aun hoy no sabemos lo que es eso. ¿Qué es eso? Mucho discurso democrático, pero ningún acierto para hacer propaganda y formar un partido. Pero en último resultado, ¿cuáles son las teorías de ese club tan decantado? Yo desconfío de él. ¿Quién habla de ese club? Conozcamos á sus hombres. Creo que la mayor parte de los que estamos aquí reunidos miran á esa insignificante reunión con el desdén que merece.(Voces y algazara.)

Muchos aragoneses se levantaron apostrofando al orador. Lázaro escuchaba todo, inmutándose por grados. Sus amigos le decían en voz baja que defendiese al club de Zaragoza. De repente un aragonés se levantó en medio de la sala, y señalando al sitio donde se hallaba Lázaro con los demás llegados aquella noche, dijo:

-Presentes están algunos señores que han pertenecido á ese club.

Todos miraron á aquel sitio.

-Bien-dijo el orador.-Si están ahí esos señores, que hablen, que nos digan lo que es ese club y qué ha hecho. Queremos oírles: que hablen.

-¡Aquí está el orador más notable del club democrático de
Zaragoza!-dijo en voz muy alta Javier, señalando á su amigo.

-¡Sí, sí!-dijeron todos los aragoneses que había en el recinto, reconociendo á su compatriota.-Defiéndanos usted, defiéndanos.

Todas las miradas se fijaron en Lázaro. ¡Cosa singular! En aquel momento una súbita transformación se verificó en el ánimo del joven. Se sintió turbado, se esforzó en saludar, quiso decir algo y no pudo. Pero le impelían hacia la tribuna, y no había remedio. Si no hablaba, ¿qué dirían de él? Lázaro había brillado en Zaragoza por su elocuencia; había aprendido á dominar la multitud, á sobreponerse á ella, á manejarla á su antojo. Pero en aquella ocasión se encontraba novicio, se desconocía, tenía miedo.

-¡Que hable, que hable!

-Abrid paso-exclamó uno de los diputados más notables de las Cortes de entonces.

Lázaro tuvo una inspiración. El recuerdo de su joven y amable amiga le fortalecía; y á la manera de aquellos caballeros antiguos, que invocaban el auxilio soberano de su dama antes de entrar en combate, procuró evocar todas las imágenes de gloria y felicidad que le habían dado estímulo. Ensanchado el pecho con esto, subió á la tribuna. Desde arriba miró aquella multitud de cabezas apiñadas, y recibió de un golpe las miradas curiosas de tantos ojos.

Aquello le pareció un abismo. Su rostro, encendido por la turbación, se puso bruscamente muy pálido. Hubiera querido hablar con los ojos cerrados. Aquellos diputados, aquellos escritores, aquellos políticos eminentes que veía en torno suyo, le daban miedo. Pero él tenía mucho corazón, y logró dominarse un poco. ¿Pero cómo iba á empezar? ¿Qué iba á decir? En un supremo esfuerzo de inteligencia recogió sus ideas, formuló mentalmente una oración, miró al auditorio… El auditorio le miró á él, y observó que estaba pálido como un cadáver. Lázaro tosió; el auditorio tosió también. La primera palabra se hacía esperar mucho; por fin el orador tomó aliento, y desafiando aquel abismo de curiosidad que se abría ante él, comenzó á hablar.

CAPÍTULO X

La primera batalla.

Lázaro era un poco retórico en la augusta cátedra del club democrático de Zaragoza. Parece que allí tenían buena acogida ciertas fórmulas del decir que nuestro joven había aprendido con su maestro de Humanidades de Tudela, varón docto de la escuela pura de Luzán. El joven tenía, sin embargo, el instinto de la elocuencia tribunicia, seca, rotunda, incisiva, desnuda. La Fontana, por desgracia en aquella ocasión, era enemiga declarada de la retórica, y más enemiga aún de las frases hechas, de los lugares comunes y de esos preámbulos oficiosos, neciamente corteses y en extremo fastidiosos de la oratoria académica.

Lázaro tuvo la mala tentación (porque tentación del demonio fué sin duda) de empezar con aquella de su pequeñez en presencia de tantos grandes hombres, y lo escogido é ilustrado del auditorio, siguiendo después lo de su confusión y su necesidad de indulgencia, sus escasas fuerzas, etc., etc. El exordio fué largo: otra desventura. Algunas voces dijeron: “Al grano, al grano.”

Pero á Lázaro le fué un poco difícil dar con el grano, lo cual no es de extrañar, porque no estaba preparado, ni había vuelto aún de la sorpresa. En vano hizo una sinécdoque de las más expresivas; en vano quiso dominar al público con cuatro litotes y dos ó tres metonimias: no era aquel su camino. Dijo algunas generalidades que á él le parecían muy nuevas, pero que en realidad eran viejísimas, y concluyó un párrafo con dos ó tres sentencias plutarquianas, que á él le parecían encajar como de molde, pero que no produjeron sensación ninguna. El esperaba un aplauso: nadie aplaudió.

Lázaro estaba acostumbrado á oír aplausos desde el principio: esto le daba estímulo. La frialdad que notaba en el auditorio en aquella ocasión, le desanimó. Quiso pensar en esto, y casi estuvo á punto de no saber qué decir. Y, sin embargo, él tenía fijos en la imaginación algunos magníficos pensamientos; pero ¡cosa singular! no los podía decir. Le parecía verlos escritos delante; pero por un misterio, natural en aquellos momentos, no encontraba la forma oratoria para expresarlos. ¡Qué contrariedad! Poco á poco hasta la voz se le enronqueció. Sin duda había en el espíritu de nuestro amigo una influencia maligna. Hablaba con frialdad unas veces; notábalo él mismo, y al querer corregirlo, gritaba demasiado. Las ideas le faltaban, las imágenes se le desvanecían, las palabras se le atropellaban en la boca.

¡Ah! ¿Dónde estaban aquellas peroraciones internas, llenas de vida, de vehemencia, persuasivas como una voz divina? ¿Dónde aquella lógica terrible que en la profundidad de sus deliquios oratorios hervía en su cerebro, el cual parecía pequeño para tantas ideas? ¿Dónde estaban los pensamientos sublimes, la facundia descriptiva, la facultad pintoresca, la sentencia concisa y profunda? Sí: él sentía bullir todo eso allá dentro; dentro de aquel Lázaro solitario y apasionado que hablaba á la Naturaleza en el silencio de la noche, que hablaba á la Sociedad en lo profundo de un sueño. Las ideas, las formas, el lenguaje, todo lo tenía, todo lo sentía dentro de sí; pero no podía, no podía de ningún modo expresarlo.

En todo orador hay dos entidades: el orador, propiamente dicho, y el hombre. Cuando el primero se dirige á la multitud, el segundo queda atrás, dentro, mejor dicho, hablando también. Dos peroraciones simultáneas son producidas por un mismo cerebro. Una es verbal y sonora: dejémosla al público. Otra es profunda y muda: examinémosla. Lázaro describía, apostrofaba, rebatía, exponía, declamaba. Interiormente, la otra voz parecía decir esto: “¡Qué mal lo estoy haciendo! ¡No me aplauden! ¿Qué debo decir ahora?… ¿Trataré éste punto?… No lo trato…. ¿Y aquella idea que antes me ocurrió?… ¡Se me ha escapado!…” Y al mismo tiempo no interrumpía su oración; continuaba defendiendo el club de Zaragoza, explanaba un sistema democrático, y hacía además una breve historia de la República. Pero la voz de dentro seguía de este modo: “No sé qué hacer… ¿Por qué no me aplauden?… No me conozco… Yo tenía tantos argumentos… ¿Dónde están?… ¡Ah! Voy á emitir esta gran idea… Ya la he dicho…. No ha hecho efecto… Procuraré ser esmerado en la frase… Esta oración va bien… ¿Como la terminaré?… ¡Qué apuro!… No doy con el adjetivo… ¡Demonio de adjetivo!… ¡Ahí terminaré con un apostrofe … allá va…. No ha hecho efecto … no me aplauden.”

Así hablaba el alma atribulada de Lázaro, mientras con los medios exteriores se dirigía al auditorio en un discurso, confuso, tortuoso, desigual y falto de lógica.

Empezaron las toses. Dicen los oradores que al oír las toses en las pausas de sus discursos, se les hiela la sangre. Lázaro las oyó repetidas y comunicadas á todo el auditorio, y resonaron en su corazón como siniestros ecos. El tosió también. ¡Ah! la tos le concedió cuatro segundos de descanso: hizo un esfuerzo desesperado, tomó algunas ideas en aquel depósito que tenía en la mente, se apoderó de ellas con firmeza, y prosiguió hablando:

“Allá va eso, decía la lengua interior; allá van … las expondré de este modo … no mejor de este otro … no … mejor del otro … de cualquier modo … ¡Oh! hay allí uno que se está riendo… Y otro que cuchichea. Pero qué tos les ha entrado… No les gusta lo que digo ahora … ni esto tampoco … ánimo. Concluiré este párrafo con una cita… allá va… ¡Ah! tampoco ha hecho efecto…”

Compréndase bien que estas frases que nadie oye y el discurso que oyen todos, guardan perfecto paralelismo.

¡Ah, qué misterios hay en la inteligencia humana, y qué fenómenos tan extraños en sus relaciones con la palabra humana!

¿Por qué fracasó el discurso del aragonés? ¿Fracasó por la reunión diabólica de mil accidentes, ajenos á la naturaleza de su notable ingenio y de su fácil palabra? ¿De quién fué la culpa, de él ó del público? Aquí hay otro gran misterio. El público y el orador tienden á fascinarse mutuamente. El primero mira y oye: no sabemos lo que es más terrible, si la mirada ó el oído. Las miles de pupilas dan vértigo. La atención de tanta gente dirigida á una sola voz confunde y anonada. El orador, por su parte, ve y oye: ve la serenidad anhelante ó desdeñosa, y oye toser. Por eso Lázaro hubiera deseado en algunos momentos de aquella noche ser sordo y ciego. Pero el orador tiene sobre el público una ventaja; tiene un arma, además de la palabra: el gesto. El también fascina, él también lleva en sus ojos aquel vértigo que confunde y anonada; él generalmente mira hacia abajo para ver al público; puede mover sus brazos y su cabeza cuando el público está como atado de pies y manos, inmóvil y viviendo sólo de atención.

Aquella noche fatal, Lázaro y el público no se fascinaron mutuamente, no se impusieron el uno al otro, no se comunicaron. Ni Lázaro persuadió al público, ni este aplaudió al orador. Un público no persuadido y un orador no aplaudido se rechazan, se repelen con energía. “Es preciso que calles,” hay que decir á éste. “Es preciso que te marches,” hay que decir á aquél.

El joven aragonés había tenido la peor de las tentaciones: la tentación de ser largo y difuso. Un segundo más de lo regular basta á concluir la paciencia de un auditorio y á trocar su interés en hastío. Lázaro vió pasar este segundo sin notarlo. Indudablemente no se comprendieron el uno al otro. ¿Se despreciaron mutuamente? ¿Se temieron mutuamente? Tal vez empezaron por temerse; pero es lo cierto que acabaron por despreciarse.

Lo singular es que si se hubiera preguntado á cualquiera particularmente su opinión sobre el discurso, habría dado tal vez una opinión no desfavorable; pero la opinión de un público no es la suma de las opiniones de los individuos que lo forman, no; en la opinión colectiva de aquél hay algo fatal, algo no comprendido en las leyes del sentido humano. Decididamente, Lázaro fracasaba.

Veinte veces se le ocurrió que era preciso concluir. ¿Pero cómo? No se atrevía. Iba á concluir mal. ¡Qué horror! Y para terminar mal, valía más no terminar, seguir hablando, siempre, siempre, siempre. Buscaba el final y no podía encontrarlo. ¡Y el final es tan importante! Podía rehabilitarse en un momento de inspiración. ¡Oh! la idea de concluir sin un aplauso le daba horror. Por eso temía el final y lo evitaba. Pero era preciso acabar: á las toses siguieron los bostezos, á los cuchicheos los murmullos. Buscaba sin cesar el remate; daba vueltas alrededor del asunto, procurando una salida airosa; pero no encontraba escapatoria; la palabra se deslizaba de su boca, y afluía continua, sin solución, infinita.

“Es preciso concluir,” decía la voz interior. “¿Concluir? No hallo el fin, y el fin ha de ser bueno … ¡Dios mío, ampárame! Resumiré … recapitularé … pero ya no me acuerdo de lo que he dicho … ¿Pediré perdón al auditorio?… No: eso es rebajarme….” Al fin le ocurrió la oración final, y la empezó; pero al llegar al final, otra oración se enlazó con ella, y con ésta otra, y otra, y otra. Su discurso era una oscilación sin término; pero el público se impacientaba. Ni un minuto más: se apoderó del último período, resucito á que fuera el último. Pronunció al fin el postrer substantivo; y después, alzando la voz, emitió con graduación los tres adjetivos que le acompañaban para darle fuerza y calló.

La postrera palabra de aquel malhadado discurso vibró en el espacio, sola, seca, triste, con fúnebre resonancia. Ni un aplauso ni una exclamación satisfactoria la recogió. Su voz había caído en el abismo sin producir un eco. Parecíale que no había hablado, que su discurso había sido una de aquellas mudas, aunque elocuentes, manifestaciones internas de su genio oratorio. Estaba en un desierto; rodeábale una noche. ¿Qué había dicho? Nada. Y había hablado mucho. Aquello fué como si diera golpes en el vacío, como si hiriera en una sombra creyéndola cuerpo humano, como si hubiera encendido un sol en un mundo de ciegos. Bajó con el alma atribulada, oprimido el corazón, ardiente y turbada la cabeza, bañado el rostro en sudor frío.

En vano Javier quiso rehabilitarle dando algunas palmadas tardías. El público, animal implacable, le mandó callar. Lázaro tuvo la presencia de espíritu suficiente para contemplar cara á cara aquellas cien bocas que bostezaban. Robespierre se desesperaba en el mostrador con suprema expresión de fastidio.

-Lo he hecho muy mal-dijo tristemente el orador al oído de su amigo.

-Ya lo harás mejor otro día. Eres un gran hombre; pero no has tocado en el quid. Con una lección mía estarás al corriente. Otro va á hablar: atiende ahora.

-No: yo me voy á casa de mi tío. No puedo estar aquí más tiempo. Me ahogo.

-Espera á ver lo que éste va á decir.

Un segundo orador subió á la tribuna á disipar el fastidio que la peroración de Lázaro había causado. Mientras la multitud celebraba con aplausos maquinales las frases de su orador favorito, el otro se iba sumergiendo lentamente en profunda melancolía. Nada es más terrible que estos momentos de desencanto en que el alma yace atormentada por los dolores de la caída: el tormento de esta situación consiste en cierta ridiculez que rodea todos los recuerdos de las pasadas ilusiones. Todas las frases de íntimo elogio, de profundo orgullo con que antes se regaló la imaginación, resuenan con eco de burla en la pobre alma abatida, llena de vergüenza.

“Pero es preciso intentar una rehabilitación-decía Lázaro para sí.-¿Y cómo? Todos murmuran de mí, y si mañana se ofrece hablar de mi discurso, dirán todos que fué detestable, malísimo. Correrá de boca en boca, llegará á oídos de todas las personas que me interesan. Ella lo sabrá, se reirá tal vez de mí. Todos se reirán ahora.”

Lo más particular es que desde que bajó de la tribuna empezaron á ocurrirle grandes pensamientos, magníficos recursos de elocuencia, soberbios golpes de efecto, citas oportunísimas; y estaba seguro de que diciendo aquello, arrancaría grandes aplausos. Pero ya era tarde: estaba allí mudo y perplejo, cubierto su espíritu de una nube sombría.

Entre tanto, el nuevo orador divagaba á sus anchas por el campo de la historia y de la política, y, por último, expuso la necesidad de la manifestación preparada para el siguiente día. Todos se levantaron unánimes, gritando: “¡Sí!” Todos prometieron concurrir, y tres ó cuatro, encargados del ceremonial, dieron cuenta del arreglo de la procesión, se fijó la hora, se designó el punto de reunión. Los bravos sucedieron á los aplausos, y los aplausos á los bravos, y al fin la sesión terminó.

Los socios comenzaron á salir; pero aquella fracción ignorante y turbulenta, que ocupaba siempre uno de los rincones del café, no creyó conveniente salir sin decir algo. Calleja subió á una silla y gritó, dirigiéndose á los suyos.

-¡Señores, serenata á Morillo!

La idea fué acogida con estrépito. Morillo era el Capitán general de Castilla la Nueva. Enemigo do asonadas tumultuosas, había tomado sus medidas para impedir la procesión. Una parte del pueblo se agolpó junto á su casa en la noche del 17, atronando toda la calle con espantosa cencerrada.

-¡Serenata á Morillo!-dijo Calleja saliendo de la Fontana y reuniendo toda la gente dispuesta para el caso que por allí pasaba.

No sabemos por donde vino; pero allí estaba Tres Pesetas. Nuestros tres amigos y Lázaro salieron de los últimos y se acercaron por curiosidad al grupo que Calleja había formado.

Entre tanto, el barbero pasó en dos zancajos á la otra acera, y se acercó á la puerta de su casa. Su mujer salió á encontrarle.

-Ciudadano, ¿has hablado?-le dijo.

-No, ciudadanita mía. No puede ser esta noche; pero lo que es mañana, ó hablo, ó me corto la lengua. Ya tengo estudiado el principio, y no se me olvidará una letra. Cuando hable, me los como.

-Estoy por no dejarte entrar-le contestó gravemente su mujer.-Si yo llevara calzones, ya me habían de oír. Así y todo, si me pusiera á ello, los volvía locos … Si yo tuviera calzones, andaba por esos clubes á qué quieres boca. Porque tengo más verdades aquí en el buche….

-Ya verás mañana á la noche si hablo ó no. Es que cuando voy á empezar me hace unas cosquillas la lengua … y me trabo. Pero no tengas cuidado que los voy á dejar aturrullados.

-¡Serenata á Morillo!-dijeron cien voces.-Señores-exclamó uno de los mas célebres oradores de la Fontana-váyase cada uno á su casa, que estos desórdenes nos van á desacreditar. Cada uno en paz á su casa; nada de gritos.

Estos discretos consejos fueron saludados con murmullo prolongado de reprobación.

-¿Quién es ese servilón?-dijo una voz aguardentosa, que no era otra que la del sin par Chaleco.

-A casa de Morillo-repitió Calleja.-Mujer, tráeme el almirez.

El gentío aumentaba con nuevas remesas enviadas de la plazuela de la
Cebada y del barrio del Salitre. Los socios de la Fontana se habían
marchado, cerróse el club y sólo quedaron en la calle los tres amigos y
Lázaro, que se despedía para ir en casa de su tío.

-Espera un instante para ver lo que sale de aquí-le dijo Javier deteniéndole.

A la sazón una persona daba fuertes golpes á la puerta de Calleja.

-¿Qué hay?-dijo éste acercándose é interrumpiendo una patriótica y barberil alocución que había comenzado.

-Que vaya usted en seguida á sangrar á don Liborio que está muy malito.

-Demonio de enfermo: mañana le sangraré.

-No puede esperar: vaya usted pronto-exclamó el criado.

-Señores, ¿qué hago?-preguntó el barbero á sus amigos.

-No vayas, Calleja: que se sangre él solo. Esta no es noche de sangrías. ¡A casa de Morillo!

-Señores … yo quisiera cumplir … porque ya ven ustedes … mi profesión. La ciencia es lo primero.

-No vayas, Calleja.

-Señores, volveré en seguida. A ver-añadió abriendo la puerta de su casa,-ciudadana, tráeme las lancetas.

La ciudadana salió muy afligida, y le dijo:

-A ver cómo le ponemos una ayuda á Joaquinito, que está muy malo. ¡Si vieras qué vomitona le ha dado! ¿Se la pongo de malvas?

-Póngasela de demonios cocidos, hermana-exclamó Tres Pesetas furibundo.

-Poco á poco, señores-contestó Calleja.-¿De malvas ó de aceite? Déjenme ustedes ver cómo se arregla eso; porque para mí … ¿por qué lo he de negar? la ciencia es lo primero.

Lázaro insistía en dejar á sus tres amigos: tan aburrido y melancólico estaba.

-Espera, hombre-le decía Javier deteniéndole aún. Espera á ver lo que hacen estos bárbaros.

-¡Qué es eso de bárbaros!-exclamaron con furia los que más cerca estaban, volviéndose hacia los amigos con tanto interés, que hasta el mismo Calleja dejó la ciencia por salir en defensa de la Corporación.-¿Qué es eso de bárbaros, caballeriles?

-¿Quiénes son esos pelandingues?-dijo uno.

-Este es el aragonés que nos rezó el rosario esta noche. ¡Qué modo de hablar!

-Si parecía un sermón de Viernes Santo….

-El diablo me lleve si no les acaricio las muelas á esos catacaldos-dijo Tres Pesetas, dispuesto á hacer lo que decía.

Javier, el Doctrino, el poeta clásico, vieron una tempestad sobre sus cabezas; pero el poeta clásico, que era el mismo enemigo, no se acobardó y tuvo el antojo de llamarrapista al grandioso Calleja. La chispa saltó, y la lucha era inminente; pero tan desigual, que los cuatro mozos no quisieron arriesgarse á ella, volvieron las espaldas y apretaron á correr, unidos siempre, dirigiéndose á la calle de la Victoria. Muchos de los contrarios les siguieron dando voces y arrojándoles piedras; pero los fugitivos andaban muy ligeros y lograron refugiarse en la calle de la Gorguera, metiéndose en el portal de la casa en que uno de ellos vivía. Cerraron cuidadosamente por dentro. Un enorme canto, lanzado por las robustas manos de Tres Pesetas, chocó en la puerta tan fuertemente, que si hubiera cogido á alguno le hace añicos. Felizmente los jóvenes estaban seguros, y los de fuera, al ver que la presa se les había escapado, retrocedieron, marchándose todos á dar una armoniosa cencerrada al Capitán general de Madrid.

CAPÍTULO XI

La tragedia de los Gracos.

Luego que sintieron alejarse á sus perseguidores, los amigos subieron.
Allí vivía el poeta clásico.

-¿Tienes que cenar?-le preguntó el Doctrino.

-Un magnífico festín-contestó el poeta.-Un cuarterón de queso manchego y una botella de Cariñena. Mandaremos por unos buñuelos á la taberna de la esquina.

Lázaro tenía un hambre espantosa. Desde las nueve de la mañana no había probado cosa ninguna, y el cansancio del camino, los esfuerzos mentales y la gran fatiga moral de aquella noche le habían rendido hasta el punto de que no podía tenerse. Subió con los demás, sin fuerzas para emprender á aquella hora el viaje á casa de su tío. La comitiva, guiada por el poeta clásico, se internó en la escalera.

No hay viaje al polo Norte que ofrezca más peligros que una escalera angosta de casa madrileña cuando la obscuridad más completa reina en ella. Comenzáis dando tumbos aquí y allí; de repente tropezáis con la pared: chocáis con una puerta, y el ruido alarma á la vecindad. Dais con el sombrero en un candil que, aunque extinguido por falta de aceite, tiene lo bastante para poneros como nuevos. Y todo esto es llevadero cuando no se encuentra al truhán que baja ó al galán que sube, cuando no sentís el retintín de la ganzúa que intenta abrir una puerta, cuando no resbaláis en las substancias depositadas por los gatos sobre los escalones, cuando no tropezáis con la amorosa conjunción de dos estrellas que pelan la pava en el último tramo.

Por fin la expedición llegó á las regiones boreales de la casa, á la elevada zona en que el poeta había hecho su nido. Tocaron, y abierta la puerta, nuestros amigos se encontraron frente á frente de una mujer que, con soñolientos ojos y rostro avinagrado, alzaba la mano sosteniendo un candil, próximo á imitar la sabía conducta de los de la escalera. Este candil comunicó su luz á otro mejor acondicionado que había en el cuarto donde entraron los cuatro jóvenes. La dama echó el cerrojo á la puerta de la escalera, y dando las buenas noches con entonación de un responso, se fué. No había andado cuatro pasos cuando volvió, y arrebujándose bien en su manto, con honestos y recatados ademanes, dijo:

-Por Dios, don Ramón, no hagan ustedes ruido, que está alborotada la vecindad con la algarabía que se arma aquí todas las noches. Porque, ya ve usted … Una es comidilla de las gentes de abajo. La encajera ha ido diciendo que esto era una taberna, y que no se podía vivir en esta casa. Ya ven ustedes … como una es mujer de opinión….

La señora que tan celosa se mostraba de la opinión de su casa era doña Leoncia Iturriabeytia, vizcaína, como es fácil conocer por su apellido; patrona de aquel establecimiento, mujer de bien, como de cuarenta años mal contados, de buen aspecto, robustas formas, alta estatura cara redonda y carácter bonachón y más que sencillo.

-Señora, déjenos usted en paz-le contestó Javier.-Si viniera don Gil con nosotros, no se incomodaría usted.

-Vaya, ya empieza usted con sus bromas, don Javier.

-¿Y cuándo se casa usted doña Leoncia?

-¿Yo casarme? ¿Yo?-dijo doña Leoncia con mal disimulada satisfacción.

-Pues sepa usted que se lleva un buen mozo. Don Gil es hombre que hará carrera … está en buena edad….

Una carcajada de los otros dos y una sonrisa forzada de la patrona acogieron aquellas palabras. La vizcaína tenía un pretendiente, y éste era don Gil Carrascosa, aquel individuo que fué lego, abate covachuelista y cuanto hay que ser. Corrían por la vecindad rumores alarmantes respecto á la existencia de cierta buena concordia, parecida á la familiaridad, entre el poeta clásico y doña Leoncia, la vizcaína. No penetremos en lo sagrado de estos clásicos y patroniles secretos.

Doña Leoncia notó la presencia de un desconocido, y quiso darse tono. Se puso seria, y reprendió á los estudiantes por su poca formalidad. Después hizo un pomposo ademán, algunas cortesías, y se marchó.

-Adiós Ariadna, Antígone, Sofonisba, Penélope-dijo cuando la vió fuera el poeta, que gustaba mucho de aplicarle aquellos nombres heroicos.

Poco después de esta despedida se sintieron ronquidos muy broncos y prolongados. Era Ariadna, Antígone, Sofonisba, Penélope, que dormía en el interior. ¡Cuán felices son las semidiosas!

Javier y el Doctrino tomaron en competencia posesión de la cama. Lázaro se acomodó lo mejor que pudo en una silla de tres pies y medio, y el poeta continuó en pie haciendo los honores del sotabanco. Del cajón de la cómoda sacó un pedazo de queso envuelto en un papel, que se había hecho transparente. Un cuchillo, una botella y un plato, en que había panecillo y medio, salieron de otro rincón, y el festín fué preparado en la mesa, para lo cual se hizo preciso apartar á un lado dos tragedias en verso heroico, un retrato de mujer roído de ratones, un ejemplar de la Constitución, un tintero de cuerno y una babucha, dentro de la cual había unas tijeras, una caja de obleas y medio tomo del teatro de Crebillon.

El cuarto aquel era curioso. La cama se ostentaba lo más horizontal que le era posible sobre dos banquillos, cuyas tablas sostenían un jergón de tan tortuosa superficie, que el durmiente rodaba en él de cima en cima antes de poder conciliar el sueño. Una estera de esparto, finísima en los tiempos de Carlos III, cubría las dos terceras partes del piso, siendo inútiles todos los esfuerzos de doña Leoncia para estirarla hasta cubrir lo que faltaba. Inmenso baúl alternaba con la cama, y á juzgar por lo corroído del cuero y la suciedad acumulada entre él y la pared, los ratones habían tomado por su cuenta la empresa de colonizar aquel recinto. Adornaban las paredes algunos cuadros: el más notable era un trabajo de pluma hecho por el tío del cuñado del abuelo de la vizcaína, que había sido insigne calígrafo, y toda la lámina estaba llena de rasgos, líneas, letras raras, rúbricas y floreos de pluma, trabajo ilegible por ser tan excelente. Por otro lado pendía de la pared un cuadrito de marco ex-dorado, que encerraba las habilidades juveniles de la abuela de doña Leoncia, bordadora de lo más fino. Al lado de estos monumentos de familia estaban un par de figurines del Directorio y una Virgen del Pilar, simplemente pegada en la pared con cuatro obleas.

Ramón echaba vino en un vaso que iba corriendo de mano en mano; el queso fué distribuido, y el pan desapareció en poco tiempo. Lázaro no se mostraba parco en comer, porque la verdad era que tenía buen apetito y se sentía desfallecer por momentos.

-Vamos, Ramoncillo-dijo el Doctrino-léenos un poco de esa tragedia para llorar, que llamas Petra.

-¿Qué Petra ni Petra?-replicó el poeta.-No seas bárbaro: Fedra querrás decir.-Lo mismo me da Fedra que Pancrasia.

-Ya he dejado ese asunto … eso no es nuevo. Ahora lo que conviene es un asunto patriótico.-Eso me gusta.

-Al fin me decidí por los gracos…. Amigos, qué hombres eran aquellos!

-A ver-dijo el Doctrino.-Léenos algo de esos grajos. Debe ser cosa graciosa.

-Pero ven acá, loco-dijo Javier:-¿por qué no haces una tragedia de cosas del día en que salgan hombres como éstos de ahora?

-No seas tonto-dijo el poeta riendo con la mayor buena fe:-ahora no hay héroes.

-Majadero, ¿pues cómo llamas á Churruca, á Alvarez y á Daoiz?

-Sí; pero eso son héroes de casaca.

Ramón tenía talento y facultades de poeta; pero había nacido en una época funesta para las letras. El frío clasicismo agostaba en flor los ingenios, que educados en la retórica francesa, y siguiendo los principios del prosaico Montiano, del rígido Luzán, del insoportable Hermosilla, no atinaban á utilizar los elementos poéticos que en aquel tiempo nuestra sociedad les ofrecía.

El pueblo, alimentador de los teatros, no comprendía el alto ditirambo de griegos y romanos; y al mismo tiempo, ningún poeta acercaba á poner héroes españoles en la escena. Nasarre en tanto llamaba bárbaro á Calderón, y La vida es sueño no era más que delirio. Aquella restauración clásica fué fecunda para la comedia, porque produjo á Moratín hijo. Pero el drama, la fábula patética que retrata las grandes conmociones del alma, y pinta los más visibles caracteres de la sociedad, no existía entonces.

Se hacían algunas tragedias, obras pálidas y sin vida, porque no eran animadas por la inspiración nacional, ni nuestro pueblo vivía en ellas, ni nuestros héroes tampoco. “Ya sabemos lo que son esos héroes tiesos, acartonados, de las tragedias clásicas: siempre los mismos. No se concibe el amor á la libertad sin Bruto, ni el odio al imperio sin Cinna. ¿Cómo puede haber pasión sin Fedra, y fatalidad sin Edipo, y parricidio sin Orestes y rebelión sin Prometeo, y amor á la independencia sin Persas? En tiempo de nuestro amigo Ramón, los jóvenes creían esto; y había algunas personas graves que encontraban á Crebillon más inspirado que Lope, y Rotrou más grande que Moreto.”

El poeta de que hablamos escribió su correspondiente Alceste, con algún acto de unBellerofonte y varias escenas de tragedia bíblica, también de cajón entonces. Tuvo una inspiración después, y quiso dejar tan trillado camino. Ideó un Subieski, un Solimán, unArnoldo de Brescia, y, por último, un Padilla; pero no bien había escrito algunos versos, retrocedió por miedo á la antigüedad, y se fijó en los Gracos. Dió principio á la obra, y la remató poco antes de las escenas que estamos refiriendo.

Ya le tenemos sentado sobre la mesa, con el manuscrito en la mano y alumbrado por el candilejo. El Doctrino y Javier se disputaban la causa con nuevo furor, y Lázaro, que estaba sentado en la silla, había cedido al cansancio, y apoyado en la misma cama, esperaba la primera escena de los Gracos.

Javier tosió, y leyó las listas de los personajes de la tragedia, seguida de la retahila de tribunos, lictores, centuriones, patricios, pueblo, esclavos. Después relató la decoración, que era la plaza pública, sitio de confidencias, de citas, de discursos, de secretos, de escándalos, de juicios, de todo. Luego empezó el acto. Salía el tribuno primero, y le decía al tribuno segundo si había visto á Cayo; el tribuno segundo le contestaba altribuno primero que no; pero después venía el tribuno tercero y decía á los dos anteriores que Cayo estaba en casa del sacerdote Ennio Sofronio, y que después vendría á confiarles sus planes en la plaza pública. Estos se van, y saliendo el hombre del pueblo primero, le dice al hombre del pueblo segundo que el pan está caro, y que los pobres se están comiendo los codos de hambre, lo cual exaspera al hombre del pueblo tercero, que jura por Neptuno y el hijo de Maya que aquello no ha de quedar así. Cada uno se va por donde ha venido, y sale después Cornelia, que se pregunta por qué estará tan agitado; triste Cayo; dice que rehusó las viandas ricas de opulenta mesa, para irse á vagar silencioso y abstraído por la margen que baña del lento Tíber la corriente undosa. Pero pronto viene á sacarla de dudas el mismo Cayo en persona, que, alarmado por unas palabras que le dijo el tribuno tercero allá entre bastidores, viene á dar con su madre y le manda que escuche y tiemble, con cuyo mandato Cornelia se hace toda oídos y se pone á temblar como un azogado. Cayo le dice que los dioses le ayudarán en su empresa, con lo cual la otra se tranquiliza y se le quita el tembloreo. También dice que antes de faltar á su propósito se tragará el Averno á la tierra; beberá el ciervo (de capital ramaje) la mar salobre, y se criará la carpa en las crestas del más alto cerro de Trinacria. Después de estos desahogos, cae el telón, y cada uno se va por donde ha venido.

Pero ya cuando Cayo hacía estos juramentos, cerró los ojos el Doctrino, poco preocupado de que el Averno se tragara á Italia, y comenzó á roncar suavemente como un dios holgazán. El poeta no notó este incidente, y entró en el acto segundo; pero al llegar al delicado punto en que Cornelia le refiere á su confidente el sueño que ha tenido, empezó Javier á hacer lo mismo, y se durmió también. Y allá, cuando el poeta se internaba en los laberintos del acto tercero; cuando el senador Rufo Pompilio se le sube á las barbas al senador Sexto Lucio Flaco (el cual, sea dicho de paso, no miraba con malos ojos á la matrona Cornelia, aunque era dueña un poco madura); cuando todo esto pasaba, Lázaro, que había resistido por cortesía, no pudo más, y acomodándose en la silla y en el borde de la cama, dió algunas cabezadas, y se durmió también olímpicamente, comenzando á soñar dormido, que era cuando menos soñaba.

El poeta concluyó el tercer acto, en que había un motín; y antes de empezar la lectura del cuarto, miró en torno suyo y vió aquella escena de desolación. “Dormidos. Oh dioses!” exclamó, penetrado aún del espíritu clásico.

Pero era natural. ¿Quién soporta una tragedia con plaza pública, verdadero almacén de endecasílabos? ¿Quién soporta una tan grande ración de clasicismo á aquellas horas, después de oír veinte discursos, después de haber cenado?

Aún faltaba algo. El candilejo, que sin duda era también poco amante de lo clásico y estaba empalagado de tanto endecasílabo, no quiso alumbrar más tiempo la plaza pública, y se apagó. Ramón cerró á obscuras su manuscrito; comprendió que lo mejor que podía hacer era imitar á sus amigos; bajó de la mesa, tomó la capa, se envolvió en ella, y tendióse de largo sobre el bendito suelo. Poco después estaba tan profundamente dormido como los demás. Así terminó la tragedia de los Gracos. Nos ha sido imposible averiguar si al fin el senador Bufo Pompilio dió al senador Sexto Lucio Flaco el bofetón que deseaba.

CAPÍTULO XII

La batalla de Platerías.

El sol y doña Leoncia aparecieron con igual esplendor y hermosura en las primeras horas del siguiente día. La patrona, dejando las ociosas lanas, dió principio á su tocado, que era algo complicado, porque consistía en una restauración concienzuda de todos los deterioros que en su persona hacían lentamente los años.

Después de dar al viento la poca abundante cabellera, comenzaba á tejer un moño, que, á no recibir el refuerzo de unos hinchados cojinillos, no sería más grande que un huevo. Pasaba inmediatamente á adobarse el rostro, operación verificada tan hábil y discretamente, que no conociera la verdad de su mentira ni el mismo don Gil, que era la persona que más se acercaba á ella durante el día. A veces solía usar cierto pincelito; pero esto no era más que en los días clásicos, y no hacemos alto en ello por ahora. En estas ocupaciones estaba, mal ceñidas las faldas, sin corsé y descubiertas con negligente desnudez las dos terceras partes de su voluminoso seno, cuando una persona entró en la casa, y acercándose al cuarto de la diosa, dió un par de golpecitos en la puerta.

-¿Quién?-dijo alarmada la vizcaína.

-Yo.

-Por Dios, Carrascosa, no entre usted, que estoy….

Pero Carrascosa empujó la puerta, y la hubiera abierto á no impedírselo por dentro la asustadiza y honesta dama, que dejó el afeite y se ciñó el vestido rápidamente para acudir á defender la plaza.

-Leoncia, Leoncia, mira que soy yo, tu Gil.

-Don Gil, don Gil, no sea usted pesado. Siempre viene usted cuando está una arreglándose. Espere usted. Pase á la cocina, que tengo que hablarle.

-Yo también tengo que hablarte,-dijo Carrascosa, aplicando el ojo á la cerradura por probar si veía algo.

Doña Leoncia no tardó en arreglarse: se ciñó el corsé, se puso las últimas horquillas, se aplicó dos ó tres alfileres al pecho, se echó un mantón sobre los hombros, y pasó á la cocina.

-Sabes que vengo muy incomodado-le dijo don Gil, mientras la dama, que se había acercado al hornillo, se esforzaba en encender con pajuela unos carbones;-sabes que estoy muy incomodado, Leoncia, con lo que dice la gente, y vengo á que me saques de dudas; porque, en fin, tengo esto atravesado en el gaznate y no lo puedo pasar.

-¿Qué? ¿á ver? … ¿á ver que majaderías traes hoy?-Nada, sino que la gente da en decir que tú …-Aquí el ex-covachuelista se detuvo, como si efectivamente se le atragantara una cosa en las fauces.-¿Qué yo? … ¿á ver? ¿qué?-dijo la patrona, soplando los carbones.

-Que tú … quiero decir … que ese jovencito que hace versos y vive en ese gabinete, está muy fino contigo, y te está cortejando … Me dijo la frutera que ayer te vió salir con él de paseo, y….

-No me vengas acá con majaderías-dijo doña Leoncia, alzando en su derecha mano una badila de cobre que en aquellos momentos le servía: lo que hay es que como una es mujer de opinión, ha de estar todo el mundo ocupándose de una para decir lo que se le antoja. ¡Vaya, don Gil! ¿Y usted se anda en chismes con la frutera? ¡Buena está ella! No me vuelva usted acá con enredos. Lo que hay es que no puede una mover un pie sin que venga toda la vecindad á decir por qué sí y por qué no.

-Cepos quedos-dijo Carrascosa,-que yo no dudo de que seas una mujer muy principal; pero debe evitarse que la gente ande diciendo cosas … porque….

-No me hables de eso, Gil: Gil, no me hables de eso dijo fingiéndose incomodada doña Leoncia;-que todos los hombres son unos engañosos, y está una muy escarmentada … no … digo … muy…. Le han dicho á una lo que son los hombres … Y si no, miren al prestamista de abajo que todos los días desayuna á su mujer con cincuenta palos.

-¡Oh, Leoncia de mis pecados! Y piensas que yo no te he de tratar como una dócil ovejuela que eres … Mira, no seas tonta: puesto que nos hemos de arreglar y es preciso mantener la opinión, bueno sería que echaras de tu casa á ese mozalbete, y que se fuera con sus versos á otra parte.

-Pues digo que no. Si hablan, que hablen; si injurian, que enjurien. Yo soy mujer de opinión.

-Jesús, Leoncia: ¿y no me haces ese gusto?

Doña Leoncia empezó á reír con mucha gana; y el buen Carrascosa, que no estaba dispuesto aquel día á ponerse serio, se serenó y concluyó por reírse también.

-Mira que esta tarde voy con doña Patronila y la Juliana á merendar á Chamartín. Doña Ramona vendrá también, y si tú vienes, cantarás aquellas seguidillas que sabes.

-Yo no estoy para seguidillas. Lo que me carga es que vaya ese don Ramoncito, que me tiene ya hasta aquí. Mira, mira, Leoncia: si lo echas, estaré cantando seguidillas cuatro días seguidos. ¡Ah! No me acordaba: ¿sabes que estamos arreglando una procesión en las Maravillas? Ya te proporcionaré un balcón para que la veas. Va á estar muy lucida, y salen más de veinticinco santos y todas las cofradías de Madrid.

-Mira, Gil, no te andes con procesiones, que es cosa que no me gusta.
¿Con que vienes á Chamartín?

-Sí: bueno es que nos vayamos allá, porque hoy hay jarana en Madrid, y se me antoja que habrá tiros por esas calles.

-¡Jesús; y Santa Librada! ¡Otra jarana!-dijo la vizcaína con el rostro descompuesto y mudado de color.-Pero ¿qué hay?

-Ahí es nada. Que esos locos de la Fontana van á pasear el retrato de Riego con música y todo. La autoridad ha prohibido esa procesión, y ellos dicen que la habrá. Veremos quien gana. Ya anda la gente por ahí alborotada y pronto hemos de ver el tumulto.

En efecto, el ruido no se hizo esperar: un gentío inmenso ocupaba la vecina plazuela de Santa Ana, y hasta la tranquila mansión de doña Leoncia llegó el rumor de las voces. La criada, que venía de comprar, entró dando gritos de terror y diciendo que había sentido unos grandes cañonazos. A los gritos de la gallega despertaron los tres amigos y Lázaro.

-¿Qué hay?-dijo Javier.-¿Qué algazara es esa?

-¿Qué ha de ser sino la procesión?-dijo el Doctrino.

Lázaro se levantó dolorido, porque con la molesta posición que en el sueño tomó, parecía que se le había roto el espinazo. Abrieron el balcón y miraron. Doña Leoncia entró en el cuarto del poeta dando alaridos y manoteando.

-¡Jesús!, ¡Jesús! ¡No abran ustedes el balcón, que se nos va á meter aquí alguna bomba! ¿No oyen ustedes los cañonazos? ¡Jesús, que disparos tan fuertes!

-Señora, usted está soñando con los cañonazos.

-No te alarmes, Artemisa, Electra….

-¡Cierren ese balcón!

Los cuatro jóvenes eran muy curiosos para contentarse con mirar desde el balcón. Bajaron á la calle con mucha prisa para unirse al gentío, aunque Lázaro pensaba dejar aquello y marcharse inmediatamente á casa de su tío, recogiendo de antemano su mezquino equipaje en el parador del Agujero.

-¿Quién es ese joven?-dijo don Gil á la patrona luego que los cuatro habían bajado.

-No sé quién es: le trajeron anoche.

Carrascosa creyó reconocer en aquel joven al sobrino de su amigo, á quien había tratado en Ateca; y queriendo cerciorarse, porque sin duda le interesaba, bajó tras ellos. Los cuatro jóvenes se mezclaron al gentío: no se podía dar un paso. La procesión estaba organizada, y pronto iba á emprender la marcha para salir á la calle de Atocha. Gran confusión reinaba en la multitud, y eran vanos los esfuerzos de dos ó tres personas para poner en filas ordenadas al pueblo y dirigirle.

Lázaro trató de marchar á donde debía; pero tuvo una tentación, que le hizo detener meditabundo y preocupado. Al ver aquella multitud, su imaginación, abatida y exánime desde la singular escena del café, volvió á remontarse tomando su acostumbrado vuelo. Allí estaba reunido un pueblo, dispuesto á una gran manifestación. Confuso y como asustado de su empresa, la muchedumbre vacilaba, no tenía fijeza ni determinación: sin duda allí faltaba algo. Lázaro quiso dominarse rechazando la tentación. Se alejó del pueblo y volvió á acercarse á él. “Sí-pensaba,-aquí falta algo: falta una voz.”

Había llegado aquel momento supremo de las agitaciones populares en que las turbas se paran silenciosas, alterados los miles de corazones por un solo y profundo temor, trastornadas las mil cabezas con una sola duda. Falta que una voz sola diga lo que todos sienten. En estos momentos solemnes es cuando vemos un cuerpo elevarse sobre miles de cuerpos y una mano temblorosa extenderse sobre tantas cabezas. Una voz expresa lo que en tantos cerebros pugna para adquirir formas orales; esa voz dice lo que una multitud no puede decir; porque la multitud que obra como un solo cuerpo con decisión y seguridad, no tiene otra voz que el rumor salvaje compuesto de infinitos y desiguales sonidos.

Cuando aquel hombre ha hablado, la multitud ha dicho lo que tenía que decir; la multitud se conoce, ha podido recoger y unificar sus fuerzas, ha adquirido lo que no tenía: conciencia y unidad. Ya no es un conjunto inorgánico de fuerzas ciegas: es un cuerpo inteligente cuya actividad tiende á un objeto fijo, bueno ó malo, pero al cual se encamina con decisión y conocimiento.

Esto pensaba Lázaro. ¿Podría él ser ese medio de expresión? ¿Sería el Verbo revelador de aquel cuerpo ciego é inconsciente? ¿Hablaría ó no hablaría? La masa en tanto se arremolinaba y se extendía por la plazuela del Ángel. Lázaro la siguió como fascinado; después se apartó con miedo de ella y de sí mismo. Pero no podía resolverse á retirarse. ¿Hablaría ó no? Le oirían de seguro. ¿Como no, si había de decir cosas tan bellas? El estaba seguro de que las diría. Las palabras que había de decir estaban escritas con letras de fuego en el espacio.

Ya el retrato avanzaba llevado por cuatro socios de la Fontana. Sonaba la música, el gentío rodeaba el lienzo, y todos se movían sin adelantar, oscilaban sin extenderse, se revolvían confundiéndose. Sin duda faltaba algo. Lázaro se mezcló en el torbellino. Sus ojos brillaban con extraordinario resplandor; su inquietud era una convulsión, su agitación una fiebre, su mirada un rayo. Cruzábanle por la mente extrañas y sublimes formas de elocuencia; latíale el corazón con rapidez desenfrenada; las sienes le quemaban, y sentía en su garganta una vibración sonora, que no necesitaba más que un poco de aire para ser voz elocuente y robusta.

Vió que alzaban el retrato, que la turba se arremolinaba en circuitos sin fin, y vió agitarse en el aire multitud de pañuelos blancos que salían de aquel torbellino como una espuma.

La comitiva desordenada siguió por la calle de Atocha y penetró en la Plaza Mayor. Allí se difundió un poco. Pero después trató de atravesar el arco de la calle de la Amargura para entrar en Platerías. El gran monstruo midió de una mirada el volumen de sus miembros multiplicados y la anchura del arco por donde había de pasar. El camello iba á pasar por el ojo de la aguja. Hubo un movimiento convulsivo de codos, y los abdómenes se deprimieron, giraban los cuerpos, y algunos sombreros saltaron á impulsos de las repercusiones y choques de tantas cabezas. Algunas voces trataron de pronunciar una orden para vencer aquella dificultad, problema de obstetricia sin duda.

-Delante el retrato. Dejen pasar el retrato-decían. Era imposible; la gente se agolpaba de tal modo, que el retrato no podía pasar. Al fin, tras largos esfuerzos, el retrato pasó por el arco. Detrás seguía con la mayor confusión la gran masa de gente. La multitud que llenaba la plaza se había parado y esperaba. El retrato y sus corifeos desembocaron en la calle Mayor; pero al llegar allí, una sorpresa sin igual detuvo la procesión. Dos filas de soldados formaban en las Platerías, llegando más allá de la plazuela de la Villa. Las picas de un escuadrón de lanceros brillaban á lo lejos, y delante de esta tropa estaba, el Capitán General de Madrid, á caballo, esperando con grande aplomo y entereza. Este hombre avanzó seguido de dos ó tres, y señalando con el sable, intimó la orden de retirada á los del retrato. Hubo una rápida consulta de miradas entre éstos. Una autoridad civil se acercó también, y con los mejores ademanes dijo que se fuera cada cual á su casa y renunciaran á aquella manifestación, porque el Gobierno estaba resuelto á que no dieran un paso más. El aspecto de la tropa impresionó vivamente á los del retrato; además, éstos contaban con la ayuda del regimiento de Sagunto, y el regimiento de Sagunto estaba encerrado y perfectamente custodiado en su cuartel.

Trataron, sin embargo, de pasar adelante, y dijeron que aquella manifestación era puramente moral; que no trataban de producir ningún trastorno, ni era agresiva su actitud, ni tenían más objeto que tributar un homenaje de admiración al héroe que había dado la libertad á su patria.

“¡Cada uno á su casa! Atrás el retrato”, dijo resueltamente Morillo.

La defensa era imposible. La procesión no tenía armas.

La supuesta debilidad del Gobierno se había trocado en inquebrantable firmeza. Algunos empezaron á desertar, desfilando por la calle de Milaneses y la plazuela de San Miguel. El retrato descansaba en tierra y se movía adelante y atrás, poco seguro en manos de sus portadores. Estos hablaron: pero todo fué inútil: la gente empezó á retroceder, algunos á gritar, y hubo también quien quiso oponer resistencia á la tropa.

Entre tanto el gentío que ocupaba la plaza permanecía inmóvil. ¿Quién era aquél que entre tanta gente se elevaba, y agitando las manos, profería voces que la muchedumbre aplaudía? El orador hablaba bien, sin duda: grandes aclamaciones acogían sus palabras; pero los continuos empellones, los gritos de los pisoteados y estrujados no permitían á aquél expresarse con desahogo.

Algunos pedían silencio; pero el silencio en toda la plaza era imposible. A lo mejor, los que en el arco discutían con la autoridad, retrocedieron al ver que la tropa resistía. La confusión entonces llegó á su término. El orador continuó su filípica; pero la continuó excitando al pueblo á que no cediera en su empeño de verificar la manifestación. Estaba lívido, anhelante, y cada palabra suya era como un latigazo que estimulaba á la muchedumbre á seguir adelante.

En tanto las tropas avanzaban despejando la plaza, y algunos eran tan osados, que delante de los caballos oponían resistencia y vociferaban apostrofando á Morillo y á su gente.

-¡A esos que gritan!-dijo el que mandaba el piquete. Arremolinóse el gentío. Muchos corrieron á escape. Otros dieron vueltas, arrastrados por la oleada, ó permanecieron turbados sin saber qué partido tomar. Lázaro calló.

-¿Quién gritaba?-dijo el capitán,-A los que gritan. Prender á los que gritan.

Lázaro quiso huir; pero el brazo vigoroso de un soldado le detuvo fuertemente.

-Prender á los que gritan. Este es el predicador. ¡A ese!

Lázaro pasó de una mano fuerte á otra fortísima. Apenas se daba cuenta de que le habían prendido. Creyó que le soltarían en seguida, é intentó desasirse, aunque inútilmente.

-¡Atrás, atrás! ¡Fuera de la plaza!-continuaba el capitán.

Y era bien obedecido, porque el gentío se desbandaba á toda prisa. La procesión fracasó. El retrato quedó hecho trizas en medio de la plaza; la tropa tomó todas las entradas.

¿Qué fué de Lázaro? Un cuarto de hora después entraba, honrosamente custodiado, por las puertas de la cárcel de Villa, y era introducido también honrosamente en un tristísimo, obscuro y sucio calabozo.

CAPÍTULO XIII

No llega el esperado.-Llegada de un importuno.

De todos los procedimientos que el espíritu emplea para atormentarse á sí mismo, el más terrible es esperar. Contra esto no hay remedio. Parece que ha de ser fácil resolverse á no esperar, apartar la imaginación de la cosa esperada, y vivir sólo en un punto de la vida, en un momento del tiempo, sin esa dolorosa aspiración á lo venidero que desquicia el ser, sacándole de su centro.

Cuando se espera lo que ha de llegar las horas son siglos; cuando se espera lo que debió llegar, las horas vuelan como segundos. Clara estaba á la hora de las diez con el alma suspensa, trémula y atenta, llena de inquietud y zozobra. Pasa de las diez, y el viajero no viene; el reloj vuela de las once á las doce, y de las doce á la una. Pascuala tenía mucho miedo, porque el ruido de gentes que en la calle se sentía aumentaba á cada hora. Las dos estaban sentadas en el cuarto interior, y no decían cosa ninguna, ni la criada contaba aquellos cuentos de las ninfas y el dragoncillo, que había aprendido en su pueblo, ni la huérfana se reía con la franca expansión y natural sencillez de su carácter. Ambas estaban muy silenciosas: se miraban con ansiedad cuando algún ruido se sentía en la escalera; y al cerciorarse de que no era lo que aguardaban, caían la una en su abatimiento indiferente, la otra en su calmosa, melancólica y disimulada agitación.

Clara, á la madrugada, entró en el período de las conjeturas; forma con que el espíritu se da todos los tormentos imaginables. ¿Qué le había pasado? ¿Volcaría el coche? ¿le habrían salido ladrones con aquellos tremendos trabucos que pintan en las estampas? ¿Habría desistido del viaje? ¿Tendría tal vez amores con alguna muchacha del pueblo? ¿Le detendría alguna partida de realistas? Todo le ocurría menos lo cierto. En estos momentos fácil es tranquilizarse teniendo un poco de serenidad; pero nadie la tiene, y una ceguera profunda sustituye á la normal lucidez del entendimiento. Basta razonar en calma y decir: “¿No ha venido? Se habrá detenido casualmente. Mañana vendrá.” Pero en vez de hacer este lógico razonamiento, lo que generalmente se piensa es esto: “¿No ha venido? Pues se ha muerto: le mataron.”

Luego la noche contribuye á este tormento; la noche, que á todo da formas horribles, lo mismo á las cosas materiales que á las visiones internas. Clara, que no había podido ni podía dormir, no cesaba de percibir informes, bultos, sangre, obscuridad, repentinamente opuesta á una gran luz que alumbra horrores. Da calentura esa situación. Impaciencia febril se apodera de la sangre que se agita y circula, como si la rapidez de su marcha acelerase la llegada de lo que se espera. Esta contrariedad de nuestro deseo es más terrible, porque es lenta, sin límites. Delante no se ve sino la eternidad. No vienen á la mente las modificaciones que puede traer el próximo día. Aquella noche y aquella soledad parece que no han de tener fin.

Las primeras luces del día no hicieron, sin embargo, otra cosa que aumentar su tristeza. ¡Ayer! ¡Desde ayer le había estado esperando! Deseaba salir fuera y correr, preguntando á todos por el desventurado joven. Abrió el balcón, miró á la calle, creyendo que iba á verle pasar, y examinó á todos los transeúntes. Entonces le llamó la atención una persona que, fija en la esquina, la miraba con tenacidad. Segura de que no era él volvió la cara, y no se cuidó más de aquella persona.

Cerró el balcón, porque sentía fatiga y mucha necesidad irresistible de dormir. Fué á su cuarto, y sentada en una silla, recostó la cabeza sobre la cama. Pero en vez de dormir empezó á cavilar con tanto desvarío y agitación como durante la noche. Elías tampoco había vuelto. ¿Qué sería de él? ¡Oh, qué luz! Tal vez le había encontrado y estarían juntos en alguna parte.

En esto entró Pascuala que venía de la calle. La alcarreña se acercó á Clara, adornando la redonda y vasta fachada de su cara con impertinente sonrisa.

-¿Sabe usted lo que ha pasao?

-¿Qué? ¿qué hay?-dijo Clara con interés.

-Que aquel caballerito del otro día … pues … el señor militar … me paró en la esquina.

-¿Y á mí qué me importa eso?

-Que dice que viene acá.

-¡Jesús, acá! ¿Y á qué viene acá? Estamos solas.

-Pues es un caballero muy cumplido.

-¿Si? Pues no me he fijado.

-¿No le vió usted el otro día aquí … cuando el señor vino malo?

-Sí: parecía una buena persona. ¿Pero á qué quiere volver aquí?

-Usted bien se lo malicia. ¡Ah, qué picarona es usted! En aquel momento sonaron en el bolsillo de Pascuala las pesetas que el militar le había dado. Después se sintieron pasos en la escalera y sonó muy débilmente la campanilla.

-Es él-dijo la alcarreña.

Y antes que Clara pudiera impedírselo, la moza corrió, abrió la puerta, y el militar, que ya conocemos, entró en el pasillo, se descubrió con respeto y se acercó á Clara.

-¿A quién buscaba usted?-dijo Clara.-No está: ha salido.

-Sí está, no ha salido,-contestó el militar con aplomo.

-¿Quién? ¿Pero á quién buscaba usted?

-Fácil es comprender que no busco á ese viejo, cuyo trato aleja en vez de atraer á las personas.

-¿Pero qué quiere decir? ¿á qué viene usted?-le preguntó Clara con ligera expresión de alarma.-Estoy sola, váyase usted.

-Por lo mismo no me voy.

-Si usted no se va, llamaré, gritaré,-dijo Clara, resuelta sin duda á hacer lo que decía.

-Entonces reñiremos,-afirmó el militar con sonrisa de amistosa franqueza, que desarmó en parte el enojo de Clara.

-¡Por Dios, que va á llegar! ¿Pero quién es usted? ¿A qué viene usted aquí? ¿Quién le ha dado licencia para entrar? Usted es el que vino el otro día con él. Ya le reconozco; pero no entiendo á qué viene hoy. ¡Pascuala, Pascuala!

-No me mire usted como enemigo. Mi entrada ha sido singular; pero no soy un ladrón ni un asesino. Vengo como amigo: traigo paz y amistad. No tenga usted miedo, Clara. Vengo como amigo. Ya nos conocemos de un solo día, cuando vine aquí sosteniendo á ese pobre señor.

-¡Oh! y ahora puede venir-dijo Clara alarmada. Márchese usted, por Dios. Yo no le conozco, ni me importa todo eso que me ha dicho. Si él llega….

-Lo que menos me importa es ese viejo-contestó el militar.-Antes me interesaba un poco. Creí que era de usted pariente, su esposo tal vez. Pero después he sabido que es un tiranuelo que vive para martiriza á una pobre huérfana, que se muere da melancolía encerrada aquí. No puedo ver con indiferencia que una persona tan guapa, tan amable, tan digna de ser feliz, pase la vida en poder de esa fiera.

-¡Oh! Pues yo estoy bien así. Le agradezco á usted su bondad-contestó
Clara;-pero no es necesaria. Váyase usted, por Dios.

-No me iré, no-dijo el militar, exaltándose un poco. Hace algunos días que me preocupa la idea de los martirios que usted debe sufrir. Siento un deseo muy grande de libertarla á usted de ese maniático, y creo que realizaré este propósito. He pasado por ahí cien veces al día y me ha dado horror el aspecto sombrío de esta casa, sepulcro en vida de tan bella criatura. Usted se reirá de mí, lo comprendo. Le parecerá extraño este interés que tomo por una persona á quien sólo he visto una vez; pero de este misterio no hay que hablar ahora. Lo que importa es que usted se decida á hacer lo que yo le aconseje. Sepa usted que he jurado no permitir que muera aquí de hastío y soledad. Estoy seguro de que usted, que con tanta sencillez me comunicó la única vez que nos vimos parte de sus desventuras, tendrá hoy la confianza que necesito, sabrá apreciar la nobleza de mis propósitos y no se opondrá á que se realicen.

Clara no sabía qué contestar. Estaba confundida al ver el generoso y fraternal interés que tenía por ella una persona á quien había visto tan poco. Esto hubiera llenado de orgullo á otra mujer; pero Clara era muy modesta, y ante aquella manifestación afectuosa no tuvo más que gratitud y vergüenza. Nunca creyó merecer aquello.

-Yo lo agradezco mucho, señor-dijo;-pero….

La verdad es que no podía decirle que era feliz y que deseaba continuar aquel género de vida. Era cierto lo que el militar decía. Era imposible vivir en compañía de aquella fiera. ¿Pero acaso no esperaba su salvación de otra persona? Esta idea la indujo á rechazar con más energía las ofertas que aquél le hacía.

-Usted no conoce á la persona con quien vive-continuó el militar.-Usted no le conoce, yo sí: ya me he informado de su carácter y de sus ideas. No sólo es un hombre extravagante é intratable, sino un fanático sin corazón, un hombre feroz, de perversos instintos y cálculos terribles. No: usted no puede seguir más tiempo en manos de ese hombre, que no es su pariente, ni su amigo: que se llama su protector, para hacer de usted una víctima de su orgullo brutal.

Clara comprendió, por la vehemencia con que el joven hablaba, que era cierto su interés, y conoció también que la pintura que del viejo hacía no era exagerada. El desconocido obraba con la mayor nobleza, sinceridad y buena fe. Era uno de esos caracteres inclinados á las aventuras difíciles y que implicaban la salvación peligrosa de los que sufrían. Su espíritu caballeresco, su corazón inclinado al bien, hallaron en aquel suceso un motivo de ocupación, y dedicó toda su actividad á la realización del más generoso propósito. Además, un sentimiento bastante enérgico de simpatía hacia aquella pobre huérfana, le impulsaba á proceder con tanta diligencia. Más adelante conoceremos el nombre y los hechos de este noble, caballero.

-Pero no esté usted más tiempo aquí-dijo Clara.-¿Cómo quiere usted convencerme de que se interesa por mí, si precisamente estando aquí me prueba lo contrario? Si él viene y le encuentra en la casa….

-No dirá nada. Ese hombre es tan miserable, que no le importa ni la felicidad ni el honor de usted: todo lo mirará con indiferencia. A usted no le queda más amparo que yo.

La huérfana, al oír estas palabras sintió un frío en el alma. El momento en que eran dichas hacía que parecieran una gran verdad. Su único, legítimo y verdadero amigo no vendría. Ya no le quedaba más amparo que el de un advenedizo.

-Nada más que yo; pero es bastante-continuó el joven con afectada voz.-Siga usted el plan que yo le marque: no haga usted caso de ese viejo. Yo seré para usted todo lo que puede ser un hombre de corazón y honradez. Tenga usted en mí la confianza que se tiene en lo que nos ha de salvar…. Y ahora, Clara, me voy. Pero no tardaré en volver á dar mis órdenes á la pobre prisionera, cuya felicidad pende de mí. ¡Qué orgullo siento en esto! Yo estaré siempre alerta. Si le ocurre á usted una nueva desventura, no necesita avisarme. Yo me hallaré aquí para socorrerla y animarla. No le queda á usted más amparo que yo. Piénselo usted bien. Adiós.

La decisión de aquel hombre desconocido, insinuado tan novelescamente en los secretos de la casa, era muy firme. Se había propuesto emprender una aventura generosa, á que le inclinaban al mismo tiempo un sentimiento de simpatía, y el deseo inveterado en él, de hacer bien.

Si había un poco de egoísmo en él, después lo veremos. Ya se marchaba, cuando Pascuala salió de la cocina asustada, y dijo:

-¡El amo!

-No abras-dijo Clara temerosa.-Espera: escóndase usted.

Pero Elías, que tenía llave, no necesitaba que le abrieran para entrar.

-No importa-dijo el militar, que trataba de serenar á Clara.

Coletilla abrió y entró. Venía cabizbajo y abstraído. Dió algunos pasos por el corredor sin ver al intruso; mas al llegar al extremo, notó aquel bulto, alzó la cabeza, y vió al joven, que se inclinaba ante él con mucho respeto.

CAPÍTULO XIV

La determinación.

-¿Qué busca usted? ¿quién es usted? ¿qué hace usted aquí?

-¿No me conoce usted? Soy el que hace unos días le trajo á usted muy mal parado á su casa, y venía á ver si estaba usted ya completamente restablecido.

-Si, señor; estoy bueno-contestó bruscamente, y entrando en la sala, á donde le siguió el joven:-¿no se ofrece nada más?

-Nada más, y me retiro: acabo de llegar-dijo con afectada naturalidad el militar.-Me retiro repitiéndole que me intereso mucho por su salud.

-Bien: ya me lo dijo usted el otro día,-respondió Coletilla dirigiendo miradas recelosas á Clara y á Pascuala.

-¿Y no me manda usted nada?

-Nada más sino que me deje usted en paz. ¿No va usted á la procesión?
Está muy lucida.

-No estoy para procesiones.

-¿Le gusta á usted saber lo que pasa en las casas de los realistas?-añadió el anciano con el acento amargo y receloso propio de su carácter.-Aquí no se conspira. Y si yo conspirara, lo haría de modo que no vinieran á sorprenderme los lechuguinos de la Milicia Nacional.

Clara estaba temblando. La parecía que el militar, ofendido por aquel insulto, iba á desenvainar el tremendo sable que llevaba en la cintura y á descargarlo sobre la cabeza del realista. Pero aquel sonrió desdeñosamente y dijo:

-Amigo, veo que me juzga usted mal. Puede estar seguro de que no me ocuparé en delatarle. ¿Qué daño puede hacer usted?

-¿Yo?… Daño….-respondió el fanático con una mueca feroz, que en él equivalía á la sonrisa.

-Poco será el que usted haga y por poco tiempo. Eso se lo juro á usted.
Con que voy á hacerle el favor de marcharme. Adiós.

Dirigióse á la salida, no sin tratar de expresar á Clara con una mirada lo que antes le había dicho con muchas palabras, es decir, que confiara en él y esperara. Hubiera querido verse acompañado de la joven hasta la puerta; pero la infeliz no se atrevió. Cuando el militar estuvo fuera, Coletilla se volvió á Clara, y con irritados ademanes, le dijo:

-¿Hace mucho que entró aquí ese hombre?

-No, señor: un momento antes de usted llegar-respondió temblando Clara.

-¿Y por qué le habéis abierto? ¿No dije que no abrierais á nadie?

-Venía á preguntar por usted.

-¿Por mí? Ya…-contestó Elías con furia.-Algún espía del Gobierno. Pero ya me figuro la verdad. Este es algún mozalbete que te hace la corte.

-¿A mí? No, señor. Si no le conozco, no le he visto nunca, dijo Clara temblando.

-Pues yo le he visto rondando esta calle. Sí, señora, le he visto. No me lo niegues. ¡Tú tienes tratos con él, tú le has hablado, tú le has dado cita aquí!…

Clara no había visto nunca á Elías tan encolerizado contra ella. Las inculpaciones que le hacía ofendieron tanto su inocencia, que en aquel momento sintió lo que nunca había sentido: una secreta aversión hacia aquel hombre.

-Yo he sido un padre para ti, Clara; pero tú no has sabido apreciar mi protección-continuó Coletilla con encono.-Tú eres una ingrata, una mujer sin juicio; abusas de la libertad que te doy, abusas de mi alejamiento de la casa. Pero yo juro que te enmendarás. Es preciso que hoy mismo tome la determinación que había pensado. Si, hoy mismo. Ahora mismo.

-Le digo á usted que no sé quien es ese hombre; que hoy ha entrado aquí á preguntar por usted. Yo no sé quién es ni me he ocupado nunca de semejante persona.

-Hipócrita, ¿piensas que creo en tu aire de mosquita muerta? Fíese usted de las niñas apocaditas. Pero tus travesuras se concluirán, Clara. Ya no comprometerás otra vez mi reposo como hoy. Yo estoy siempre fuera, y no quiero que durante mi ausencia se convierta esta casa en un infame garito.

Clara no podía creer aquellas palabras. Ya sabemos que era poco ducha en contestar cuando el terrible anciano la reprendía. Y esta vez su honor ofendido no encontró tampoco las palabras que en aquella situación convenían. Negó y lloró tan sólo, argumento que el realista tomó como la última expresión de la hipocresía y el engaño.

-Prepárate, Clara, á salir de aquí. No mereces los sacrificios que he hecho por ti. A ver si ahora compras florecitas y arreglas cintajos para coquetear en la ventana. Vas á vivir de aquí en adelante en compañía de unas personas cuya protección no mereces tampoco. Pero éstas son tan caritativas, que te admitirán por consideraciones á mí. Prepárate. Esta tarde mismo voy á llevarte á casa de esas señoras, y allí vivirás. Ellas te enseñarán á ser mujer de bien, y allí veremos si vuelves á tus locuras, veremos si te apartas del buen camino. Vivirás con ellas; las ayudarás y servirás en sus labores, y te enseñarán lo que no puedes aprender en mi casa, sola y sin guía.

-¡Las señoras de Porreño!-pensó Clara con horror, aquéllas tan erguidas y finchadas, que le daban miedo siempre que le hablaban, dejándole una impresión de tristeza que no podía borrar en muchos días.

-Estas ideas del día-continuó Elías como hablando solo,-pervierten hasta á las muchachas más recatadas. ¡Estas ideas del día, esta lepra social!… ¡se difunde sin saber cómo!… ¡penetra en todas partes! ¡Quién lo había de decir!… Ya se ve… sola en esta casa… Irás, Clara, en casa de esas señoras. Ten presente que no lo mereces, porque ellas son personas muy principales y virtuosas, libres del contagio del día. Haz cuenta que entras en un santuario.

No había remedio. La fatal determinación, que, sin conocerla, había asustado tanto á la huérfana, estaba irremisiblemente tomada. Clara se iba á vivir con aquellas misteriosas señoras, en cuya casa, según Coletilla decía, no habían penetrado las ideas del día. Hacía tiempo que él tenía este deseo para vivir más á sus anchas; pero nunca se hubiera atrevido á proponerlo á las tres venerables matronas, si éstas, con una generosidad que él no se cansaba de admirar, no se lo hubieran indicado. Era ya cosa resuelta; así es que Coletilla, al ocurrir la escena que hemos referido, no quiso retardar ni un momento la determinación, y partió á casa de sus amigas á darles aviso, dejando á Clara entregada al dolor más profundo.

Digamos algo de las relaciones que anteriormente había tenido Elías con aquellas tres nobilísimas damas.

A fines del siglo era Elías mayordomo mayor de la casa de los Porreños y Venegas. La ruina de esta histórica casa data de aquella misma época. Don Baltasar Porreño, Marqués de Porreño, que había sido Consejero íntimo de Carlos IV, entabló un pleito con un pariente suyo, descendiente de los Marqueses de Vedia. Este pleito duró diez años, y en él perdió Porreño casi toda su fortuna, contrayendo deudas espantosas. Después tuvo la desdicha de sostener á Godoy en la conspiración de Aranjuez, y caído Carlos IV, el Príncipe heredero no perdonó medio de hacerle daño. Su hermano don Carlos Porreño cometió el despropósito de afrancesarse durante la guerra, y la protección de Junot y de Víctor no sirvieron sino para que fuera después condenado á perpetua proscripción.

Aquella casa ilustre y poderosa llegó al extremo de la ruina con la muerte del Marqués; los acreedores embargaron sin respetar los preclaros timbres de la familia, y después de liquidadas las cuentas é inventariados los bienes muebles é inmuebles, no les quedó á los herederos sino una miseria. A la vuelta de Francia, Fernando olvidó que el Marqués de Porreño había sido su enemigo en la conspiración de Aranjuez, y concedió una pensión á su hermana. El hijo varón del Marqués había muerto en el viaje, navegando hacia América, y de la casa antigua y poderosa no quedaron más que tres señoras, á saber: la hermana y la hija del Marqués de Porreño, y la hija de su hermano don Carlos, que siguió á Napoleón, y murió, según se decía, en Praga, al volver de la campaña de Rusia.

Después del triste fin de la casa, Elías siguió fiel á sus antiguos amos. Al volver de la guerra, se presentó á aquellos tres gloriosos vestigios y les ofreció de nuevo sus servicios; pero las tres damas no tenían ya bienes que administrar. De su caudalosa fortuna no les restaba sino unas tierras de pan llevar en el término de Colmenarejo, y unos viñedos de muy poco valor junto á Hiendelaencina. La administración se reducía á tomar las cuentas cada trimestre á dos colonos que cultivaban aquellas heredades. Pero las señoras de Porreño, después de su decadencia, miraban á Elías como un buen amigo, le trataban de igual á igual (¡lo que puede la decadencia!), aunque el antiguo mayordomo no traspasaba nunca, ni en sus conversaciones, el límite respetuoso que separa á un hijo de zafios labradores (frase suya) de tres damas pertenecientes á la más esclarecida nobleza.

Ellas no eran niñas. La hermana del Marqués, llamada doña María de la Paz Jesús, pasaba un poquito más allá de los cincuenta, aunque se conservaba muy bien. Su sobrina (hija mayor del mismo don Baltasar), que se llamaba Salomé, estaba haciendo constantemente intrincados cálculos para ver de qué manera, sumando sus años, podían resultar cuarenta tan sólo. La tercera, llamada doña Paulita (nunca se pudo quitar este diminutivo), hija de don Carlos, el afrancesado, tenía treinta y dos, cumplidos el día de la Encarnación. Esta doña Paulita era una santa.

Vivían humildemente, casi pobremente; pero con mucho arreglo. Varias veces habían propuesto á Elías que se llevase á Clara á vivir con ellas, por la razón de que sola en su casa, la muchacha se había de contaminar necesariamente con las ideas del siglo. Coletilla no accedió al principio por respeto; pero al fin acogió la idea, y ya hemos visto como se preparó á realizarla. Además, doña María de la Paz Jesús, que era mujer de gran iniciativa, había concebido el proyecto de un arreglo doméstico muy conveniente para Elías y para ellas. Este proyecto consistía en que Elías tomara el piso segundo de aquella casa, el cual ellas tenían como depósito de los muebles de la grandiosa casa antigua, de que no habían querido desprenderse. El mayordomo aplazó para más adelante este arreglo.

-Señoras, al fin traigo esa chica-dijo Coletilla, presentándose á las de Porreño.

-Bien, amigo-exclamó Salomé;-tráigala usted en seguida, esta misma tarde.

-Pero, señoras-continuó,-esa muchacha tiene muy mala cabeza. Es preciso que ustedes empleen en ella una severidad muy grande. De otro modo es imposible sacar partido.

-¿Pero qué ha hecho?-exclamó doña Paulita, la santa.

Elías contó la aparición del militar en su casa; contó los antecedentes peligrosos de Clara, su deseo de parecer bien, la compra de las flores, las composiciones del vestido, y las tres damas comenzaron á hacer aspavientos. Salomé entonó un sermón, y doña Paulita se hizo cuatro cruces desde la frente al estómago y desde un hombro á otro.

-Descuide usted, amigo, que ya la enmendaremos dijo María de la
Paz Jesús.

-Bien se comprende esa desenvoltura … las muchachas del día-dijo
Salomé quitándose los espejuelos,-son todas así. Y ya … como esa
Clarita no tiene mala cara … si … una carilla así … desvergonzada
y graciosilla … pues … aquello no es hermosura.

-Pero, don Elías, ¿es cierto eso de que ha hablado con hombres?-exclamó Paz con una solemnidad arquiepiscopal, que era en ella muy frecuente.-¿Pero qué basilisco es ese? … Mas no importa. Ya la enmendaremos nosotras. Ya la enseñaremos á portarse como una mujer de bien…. ¡Ay! la honestidad está por los suelos. ¡Qué siglo!

-¡Ahí!-exclamó doña Paulita, después de concluir en voz baja un Padre nuestro;-estas ideas del día … ¡Jesús, qué sociedad! Pero todo se enmienda; y los más pecadores son los que más pronto salen de su error. Tráigala usted, don Elías, que yo confío en que esa desdichada entrará por el buen camino, y será una santa tal vez. ¿No lo fué María la Egipciaca?

Elías manifestó con repetidos movimientos de cabeza que estaba conforme con estas apreciaciones. Salió de la casa, y una hora después volvió acompañado de Clara.

Para hacer comprender lo que Clara encontró de terrible en la determinación del realista, conviene describir prolijamente la casa y sus extraordinarios habitantes.

CAPÍTULO XV

Las tres ruinas.

Las tres señoras de Porreño y Venegas vivían en una humilde casa de la calle de Belén: esta casa constaba de dos pisos altos, y aunque vieja no tenía mal aspecto, gracias á una reciente revocación. No había en la puerta escudo alguno, ni empresa heráldica, ni portero con galones en el zaguán, ni en el patio cuadra de alazanes, ni cochera con carroza nacarada, ni ostentosa litera. Pero si en el exterior ni en la entrada no se encontraba cosa alguna que revelase el altísimo origen de sus habitadores, en el interior, por el contrario, había mil objetos que inspiraban á la vez curiosidad y respeto.

Es el caso que en la ruina de la familia, en aquella profana liquidación y en aquel bochornoso embargo que sucedió á la muerte del Marqués, pudo salvarse una parte de los muebles de la antigua casa (que estaba en la calle del Sacramento), y fueron transportados á la nueva y triste habitación, acomodándolos allí como mejor fué posible. Estos muebles ocupaban las dos terceras partes de la casa y casi todo el piso segundo, que también era de ellas. Les fué imposible entregar á la deshonra de una almoneda aquellos monumentos hereditarios, testigos de tantas grandezas y desventuras tantas.

En el pasillo ó antesala, que era bastante espacioso, habían puesto un pesado armario de roble ennegrecido, con columnas salomónicas, gruesas chapas de metal blanco en las cerraduras y bisagras, y en lo alto un óvalo con el escudo de la casa de Porreño y Venegas, el cual escudo consistía en seis bandas rojas en la parte superior, y en la inferior tres veneros relucientes sobre plata y verde, además de una cabeza de sarraceno, circuído todo con una cadena y un lema que decía: En la Puente de Lebrija peresci con Lope Díaz. (No nos detendremos en la explicación de este sapientísimo lema, que aludía sin duda á la muerte del primer Porreño en alguna de las expediciones de Alfonso VIII en Andalucía.)

Las paredes de la misma antesala estaban todas cubiertas con los retratos de quince generaciones de Porreños, que formaban la histórica galería de familia. Por un lado se veía á un antiguo prócer del tiempo del Rey nuestro señor don Felipe III, con la cara escuálida, largo y atusado bigote, barba puntiaguda, gorguera de tres filas de canjilones, vestido negro con sendos golpes de pasamanería, cruz de Calatrava, espada de rica empuñadura, escarcela y cadena de la Orden teutónica; á su lado una dama de talle estirado y rígido, traje acuchillado; gran faldellín bordado de plata y oro, y también enorme gorguera, cuyos blancos y simétricos pliegues rodeaban el rostro como una aureola de encaje. Por otro lado, descollaban las pelucas blancas, las enfocas bordadas y las camisas de chorrera; allí una dama con un perrito que enderezaba airosamente el rabo; acullá una vieja con un peinado de dos ó tres pisos, fortaleza de moños, plumas y arracadas; en fin, la galería era un museo de trajes y tocados, desde los más sencillos y airosos basta los más complicados y extravagantes.

Algunos de estos venerandos cuadros estaban agujereados en la cara; otros habían perdido el color, y todos estaban sucios, corroídos y cubiertos con ese polvo clásico que tanto aman los anticuarios. En las habitaciones donde dormían, comían y trabajaban las tres damas, apenas era posible andar á causa de los muebles seculares con que estaban ocupadas. En la alcoba había una cama de matrimonio, que no parecía sino una catedral. Cuatro voluminosas columnas sostenían el techo, del cual pendían cortinas de damasco, cuyos colores primitivos se habían resuelto en un gris claro con abundantes rozaduras y algún disimulado y vergonzante remiendo; en otro cuarto se veían dos papeleras de talla con innumerables divisiones, adornadas de pequeñas figuras decorativas é incrustaciones de marfil y carey. Sobre una de ellas había un San Antonio muy viejo y carcomido, con un vestido flamante y una vara de flores de reciente hechura. Frente á esto, y en unos que fueron vistosos marcos de palo-santo, se veían ciertos dibujos chinescos, regalo que hizo al sexto Porreño (1548) su primo el príncipe de Antillano, que fué con los portugueses á la India. Al lado de esto se hallaban unos vasos mejicanos con estrambóticas pinturas y enrevesados signos, que no parecían sino cosa de herejía. Según tradición, conservada en la familia, estos vasos, traídos del Perú por el séptimo Porreño, almirante y consejero del rey (1603), fueron mirados al principio con gran recelo por la devota esposa de aquel señor, que creyendo fuesen cosa diabólica y hecha por las artes del demonio, como indicaban aquellos cabalísticos y no comprendidos signos, resolvió echarlos al fuego; y si no lo hizo fué porque se opuso el octavo Porreño (1832), el mismo que fué después consejero de Indias y gran sumiller del señor rey don Felipe IV. Junto á la cama campeaba un sillón de vaqueta chaveteado, testigo mudo del pasado de tres siglos. Sobre aquel cuero perdurable se habían sentado los gregüescos acairelados de un gentil hombre de la casa del Emperador; recibió tal vez las gentiles posaderas de algún padre provincial, amigo de la casa; quizás sostuvo los flacos muslos de algún familiar del Santo Oficio en los buenos tiempos de Carlos II, y, por último había sido honroso pedestal de aquellas humanidades que llevan un rabo en el occipucio y aparecían constantemente aforradas en la chupa y ensartadas en el espadín.

No lejos de este monumento se encontraban dos ó tres arcones, de esos que tienen cerraduras semejantes á las de las puertas de una fortaleza, y eran verdaderas fortalezas, donde se depositaban los patacones, y donde se sepultaba la vajilla, la plata de familia, las alhajas y joyas de gran precio; pero ya no habla, en sus antros ningún tesoro, á no ser dos ó tres docenas de pesos que dentro de un calcetín guardaba doña Paz para los gastos de la casa. Encima de estos muebles se veían roperos sin ropa, jaulas sin pájaros, y arrinconado en la pared, un biombo de cuatro dobleces, mueble que, entre los demás, tenía no sé qué de alborozado y juvenil. Eran sus dibujos del gusto francos que la dinastía había traído á España; y en los cinco lienzos que lo formaban, había amanerados grupos de pastoras discretas y pastores con peluca al estilo de Watteau, género que hoy ha pasado á los abanicos.

También existe (y si mal no recordamos estaba en la sala) un reloj de la misma época con su correspondiente fauno dorado; pero este reloj, que en los buenos tiempos de los Porreños había sido una maravilla de precisión, estaba parado y marcaba las doce de la noche del 31 de Diciembre de 1800, último año del siglo pasado, en que se paró para no volver á andar más, lo cual no dejaba de ser significativo en semejante casa. Desde dicha noche se detuvo, y no hubo medio de hacerle andar un segundo más. El reloj, como sus amas, no quiso entrar en este siglo.

Un lienzo místico de pura escuela toledana ocupaba el centro de la sala al lado del décimo cuarto Porreño (padre feliz de doña Paz), pintado por Vanlóo. Este gran cuadro representaba, si no nos engaña la memoria, el triunfo del Rosario, y era un agregado de pequeñas composiciones dispuestas en elipse, un cada una de las cuales estaba un retrato de un fraile dominico, principiando por Vicenzius y acabando por Hyacinthus. En el centro estaba la Virgen con Santo Domingo, arrodillado; y no tenía más defecto sino que en el sitio donde el pintor había puesto la cabeza del santo, puso la humedad un agujero muy profano y feo. Pero á pesar de esto, el lienzo era el Sancta Sanctorum de la casa, y representaba los sentimientos y creencias da todos los Porreños, desde el que pereció en Andalucía con Lope Díaz, hasta las tres ruinosas damas, que en la época de nuestra historia quedaban para muestra de lo que son las glorias mundanas.

En el cuarto de la devota … (lo describimos de oídas, porque ningún mortal masculino pudo jamás entrar en él) había una Santa Librada, imagen de quien era especial devoto y fiel ahijado el tercer Porreño (1465). Con los años se le había roto la cabeza; pero doña Paulita tuvo buen cuidado de pegársela con un enorme pedazo de cera, si bien quedó la santa tan cuellitorcida, que daba lástima. Junto á la cama (pudoroso y casto mueble que nombramos con respeto) estaba el reclinatorio, al cual no se acercaban ni sus tías. Sobre él se erguía un hermoso Cristo de marfil, desfigurado por un faldellín de raso blanco, bordado de lentejuelas, y una cinta anchísima y un amplio lazo que de los pies le colgaba. El reclinatorio era una bella obra de talla del siglo XVI; pero un carpintero del XIX le había añadido para componerlo varios listones de pino, dignos de un barril de aceitunas. El cojín donde las rodillas de la santa se clavaban por espacio de cuatro horas todas las noches era tan viejo, que su origen se perdía en la obscuridad de los tiempos; su color era indefinible: la lana se salía á prisa por sus grandes roturas.

Todas estas reliquias, recuerdo de pasadas glorias, de instituciones, de personas, de días pasados, tenían un aspecto respetable y solemne. Al entrar en aquella casa y ver aquellos objetos deteriorados por el tiempo, bellos aún en su miseria, el visitador se sentía sobrecogido de estupor y veneración. Pero las reliquias, las ruinas que más impresión producían, eran las tres damas nobles y deterioradas que allí vivían, y que en el momento de nuestra historia, correspondiente á este capítulo, estaban sentadas en la sala, puestas en fila. María de la Paz, la más vieja, en el centro; las otras dos á los lados. Una de ellas tenía en la mano un libro de horas, otra cosía, la tercera bordaba con hilo de plata un pequeño roponcillo de seda, que sin duda se destinaba á abrigar las carnes de algún santo de palo. Las tres, colocadas con simetría, silenciosas y tranquilamente ensimismadas en su oración ó su trabajo, ofrecían un cuadro sombrío, glacial, lúgubre. Describiremos los principales rasgos de esta trinidad ilustre.

María de la Paz (quitémosla el doña, porque supimos casualmente que le agradaba verse despojada de aquel tratamiento), hermana menor del Marqués de Porreño, era una mujer de esas que pueden hacer creer que tienen cuarenta años, teniendo realmente más de cincuenta. Era alta, gruesa y robusta, de cara redonda y pecho abultado, que se hacia más ostensible por el singular empeño de ceñirse á la altura usada en tiempo de María Luisa. Su rostro, perfectamente esferoidal, descansaba sin más intermedio sobre el busto; y su pelo, negro aún por una condescendencia de los años, y partido en dos zonas sobre la frente, le tapaba entrambas orejas, recogiéndose atrás. Su nariz era pequeña y amoratada; su boca más pequeña aún y tan redonda, que parecía un botón encarnado; los ojos no muy grandes, la barba prominente, los dientes agudos, y uno de ellos le asomaba siempre cuando más cerrados tenía los labios. De la extremidad visible de sus orejas pendían dos enormes herretes de filigrana, que parecían dos pesos destinados á mantener en equilibrio aquella cabeza. En el siniestro lado tenía una grande y muy negra verruga, que asemejaba un exvoto puesto en el altar de su cara por la piedad de un católico. El cuerpo formaba gran armonía con el rostro; y en sus manos pequeñas, coloradas y gordas, resplandecían muchos anillos, en los que los brillantes habían sido hábilmente trocados por piedras falsas. Echemos un velo sobre estas lástimas.

Salomé era un tipo enteramente contrario. Así como la figura de Paz no tenía nada de aristocrático, la de ésta era de esas que la rutina ó la moda califican, cuando son bellas, de aristocráticas. Era alta y flaca, flaca como un espectro. Su rostro amarillo había sido en tiempo de Carlos IV un óvalo muy bello; después era una cosa oblonga que medía una cuarta desde la raíz del pelo á la barba; su cutis, que había sido finísimo jaspe, era ya papel de un título de ejecutoria, y los años estaban trazados en él con arrugas tan rasgueadas que parecían la complicada rúbrica de un escribano. No se sabe cuántos años habían firmado sobre aquel rostro. Las cejas arqueadas y grandes eran delicadísimas: en otro tiempo tuvieron suave ondulación; pero ya se recogían, se dilataban y contraían como dos culebras. Debajo se abrían sus grandes ojos, cuyos párpados ennegrecidos, cálidos, venenosos y casi transparentes, se abatían como dos compuertas cuando Salomé quería expresar su desdén, que era cosa muy común. La nariz era afilada y tan flaca y huesosa, que los espejuelos, que solía usar, se le resbalaban por falta de cosa blanda en que agarrarse, viéndose la señora en la precisión de sujetárselos atrás con una cinta. Y, por último, para que esta efigie fuera más singular, adornaban airosamente su labio superior unos vellos negros que habían sido agraciado bozo y eran ya un bigotillo barbiponiente, con el cual formaban simetría dos ó tres pelos arraigados bajo la barba, apéndices de una longitud y lozanía que envidiara cualquier moscovita.

El despecho crónico había dado á este rostro un mohín repulsivo y una siniestra contracción que se avenía muy bien con las formas de la figura y su atavío. Desaparecían los cabellos bajo un tocado de tristísimo aspecto, y el cuello, que fué comparado al del cisne por un poeta quejumbrón del tiempo de Comella, era ya delgado, sinuoso y escueto. Marcábanse en él los huesos, los tendones y las venas, formando como un manojo de cuerdas; y cuando hablaba alterándose un poco, aquellas mal cubiertas piezas anatómicas se movían y aguaban como las varas de un telar. Debajo de toda esta máquina se extendía en angosta superficie el seno de la dama, cuyas formas al exterior no podría apreciar en la época de nuestra historia el más experimentado geómetra, y más abajo la otra máquina de su talle y cuerpo, inaccesible también á la inducción; máquina que á fuerza de ataques nerviosos había llegado á la más completa morosidad. Cubríala un luengo traje negro. Entre los pliegues de un vastísimo pañuelo del mismo color, se destacaban dos manos blancas, finísimas, de un contorno y suavidad admirables. Pero no eran las manos la única cosa bella que se advertía en aquella ruina, no: tenía otra cosa mil veces más bella que las manos, y eran los dientes, que, salvados del general desastre, se conservaban hermosísimos, con perfecta regularidad, esmalte brillante é intachable forma. Oh, los dientes de aquella señora eran divinos: sólo ellos recordaban el antiguo esplendor; y cuando aquel vestigio se sonreía (cosa muy rara); cuando dejaba ver, contrastando con lo desapacible del rostro, las dos filas de dientes de incomparable hermosura, parecía que la belleza, la felicidad y la juventud se asomaban á su boca, ó que una luz aclaraba aquel rostro apagado.

Doña Paulita (nunca pudo quitarse ni el doña ni el diminutivo) no se parecía en nada ni á su tía ni á su prima. Era una santa, una santita. Sus ademanes estaban en armonía con su carácter, de tal modo, que verla y sentir ganas de rezarle un Padrenuestro era una misma cosa. Miraba constantemente al suelo, y su voz tenía un timbre nasal é impertinente como el de un monaguillo constipado. Cuando hablaba, cosa frecuente, lo hacía en ese tono que generalmente se llama de carretilla, como dicen los chicos la lección; en el tono en que se recitan las letanías y los gozos. Examinando atentamente su figura, se observaba que la expresión mística que en toda ella resplandecía, era más bien debida á un hábito de contracciones y movimientos, que á natural y congénita forma. No se crea por eso que era hipócrita, no: era una verdadera santa, una santa por convicción y por fervor.

Tenía el rostro compungido y desapacible, pálido y ojeroso, áspera y morena la tez, con el circuito de los ojos como si acabara de llorar; las cejas muy negras y pobladas; la boca un poco grande y con cierta gracia innata, casi desfigurada por el mohín compungido de sus labios, hechos á la modulación silenciosa de palabras santas.

El que fuera digno de gozar el singular privilegio de ser mirado por ella, habría advertido en sus ojos la inalterable fijeza, la expresión glacial, que son el primer distintivo de los ojos de un santo de palo. Pero había momentos, y de esto sólo el autor de este libro puede ser testigo; había momentos, decimos, en que las pupilas de la santa irradiaban una luz y un calor extraordinarios. Y es que, sin duda, el alma abrasada en amor divino se manifiesta siempre de un modo misterioso y con síntomas que el observador superficial no puede apreciar.

Su vestido era recatado y monjil, no siendo posible certificar que bajo sus tocas hubiera algo parecido á una cabellera, aunque nos atrevemos á asegurar que la tenía, y muy hermosa. Su estatura no pasaba de mediana, y á pesar de la modestia, poca elegancia, y ninguna presunción con que vestía, era indudable que un mundano topógrafo, llamado á medir las formas de aquella santa, no se hubiera encontrado con tanta falta de datos como en presencia de su ilustre prima la acartonada Marta Salomé.

Conocida esta trinidad ilustre, conviene recordar algunos antecedentes históricos. Allá por los años de 1790, los Porreños eran muy ricos, tenían gran boato y gozaban de mucha preponderancia en la Corte. Entonces Paz tenía diez y nueve años, y era tan fresca, robusta y coloradota, que un poeta de aquel tiempo la comparó á Juno. Decían sus primas por lo bajo que era muy orgullosa, y su padre el decimocuarto de los Porreños, aseguraba que no había príncipe ni duque que fuera digno de aquella flor. Estuvo arreglado su casamiento con un joven de la ilustre casa de Gaytán de Ayala; pero aconteció que el tal no gustó de Juno, y la boda fué un sueño. Es imposible pintar el dolor que tuvo la infeliz cuando María Luisa, hallándose una noche en casa de la duquesa de Chinchón, se permitió hacer, con su acostumbrada malicia, algunas apreciaciones un poco picantes sobre la gordura y redondez de nuestra diosa.

Esto no fué, sin embargo, obstáculo para que, pasados cuatro meses, se ajustaran las bodas de Paz con un caballero irlandés que estaba en la embajada inglesa. Pero el diablo, que no duerme, hizo que ocurrieran á última hora algunas dificultades: el decimocuarto Parreño era cristiano muy viejo y muy temeroso de Dios; y cierto fraile de la Merced, que frecuentaba la casa y tomaba allí el chocolate todas las noches, dió en probar, con la autoridad de San Anselmo y Orígenes, que aquel caballerito irlandés era hereje y poco menos que judío. Alarmóse la susceptible conciencia del Marqués, y después de echarle un sermón consolatorio á Paz, ésta se quedó sin marido, con la triste circunstancia de que se ponía cada vez más gorda, y ni bajándose el talle podía disimular aquel mal. Por último, en Diciembre de 1795, Paz se casó con un pariente viejo y fastidioso, que cometió el singular despropósito de morirse á los siete días de casado, dejando á su mujer más gruesa, pero no en cinta. Por la rama femenina los Porreños se quedaron sin sucesión, lo cual hacía que el viejo Marqués, en sus accesos de melancolía, se pusiera á llorar como un niño, presagiando el triste fin y acabamiento de su gloriosa casa.

Entonces murió el viejo: heredóle su hijo don Baltasar, padre de Salomé; y con ésta, cuya belleza era notable, había formado el padre proyectos matrimoniales que remediaran la ruina que ya le amenazaba. El pleito comenzaba á aparecer formidable, siniestro, terrible, como un monstruo de múltiples miembros; habíase apoderado de la casa, la estrechaba, la devoraba, la consumía. Un pleito es un incendio; pero más terrible, porque es más lento. La casa ilustre comenzaba á desmoronarse: era inútil que le quisieran poner un puntal aquí, otro allá; la casa se venía al suelo, porque el monstruo terrible no cesaba en su actividad destructora. Lo único que logró don Baltasar fué disimular su ruina. Nadie creía que aquella casa poderosa estaba devorada por los acreedores. Sólo Elías Orejón, que gozaba sin sueldo de las preeminencias de intendente, lo sabía. Don Baltasar fundaba su esperanza en Salomé, cuyo peinado de canastillo había seguramente gustado mucho al joven Duque de X…, que buscaba esposa en la tertulia de la citada Duquesa de Chinchón.

Salomé era entonces una Sílfide. Ninguna le igualaba en esbeltez y delicadeza: vestía con suma gracia y sencillez, y bailaba el minueto da una manera tan sutil y ligera, que aparecía del modo menos terrestre que es posible en la figura humana.

El Duque se enamoró de ella como un loco: hizo que uno de los más enfadosos poetas de aquel tiempo escribieran unas estrofas amatorias, que el joven apasionado deslizó suavemente en la mano de Salomé á la salida de un baile. Sentimos no tener á mano estas estrofas, porque son un documento notable y digno de ser conocido. En prosa neta contestó la joven; pero no fué menos expresivo su estilo. Hicieron amistades; de las amistades pasaron al galanteo, y del galanteo al proyecto de boda. Don Baltasar creyó en el afianzamiento de su casa; pero se llevó un terrible chasco. De repente los Duques de X … se opusieron al casamiento de su hijo; Salomé estuvo siete días en cama con dolor de muelas; su padre oyó con sumisión la homilía que el fraile le espetó por vía de consuelo, y Elías Orejón le leyó en seguida unas terribles cuentas, que le hicieron el efecto de un tósigo.

La joven empezó entonces á enflaquecer. Por un amigo de la casa hemos sabido que antes que el peinado de canastillo impresionara tan enérgicamente al joven Duque, había indicios para creer que á Salomé no le era del todo indiferente un teniente de húsares del Rey, que medía la calle del Sacramento lo menos cien veces al día. Es también seguro que Salomé pasaba muchas noches llorando, y que en aquel asunto intervinieron el fraile y el Marqués. El teniente fué mandado al Perú, y no se supo nada más de él.

Es imposible expresar lo que sufrió la pobre alma de la joven Porreño con el terrible golpe del rompimiento de la boda. Ella esperaba no sé qué de aquel enlace. ¡Misterios femeninos! Lloró por el teniente y rabió por el Duquesito. Desde aquellos días principió á advertirse en ella la modificación que la llevó al estado en que la conocemos. La displicencia atrabiliaria, el desdén amargo, la impasibilidad indiferente aparecieron entonces, y se apoderaron por último, de su espíritu por completo. Llegó con los años á ser la persona más desapacible y de trato más fastidioso que pudiera concebirse, ella que había tenido un carácter tan flexible, un trato tan amable, una manera de insinuarse tan suave y halagüeña.

No así doña Paulita, que siempre había encontrado consuelos en la religión. Desde niña había sido reputada como un ángel; no hacía más que rezar y cantar á estilo de coro, remedando lo que oía en las Carboneras. Los domingos decía misa en un pequeño altar, que ella misma había formado, y también predicaba desde lo alto de una mesa con gran regodeo de toda la servidumbre, que acudía para oírla desde los cuatro polos de la casa. Ya más grandecita, manifestaba un vehemente horror á los saraos y á los teatros; lo único que pudo agradarla un poco fué una función de toros, á que la llevó su padre, gran aficionado. Solamente iba doña Paulita al teatro cuando se representaba algún auto en la Cruz por fiestas de Corpus, pero siempre iba con permiso de su confesor.

Entrada en los diez y ocho años, oyó con horror las proposiciones del decimoquinto Porreño, su tío, para que se casara.

-Yo-dijo,-ó seré hija de Jesucristo, ó viviré en mi casa, ausente del mundo, buscando en ella un baluarte contra el demonio.

-Bien, hija mía: si es éste tu gusto-dijo el tío,-sea. Creció con los años su devoción, pero no hipócrita, sino devoción verdadera, legítimo fervor cristiano. Tenía grandes visiones, y en llegando la Cuaresma se disciplinaba, y decían los criados que en las altas horas de la noche sentían los azotes que se daba. En la época de la decadencia, cuando vivían en la calle de Belén, visitaba todos los días á las vecinas monjas de Góngora, conversando con ellas largas horas. Con ellas consultaba sus visiones y contravisiones, relatando sus deliquios y arrebatos de amor divino. Otros días llegaba muy apurada para contarles cómo había sentido unas terribles tentaciones, y que bebiendo vinagre se le habían quitado.

Así pasaba los días en sabroso comercio con lo desconocido, lo mismo en la época de su apogeo que en la de su decadencia.

Estos tres ángeles caídos llevaban una vida monótona y triste. Su casa era la casa del fastidio. Parecía que las tres se fastidiaban de las tres, y cada una de las demás.

Nos hemos olvidado de otro importante inquilino. Era un delicado ejemplar de la raza canina, un perrito que representaba en la casa el elemento irracional. Mas en este ser no se veían nunca la inquietud y alborozo propios de su edad y de su raza; antes, por el contrario, era tan melancólico como sus amas. En los tiempos do prosperidad había en la casa muchos perros: dos falderos, un pachón y seis ó siete lebreles, que acompañaban al decimocuarto Porreño cuando iba á cazar á su dehesa de Sanchidrián…. Con la ruina de la casa desaparecieron los canes: unos por muerte, otros porque el destino, implacable con la familia, alejó de ella á sus más leales amigos. Mas en su decadencia, las tres damas no podían pasarse sin perro: y es fama que un día, viniendo doña Paz de visitar á sus amigas las Carboneras, al pasar por la Puerta del Sol, vió á un hombre que vendía unos falderillos de pocos días. Acercóse con emoción y cierta vergüenza, pagó uno con ocho cuartos y se lo llevó bajo el manto.

Instalado el perro en la casa, Salomé le puso nombre, y recordando las lucubraciones mitológicas y pastoriles de los poetas que en el tiempo de la Chinchón la obsequiaban con sus versos, le puso el nombre clásico de Batilo.

Este desventurado ser se hallaba en el momento de nuestra descripción echado á los pies de María de la Paz, semejando en su actitud á los perros ó cachorrillos que duermen el sueño del mármol inerte á los pies de la estatua yacente de un sepulcro.

Las de Porreño se levantaban á las siete de la mañana, tomaban un chocolate del más barato, y se iban á las Góngoras. Oían tres misas y parte de una cuarta. Si era domingo confesaban, y después volvían á casa, quedándose generalmente doña Paulita en el locutorio á hablar de las llagas de San Francisco. A la una comían (no tenían criada) una olla decente con menos de vaca que de carnero, y algunos platos condimentados por el instinto (no educación) culinario de María de la Paz, que consideraba como la última de las humillaciones la de entrar en la cocina. Después hacían labor. Una vez al año visitaban á cierta condesa vieja que las conservaba alguna amistad á pesar de la desgracia. Llegada la noche, rezaban á trío por espacio de dos horas, y después se acostaban. Al sumergirse en aquellas camas arquitectónicas, verdaderos monumentos de otros tiempos, los tres vestigios de la familia insigne de Porreño, vivos exóticamente en nuestros días, parecía que se hastiaban del mundo de hoy y se volvían á su siglo.

Concluyamos: la más inalterable armonía reinaba aparentemente entre ellas. Parecían no tener más que un pensamiento y una voluntad. La unción de Paulita se comunicaba á las otras dos, y la misantropía amarga de Salomé se repetía igualmente en las demás. La alegría, el dolor, las alteraciones de la pasión y del sentimiento no se conocían en aquella región del fastidio. La unidad de aquella trinidad era un misterio. En los momentos normales de la vida las tres no eran más que una: lo antiguo manifestado en un triángulo equilátero; el hastío representado en tres modos distintos, pero uno en esencia.

CAPÍTULO XVI

El siglo décimoctavo.

Estas eran las veneradas matronas con quienes iba á vivir nuestra pobre amiga Clara; y en la posición en que las hemos descrito se hallaban cuando Elías, trayendo de la mano á su ahijada, entró en la sala, y se paró ante las tres damas, haciendo una profunda reverencia. Las tres dirigieron á un tiempo los más impertinentes rayos de sus miradas sobre el semblante de la infeliz muchacha, que estaba con los ojos bajos, el alma oprimida y sin poder pronunciar una palabra.

-¿Es ésta la niña que usted nos ha encargado, señor don Elías?-dijo
María de la Paz Jesús.

-Sí señora, ya que son usías tan buenas que quieren admitirla aquí. Yo espero que ella será agradecida á tanto honor, y sabrá corresponder á él con su buena conducta.

-Pero, es preciso corregirse, niña-dijo Paz;-y si es verdad lo que el señor Elías nos ha dicho de usted … y verdad debe ser cuando él lo dice…. Siéntese usted.

Los dos visitantes se sentaron en dos taburetes, magníficas joyas del siglo decimoséptimo.

-Si es verdad-dijo Salomé con desdén y cierta fatuidad:-es preciso que usted se corrija. Esta casa, niña, impone al que la habita, deberes muy sagrados. Nosotras no consentimos el menor escándalo, y cuando protegemos (recalcó la palabra protegemos) á una persona, principiamos por enseñarle lo que debe á sus protectores.

-Estas ideas del día-añadió Paz,-lo invaden todo, niña. No extraño que le haya alcanzado á usted su influencia pestilencial. Ya no hay religión: los hombres corren desenfrenados á su ruina; y si Dios no se apiada, se acabará el mundo. Pero en alguna parte se conservan los sentimientos de honradez y pudor. Haga usted cuenta, niña, que ha dejado un mundo de cieno para entrar en otro más perfecto. Dios ha iluminado á su buen protector para que la ponga entre nosotras, que la libraremos de la influencia infernal de las ideas del día.

Y siguió disertando sobre las ideas del día con argumentos tan fuertes y tal vehemencia de estilo, que Clara sintió picada su curiosidad; alzó los ojos y se puso á mirar con asombro la efigie porreñana, de cuya boca salía elocuencia tan terrible.

-¡Usías son tan buenas!… son las únicas personas que pueden ofrecer algún consuelo entre las borrascas del día-dijo Coletilla con voz menos áspera que de ordinario, pues sólo era afable tratándose de las Porreñas.-Usías le harán comprender lo que han sido y lo que son todavía, porque aunque esto se ha desquiciado, aún quedan personas de aquel tiempo tan grandes y nobles como entonces. Clara, haz cuenta que habitas con las más dignas y elevadas señoras de la grandeza española, que, al par de la virtud, atesoran todas aquellas prendas del alma que distinguen á ciertas personas del bajo vulgo á que nosotros pertenecemos.

María de la Paz Jesús se irguió con toda la gallardía de que era capaz; respiró y miró á un lado y otro con majestad perfectamente regia. Salomé miró con angustiosa calma las colgaduras remendadas y raídas, los muebles desvencijados y rotos. Doña Paulita dió un suspiro místico, y continuó en silencio.

Coletilla, cuando emitió tan gran pensamiento, se levantó y se fué, después de saludar á las damas y hablar algo en voz baja con la más vieja de las tres. Clara le miró partir, y aquel hombre, que le había inspirado tanto miedo, que había sido siempre un tirano para ella, le pareció un ángel tutelar que la abandonaba en tales momentos. Sintió impulsos de correr á abrazarle para salir con él; le miró en silencio, y cuando se hubo marchado observó á las tres viejas con terror, y dos lágrimas de desconsuelo y angustia corrieron por sus mejillas.

-No llores, niña-dijo Salomé:-esos sentimientos que manifiestas por tu bienhechor son saludables; pero ¿de qué valen esas lágrimas tardías, después de haber abusado de su bondad, poniendo en peligro la dignidad de su casa?

-¡Yo, señora!-exclamó Clara con asombro.

-Sí, usted-afirmó doña Paz;-pero la juventud está desmoralizada: no me admira. Esperamos, sin embargo, que usted se corrija. Ya se ve … con estas ideas del día, ¡qué había usted de hacer!

-Es preciso perdonar-dijo doña Paulita con una voz agridulce y atiplada, que parecía salir de lo profundo de un cepillo de iglesia.

-Sí, perdonar; pero corregirse también-indicó Salomé con el aplomo de un legislador.-Si no, á dónde iríamos á parar; porque el perdón sin corrección produce peores efectos que el no perdonar.

-Ese es un punto-contestó la devota-difícil de resolver, y que ha de llevarnos á sostener una herejía. El perdón es bueno en si y por sí, como me lo probó el Padre Antonio el otro día.

-Pero, hermana, ¿de qué sirve perdonar si el malo no se corrige y sigue siendo malo?-dijo Salomé interesándose en aquella controversia, que alteró la soporífera armonía de la trinidad por algunos minutos.

-El perdón basta por sí para producir la gracia eficaz en el perdonado-contestó la devota;-y si es así, que el perdonado se corrige con la gracia tan sólo, luego la corrección del perdonador es ineficaz para el perdonado.

Olvidábamos decir que doña Paulita sabía un poco de latín, y que en la época de la decadencia se había dedicado á leer el Florilegio sagrado y el Thesaurum breve Patrum ac sententiarum. Aquel argumento lo había leído la noche antes, y por eso lo tenía tan á la mano.

La controversia concluyó, y María de la Paz, más dada al sermón que á la doctrina teológica, prosiguió arengando á Clara, que, sentada como un reo en el banquillo, estaba aterrada en presencia de tan severos jueces.

-La opinión de la mujer-decía la matrona,-es cristal finísimo que se empaña al menor soplo. Aquélla que no se guarda á sí misma, no es guardada; y mujeres hemos visto muy honestas que por no cuidar de su nombre le han visto manchado sin motivo. La opinión es lo primero: cuidad de vuestra fama, porque cuando se habla de una mujer, nada le queda ya, y su misma inocencia no la consuela.

Estas doctrinas sobre la opinión eran de la cosecha del fraile de la Merced, que in illo tempore frecuentaba la casa. A Paz se le quedaron presentes sus argumentaciones, y en lo sucesivo no perdonaba ocasión de sacarlas á cuento, creyendo que hablaba por su boca la misma sabiduría. La devota manifestó con un sin embargo que no estaba conforme con aquella doctrina; pero el sermón, turbado por este pequeño incidente, continuó después por mucho rato.

-Y si no, dígame usted, niña-dijo Paz:-¿qué objeto tiene la mujer al dar oídos á las palabras de los hombres, que son los que el demonio elige para que propaguen estas ideas del día? ¿Usted á qué aspira en la tierra? Por su nacimiento, por su educación, no puede aspirar á ocupar un puesto en el mundo que la haga capaz de hacer bien á los inferiores. O si no, vamos á ver: trataré de averiguar cuáles son sus pensamientos sobre ciertas cosas, niña. ¿Qué espera usted, á qué aspira usted y de qué modo piensa conducirse en el mundo?

Clara no sabía qué contestar á esta pregunta.

-Vamos, conteste usted-dijo Salomé con un tonillo que indicaba grandes deseos de oír un disparate.

-Diga, hermana-exclamó con la nariz la devota.

-Yo …-contestó Clara después de una pausa larga en que trató de dominar su turbación …-Yo … les diré á ustedes … soy … una mujer.

Paz hizo con la cabeza un signo de asentimiento, y miró á sus sobrinas de un modo que indicaba el profundo acierto que había en la respuesta de Clara.

-Vamos, niña, ¿qué piensa usted hacer en el mundo? ¿Cómo cuenta usted vivir en lo sucesivo? ¿De qué modo? A ver-repitió Salomé con vehementes ganas de que Clara no acertara con la respuesta.

-Yo …-contestó Clara,-lo que deseo es vivir … pues.

Paz inclinó de nuevo la majestuosa cabeza en señal de aprobación.

-¿Y nada más?

-Ser buena y….

-¿Y qué?-insistió Salomé, amostazada por el juicio y discreción que había mostrado la examinada en las cuestiones anteriores-¿Y qué más? ¿No se le ha ocurrido á usted alguna cosa para lo porvenir? ¿No ha esperado usted verse en otra posición, en otro estado del que hoy tiene?

Clara continuaba no comprendiendo.

-Pues queremos decir-añadió Paz,-que si á usted no le ha ocurrido ser feliz de algún modo; figurarse que podía ser útil al mismo tiempo … pues … porque las jóvenes del día tienen ciertos pensamientos sobre la vida y la sociedad que conviene examinar en usted.

-¿De qué manera-dijo Salomé-cree usted que debe vivir una mujer en el mundo? ¿Cómo espera usted vivir en la sociedad para servirla y serle útil?

-¡Ah! sí-dijo Clara bruscamente, como si un rayo de luz repentina hubiera iluminado su entendimiento, sugiriéndole una idea que agradara á aquellas señoras.

-¿A ver cómo?

-Veamos.

Clara tenía un sentido natural muy grande. Evocólo todo, y pensó en lo que á ella le parecía ser los destinos de la mujer. Comprendió que si no hubiera matrimonio se acabaría el mundo, y recordó haber pensado varias veces que una mujer casándose sería lo que deben ser las mujeres. Con esta dosis de lógica se aventuró á dar una respuesta á sus jueces, segura de que las tres habían de quedar muy satisfechas y complacidas.

-A ver, niña, diga usted de una vez.

-¿Qué debe hacer la mujer en la sociedad para servirla y serle útil?

-Casarse-dijo Clara con la mayor sencillez; y en el momento que pronunció esta palabra, se aterró de lo que había dicho y se puso como la grana.

El lector habrá visto, si ha asistido á algún sermón gerundiano, que á veces el predicador, no sabiendo qué medios emplear para conmover al femenino auditorio, alza los brazos, pone en blanco los ojos, y con tremenda voz nombra al demonio, diciendo que á todas se las va á llevar en las alforjas al Infierno; habrá visto cómo cunde el pánico entre las devotas: una llora, otra grita, ésta, se desmaya, aquélla principia á hacerse cruces, y la iglesia toda resuena con las voces alarmantes, el pataleo de los histéricos, el rumor de los suspiros y el retintín de las cuentas del rosario. ¿El lector ha visto esto? Pues el efecto producido en las tres damas por la respuesta de Clara fué enteramente igual al que producen los apostrofes de un predicador endemoniado en el tímido y dueñuesco auditorio de un novenario.

-¡Qué horror!-exclamó Paz juntando las manos.

-¡Jesús! ¡Jesús!-dijo Salomé tapándose los oídos.

Et ne nos inducas-profirió la devota alzando los ojos al cielo.

Hubo un momento de confusión. Las tres se miraron con asombro. Doña Paulita se replegó, doña Paz tambaleó en su asiento, y aun es fama que el amarillo rostro de Salomé se tiñó de una leve púrpura, para lo cual fué preciso sin duda que toda la sangre de su cuerpo se repartiera entre sus dos mejillas. Hasta se asegura que Batilo, el más taciturno de los perros conocidos, participó de la opinión general: se alzó sobre sus patas, alargó el hocico y ladró.

Pasados los primeros momentos de confusión, Paz recobró aliento, y dijo con voz entrecortada por la cólera:

-Niña, esas ideas no me llaman la atención. Ya la conocíamos á usted de oídas. Ahora me explico su conducta…. Ya se ve … ¡Oh! es preciso una educación fuerte.

-Pero, señoras … yo … ¿qué he dicho? … yo-balbució Clara muy turbada.-Una mujer … si se casa…. ¿Pero casarse es ofender á Dios?

-No, señora, no-contestó la matrona:-el matrimonio es cosa muy principal; sin matrimonio no habría mundo. Pero lo que extrañamos es ver á una mozuela de diez y siete años pensando sólo en casarse.

Pero si yo no he pensado….

-No me interrumpa usted, niña … ¡pensando en casarse!… ¿Qué locuras no hará quien á esa edad no piensa mas que en el matrimonio? Así se comprende que sea usted tan amiga de los hombres … que los busque.

-Señora, yo no he buscado á ningún hombre-dijo la muchacha con angustia.

-Todo lo sabemos; peso se equivoca usted si piensa que aquí vamos á tolerar sus trapicheos.

El corazón de Clara se llenó de amargura al oír aquellas palabras; no se pudo contener, y rompió á llorar.

Las tres manifestaban horrible crueldad en martirizarla. No podemos explicarnos esto. ¿Era tal vez efecto de la reconcentración y sequedad de espíritu producidas por la falta de trato con las gentes, por falta de amor y de los goces de la vida? Sin duda las tres momias no podían sufrir en calma que hubiera en alguna persona aspiraciones á la felicidad.

Doña Paulita, que ya tenía la palabra en la nariz para reprender á
Clara, se conmovió al verla ulcerar, y la tranquilizó diciéndole:

-La Magdalena pecó y fué perdonada. Lo que ahora le falta á usted es un sincero arrepentimiento.

-¿Pero de qué me he de arrepentir?-dijo Clara sollozando.

-¡Jesús! ¡qué tono tan del día y tan … liberal!-exclamó Salomé, creyendo decir una gracia.

-El orgullo que usted ha manifestado en esa pregunta no tiene disculpa-dijo Paz con desdén.

-Cuando dicen las personas mayores que usted ha faltado…-añadió la otra,-ellas sabrán por qué lo dicen, y usted no tiene que hacer más que conformarse y callar.

-Pero ¡ay! yo no sé en qué he podido faltar.

-Cuando á usted se lo dicen, sus razones habrá para ello.

-Pero si tengo la conciencia tranquila.

-Más tranquila queda no replicando cuando los superiores dicen una cosa.

-La autoridad, niña-exclamó Paz,-la autoridad es necesaria… Ya nos ha mostrado usted suficientemente la influencia fatal que en usted han producido las ideas del día. El orgullo satánico, al rebelarse contra los superiores; el contradecir… Esto es insoportable. De este modo camina la sociedad á su ruina. Pero nosotras le traeremos á usted al buen camino.

-Por de pronto-dijo Salomé,-cuidado cómo se asoma usted á la ventana.

-Queda terminantemente prohibido que se acerque usted á un balcón ó ventana; que abra usted la puerta de la escalera.

-Y que hable usted cuando no le pregunten.

-Se ha de levantar usted á las cuatro de la mañana, que la pereza es madre de todos los vicios.

-Yo me levanto á la misma hora, hermana-dijo la devota,-Yo le proporcionaré á usted ocasiones á esa hora de entretener el entendimiento en cosas santas.

-A ver sí de aquí en adelante tiene cuidado de no decir esos terribles despropósitos que ahora ha dicho.

-No volverá-dijo en un arrebato de amor al prójimo doña Paulita-Yo sé que no volverá: yo confío en que será buena y obediente. Otros peores se hicieron santos.

-Cuidado cómo habla con nadie que venga á esta casa. Trabajará usted en cuanto se le mande-continuó Paz, añadiendo un artículo á aquel código fatal.

-Pero no por, exceso-indicó oficiosamente doña Paulita, que el trabajo es bueno para ahuyentar las ocasiones de pecar; pero con exceso es malo.

-No será con exceso. Además es preciso que procure desechar de su mente todas las cosas que ha pensado hasta aquí. ¡Cuidado con las ideas del día que trae usted á este santuario de los buenos principios! No se acuerde usted de lo pasado; y ahora que está usted encomendada á nuestra tutela para toda la vida, no debe pensar sino en portarse bien. Nosotras, ya que usted ha tenido la desgracia de perder á sus padres, procuraremos dirigirla y enmendarla, siendo la autoridad que tanto necesita.

La huérfana bajo los ojos y cayó en profundo abatimiento. ¡Para toda la vida! Hubiera querido morirse en aquel instante. No miró á las tres arpías, ni les contestó. Su terror era tan grande que se lo secaron las lágrimas, y quedó en este estado de perplejidad dolorosa que sigue á las grandes crisis del alma.

Dejémosla en su encierro para acudir á Lázaro, que gime en una prisión de otra clase.

CAPÍTULO XVII

El sueño del liberal.

Cuando Lázaro vió cerrarse la puerta de su prisión y sintió perderse en la galería los pasos de su carcelero, miró en torno suyo, y se halló rodeado de la más profunda obscuridad. Luz entraba por una reja que en lo alto de la pared había; pero él, viniendo de la calle, estaba deslumbrado y no veía más que tinieblas. Por un momento le fué difícil darse cuenta de su situación. Aquello le parecía un sueño. ¿Su viaje á Madrid había sido cosa real ó visión percibida en aquel calabozo?

Los pensamientos que en desorden y confusamente se agolparon en la mente del joven, no son para referidos. El primer sentimiento que en él se manifestó, fué una gran compasión de si mismo, que emanaba de la ridiculez con que los hechos anteriores le presentaban á sus propios ojos. El había creído que cada paso dado en la Corte sería un paso dado hacia su futuro engrandecimiento é inmortalidad. El club patriótico más célebre de España le había abierto sus puertas, ofreciéndole una tribuna, un pedestal: la fortuna parecía haberle allanado todos los caminos, y después… Pero no podía acusar á la fortuna. Esta le había dado ocasión, sitio, auditorio; había puesto á su servicio un trastorno popular; había dispuesto tolo para él un inmenso grupo de oyentes trastornado y dispuestos á hacer la apoteosis del primer advenedizo. La fortuna había organizado para él una manifestación popular, pronta á improvisar un héroe en cada calle. La fortuna no debía ser acusada: él tenía la culpa, él, que había nacido para una vida obscura tal vez para ser un buen artesano, un buen labrador, y nada más. Y aquel saber presuntuoso, aquellos conatos de pueril elocuencia, aquella vanidad prematura de grande hombre, eran quizás tan sólo fenómenos nacidos de esa serie de fantasmagorías que acompaña siempre á la juventud hasta dejarla á las puertas de la virilidad.

Después de pensar estas cosas, se fijó en su conversación. Estaba preso.
Le formarían causa por alterador del orden público. ¿Qué sería de él?
Además había cometido una gran falta en no visitar inmediatamente á su
tío. ¿Qué pensaría Clara?

Al verse sumergido en una especie de sepulcro, su imaginación principió á divagar. Estaba débil y muy fatigado. En cuarenta y ocho horas había dormido apenas cinco; además la falta de alimento le extenuaba. Cediendo al cansancio empezó á dormitar; mas no durmió con ese sueño que da reposo al cuerpo y al espíritu, porque su excitación le impedía un descanso profundo. Dormía con el letargo doloroso ó indeciso que representa todas las visiones de la vigilia anterior de un modo incoherente y monstruoso.

En su sueño creía escuchar lamentos que resonaban en las bóvedas de la Cárcel. La antigua Cárcel de Villa era un mal buhardillón, dividido en celdas, donde los presos no tenían comodidad ni estaban seguros. La prisión no tenía aquel horror majestuoso con que los poetas nos han pintado todos los calabozos. Pero á Lázaro antojábasele un sombrío edificio, gigantesco sepulcro de vivos, de altísimas y negras paredes, de gruesos é inaccesibles torreones, con un gran foso lleno de aguas cenagosas y verdes, con largas filas de mazmorras, de las cuales la más lóbrega y subterránea era la suya. Se le figuraba estar á muchos pies bajo tierra; creía que aquella reja daba á algún conducto misterioso, y que detrás de los muros habría una presa de agua. En su sueño creyó sentir el ruido de un torrente: el agua entraba con lentitud; enormes ratas corrían buscando entre los pies del preso refugio contra el naufragio. Todo se le representaba según las siniestras relaciones de las cárceles de la Inquisición que había leído en sus libros.

Después le parecía que los muros se apartaban: se encontraban en el interior de una gran sala, cuyas paredes estaban tendidas de negro; en el fondo había una mesa con un crucifijo y dos velas amarillas, y sentados alrededor de esta mesa cinco hombres de espantosa mirada, cinco inquisidores vestidos con la siniestra librea del Santo Oficio. Aquellos hombres le hacían preguntas á que no podía contestar. Después se acercaban á él cuatro sayones, le desnudaban, le ataban á la rueda de una máquina horrible, la movían, rechinaban los ejes, crujían sus huesos. El lanzaba gritos de dolor, es decir, ponía en ejercicio sus órganos vocales: pero el sonido no se oía.

Después la decoración y las figuras cambiaban; se le representaban dos filas de hombres cubiertos con capuchón negro y agujereado en la cara en el lugar de los ojos. Por el fondo venían los mismos que le interrogaron, y uno de ellos traía enarbolado el mismo Santo Cristo que presidió al tormento. Cantaban con voz lúgubre una salmodia que parecía salir de lo más profundo de la tierra, y avanzaban todos, él también, en pausada procesión. Gentío inmenso le contemplaba impasible y frió: un fraile, también impasible, iba á su lado, pronunciando á su oído palabras santas que él no pudo comprender. Le hablaba de la otra vida y del alma.

Después le pareció que la comitiva se detenía. Frente á frente vió una claridad extraña, como toda claridad que brilla durante el día. Aquella claridad se convirtió en llama, que brotaba de un montón de leña. La llama crecía, crecía hasta llegar á una altura enorme; crujían los leños, saltaban chispas; una columna de humo negro subía hasta tocar el cielo. Después algunos hombres feroces, vestidos también con diabólico uniforme, le ataban fuertemente de pies y manos, le acercaban á la hoguera, le echaban en ella. En un momento de súbito é indescriptible horror sintió arder rechinando sus cabellos, consumidos en un segundo; sus ropas en otro segundo. Rechinó tenuemente el vello de toda su piel: hirvió su carne con el chirrido intenso y discorde de todo cuerpo húmedo que cae en el fuego. Respira fuego, bebió fuego, se convirtió en fuego sensible y animado con los dolores de su propia combustión. Quiso gritar: la llama no conduce el sonido. Quiso huir: no tenía movimiento, no tenía cuerpo, no era más que una mecha. Quiso orar: no tenía pensamiento; no era ya más que una pavesa, una masa de ceniza. El viento le desmoronaba: se sentía difundirse en el espacio ardiente, se quemaba ya quemado. No era más que humo: se consideraba subiendo en espiral renegrida, y siempre quemándose, siempre quemándose y consumiéndose; difundido ya, aniquilado, evaporado, acabado… hasta que al fin despertó, cubierto todo con el sudor de la agonía.

Despertó, porque un ruido de voces resonaba á su lado. La puerta de la prisión se había abierto. Era la caída de la tarde. Un carcelero, que traía una linterna, alumbraba y guiaba á otro hombre que venía á visitar al preso. Este hombre era Coletilla.

CAPÍTULO XVIII

Diálogo entre ayer y hoy.

Elías se paró delante de su sobrino. Este balbució algunas palabras, le saludo de un modo incoherente, y le dijo al fin, después de comenzar muchas frases, que estaba seguro de tener delante á su buen tío; pero al ver que éste no le daba contestación ni desarrugaba el ceño, se calló, quedándose cabizbajo y lleno de vergüenza.

Por último, el realista habló.

-No debiera venir á verte, ni acordarme de ti. Mereces lo que te pasa. No tengo lástima de tu miseria, y vengo á conocerte, nada más que á conocerte.

-Señor, yo…

Lázaro no encontraba, la fórmula de una explicación. Coletilla sabía por el abate don Gil lo que había sucedido á su sobrino.

-Sé por qué te han puesto aquí. Un amigo que siguió tus pasos esta mañana me lo ha contado todo. Has levantado la voz en medio de una turba de charlatanes, y te han cogido preso. La justicia te ha puesto donde debieran estar todos los charlatanes.

Lázaro estaba cada vez más confuso. Aquellas palabras, dichas cuando, más que reprensiones, necesitaba consuelo, concluyeron de abatirle. Representósele el carácter de su tío como el más áspero é inflexible que existía en la Naturaleza.

-Me contaron tu hazaña-continuó el viejo con su habitual entonación cavernosa,-y cuando supe que el delincuente era hijo de mi hermana, la indignación y la vergüenza se apoderaron violentamente de mí. No creí que fueras perturbador del orden público. Si tal cosa hubiera sabido, te habrías quedado en el pueblo. Después he averiguado más. Sé que llegaste, y en vez de ir á mi casa fuistes con unos badulaques al café de la Fontana, donde te hicieron hablar y hablaste … y por cierto que lo hiciste muy mal. Todos se han reído de ti. Estuviste después alborotando toda la noche con los que apedrearon la casa de Merilleu.

-¡Ah! no, señor; yo no.

-De cualquiera manera que sea, tu conducta es imperdonable. Pero dime: ¿desde cuándo te has metido á orador? No sabía yo que en Ateca hubiera tanta elocuencia. Te habrán aplaudido los segadores en las eras, y te has creído por eso un Demóstenes.

El fanático reía con tan maligno acento de sarcasmo, que á Lázaro le parecía tener delante un grotesco demonio. Cada palabra abría en el corazón del pobre prisionero una nueva herida, y le abatía y avergonzaba más.

-Pero no extraño tus desvaríos-continuó Elías:-el desorden cunde por todas partes. ¿Qué mucho que estos pedantuelos de aldea tengan tales humos, cuando los sabios de la ciudad ofenden el sentido común con sus ridículos debates? Sin duda algún garito de Zaragoza ha sido el primer teatro de tu petulancia.

La imaginación de Lázaro midió rápidamente el abismo que en ideas y sentimientos le separaba de su tío. Pero se sentía dominado por él, y no podía contradecirle.

-Aquí-continuó el fanático con su espantosa burla, aquí puedes hablar á tus anchas: nadie te molestará. Lo que puede ocurrir es que te crean loco y te lleven á un manicomio. Allí debiera estar media España. Pero no, ¿que digo media España? una pequeña parte, porque casi todos los españoles conservamos el juicio. Sólo una porción de hombres mezquinos, mezquinos de juicio, de carácter, de todo, manifiestan con su conducta todo el extravío de que es capaz nuestra naturaleza. Pero esto concluirá; yo te juro que concluirá, ó es preciso creer que no hay Dios en el cielo, perder la fe y renegar del mundo y del alma. Mira, Lázaro-continuó con tono vehemente y apretándole el brazo con tanta fuerza, que le hizo retroceder inmutado y perplejo;-Lázaro, si tu eres de esos, olvida que por tus venas corre mi sangre, olvida que soy hermano de la que te dió el ser. Un abismo nos separa; no hay reconciliación posible. Es preciso que nos odiemos de muerte. Huye de mí; para mí no eres prójimo. Hay cosas que están por encima de los vínculos de la familia. La vida no se reconcilia con la muerte, ni la luz con la obscuridad. Adiós.

Iba á salir; pero Lázaro, trémulo de asombro, le detuvo, y le dijo con mucha turbación:

-Pero, señor, no me abandone usted, hábleme usted. Yo quiero que pensemos de la misma manera.

A pesar de todo, el anciano le inspiraba respeto y veneración; y al ver que reprochaba sus ideas, sintió ese impulso de subordinación tan natural en un joven da temperamento impresionable.

-Si eres de esos-continuó Elías,-vuelve á tu pueblo y no hables de mí; no digas que me has visto; no creas que existo; y es verdad: para ti he muerto.

-Pero deje usted que me explique…

-¿Qué vas á decir?

-Yo pienso … usted comprenderá que yo tengo mis ideas … he leído y tengo convicciones, sí, señor; estoy profundamente convencido….

-Tú, pobre niño, ¿qué puedes saber?… ¿qué convicciones puedes tener? No sabes otra cosa más que las falsedades leídas en cuatro libros que debieran arder en llamas alimentadas con los huesos de sus autores.

A cada palabra se hundía más Lázaro.

-¿Será posible-dijo con desconsuelo,-que usted me pueda arrancar mis creencias, que yo he alimentado con tanto cariño y que me dan la vida? No, no podrá usted: y si al fin, con la fuerza de su talento, pudiera conseguirlo, yo le ruego que no lo haga y me abandone. Que nos separe ese abismo que usted dice: y si yo estoy en el error… Pero no lo estoy, yo sé que no lo estoy…

-Iluso, fanático, vano … porque sólo vanidad es eso, vanidad de Satán-dijo Elías con severidad; y después añadió con más fuerza:-Pero yo te sacaré de esa miseria.

Estas palabras fueron pronunciadas con tan profundo acento de convicción, que el sobrino no pudo contestarlas, y se hundió más.

-¿Qué intentas hacer? ¿Qué esperas? ¿Piensas que esto va á continuar así por mucho tiempo? Te equivocas, que España está á punto de reconocer su error. Mira cómo rebulle por todas partes. El odio á la Constitución late en todos los corazones honrados. Pronto verás al Rey recobrar sus sagrados privilegios, que sólo Dios con la muerte puede quitarle.

-¡Oh, señor! ¿Y lo que este pueblo ha conquistado con tanta sangre, será perdido por el orgullo de un solo hombre? Si así fuera, yo renegaría de nuestro linaje; y si España se dejara ultrajar de ese modo, sería digna de mejor suerte.

-¡Digna de mejor suerte,-dijo Elías con la más horrible expresión de que era capaz su rostro abominable; digna de aniquilarse y desaparecer de la tierra si no lo hiciera.

-No, no lo puedo creer aunque usted me lo diga. Cuando yo no crea en la libertad, no creeré en nada, y seré el más despreciable de los hombres. Yo creo en la libertad que está en mi naturaleza, para que la manifieste en los actos particulares de mi vida. Yo, ciudadano de esta nación, tengo derecho á hacer las leyes que han de regirme; tengo derecho á reunirme con mis hermanos para elegir un legislador.

-Para darte leyes y obligarte á cumplirlas existe un hombre sagrado, ungido por Dios.

-No: yo y mis hermanos le ungimos. Es Rey porque nosotros queremos. Es sagrado para mí si cumple el pacto solemne que ha hecho con todos y cada uno. Si no, no. Pero lo cumplirá, lo ha jurado.

-Hay juramentos-contestó sobriamente Coletilla,-cuyo cumplimiento es un crimen.

Lázaro sintió frío en el corazón. El aplomo con que aquellas palabras fueron pronunciadas le anonadó más, y le hundió más.

-Y todos esos héroes-se atrevió á decir el preso después de meditar.-todos esos héroes, santificados por la Historia, que viven en el recuerdo de los buenos y serán siempre orgullo del género humano; todos esos que han vivido por la libertad, que han muerto por ella, mártires deshonrados en su último día por la mano del verdugo, pero enaltecidos después por la humanidad… ¿no quiere usted que yo les ame? Y les venero; mi pequeñez no me permite imitarlos; pero por tener ocasión de parecerme á ellos, diera toda mi vida, lo confieso. ¡Oh! si la libertad no fuera la cosa más buena, sería la cosa más bella con la memoria de tantos héroes.

-¿Y esos son tus héroes? ¿Eso es lo que admiras? dijo Elías.

-¿Pues á quién he de admirar? ¿á quién he de admirar? ¿A los tiranos?
¿A Nerón, matando á Séneca; á Felipe II, asesinando á Egmont y á Lanuza;
á Luis XV, descoyuntando á Damiens?

-Era preciso enseñar á los franceses que no debía haber otro Ravaillac.

-Pues la lección no hizo efecto, porque hace treinta años que un Rey murió en un patíbulo.

-¡Esos son tus semidioses, esos!-exclamó Elías con furia.

-No: mis semidioses no son el exterminio, el terror ni el asesinato. Lamento los desvaríos de todos; mas no extraño que, al huir da las violencias de un extremo, se toque en las violencias de otro, pagando los crímenes de siglos enteros con el crimen de un día.

-No me hables más-dijo Coletilla con voz reposada y lúgubre:-ya sé que eres de esos, deesos á quienes no tengo palabras bastante duras con que calificar. Tu Dios es un ciego espíritu de libertinaje; la norma de tu conducta es el escándalo. Dime, insensato, ¿cuál es tu fin? ¿Qué ves tú en ese porvenir? Supón que fueras un hombre notable entre los de tu calaña, el más ciego de los ciegos, el más loco de los locos: ¿qué harías, cuál sería tu aspiración?

-Yo no tengo aspiraciones bastardas; no quiero medrar á la sombra de un tirano que pague la adulación con dinero; yo no aspiro más que á la gratitud del género humano, á la gloria.

-¿Gloria por ese camino? La gloria no se consigue sino por el camino de la lealtad, sirviendo á Dios y al Rey. No hay más gloria que la que Dios da en su Paraíso, de la cual es simulacro é imperfecto remedo el culto que da en los altares el linaje humano á los escogidos de Dios. Además, la gloria en la tierra consiste en ser súbdito sumiso y obediente, no en vociferar por calles y plazuelas. De esa gloria que tú has soñado no pueden salir héroes, sino charlatanes y bandoleros. La gloria consiste en cumplir el deber.

-Pues yo cumplo mi deber tratando de emancipar á mis hermanos de una odiosa tiranía, diciéndoles y probándoles que son libres, iguales ante Dios y ante la ley.

-El primero de los deberes es obedecer lo que la ley te mande.

-¿Ciegamente?

-Ciegamente.

-Yo obedezco la ley que es tal ley, la que han hecho los que pueden hacerla, elegidos por mí y mis hermanos, elegidos por todos.

-A ti no te toca examinar la ley, sino obedecerla.

-¿Y si me mandan una infamia?

-No te la mandarán.

-¿Y si me la mandan?

-Te digo que no te la mandarán. Y si acaso Dios permitiera que tu Rey te mandara alguna cosa contraria á la justicia, hazla, que Dios le castigará á él y te premiará á ti en la otra vida. Serás mártir. ¿Qué mayor gloria? El martirio del deber es grande y sublime.

Lázaro se hundió más.

-Observa-continuó Elías,-el espectáculo de esa nación. Unos cuantos desalmados le dan leyes en nombre de un principio absurdo, contrario á la Naturaleza. Sólo al Rey ha dado Dios soberanía. ¡Qué desorden! ¡El Rey obligado por una turba de soldados rebeldes á jurar aquel Código abominable! Lo juró; pero en el fondo de su alma lo detesta. No podía ser de otra manera. Está prisionero, prisionero de sus vasallos que juegan con él. El Rey se ve obligado á representar la más horrible farsa. Jamás la dignidad real ha descendido tanto. Pero él se librará de esta horrible tutela, porque Europa, si es preciso, se coaligará para salvar á España. Ya España ha salvado á Europa.

-No, no puedo creer-contestó Lázaro,-semejante iniquidad. Esta invasión sería más odiosa que la de 1808, y también mejor castigada.

-No lo creas: el Rey será restituido á su trono. Además, España no se levantará; y si lo hace, será en favor de la intervención. ¿No ves cómo manifiesta su voluntad? ¿No ves las facciones que aparecen por todas partes? Todas las provincias se arman para proclamar al Soberano absoluto, y aún no han aparecido las principales facciones. España se alzará contra ese absurdo sistema, y Fernando volverá á ser nuestro Rey amado.

-¿Será posible?-dijo Lázaro con desaliento; y entonces se hundió más.

-Tan posible, que no pasará mucho tiempo sin que lo veas. Ahora se va á conocer el temple de las almas. Todos esos charlatanes que te han llenado la cabeza de desatinos huirán avergonzados, yendo á esconder su ignominia en tierra extranjera. Entonces se cubrirán de gloria los hombres de corazón recto; los leales y patriotas lucharán contra una plebe desenfrenada; lucharán por el derecho, por Dios y por el Rey; vivirán eternamente en la memoria de todos, y sus nombres serán en lo venidero un emblema de justicia y de honradez. Estos son los héroes, Lázaro; éstos.

Lázaro se acabó de hundir. Las palabras de su tío le impresionaban de tal modo, que no tuvo aliento más que para decir tímidamente:

-¿Esos nada más?

-Nada más. La gloria es muy divina para que pueda coronar otra cosa que la justicia y el deber. No esperes nada fuera de esto. El torbellino de esa turba ciega te arrastra: ve con él. No te digo más. Camina á la deshonra y la muerte. Adiós. Algún día te acordarás de mí.

-No-exclamó Lázaro deteniéndole:-yo quiero que usted me aconseje y me guíe…. Yo … aunque tengo bastante fuerza de convicciones….

-¿Fuerza de convicciones?-dijo el fanático, deteniéndose y mirando á su sobrino con desprecio.

-Sí-contestó éste,-y no puedo perderlas, no quiero perderlas.

-Bien: sigue por ese camino. Lejos de mí no esperes otra cosa que deshonra, obscuridad. Yo te abandono á tu suerte. Hágame la cuenta de que no te conozco. Te pondrán tal vez en libertad, irás con ellos, serás vencido, y entonces … ó huirás con ignominia, ó te entregarás á la venganza de tus enemigos, que no tendrán perdón para ti, y harán bien.

-¿Pero usted me abandona?

-Sí: ya te he conocido. Vine sólo por conocerte. Ya sé quién eres. En mi casa te espero; pero no vayas á ella sino convertido.

-¡Ah, imposible! No iré.

-Pues adiós-dijo Elías con decisión.

-Adiós-repitió Lázaro con angustia.

Coletilla salió. El joven no se atrevió á detenerle. No creyó que se marchaba hasta que le vió fuera, y sintió que el carcelero cerraba la puerta. Entonces tuvo impulsos de llamarle; gritó; no fué oído; lloró lágrimas de desesperación; golpeó violentamente con sus manos la puerta y el cerrojo, y al fin, cediendo á la fatiga y al trastorno mental, cayó de nuevo en aquel letargo extraviado y doloroso de que le sacara momentos antes la llegada de su tío.

CAPÍTULO XIX

El abate.

Al día siguiente, la casa de las tres ruinas contenía en su estrecha capacidad seis personas: las tres Porreñas, Clara y dos visitas.

Clara y la devota estaban encerradas en la habitación interior, destinada á las prácticas ascéticas. La santa, concluida la oración mental, se había sentado en un taburete, y poniendo un gran libro sobre sus rodillas, leía con la cabeza inclinada á un lado, arqueadas las cejas, bajos los párpados, y cruzadas las manos en ademán muy humilde. Clara estaba á su lado, y como no debía llegar, en su flaca naturaleza, á aquel alto grado de perfección, cosía como una pecadora, como una infeliz mujer no acrisolada por las inflamaciones de amor divino. La devota no se permitió otra expansión que referir á su compañero los gozos y visiones que aquella noche había tenido. Después empezó un examen de doctrina, y le hizo varias preguntas morales y teológicas, á que contestó Clara con sencillez, guiándose por lo poco que sabía positivamente y por lo que su buen sentido le sugería. Pero es el caso que á doña Paulita siempre le parecían mal las respuestas de su discípula. La reprendía, le explicaba con escolásticos giros y frases nada comunes, y, por último, la llamaba ignorante y hereje, causándole gran turbación y susto.

De repente interrumpe sus lecturas y sus reprimendas, y exclama:

-¡Ah! se me olvidaba una parte de mi rezo. Ya se ve, me he distraído con los errores de usted, hija. Es preciso que usted piense de otro modo y deseche esas ideas…. Pero digo que me olvidé de rezar … por…. -¿Qué ha olvidado usted?-le dijo Clara.-Me olvidé de rezar dos Padre nuestros por el sobrino de nuestro buen amigo don Elías.

-Jesús; ¿Qué le ha pasado? ¿Qué es de él?-exclamó vivamente Clara sin poderse contener.

-No se asuste, hermana, que no ha muerto-contestó fríamente la devota.

-¿Pues qué le ha pasado?-continuó Clara, que se había puesto pálida y temblorosa.

-Que está preso en la cárcel, y bien merecido.-¿Pues qué ha hecho?

-Alborotar por esas calles y hablar en los clubs una serie de cosas tan pérfidas ó infernales, que horroriza el recordarlas. Anoche nos contó don Elías todo lo que ese desalmado joven ha hecho, y pasé un mal rato.

Clara estuvo un momento sin poder articular palabra. La repentina noticia la turbó tanto, que no se atrevió á preguntar más.

-Hermana-prosiguió la devota,-¡qué muchachos los del dial! ¡Qué horrible corrupción! Ese joven debe ser un monstruo. Pero ¡ay! debemos tener compasión con los delincuentes que yerran. No es que crea yo, como Orígenes, que hasta el diablo se ha de salvar. Pero debemos compadecer y amar á los pecadores, aunque éstos sean de los más empedernidos y rebeldes.

-¿Pero qué ha hecho?-repitió Clara, haciendo un gran esfuerzo para disimular su turbación.

-No lo sé punto por punto; pero son cosas tan horribles…. Ha hecho lo que otros tantos desvergonzados que andan por ahí. Esta sociedad está perdida. A ver, hermana, si aprende usted pronto eso que le he dicho sobre la gracia eficaz.

-¿Pero está preso?-añadió Clara con más miedo.-Preso, sí, y no lo soltarán tan pronto. Pero está usted inmutada … Ya, le tiene compasión, y es natural. La compasión á los semejantes es una de las virtudes que más recomienda Tertuliano. Usted está pálida, hermana. Pero, ya: es efecto de la compasión. Voy á rezar. Y dejando el libro, tomó el rosario y rezó. Clara bajó la cabeza y siguió cosiendo. Era tal su congoja, que no daba un punto á derechas; picóse los dedos muchas veces, y la costura salió tan mal que pronto fué preciso desbaratarla y coserla de nuevo.

Dejémoslas y acudamos á las visitas. En la sala estaban María de la Paz, Salomé, y delante de ellas, en pie y respetuosamente, Elías Orejón y el ex-abate don Gil Carrascosa.

Nada hemos hablado hasta ahora de la amistad de este singular personaje con las venerables viejas. Carrascosa, en su calidad de abate entrometido, frecuentaba la casa de Porreño, lo mismo que otras de la más elevada jerarquía. Aún hemos oído contar á personas de toda veracidad que el intruso y audaz hombrecillo había tenido una parte principal en las misteriosas relaciones de Salomé con aquel joven militar, á quien enviaron al Perú después del rompimiento de la dama con el imberbe duque de X….

Carrascosa era hombre de mucha travesura y socaliña, sutil como el aire, capaz de urdir en el seno de las familias las más hábiles marañas; iba y venía sigilosamente su color de preparar fiestas, de arreglar procesiones, y era, en resumen, un pícaro tercero. Así le llamamos por no darle otro nombre un poco soez, que alguien le aplicó oportunamente y conservó entre muchos con justicia.

La amistad de las tres viejas se interrumpió con la desgracia, y sólo de vez en cuando las visitaba, recordándoles los tiempos pasados con una elocuencia y un calor que no agradaban á doña Paz. Últimamente, sus visitas eran más frecuentes y mucho más afectuosas sus demostraciones de amistad. El día en que los encontramos aquí había ido con Elías; y por algo extraordinario iba sin duda, porque su vestido era el más escogido y su cara estaba más lavada que de costumbre. Los puntiagudos faldones de la mejor de sus tres casacas se balanceaban al compás de las piernas en la parte posterior del cuerpo; el tupé había recibido doble ración de pomada, y la corbata, aumentada con nuevos pliegues, formaba un blanco follaje, una pechuga escarolada debajo de la barba. Cuando el abate se ponía este traje, había pronunciado ya la última ratio de su peculiar elegancia.

Coletilla se despedía ya después de haber saludado á las damas. No venía sino á ratificar un tratado que últimamente ajustó con Paz. Ya sabemos que las señoras tenían el segundo piso de la casa simplemente ocupado con los muebles de familia de que no habían querido deshacerse. Este piso era muy pequeño y abuhardillado, comunicándose con el principal por una escalera interior.

Las damas habían propuesto á Elías que se fuese á vivir á aquel sitio, comiendo con ellas en calidad de huésped, y al buen viejo le vino este arreglo como de molde, porque le producía un ahorro, y además le ponía en estrecho contacto con sus antiguas amas, que tenía siempre en tanto aprecio. Economía, comodidad, seguridad: estas tres ventajas vió en la proposición, y aceptó. Aquel día vino á darles la respuesta definitiva: sobre el precio no hubo disputas.

Cuando Coletilla se marchó el abate se preparó á tomar la palabra: hizo mil muecas, sacando á la superficie de su cara todo su repertorio de sonrisas. No seremos indiscretos en decir, anticipándonos á la declaración expresa del mismo don Gil, que iba á invitar á las tres damas para una fiesta religiosa. También nos atrevemos á indicar, con todas las reservas imaginables, que aquello no era más que un pretexto que ocultaba otros fines.

Cuando rompió á hablar, lo primero que hizo fué preguntar por doña
Paulita, y también por Clara, empleando algunas discretas reticencias.
Después dijo:

-Pues yo venía á decir á ustedes si quieren honrar con su presencia la función que la Hermandad de la Pasión y Muerte celebra mañana en la iglesia de Maravillas. Yo soy el secretario de la Cofradía, y gracias á mí se ha arreglado la fiesta. Yo les aseguro á ustedes que será de lo más lucido que se ha visto en la Corte.

-No será nunca como la que hicimos el año 98 en las Niñas de Loreto, cuando se trasladó la Virgen de los Dolores del oratorio del Olivar-dijo Salomé.

-No fué el 98, sino el 3; que me acuerdo cómo si hubiera sido ayer-dijo Paz.

-Te digo que fué el 98-insistió la otra.

-Estoy segura que fué el año 3-dijo Paz,-cuando el primo vino de la guerra de Francia.

-Que el 98, Paz-afirmó Salomé,-el 98. Hace ya veinticinco años.

-Jesús, mujer: te aseguro que fué el año 3; me acuerdo bien. Yo tenía entonces … quince años.

-Señoras, no hace al caso la fecha-dijo Carrascosa, cortando aquella peligrosa cuestión.

Y después continuó:

-Gracias al petitorio que yo dirijo, se han reducido dos mil y pico de reales. Tenemos misa con orquesta de capilla, y nos predica el padre Lorenzo de Soto, que es un orador que vale un Perú.

-¡Oh! no me le nombre usted-dijo Salomé, apartando la cara y poniéndole delante de ella la mano abierta á guisa de pantalla:-es un clérigo pervertido, contaminado con las ideas del día. Después que los liberales le hicieron Provisor da Astorga, está en poder del demonio. Hube de caerme muerta cuando el día de la fiesta de la Virgen de la Leche y Buen Parto le oí decir en San Luis que era preciso reconciliarnos con los que habían trastornado á nuestra patria. ¿Cómo puede haber llegado á ese extremo de perversión una persona ten docta como el padre Lorenzo de Soto?

-Señora, yo tengo para mí que es un gran predicador-dijo Carrascosa.-El año 12 fué, como ustedes saben, Diputado en aquellas Cortes; el 14 firmó la exposición de lospersas.¡Noble carácter! Después, la amistad del Rey le ha elevado á puestos muy altos; y para probar su mérito, baste decir que él fué quien descubrió la conspiración de Porlier. Después del 20 se ha hecho enemigo de la Constitución, lo cual es digno de alabanza, porque de otro modo hubiera perdido su prebenda. Pero nada de esto hace al caso, sino que predica mañana, y que esta tarde tenemos Completas, en que cantan los tiples de Avila y el padre Melchor, franciscano de Segovia. Mañana oficiará el reverendo obispo do Mechoacán, y por la tarde habrá procesión, á que asistirá la Cofradía del Paso, la del Santo Sudario, y también irán los niños del Hospicio.

-¡Ay, don Gil!-exclamó con acento de profundísimo desconsuelo María de la Paz,-¿Cómo se atreven á sacar los santos á la calle con estas cosas? Más querrán ellos estarse en sus casas que no salir á ver todas las iniquidades que cometen los hombres.

-Puedo asegurar á usted-dijo el abate con sonrisa diabólicamente irónica-que no se han quejado, ni se quejarán por el paseo. Lo mejor de la procesión es la comitiva que tenemos organizada. Irán catorce vírgenes vestidas de blanco, con coronas de rosas, velos, escapularios, y cirios en las manos.

-Esas comitivas-dijo con muy mal humor María de la Paz-no me hacen gracia. ¡Es una cosa tan mundana! Allí van los hombres sólo por ver á las muchachas; y las muchachas que hacen de vírgenes, van sólo á que las vean, y en lo menos que piensan es en los santos y en Dios. Esas son cosas de Francia, señor don Gil. Antes no se usaban aquí semejantes inmoralidades, y día vendrá en que se acaben costumbres tan escandalosas.

El timbre nasal de la voz de doña Paulita, que se hallaba en la habitación inmediata, resonó en la tala, trayendo la opinión de la santa, que no por estar rezando dejaba de prestar atención á cuanto en la sala se decía.

-¡Ah!-exclamó, alzando la voz para poder ser oída por don Gil-no me nombren esas procesiones de vírgenes mundanas. ¡Qué vírgenes serán esas que salen con coronas de rosas y cirios en las manos! Una vez vi eso, y me entró tal grima, que tuve que confesarme en seguida de la cólera que me había dado. No me nombren eso. ¡Qué escándalo, Dios mío! ¡A dónde iremos á parar así!

-Pues, señoras-manifestó don Gil, respirando fuerte, como si con el aliento adquiriera la fuerza que contra tantos y tales enemigos necesitaba:-yo, señoras, respetando la opinión de ustedes, encuentro que esas procesiones son muy patéticas, muy expresivas, muy religiosas. De todos modos, ya la procesión está arreglada, y hay que llevarla acabo. Hemos estado buscando jóvenes, y ya hemos encontrado algunas; pero aún nos faltan cinco. La fiesta es mañana: y si no encontramos hoy esas que faltan, se va á deslucir la función. ¡Qué contratiempo! No saben ustedes cuánto he trabajado para buscarlas. Son muy guapas las que tengo ya.

-Señor don Gil, por Dios-chilló Salomé en el tono de una honesta dama que reprende el atrevimiento de su galán.

-Señoras, ¿qué tiene eso de particular? Si Dios las ha hecho guapas, ¿qué vamos nosotros á hacer? Pero ¡ay! me faltan cinco. Por eso he venido aquí. Y se detuvo como cortado.

-¡Ha venido usted aquí!-exclamó Paz abriendo mucho los ojos.

-¡Ha venido usted aquí!-murmuró Salomé con súbito cambio de color.

Las dos ruinas se miraron Aquella mirada fugaz fué terrible. Un observador oculto é inteligente hubiera advertido tal vez que en aquel mutuo rayo por una y otra lanzado, se examinaron, se despreciaron, cambiando como una expresión de rencor que cada una lanzó para la otra. Pero Carrascosa, aunque era buen observador, no pudo advertir al breve resplandor de aquella mirada fugaz como un relámpago, los dos abismos que, abierto el uno frente al otro, se contemplaron un instante, mostrándose todo su horror. No se crea por esto que tía y sobrina no se querían bien, no: se amaban, si cabe expresarlo así; se amaban como pueden amarse dos personas que se fastidian juntas. Sigamos.

Un profundo y lejano suspiro anunció la admiración de doña Paulita.

-Sí, he venido aquí á ver si ustedes consienten …-continuó el abate.

El retablo que en la persona de Paz hacía veces de rostro, se puso de color de remolacha, y los ojos de Salomé miraron al cielo, no sabemos si por un movimiento natural ó por una calculada combinación de ademanes.

-Eso no tiene nada de particular, señoras, nada de particular; al contrario….

-¡Señor don Gil!-dijo Salomé con una cosa parecida al rubor.

-¡Señor don Gil!-exclamó Paz con toda la majestad de su carácter reunida en un solo gesto.

El que había sido abate y covachuelista comprendió que le habían entendido mal.

-Voy á rectificar-exclamó.

-A rectificar, como dicen en las Cortes-indicó Salomé en un arrebato de amabilidad repentina é inexplicable que no pudo contener; amabilidad rarísima en ella y que era sin duda signo de una gran agitación.

El buen humor de la segunda ruina era siniestro.

-Quiero decir-continuó el abate, después de toser dos ó tres veces-que venía á ver si consentían ustedes en que esa joven … esa joven que ustedes protegen….

A Salomé le entró una tos convulsiva, no sabemos si originada por una causa física ó por la necesidad de disimular y no ofrecer á la contemplación de don Gil las arrugas triangulares y el color cárdeno que aparecieron en su cara al oír aquella proposición. María de la Paz se restregó un ojo como si le escociera. Oyóse la voz de doña Paulita que rezaba un latinajo incomprensible.

-Esa joven-continuó Carrascosa,-que se llama … ya no me acuerdo de su nombre. Pues … esa que es tan guapita y tan modesta. De seguro no habrá en la procesión ninguna que la iguale.

-¡Señor don Gil!-exclamó María de la Paz Jesús con explosión de cólera repentina.-¿Cómo se ha figurado usted que yo podía consentir en semejante cosa? Ya le he dicho á usted que esas comitivas me parecen muy indecentes, y si esa niña quisiera prestarse á ser escándalo de la Corte, no entraría más en esta casa. Por parte suya, no dudo que consintiera, porque es tan aficionada á coquetear por ahí, que si la dejaran había de estar todo el día en la calle detrás de los hombres. Pero no … no me hable usted de eso.

-Yo sospechaba desde el principio á dónde iba usted á parar, señor Carrascosa: pero quise aguardar á que se explicase-dijo Salomé con mucho desdén.

-Señoras, veo que son ustedes inflexibles. Conozco mucho la noble entereza del carácter de ustedes y el tesón de sus principios para insistir más sobre este punto.

En aquel momento doña Paulita, que, sin salir de la habitación interior, no perdía sílaba de lo que allí se decía, tomó parte en la conversación, variando de sitio para que la oyeran mejor.

-¡Oh, Dios mío¡-dijo.-No consentiré yo tal cosa. ¡Hasta las personas más perfectas caen alguna vez! ¡Hasta de los hombres más de bien y de mejor conducta se vale el demonio para sus perversos fines! ¡Quién diría que usted, señor don Gil Carrascosa, había de ser instrumento de perdición para esta pobre muchacha!

-¡Yo, señora mía!

-No: ya sé que es sin querer, que á veces Dios permite que una persona buena sea, sin saberlo, causa de la perdición de otra. No le echo á usted la culpa. Pero esta pobre niña tiene quien vele por ella. No caerá otra vez; que gracias á un buen ángel ha salido ya del abismo la pobrecita, y se ha salvado. Ya está hecho lo principal; de modo que ahora, con una vida ejemplar consagrada enteramente á la oración, su alma se purificará por completo. No temas, niña-añadió, volviéndose del lado en que estaba Clara;-no temas, que no volverás á caer, y si saliste del pantano del mundo, ha sido para continuar pura y sin mancha lejos de él. Y no desconfíes de ella-prosiguió mirando á la sala y dirigiéndose á las dos esfinges: no desconfíes de ella, porque es muy buena.

Salomé movió la cabeza en señal de duda.

-Es muy buena, muy buena compañera mía-continuó la devota-Aunque el mundo trató de corromperla, ella tiene muy buen fondo, y el alma está santa: lo he conocido. Perderá la corteza de las viles pasiones que el mundo le ha enseñado. Estoy tan interesada en su salvación, que quiero unirme á ella para toda la vida y salvarla conmigo. ¡Os aseguro que así será! Amadla vosotras, que Dios manda amar á los pecadores, sobre todo cuando están arrepentidos. ¿No es verdad que estás arrepentida, hermana?

No se oyó ninguna respuesta. Clara contestó sin duda que sí con un movimiento de cabeza. El sermón de la devota dejó un eco en la sala.

-Señoras: para concluir, me permitiré una observación-dijo don Gil.-Yo no veo un escándalo en que la señora doña Clarita salga en la procesión de las vírgenes. Al contrario, bueno es que ostente la hermosura, que es obra de Dios; y la mujer que se esconde y no sale, impide que se admire una obra de Dios, cual es la hermosura. Esa joven es un ejemplar prodigioso de las hechuras de Dios, y haciendo que todos la vean es como se publican las alabanzas del autor de tantas maravillas.

-Señor don Gil-objetó María de la Paz haciendo esfuerzos para aparecer serena:-no creía yo que fuese usted tan libertino. Vamos, nosotras teníamos de usted otra idea; creíamos que….

-Yo soy, señora, un hombre como los demás. Admiro las obras bellas de la Naturaleza, y una mujer hermosa es….

-Por Dios, señor de Carrascosa: en verdad tiene usted unas cosas …-dijo Salomé pasando la mano por el fragmento de cabellera que entre su apergaminada frente y su tocado aparecía.

-¡Jesús! repórtese por Dios-dijo desde dentro la devota. Me horrorizan sus palabras.

Algo más duró el importante diálogo; pero don Gil, viendo que no sacaba partido de las tres pécoras, varió de asunto, aunque con poca fortuna, porque sus amigas le mostraron mucho despego durante toda la visita. Al fin determinó marcharse; se levantó, hizo mil cortesías, les reiteró su respeto y admiración, prometió volver pronto, y se fué.

Al llegar á la calle miró á todos los lados como buscando á alguno, y al poco rato salió del portal de una casa inmediata el joven militar que hemos conocido desde el principio de esta historia.

-¿Qué hay?-preguntó á Carrascosa con mucho interés.

-Nada, no quieren. Esas viejas son unos demonios contestó riendo de muy buena gana el abate.-Me parece que por ese camino no conseguiremos nada.

-¡Diantre de viejas!

-No la sacamos de esa casa si no ahorcamos á las tres arpías de los tres balcones, y á Coletilla del tejado.

-Estoy decidido ya á lo que te dije ayer. Si no la puedo sacar, me cuelo yo dentro.

-¡Hombre, qué empeño! … Eso ya pica en historia. Vámonos de aquí, que si Coletilla nos ve, de seguro cae de su burro; vámonos y hablemos del asunto.

-Eres lo más inútil … Verás si yo la saco.

-Quisiera verlo-contestó Gil; y los dos se alejaron en dirección á
Santa Bárbara.

-Ya tú has olvidado tus antiguas mafias, diablo de abate; ya no sirves para el caso. A ver cómo puedo yo entrar ahí; discurre un medio, un ardid cualquiera: ¿para qué te sirve esa travesura? á ver.

-Hay un medio magnífico-contestó Carrascosa.

-Pues explícate pronto.

-Voy á explicarlo.

CAPÍTULO XX

Bozmediano.

Antes de dar á conocer en toda su extensión el coloquio de estos personajes, conviene dar noticias de uno de ellos, ya harto conocido por el lector. El militar que en el segundo capítulo de esta historia vimos prestando auxilio á Coletilla y después introduciéndose furtivamente en su casa, se llamaba don Claudio Bozmediano y Coello. Ya era tiempo de decir su nombre. Tenía treinta y dos años, y servía en el ejército con el grado de comandante. Su padre fué uno de los venerables legisladores de Cádiz. Hombre de talento, de notoria probidad, de elevada cuna y agradable presencia, había sido siempre muy amado de sus compatriotas. A la vuelta del Rey fué perseguido como todos, y tuvo que emigrar. Pero restablecido el sistema constitucional, el viejo Bozmediano volvió á España y ocupó uno de los más elevados puestos en la política.

(Con el nombre de Bozmediano conoceremos en esta historia al hijo de aquel varón ilustre, cuyo verdadero nombre no podemos usar en nuestro relato por ser un personaje contemporáneo de memoria muy reciente.)

Bozmediano, padre, era liberal de corazón. Trataba al Rey, y es seguro que hizo todo cuanto cabe en fuerza humana para dirigir por camino recto la torcida voluntad de aquel soberano falaz y perverso. Era rico, y jamás le movió el interés en asuntos políticos. El amor á su hijo y el patriotismo eran dos sentimientos profundos que, enlazados y confundidos, ocupaban todo su corazón.

Bozmediano, hijo, que es el que más conocemos, era un joven de excelentes prendas; pero tenía un defecto que la edad disculpaba. Era tan aficionado á las muchachas, que el galantearlas entretenía la mayor parte de su vida, robando tal vez á la patria grandes servicios. No era un libertino: las quería con toda la buena fe que el naciente siglo XIX permitía; y aunque él aseguraba no haber encontrado la suya, entreteníase con las demás esperando. Pero al fin, ó la había encontrado, ó había hallado una que de fijo le entretendría más que las otras.

Después que conoció á Clara, había perdido el reposo. No sólo la joven aquélla, por sus cualidades y encantos personales, le interesaba mucho, sino que en su vida había encontrado un misterio, para él interesantísimo, por ofrecerle lo que siempre buscaba con más afán: una aventura.

La aventura se presentaba singularmente dramática, excitando al mismo tiempo el amor y la curiosidad de Claudio. La soledad de aquella huérfana que vivía en compañía de un viejo excéntrico, la tristeza y necesidad de desahogo que en ella había notado, eran causas bastantes para estimular un espíritu menos impresionable y caballeresco. Su intento, su gran aspiración, era descifrar el misterio de aquella casa, y después salvar la encantadora y desdichada muchacha de la odiosa tutela de su guardián.

-Hay varios medios de entrar en la casa-decía Carrascosa tomando el brazo del militar:-paro hay uno que es excelente. Esas viejas tienen un arrendatario que ahora debe venir á pagarles sus rentas, lo poco que tienen. Lo sé por Elías. Estamos al aviso, le compramos, le hacemos escribir una carta diciendo que está enfermo y que envía á su hijo con el dinero; usted se disfrazará de labriego, entra en la casa, y una vez allí, ¡cataplum! le ha dado un desmayo, un accidente terrible. No tienen más remedio que dejarlo en la casa … le meterán en un desván, y durante la noche, cuando ellas duerman, se apoderará de la chica, y … á la calle.

-Calla, imbécil: eso no puede ser. No sé en qué comedia he visto eso, que es muy bonito en el teatro; pero en la vida…. Yo quiero entrar en mi traje habitual, con mi nombre … pero es preciso un pretexto, porque supongo que esas viejas serán la misma desconfianza.

-Armarán un escándalo y será tal el vocerío que se oirá en Jetafe. Es preciso ir con tiento.

-Pero, hombre-dijo Bozmediano, que no tenía noticia de que semejantes tipos existieran en el mundo,-¿qué gente es esa?… ¿Cuál es su carácter, su vida, sus hábitos, qué hacen y por qué está ahí esa pobre muchacha?

-Dichoso usted que no conoce á esas diablas de Porreño. Son los pájaros más raros que hay en el mundo. Cuando tengo mal humor voy á reírme con ellas, oyéndolas disparatar. Fueron ricas, pero han venido á menos; creo que el día menos pensado se comerán unas á otras.

-¿Y en qué se ocupan?

En nada, mejor dicho, en rezar. Una de ellas es santa, y le aseguro á usted que cuando se pone á hablar de sus santidades es cosa de morirse de risa. ¡Y qué impertinentes son! Cuando les propuse lo de la procesión, con objeto de sacar de allí á Clarita, se pusieron hechas unos grifos. Ya me figuré yo que no consentirían; y en verdad, amigo, que el proyecto que acaba de fracasar era atrevidillo.

-¿Y cómo ha venido aquí esa Clarita?

-Yo no sé: cosas de Elías.

-Hombre, hábleme usted de ese Elías. El día en que le conocí por primera vez me parecía lo más raro del mundo. Ya había yo oído hablar de Coletilla.

-Elías es un loco rematado, es realista; pero con un fanatismo que le llevará hasta el martirio.

-¿Y quiere á esa joven?

-No sé: yo lo dudo. Coletilla no ama más que al Rey, mejor dicho, al
Príncipe real.

-Pues bien: á ver como me introduces en esa madriguera.

-Es preciso entrar de ocultis-dijo con la más maliciosa sonrisa el abate.

-Y qué sacamos de eso?-contestó en el colmo de la confusión Bozmediano.-Entro, por ejemplo, de noche: si alguna me ve, me creerá ladrón, chillara, y entonces … ¡bonita aventura! Además, Clara no está prevenida, no tiene relaciones conmigo. ¿Qué voy yo á hacer allí? Yo quiero introducirme sin que se sospeche nada, entablar amistad con ella.

-Tengo una idea-exclamó Gil golpeándose la frente.

-¿A ver?

-Usted va á entrar en un momento en que Clarita esté sola.

-¿Sola? Pues esos demonios, si salen alguna vez, ¿la dejarán allí?

-Sí.

-¿Y cuándo salen?

-Yo me encargo de averiguarlo y de arreglar eso.

-Explícate mejor.

-Lo primero que usted debe hacer, señor don Claudio es escribir una carta á la niña. Yo también me encargo de eso.

-Bien: ellas salen; probablemente la dejarán encerrada, ¿Cómo entro yo?
¿Voy á estar descerrajando puertas?

-No, señor: usted entrará cómodamente y sin ruido.

-A ver como es eso, diablo de abate.

-¿Recuerda usted aquel vestido de abate que yo tenía allá por los años 10 y 12?

-¿Qué he de recordar yo?-dijo Claudio, picado y curioso.

-Calma, amiguito-contestó don Gil, poniéndole la mano en el pecho:-¿recuerda usted mi gorro y mis calcetas, un primor de costura y de corte?

-¿Y qué tiene eso que ver con la…?

-Vamos allá. Pues ese traje, ese gorro, esas calcetas, me las hicieron doña Nicolasa y doña Bibiana Remolinos, personas eminentes en el arte de coser, á quienes tendré el gusto hoy mismo de presentar á usted.

-¿Pero qué jerga es esa? ¿Qué demonios tiene eso que ver con lo que te pregunto?

-Usted no cae en la cuenta-contestó el socarrón del abate,-porque no sabe que esas dos señoras viven en la misma buhardilla en que hace diez años vivió la hija del herrero, Josefita Pandero, de quien anduvo tan enamorado el conde de Valdés de la Plata: es decir, en el número 6 de la calle de Belén. Yo anduve en el asunto.

-Ya recuerdo haberte oído contar algo de eso. ¿Pero qué tengo yo que ver con Josefita Pandero ni con esas señoras Remolino…?

-Usted no comprende lo que quiero decir, porque no recuerda que el conde de Valdés de la Plata, no pudiendo sonsacarle la niña al herrero, que la guardaba como si no fuera mujer, alquiló la casa inmediata, y no paró hasta abrir una comunicación que le permitió profanar el hogar de aquel testarudo Vulcano.

-Ya….

-Pues … mis amigas las costureras viven en el número 6, donde vivió la hija del herrero, y mis amigas las Porreños viven en el 4, donde vivió el conde de Valdés de la Plata; y en resumen, si una puerta, hábilmente hecha, permitió á un caballero pasar del 4 al 6, también abrirá paso del 6 al 4 untándoles las uñas á esas costurerillas, que, dicho sea da paso y en honor de la verdad, tienen para el pespunte unas manos que son una gloria.

-Ya comprendo. ¿Y esa puerta existe?

-¡Pues no ha de existir! Yo la he visto, yo respondo de todo: me encargo de averiguar cuándo salen las arpías, de llevar la cartita y de facilitar el paso….

-No es mala idea-dijo el militar-y, sobre todo, mala ó buena, yo la he de llevar á cabo. ¿Y qué haremos para que esa lechuza de Coletilla no nos estorbe?

-Coletilla no nos estorbará. De lo menos que él se ocupa es de la muchacha, cuyo porvenir no le importa un comino. El no se ocupa más que de….

-¿De conspirar, eh?

-Pues ya. Amigo don Claudio, Elías es hombre fuerte y tiene amistades muy altas. Puede mucho, y así con su humildad y su melancolía es persona que maneja los títeres. Le digo á usted que se va á armar una….

-¿Con que conspiran? Si conspiran los realistas, es seguro que tú estarás con ellos, ¿no?

-Hombre, yo …-contestó Gil maliciosamente-yo soy hombre de orden, y nada más. Si ando con Elías y me trato con los suyos, es sólo por enterarme de sus manejos, pues….

-Siempre el mismo truhán redomado: nadie como tú ha sabido navegar á todos los vientos.

-Ya sabe usted, señor don Claudio-contestó Carrascosa-que me acusaron de realista y me quitaron mi destino. ¿Yo qué iba á hacer? ¿Iba á morirme de hambre?

Las ideas no dan de comer, amigo. Usted, que es rico, puede ser liberal. Yo soy muy pobre para permitirme ese lujo.

-¡Solemne tunante!

-Lo que hago es estar al cabo de todo. ¿Quiere usted que acabe de ser franco? Usted es buen amigo y buen caballero. Voy á ser franco. Pues sepa usted que esto se lo va á llevar la trampa. Esto se viene al suelo, y no tardará mucho. Se lo digo yo y bien puede creerme. Dice usted que soy un solemne tunante. Bien: pues yo le digo á usted que es un tonto rematado. Usted es de los que creen que esto va á seguir, y que va á haber libertad, y Constitución, y todas esas majaderías. ¡Qué chasco se van á llevar! Le repito que esto se lo lleva Barrabás, y si no, acuérdese de mí.

-¿Ya empiezan las facciones, eh? Pues es cierto que les darán que hacer, porque los liberales no se maman el dedo, amigo Carrascosa.

-¡Ah!-contestó el otro, riendo como un diablillo.-¿Que no se maman el dedo? Ya verá usted lo que va á salir de aquí. Usted, Bozmediano, arrímese á buen árbol…. Mire que se lo aconseja quien sabe lo que son estas cosas…. Pero volvamos al otro asunto. En lo concerniente á Clarita, voy á darle á usted un dato muy importante.

-A ver.

-Este Elías tenía un sobrino en Ateca. Clara estuvo allá hace unos meses. El sobrino es joven, decidorcillo, medio galanteador…. ¿Necesito decir más?

-Vamos, ya pareció aquello-dijo Bozmediano con mucho interés.-Apuesto á que es su novio.

-Pues ganará usted. Yo estuve en Ateca en aquellos días, y supe que los dos chicos se querían. Me parece que se quieren todavía.

-¡Hola, hola! ¿esas tenemos?-dijo Bozmediano amostazado-¿Y cómo hasta ahora no me habías dado esa noticia?

-Porque hasta hoy no había sabido que ese chico llegó y está en Madrid.

-¿En Madrid?

-Sí; pero se las compuso de tal modo, que llegar aquí y ser metido en la cárcel, fué todo uno.

-¿Pues qué hizo?

-Es muy aficionado á la política. Allá en Zaragoza hablaba mucho en los clubs. El chico estaba envanecido; llegó á Madrid; sus amigotes le llevaron á la Fontana; habló; á la mañana siguiente se mezcló en el tumulto de la procesión del retrato de Riego: chilló en la calle, alborotó, vino la policía, le echó mano y le llevó á la cárcel, donde está.

-¿Y su tío no procura sacarlo?

-Usted no conoce á esa fiera. Su tío, al saber que el muchacho era exaltado y que la echaba de orador, se puso hecho un veneno, fué á la cárcel, le riñó de lo lindo, y ha roto con él, diciéndole que mientras tenga aquellas ideas no parezca por su casa.

-Ese hombre es lo más excéntrico …

-Sí, señor. Pero la pobre muchacha está seguramente pasando las mayores amarguras, y tendrá el corazón tamañito al ver lo que le pasa á su pobre amigo.

Bozmediano permaneció meditabundo algunos instantes. Después dijo con mucha calma:

-Ya sé lo que tengo que hacer.

-¿Qué va usted á hacer?

-Todo lo posible para que pongan en libertad á ese joven. Estoy seguro de que lo conseguiré.

-¡Hombre, pues es usted lo más raro! … No se comprende dijo sonriendo y con asombro don Gil.-¿Con que está usted haciendo el amor á la chica, y le va á poner en libertad al novio? Si digo yo que usted es tonto, don Claudio.

-No tengo duda alguna: le pongo en libertad. Veremos cómo ella lo toma.
Haremos que sepa que yo le he puesto en libertad, yo.

-Buena la va usted á hacer. Estos entes caballerescos son incomprensibles. Ese muchacho será un estorbo más para nuestro plan, para el escalamiento y …

-No importa: allá veremos. Sobre lo demás, lo dicho, dicho … La carta, alejamiento de las arpías, la puerta del desván….

-Todo presto, todo arreglado. No hay más que hablar. Dios se la depare buena.

Después de estas palabras se separaron. El ex-abate, al partir, se reía con muy buenas ganas del joven militar, á quien quería servir llevado de miras ulteriores, esperando un ventajoso arrimo en aquella situación política. El otro se dirigió á su casa, pensando á la vez en la repugnante astucia de don Gil y en los peligros de su aventura.

El ardid amoroso que pensaba emplear Bozmediano era cosa muy común á principios del presente siglo, en que se conservaba aún la rigidez de los principios domésticos que habían hecho en tiempos anteriores una fortaleza de cada hogar.

En el siglo XVII, cuando nuestra nacionalidad vigorosa, original y profundamente característica, no había recibido influjo extranjero, los españoles se componían de otro modo: iban á su objeto por medios más violentos, más decididos, más románticos, que indicaban antes la pasión que la intriga; más bien la resuelta actitud del valor que el ingenioso intento de la astucia. Aquél fué el siglo de los raptos del convento, de las escaladas por el jardín, de las fugas, de los atropellos, de los sublimes atrevimientos. Entonces hubo un galán, según dicen (el Conde da Villamediana), que quemó su casa sólo por el placer de sacar en brazos á una dama.

La irrupción de costumbres francesas, verificada con la venida de la dinastía nueva á principios del siglo XVIII, modificó ésta como otras cosas. La sociedad que se imponía á la nuestra era menos grande, menos valerosa, menos apasionada; pero más culta, más refinada, más hipócrita. Con ella vinieron los abates, y vino la literatura clásica, fría, ceremoniosa, falsa, hipócrita también. La poesía pastoril, último grado de la hipocresía literaria, tuvo un renacimiento funesto en el siglo pasado. Al compás de los madrigales, los abates hacían el amor callandito en los salones. Los amantes, que componían versos de casto é insípido pastorileo, no podían entrar en las casas como aquéllos á quienes encubría su dignidad, y entraban disfrazados ó empleando los más extravagantes y rebuscados medios.

Con la sociedad nueva vino la moda nueva. Esta trajo las pelucas blancas, los peinados complicados é hiperbólicos; y con el artificio de estos peinados se creó el peluquero de las damas, hombre gracioso que entraba en todos los tocadores, y era tercero en toda intriguilla de amor.

Ningún siglo ha visto, como el décimoctavo, la astucia sirviendo al amor. Veíase á los amantes arrostrando la ridiculez de situaciones muy raras para poder hablar con sus damas. La casa era invadida; pero no como la invadían nuestros caballeros del siglo anterior, espada en mano, batiéndose con una turba de criados y dos docenas de alguaciles, sino astuta y solapadamente, engañando á las familias, abusando de la confianza ó encubriéndose con un disfraz ingenioso y á veces grosero.

En 1821 estos procedimientos estaban aún en boga, y Bozmediano era maestro consumado en el asunto. Conocía el resorte de los barberos, de las terceras, de los abates, siendo muy diestro en el uso de disfraces, engaños y supercherías amables, como entonces se llamaba á estas cosas. Si no pudo emplearlos en la aventura que le vemos emprender, á causa de las singulares, costumbres de las tres señoras, no fué culpa suya; y sólo á los obstáculos y dificultades que presentaba el terreno, se debió, como él decía, que empleara medios un poco más violentos.

CAPÍTULO XXI

¡Libre!

Ante todo, Bozmediano, guiado por un sentimiento fácil de comprender, resolvió firmemente hacer cuanto en su mano estuviera para poner en libertad al pobre Lázaro. Servir al que podía considerar como su rival, le parecía un acto que podía asegurarle la benevolencia de Clara; y esta benevolencia, bien y astutamente dirigida, podía convertirse en amor. No procedía éste como los amantes vulgares, en quienes la pasión no es más que un egoísmo un poco espiritualizado. En Bozmediano los movimientos de delicadeza y generosidad eran espontáneos y vehementes.

No le fué difícil conseguir lo que apetecía. El secretario del jefe político, informado por la policía, le dijo que el preso era un agitador, pagado por los amigos de la reacción; pero Claudio lo disculpó cuanto pudo, diciendo que era un joven sin experiencia ni juicio; y al fin, después de muchos empeños y recomendaciones, se dió la orden para ponerle en libertad.

Bozmediano se dirigió á la Cárcel de Villa. Lázaro, después de la visita de su tío, había caído en lúgubre abatimiento. Aquella fiebre angustiosa que llenaba la imaginación de alucinaciones terribles, haciéndole sufrir tan grandes tormentos, había degenerado en lento marasmo, en un letargo moral que le embrutecía. Su inteligencia, tan viva y brillante en otras ocasiones, estaba adormecida; y recostado en un rincón, con la vista fija en el ángulo opuesto, sus ojos buscaban la obscuridad como único descanso. El descuido, el abandono, la atonía y un sopor estúpido se pintaban en su actitud.

Cuando le notificaron que estaba libre, tardó mucho en adquirir la completa noción de aquel cambio. Rehaciéndose un poco, creyó que á su tío debía semejante favor, con lo cual la persona de Elías ganó momentáneamente su afecto. Pero al salir encontró á Bozmediano que le saludó con mucha cortesía, repitiéndole que estaba libre y podía retirarse á su casa.

Sintióse conmovido ante la generosidad desinteresada de aquella persona;
pero pronto empezaron las dudas y la confusión. ¿Quién era aquel joven?
¿Le había favorecido por generosidad ó por miras ocultas? No le conocía.
¿Por dónde sabía su nombre y que estaba preso?

Lázaro no pensó mucho en esto. Hablaron al salir, y le pareció que Bozmediano era bueno y honrado, dispuesto á la amistad y á las buenas acciones. Cuando marchaban juntos por la calle de Atocha, el aragonés escuchaba las palabras de su desconocido favorecedor con la tranquila atención de la inferioridad; admiraba sus maneras, su entendimiento, su fisonomía, su modo de expresarse, y en aquel momento le pareció el más cumplido caballero que había visto. Comprendió también que era un joven distinguido, rico é influyente, y su admiración tuvo mucho de respeto.

-¿Pero á qué circunstancias debo este gran favor que usted me ha hecho?-decía Lázaro.-Quiero saber cómo podré pagar….

Claudio, que quería eludir el verdadero motivo de aquel acto, divagó, dando á Lázaro una porción de señas que aumentaron su confusión: le habló de don Elías, de su pueblo, del club de Zaragoza, de la Fontana.

-En fin-dijo, decidido á salir del atolladero:-no quiero llevarme el mérito de una acción que no debe usted agradecerme. Cada cosa en su lugar. Yo le he puesto á usted en libertad, pero no he sido más que un intermediario.

Lázaro comenzó á ver obscura la situación. Paráronse, y se miraron. La sonrisa que en aquel momento se dibujó en los labios de Claudio, le pareció al otro cosa de muy mal agüero, y empezó á bajar á su favorecedor del alto pedestal en que le había puesto.

-Sí-continuó el militar:-no es á mí á quien debe usted este favor; es á una persona que debe de querer á usted mucho, según las apariencias.

Lázaro iba á pronunciar el nombre de Clara; pero se contuvo, porque multitud de pensamientos que se le agolparon á la imaginación, le hicieron detener un buen rato fija la vista en el militar. Aquel tropel de pensamientos fué una serie de rapidísimas nociones que se borraban unas á otras, sucediéndose con precipitado vértigo. Ella le conocía, le había visto; Bozmediano era una agradable persona: éste le había puesto en libertad; ella se lo rogó tal vez; ella le tenía lástima; él quiso complacerla. ¿A qué precio? ¿Con qué fin? ¿Desde cuando?…

Por fin el aragonés se atrevió á preguntar quién era la persona á quién debía su libertad.

-Vamos-dijo Bozmediano con cierta vocecilla impertinente.-Bien sabe usted lo que quiero decir. No es necesario pronunciar fu nombre. Es natural que se haga usted el desentendido. Como halaga tanto su amor propio el ser querido por persona de tanto mérito…. No sea usted ingrato, joven, que ella no lo merece.

-No sé lo que quiere usted decir-manifestó Lázaro en el tono de un examinado desaplicado que se hace repetir la pregunta por retardar la contestación que no sabe.

Bozmediano habló más; pero vino á decir lo mismo. A Lázaro le parecía un agravio inferido á Clara el publicar su afecto, el depositar tan honesta y delicada confidencia en el conocimiento de un intruso, sí, porque Bozmediano era un intruso, que se había metido á darle libertad sin que nadie se lo pidiese.

-Bien sabe usted á quien aludo-dijo Claudio, dándole una palmada en el hombro con llaneza y confianza;-pero como usted está tan orgulloso con ser novio de esa joven, se da usted ese tono.

-¡Oh! no-replicó el sobrino de Coletilla avergonzado.-La verdad es que no sé quién es esa persona que usted dice.

Bozmediano estrechó la mano del joven aragonés y le hizo muchos ofrecimientos y protestas de amistad. El otro estaba tan aturdido, que lo contestó mal y con poca cortesía.

-Sé dónde usted vive-dijo Claudio retirándose:-nos veremos. Y si no en la Fontana, á donde voy con frecuencia.

Y se separó. Cuando estuvo á alguna distancia, Lázaro sintió impulsos de correr hacia él para darle las gracias con mayor respeto; pero en él luchaban el orgullo y los celos. Le dejó marchar sin decir nada.

Bozmediano iba diciendo entre sí con mucha satisfacción:

-Muy vulgar, muy vulgar….

CAPÍTULO XXII

El “vía crucis” de Lázaro.

Lázaro continuó andando sin dirección fija. Su brusca y misteriosa salida de la cárcel, el conocimiento de Bozmediano y el aturdimiento producido por sus palabras, le impidieron por algún tiempo darse clara cuenta de su difícil y rarísima situación. Pero cuando se vió solo y anduvo un buen rato, empezó á comprender que no tenía á donde ir, ni á quién dirigirse, ni con quién vivir. Las palabras dichas por el viejo no le dejaban duda respecto á su carácter. Era un realista fanático, un ciego amante de la tiranía. Con los ojos encendidos de cólera y el habla venenosa y fuerte, le había dicho que no fuera á su casa mientras no cambiara de ideas, ¿Qué hacer? Era imposible vivir con aquel hombre misántropo y cruel, melancólico y feroz como un fanático musulmán. ¡Cuán contrarias las ideas de uno y otro! ¿Qué podía hacer? ¿Fingir y ser hipócrita? ¿Aparentar un amor á la tiranía que le parecía criminal? “No: eso no puede ser”, pensaba Lázaro. Además, en la agitación actual de los partidos, fingir semejantes ideas era peor que profesarlas. El viejo no podía admitirle en su casa. Entonces, ¿qué determinación debía tomar? ¿Adónde iba? ¿Volvería á Ateca? ¿Y Clara?

Al acordarse de su infortunada compañera, los pensamientos del joven tomaron otro sesgo. La idea de los pesares de aquella infeliz, condenada á vivir con un ser tan antipático, principió á atormentarle. Era preciso ir allá y ver lo que pasaba en la casa. ¿Pero cómo, si era imposible visitar á su tío?

¿Iba ó no iba? La necesidad le apremiaba. Estaba solo, agobiado de extenuación, hambriento y desnudo. Doce cuartos era toda su fortuna; porque en el camino había perdido un doblón, y los gastos de viaje consumieron el otro. Entre tanto se acercaba la noche y no tenía dónde dormir. Si acudía á casa de sus amigos, temía no encontrarlos tan benévolos como la noche anterior. Además, eran pobres, tan pobres como él, y no podían darle agasajo.

Era preciso ir. También se le ocurrió tomar el camino de su pueblo y volverse allá. Conocía un arriero en el parador, que le llevaría de fiado. Pero ¿y Clara?

Estos eran sus pensamientos cuando acertó á pasar por la Fontana.
Sintió gran algazara, paróse maquinalmente y tuvo intenciones de entrar.
“No-dijo dominándose-no entraré.” Y al mismo tiempo dió un paso hacia
la puerta.

Sin embargo, atracción fatal le arrastraba hacia aquel recinto, abismo de sus primeras y más bellas ilusiones.

Los sonidos que allí dentro se oían retumbaban en su cerebro como ecos infernales de singular fascinación.

Retrocedió, volvió á avanzar, se consultó, discutió mentalmente, y al fin, uniéndose la curiosidad á su instintivo deseo de entrar, no dudó más y entró.

Estaban en una discusión muy acaloraba. Por todas partes se alzaban voces, lo mismo en la región turbulenta del público que en la del club. El que estaba en la tribuna logró dominar el ruido y pudo hacerse oír; pero bien pronto los gritos ahogaron de nuevo su voz. Trataba de la vergonzosa derrota que habían sufrido los exaltados ante la autoridad de Morillo, y algunos habían llevado esta cuestión á un terreno personal. Celosos del decoro de la sociedad y del buen nombre del partido, algunos oradores denunciaban á los infames que, disfrazados con el nombre de liberales, iban á corromper á aquella asamblea, á hacer vergonzosos tratos en nombre del Rey, á comprar la elocuencia exaltada y á promover alborotos que no tenían otro objeto que desprestigiar el liberalismo y dar armas á la reacción.

-¡Lobos-decía el orador-disfrazados de cordero, que vienen aquí fingiendo un amor á la libertad que no tienen! ¡Ofrecen oro á los oradores en pago de un discurso que exalte los ánimos de la multitud ignorante!

-Sí: esos infames-decía otro orador-son los que preparan las asonadas y los que apedrean las casas de los Ministros. El objeto de esta asociación es sostener una cátedra permanente de las buenas ideas, dirigir los sufragios; pero nunca patrocinar el libertinaje, ni el escándalo, ni la anarquía.

-No-gritó otro orador, en quien se fijaban las miradas de todos, y que se levantó lleno de ira á protestar contra las palabras anteriores.-No: aquí no hay traidores. Los que tal hacen no pertenecen á la raza de los humanos: no creo en ellos, y si los hay, que se digan sus nombres. Sepamos quiénes son; conozcámonos.

-¡Que se digan los nombres!-repitieron cien voces.

-Es preciso-decía el primer orador-purificar esta noble asamblea. Merced á los infames que la han corrompido, corren por la corte injuriosas calificaciones de nosotros y de nuestro club. ¡Que esos infames salgan de aquí!

-¡Que se digan sus nombres!-respondió la multitud con un rugido.

-No-decía otro:-esa especie de hombres no existe.

-Sí existe-exclamó exasperado el primero.-Frecuentan este sitio personas que vienen á pagar con el oro del rey el frenesí oratorio que enloquece al pueblo.

-¡Quién! ¡Quién!

-¿Quién de nosotros-continuó el orador-no conoce al llamado Coletilla? Es un realista fanático, un malvado agente de la casa grande. ¿No le conocéis? Este hombre es una culebra que se desliza entre nosotros para corromper á los oradores jóvenes. Yo sé que muchos han recibido dinero en cambio de discursos muy calurosos. Las asonadas absurdas que vemos todos los días, ¿á qué se deben? No lo dudéis: ¡abrid los ojos, ciegos! Se deben al oro de Fernando de Borbón, al oro repartido por ese hombre insidioso, por ese Coletilla.

-¿Quiénes son los venales? Sepámoslo.

-Desconfiad de los autores de asonadas.

-Ese es algún amigo del Gobierno-exclamó señalando al orador un individuo que estaba en la parte del público.

-¿Amigo del Gobierno?-dijo el orador indignado.-¿Por qué? ¿Porque amo la libertad sin licencia, la petición sin escándalo? Vosotros amáis la anarquía y cedéis á la venalidad. Me dirijo á los aragoneses, que este sitio se distinguen por su lenguaje procaz y su amor á los alborotos.

-¿Qué se atreve usted á decir?-exclamó Núñez levantándose como una furia y apostrofando al primer orador.

-¡Qué injuria dirige usted á mis amigos, á mi!

-Sí, señores-gritó el otro:-desconfiad de los aragoneses. Un aragonés agitó las turbas el día de la procesión del retrato.

Algunos miraron á Lázaro que, mudo y helado, presenciaba aquella escena.

-Y no lo dudéis-continuó el orador.-El que habló en aquella ocasión era un vil instrumento de los agentes del Rey.

-¡Es éste! ¡Aquí está!-exclamó uno, señalando á Lázaro á la atención de toda la asamblea.

-Sí: el sobrino de Coletilla.

-¡Sobrino de Coletilla! ¡Sobrino de Coletilla!-repitieron muchas voces.

Tumulto espantoso resonó en todo el ámbito. Todos se levantaron y miraron á Lázaro.

-¡El que habló la otra noche excitando á la rebelión!

-¡Alborotador de la Plaza Mayor!

-¡El sobrino de Coletilla!

Estas últimas palabras eran el mayor padrón de deshonra. Núñez se
levantó á defender á su amigo; pero no pudo: su voz no fué escuchada.
Muchos que temían verse acusados, en cuanto vieron el aluvión que sobre
Lázaro caía, descargaron sobre él toda su ira.

-¿Cuánto te dieron por los gritos del día de la procesión, prendita?-exclamó desde el rincón el augusto Calleja.

-¡Afuera con él!

-¡Fuera los traidores, fuera!

-¡A la calle, á la calle!

Lázaro trató en aquel momento supremo de desesperación de reunir todo su aplomo para hablar, para defenderse, para gritar, para decir á todos que era inocente, que era un infeliz, un pobre diablo, el último de los seres. No le escuchaban. No podía hablar, ni para defenderse, ni para despreciarlos: se doblegó bajo el peso insoportable de tanta mirada y de tanta cólera. La multitud redobló su furia al ver el estupor y la postración de su víctima, y tras las palabras vinieron los movimientos: le mandaron salir, le empujaron hacia la puerta, le echaron. El círculo en que le tenían se estrechaba cada vez más; el desdichado joven vió cien manos sobre su cuerpo; se sintió cogido, como si una culebra se le enroscara echándole fuertes nudos y apretándole en sus robustos anillos. El vocerío, el calor, la angustia, la vergüenza, le aturdieron hasta el punto de hacerle perder la claridad del conocimiento. Sintióse arrastrar sin ver quién le arrastraba; fuerzas descomunales tiraban de sus puños, le golpeaban la espalda, le impelían hacia fuera, sintió abrirse la puerta con estrépito, sintió que su cuerpo recibía una fuerte sacudida, sintióse arrojado y libre de aquellos brazos terribles; cayó al suelo. El ruido continuaba en torno suyo, formado principalmente de carcajadas infernales; pero al fin el ruido se alejó poco á poco: el infeliz comenzó á experimentar el dolor de la caída y el frío de la tierra. Estaba en la calle.

Permaneció en el suelo algunos minutos sin darse clara cuenta de aquél hecho, y el sudor que le cubría su rostro le produjo una impresión glacial. Entonces adquirió conocimiento exacto de su situación, y vió que estaba en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, inclinada la frente, caído y revuelto el cabello. El sombrero rodaba á su lado, su ropa estaba desgarrada y sentía un dolor agudísimo en el codo izquierdo, duramente estropeado en la caída. El ruido de la Fontana resonaba como enjambre lejano: á los gritos se unían las palmadas, y una voz agitada y sonora se elevaba á ratos sobre aquella tempestad de entusiasmo.

Lázaro vió en torno suyo á tres pilletes que le contemplaban con burla, y uno de ellos atisbaba una ocasión oportuna para quitarle el sombrero. Los transeúntes principiaron á formar corro, y alguno llegó á inclinarse con curiosidad para ver si el caído estaba difunto ó simplemente desmayado. Levantóse, porque aquella curiosidad impertinente le molestaba tanto como el rumor que de la Fontana salía, y se alejó de allí, dirigiéndose á la Puerta del Sol. Los gateras le seguían, acompañados de algunos más; los serenos le dirigían de lleno la luz de sus linternas, y los transeúntes se paraban mirándole alejarse, seguros de que no era difunto ni estaba desmayado, sino simplemente borracho.

Subió la calle de la Montera, y preguntó por la calle de Válgame Dios, porque había resuelto dirigirse á Casa de su tío. Ya no dudaba: su determinación era fija, y en aquel angustioso trance, la casa del fanático, en cuya puerta había de dejar sus creencias, sus sentimientos, le pareció un refugio de paz.

Después de todo, los pocos días pasados en Madrid habían sido continuado martirio, y la idea de la apostasía que en casa del realista se le obligaba á hacer, no le molestaba tanto. Estaba herido de muerte en la imaginación, es decir, flaqueaba por su parte más poderosa. Ya no era aquel joven ardiente que se creía destinado á grandes fines; era un pobre desheredado sin vigor de espíritu, sin esperanza y sin ideas. No sabía lo que pensaba, no podía medir la inmensidad del trastorno que su pariente le exigía, no estaba resuelto sino á echarse en brazos del primero que fuera capaz de consolarle.

Llegó por fin, después de preguntar mucho, á la calle de Válgame Dios. Vió el número de la casa, miró á las ventanas del segundo piso y había luz en las habitaciones. Sin duda estaba allí Clara cansada de esperarle, desconfiada de verle otra vez. Entró en el zaguán y subió la escalera tan agitado y palpitante, que al llegar á la puerta se detuvo porque apenas podía respirar. Después de algunos segundos, en que trató de reponerse, alargó la mano, tomó el cordón de la campanilla y tiró muy suavemente, porque le parecía que iba á incomodar á su tío y á alarmar á Clara si tocaba más de lo necesario para hacer constar en el interior la presencia de un forastero. Pero la suavidad con que tiró su mano temblorosa fué tal, que la campanilla no sonó. Quiso hacerlo con más energía, y como estaba tan nervioso, tiró tanto que la campana atronó la casa. Lázaro se asustó, creyendo que Elías iba á salir hecho una furia, clamando contra el que así alborotaba. Largo rato pasó sin que nadie abriera; pero al fin distinguió alguna claridad al través del ventanillo; sintió pasos; una mano descorría la tabla, abrióse el agujero y aparecieron dos ojos.

No eran los de Clara.

-¿Quién?-dijo desde dentro la voz de Pascuala.

Lázaro preguntó por su tío.

-Sí pero no está.

-¿Vendrá pronto? Soy su sobrino.

Pascuala abrió la puerta y Lázaro dió un paso hacia adentro sorprendido de no oír la voz de Clara.

-No vendrá ni pronto ni tarde, porque se ha mudao-contestó la alcarreña.

-¿Cómo?

-Como que se ha mudao hoy mismo. Yo estoy aquí todavía, porque quedan algunas cosillas y el ropero grande, y estoy aquí pa cuidarlo; pero mañana me voy.

-¿Y á dónde se ha mudado?

-Aquí cerca, en la calle de Belén, en casa de unas señoras que llaman de Porreño, que le han cedío el cuarto segundo pa que viva solo.

-¿Y Clara?-preguntó Lázaro con mucha ansiedad.

-Ésa hace ocho días que está allá viviendo con las señoras. El amo la puso allí porque seenfaó con ella.

-A ver, á ver, ¿qué es lo que dices?

-¡Ah! ¿Pero usted es sobrino del amo?

-Sí.

-Usted es aragonés. Dígame: ¿conoce por casualidad en Cariñena á
Ventura Palomino, hermano de Jusepe Palomino, que casó con Colasa
Sanahuja?

-No-contestó Lázaro impaciente:-no soy de Cariñena.

-¿Y sabe usted si ha parío la mujer de Antón Telares, hermano de mi novio Pascual, con quien me voy á casar la semana que entra, si Dios me ayuda?

-No sé, hermana; no conozco á esa gente. Pero diga usted, ¿por qué ha ido Ciara á vivir con esas señoras?

-¡Ah!-dijo la alcarreña riendo con mucha gana:-no me acordaba de que era usted su novio. El amo la mandó allá, porque decía que no la podía aguantar … pues … le diré á usted … el amo es así, un poco … Decía que era una niña como las del día, que era muy sardesca … Pero ella es muy buena, y no sé cómo la pobre no se ha podrío de tristeza en esta casa.

-¿Y salió con gusto de aquí?

-A la verdad, caballero … el amo tiene un genio, así … vaya. Las dos nos quedábamos muertas de miedo siempre que le veíamos entrar. No nos hablaba nunca, y de noche, después de acostarnos, le sentíamos dando unas patadas.

-¿Y por qué la mandó á casa de esas señoras?

-Vea usted, yo le voy á decir la verdad porque es de la casa. Había un melitarito que se metió un día en casa, porque vino acompañando al amo, que fué herío en la calle. Después pasaba todos los días por ahí, y siempre que me encontraba en la calle me paraba pa preguntarme por doña Clarita. ¡Ay! un día me vió mi Pascual hablando con él, y por poco … mi Pascual tiene un genio del demonio, y cuando se enfaa … usted no supo cómo le pegó de cachetines al carnicero de ahí enfrente … Luego, como es una así … tan guapetona.

-Siga lo que iba contando: después sabremos lo que hace el señor
Pascual-dijo Lázaro, impaciente por las digresiones de la criada.

-Pues decía que el melitarito, ofreciéndome dinero, quería colarse aquí.

-¿Y entró?…

-Espere usted y seguiré contando. No pasaba de la esquina, y el amo le alcanzó á ver algunas veces. Porque el amo, aunque parece que no ve nada, lo oserva todo.

-Y ella, ¿qué decía?

-Espere usted … El me decía que quería entrar.

-¿Y qué decía él de ella?

-Que era muy guapa para estar aquí encerrada sin ver el mundo; que era una lástima que una mujer así viviera en compañía de un viejo tan feo y tan … Decía: “yo la sacaré de aquí.”

-¿Y ella sabía que él decía eso?

-Sí: él mismo se lo dijo.

-Luego estuvo aquí-exclamó Lázaro con mucha ansiedad.

-Espere usted.

-Y ella, ¿qué decía de él?

-Que era una persona amable y de muy buen trato; que era buen sujeto y caballero muy cumplido. Un día se nos metió aquí. ¡Jesús, qué susto!

-Y ella, ¿qué hizo?

-Le dijo que se fuera.

-¿Y se fué?

-Ca: aquí estuvo hablando mil cosas.

-Y ella, ¿qué le decía?

-Que se fuera, porque la iba á comprometer; que si era verdad que se interesaba por ella, se marchara al momento, no dando lugar á que le vieran allí.

-Y él, ¿qué dijo?-preguntó Lázaro, que no cabía en sí de zozobra.

-Mil cosas, mil monerías. Lo cierto es que el amo entró y le vió. Se enfadó mucho, nos riñó mucho.

-Y á él, ¿qué le dijo?

-Nada. A nosotras nos estuvo riñiendo todo el día. Después le dijo á doña Clarita que era una loca; que ya estaba cansao de sus coqueterías … cosas del viejo, porque ella, la pobre … por fin le dijo que la iba á mandar á casa de esas tres viejas para que la corrigieran y la enseñaran á buen vivir.

-Pero ¿por qué causa mi tío la llama loca? ¿Qué ha hecho?

Naa; pero el amo dice que las ideas del día …

-¿Y qué más le dijo?-preguntó Lázaro, que no se cansaba nunca de las terribles respuestas de aquel fatal interrogatorio.

-Que debía aplicarse á la oración y á una vida santa.

-¿Y ese militar no la ha vuelto á ver más?

-Estos días le he visto rondando por la calle de Belén, y yo … me figuro….-¿A ver? ¿Qué se figura usted?

-Me figuro … El melitarito es muy pillo … apuesto á que se ha colado allá.

-¿Y usted no conoce á esas tres señoras?-dijo Lázaro, tratando de disimular la mala impresión que la anterior respuesta le había producido.

-No: el amo decía que son buenas, y que una es santa.

-¿Dónde viven?

-En la calle de Bebén, núm. 4. Su tío vive en la misma casa. Ya las conocerá usted.

-Diga usted-preguntó Lázaro, después de una pausa, en que dudó si marcharse ó prolongar más aquel coloquio doloroso;-diga usted, ¿ese militar es un joven alto, con bigotes negros? …

-Sí: un poquito más alto que usted; tiene una voz muy clara y anda con mucha gracia, y se ríe con mucha gracia.

-¿No sabe usted cómo se llama?

-No, señor: lo iba á averiguar; pero como mi Pascual es tan celoso, tuve miedo. ¡Ah, qué hombre! Cuando se enfaa

Lázaro estuvo un momento silencioso contemplando la bárbara efigie de aquella mujer, oráculo de su desventura. Después se hizo repetir las señas de la nueva casa, y salió.

Ya la determinación de ir allí era inquebrantable, y antes hubiera muerto que dejar de hacerlo. La curiosidad, los celos, la necesidad de encontrar una solución á aquella serie precipitada de dudas, le impulsaban hacia la nueva casa. ¿Y la abjuración exigida? Casi no pensaba ya en tal cosa. Sin duda alguna podía asegurar que el militar, de quien le habló Pascuala, era el mismo que le acababa de poner en libertad. ¡Nuevo y doloroso misterio! Hubiera dado muchos días de vida por saber todo con claridad, y al mismo tiempo se horrorizaba al pensar que iba á saberlo. La idea de la deslealtad de Clara, de su deshonra, era demasiado grande en su horror, y no le cabía en la cabeza. Lo que más le confundía era la extraña rapidez, la fatal impaciencia con que se precipitaban sobre él tantas contrariedades, tantas amarguras, que no le daban tiempo para buscar aliento y esperanza en su inteligencia y en su corazón.

Entró en la casa, y subió lentamente la escalera de la casa del siglo décimoctavo. No pudo prescindir de una sensación de respeto hacia aquellas tres damas, desconocidas todavía para él, que le parecían tres perfectos modelos de virtud. Tocó, y le abrió una de ellas. La decoración le afectó un poco: los retratos históricos de la antesala le miraron todos con sus ojos apolillados. Lázaro tuvo miedo. Precedido por Paz, atravesó por entre aquellas sombras que la débil luz del pasillo hacía más misteriosas, y entró en la sala.

FIN DE LOS CAPÍTULOS I – XXII DE LA NOVELA LA FONTANA DE ORO


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