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La fontana de oro

Segunda parte


Benito Pérez Galdós

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Segunda y última parte

CAPÍTULO XXIII

La Inquisición.

Cuando Coletilla, después de instalado en el piso segundo, manifestó á las señoras la probabilidad de que su sobrino fuese á vivir con él, Salomé se quedó un poco pensativa; pero María de la Paz dijo que no había inconveniente, supuesto que el joven, bajo la vigilancia y tutela de su tío, habría de tener el comedimiento y la dignidad que aquella casa imponía á sus habitantes.

Lázaro, precedido por María de la Paz, entró en la sala. Lo primero que vieron sus ojos fué á Clara, que estaba sentada junto á la devota y cosía con la cabeza baja, sin atreverse á mirar á nadie. Vió su turbación y su empeño en disimularla. Después miró á todos lados y vió á su tío, respetuosamente sentado al lado de Salomé, cuyos reales estaban plantados al extremo oriental de María de la Paz. Lázaro les vió á todos inmóviles, como figuras de palo: todos le miraban, excepto Clara, la cual insistía en acercar tanto los ojos á su labor, que era difícil comprender cómo no se sacaba los ojos con la aguja.

Elías miró á Lázaro con asombro. Paz con asombro, Salomé con asombro, todos con asombro, y él mismo llegó á creer que era un fantasma evocado, el temeroso espectro del sobrino de Coletilla. Salomé le indicó una silla con el dedo en que tenía las sortijas, y Paz le dijo con el registro de voz más desdeñoso y augusto:

-Siéntese usted, caballerito.

Cuando el joven dijo “gracias, señora,” su voz resonó débil y dolorida, anunciando tanto sufrimiento y postración, que Clara no pudo menos de alzar los ojos y mirarle con súbita impresión de interés. Le encontró muy pálido y abatido; comprendió lo que el infeliz había pasado en aquellos días, y necesitó todo el esfuerzo de que su alma valerosa era capaz para no echarse á llorar como una tonta en presencia de aquellas tres rígidas damas y del furibundo Coletilla.

-Ya estas señoras saben lo que has hecho al llegar á Madrid-dijo Elías á su sobrino con mucha severidad. Paz y Salomé fruncieron el ceño para que nadie pudiera poner en duda su indignación. Lázaro no contestó, porque estaba muerto de vergüenza, y en aquel momento las dos damas le parecían las dos personificaciones más perfectas de la justicia humana.

-¿Recuerdas lo que te dije cuando fuí á verte á la cárcel?

-Sí, señor: no lo he olvidado.

-Ahora vivo aquí, en casa de estas señoras que nos han ofrecido á mí y
á Clara un asilo.

-Sólo por usted, señor don Elías-dijo Salomé.

-Ya lo sé; sólo por mí-contestó el viejo.-Pero yo-continuó dirigiéndose á Lázaro,-si te llamé estando en la otra casa, ahora no me atrevo á darte hospitalidad porque….

-Señor don Elías-dijo Paz,-de lo de arriba puede usted disponer á su antojo. Ya sabe usted lo que hemos convenido. Sólo lo hacemos por usted.

-Yo no puedo-prosiguió Elías, haciendo una gran reverencia,-yo no puedo decir á este muchacho que se quede en esta casa. Su conducta ha sido tan escandalosa, que no me atrevo….

-No hay falta, por grande que sea, que no pueda corregirse-dijo Salomé, mirando con sublime protección al desdichado Lázaro, á quien parecieron aquellas palabras el colmo de la generosidad.

-Efectivamente-dijo Paz en tono de enfática indulgencia.-Hay faltas tan enormes, que por su misma enormidad necesitan indulgencia. Mi opinión es que este caballerito debe quedarse con usted, señor don Elías, porque si no, ¿qué va á ser de él?

Elías manifestó comprender.

-¿Qué va á ser de él si continúa abandonado y sin guía?-prosiguió la dama.-Por lo que ha pasado podemos colegir lo que pasará. Sin el amparo de una persona tan virtuosa y magnánima como usted, ¿qué será de este caballerito, en quien han germinado las semillas de todas las malas ideas del día?

-Yo creo que aún es tiempo, porque, aunque ha brotado la cizaña en esa tierra malignamente fecunda, con un buen sistema de educación podrá ser arrancada de raíz esa mala hierba, y aun expurgar y purificar la mala tierra-dijo Salomé, que, desde el tiempo en que los poetas le dedicaban madrigales, había conservado gran afición á las alegorías.

-¿Qué te parece, Paula?-dijo Paz, que creía á veces que en aquella casa no podía emitirse palabra ni consejo de ningún valor, sin ser refrenado por el exequatur ortodoxo de la devota.

-Ella, que es una santa, dirá lo que se ha de hacer-exclamó Elías.

Mientras todos le pedían su opinión, la devota contemplaba el rostro del estudiante, como si quisiera leer en él su delito. Expresión de lástima afectuosa y aun de admiración ingenua brillaba en los ojos de doña Paulita, que en aquel momento parecía manifestarse naturalmente. Pero en cuanto advirtió que le pedían un consejo, recordó su misión, arqueó las cejas, y dió al viento la metálica voz con estas palabras:

-¡Oh! ¿Qué hay que consultar sobre este punto? ¿Quién dice si se debe perdonar al que ha faltado? ¿Quién hay tan poco cristiano que haga semejante pregunta? ¡Perdonar! ¿Qué es grave la culpa? Mejor: Por lo mismo necesita perdón y olvido. Y si fuera más delincuente más pronto la perdonaría.

Paz y Salomé miraron á la par á don Elías para complacerse en leer en sus ojos la admiración que había de causarle tanta sabiduría.

-¿Cómo me consultan ustedes eso?-continuó Paulita.-Digan dónde hay pecadores para perdonarlos á todos. ¿Y os priváis de la alegría de perdonar? No sólo digo á todos que le perdonen, sino también que le amen como si nunca hubiera pecado. Acordaos del hijo pródigo. Hoy es día de júbilo en esta casa, porque ha vuelto el delincuente, ha vuelto el que se creía perdido para siempre. Voy á dar gracias á Dios por haberme proporcionado el favor inefable de recibir en mi casa un delincuente cargado de culpas, de poderle decir: “levántate y no vuelvas á pecar.”

Era fácil conocer en la mirada de la santa que hablaba en aquel momento con profunda verdad y gran convicción. El pecador se sintió conmovido de gratitud. Clara no hubiera hablado con tanta elocuencia; pero de seguro pensaba y decía interiormente cosas parecidas.

La devota se sonrió al concluir su homilía, acontecimiento rarísimo que hubiera sorprendido á todos, si la preocupación de aquellos momentos les hubiera permitido repararlo. El joven vió aquella sonrisa en la boca de la que juzgaba santa (y lo era), y le pareció la cosa más natural del mundo. Se sintió aligerado de un gran peso, respiró tranquilo ante aquella profesión de bondad é indulgencia, y creyó asistir al juicio supremo.

-Visto el admirable dictamen de esta santa-dijo Elías, porque es una santa, Lázaro, entiéndelo bien, te quedarás conmigo; pero en expectativa, en entredicho.

-No admito entredicho: perdón definitivo-dijo la devota.

-Bien: perdonado, pero sujeto á vigilancia. A pesar de la actitud severa de las dos damas y de su tío, Lázaro experimentó cierto descanso moral en aquella casa. Advirtió á Clara silenciosa y apartada: no alzaba los ojos, no decía palabra.

Lázaro, siempre que miraba hacia aquel sitio, encontraba los ojos negros de la devota fijos en él con tenaz atención.

La escena se hallaba dispuesta de este modo: Paz y Salomé estaban sentadas en la actitud ceremoniosa que les era habitual. A la derecha tenían á Elías, y Lázaro se hallaba frente á ellas en la postura de un reo. Detrás de las dos viejas, Clara y la devota formaban otro grupo junto á un pequeño velador que sostenía la lámpara, cuya débil luz iluminaba aquel cuadro. El resplandor daba de lleno en el rostro del joven: en la sombra quedaban Clara y la devota, y los ojos negros, profundamente negros de ésta, brillaban en el fondo sombrío de la sala con vivacidad felina. Las dos viejas, que volvían la espalda al segundo grupo, no veían nada; pero Lázaro, que estaba de frente, notaba la expresión atentamente curiosa y fascinadora de aquellos dos ojos, y se preguntaba qué podía haber en su fisonomía y en su persona que pudiera excitar la curiosidad infatigable de aquella señora.

Elías entre tanto no hubiera creído que aquel concilio ecuménico era decoroso, sin hacer un pomposo elogio de las virtudes de los tres venerandos restos de la ilustre familia de los Porreños.

-En verdad, señoras-dijo,-que no sé cómo agradecer tantas bondades. No sé á qué debo yo, persona de tan humilde origen, el que usías me traten con tanta benevolencia y me colmen de favores. ¿Qué he hecho? ¿Quién soy? ¡Ah! Usías son la bondad y nobleza misma. ¡Cómo se conocen la alteza del origen y la excelencia de la sangre! ¡Ah! ¡Usías se han puesto de ser redentoras de todos los que en torno mío me abruman á penas, amargando mi vida! ¿Y qué sería de esa pobre niña sin el amparo de usías, cuando las ideas del día han echado en su corazón tan perniciosas raíces?

La devota dejó de mirar al recién venido y dijo:

-No me la riñan más, que bastante ha padecido. Lázaro advirtió que
Clara se estremecía, poniéndose roja como una amapola.

-No me la riñan más, que bastante la han reñido-añadió compungidamente la devota.-Yo respondo de ella. Yo sé que tiene buen fondo, aunque al exterior aparezcan los defectos de las pestilenciales ideas del siglo. Yo sé que tiene buen fondo: ¿qué importan las faltas más graves, cuando van seguidas del arrepentimiento?

Lázaro advirtió que Clara hizo un movimiento, como si tratara de contradecir aquellas palabras; pero en su ceguera no supo ver, no supo apreciar que en aquel instante el alma de su amiga pasaba por el más duro trance de dolor y paciencia de que es capaz la naturaleza humana.

-Yo sé que se corregirá-continuó la devota.-¡No se ha de corregir! Grandes pecadoras ha sido santas. Animo, amiga mía. Con la vista fija en Dios, ¿qué se puede temer? Yo sé cómo se curan los males del espíritu, y mi amiga Clara aparece ya bajo la benéfica influencia de una reacción feliz. Perdonémosla también; yo respondo de que se corregirá.

A Lázaro le llenaron de confusión estas palabras. ¿Qué había hecho Clara? Estuvo casi dispuesto á levantarse, acercarse á ella y decirle en alta voz: “Clara, ¿qué has hecho?” La miró y la vió llorar; miró á todos, buscando en aquellas caras de pergamino la solución de tan gran misterio; pero ninguna le reveló la culpa de la muchacha, ni aun la cara de la devota, que, después del sermón, volvió á fijar en él, desde el fondo sombrío de la sala, el intenso rayo de su mirada escrutadora y ansiosa, suficiente á turbar á otro menos tímido.

CAPÍTULO XXIV

Rosa mística.

-Hoy no he rezado nada-decía la devota á Clara al día siguiente de la entrada de Lázaro en casa de las Porreñas.

Estaban sentadas las dos en el sitio de costumbre. Doña Paulita tenía en la mano nada menos que á San Juan Crisóstomo. Clara bordaba en un pequeño telar. Su cara expresaba la más calmosa y profunda melancolía. En cambio la otra parecía muy inquieta, contra su costumbre.

El observador hubiera visto moverse sus labios, deletreando en silencio la lectura mística, mientras dirigía con súbita mirada los ojos hacia la puerta, los tornaba en derredor, miraba á Clara sin fijeza, y, por último, se quedaba con la vista fija en el espacio, como cuando nos abandonamos á la contemplación de lo que no está junto á nosotros ni donde estamos nosotros. A veces parecía prestar atención á algo que pasaba fuera del cuarto; salía, se paraba en la puerta poniéndose en escucha, volvía á entrar, se sentaba de nuevo, cogía el libro santo, leía un poco, pasaba con la vista hojas enteras, miraba á Clara, murmuraba un rezo, cerraba el in folio, lo volvía á abrir, y así sucesivamente. Sin duda su espíritu vagaba sobre San Juan Crisóstomo, sin penetrar, como de costumbre, en las entrañas de la teología.

-Clara-dijo después de meditar un momento,-Clara, ¿sabes que me parece que el cuarto donde se ha puesto al sobrino del señor don Elías es un poco estrecho?

-¿Estrecho?-dijo Clara, afectando indiferencia.-No: para un hombre solo….

-¡Ah!-exclamó la devota.-¡Cómo se pervierte la juventud del día!
Porque un joven como ese, que parece tener buenos instintos … ¿No?

-Sí-contestó la otra sin levantar la cabeza.

-¿Usted no le conocía antes?

Clara, que quería guardar la más absoluta reserva, se decidió á decir una mentira. Se avergonzaba de una denegación; pero en aquellas circunstancias y en aquella casa, la verdad no sólo la avergonzaba, sino que le daba miedo. Así es que dijo:

-¿Yo? No….

-Es una lástima que se perviertan jóvenes así. ¡Ah! Pero no faltarán buenas almas que oren por ellos y les ayuden á salir de la miseria. ¿No?

-Es verdad-contestó Clara.

-Y cuando se tiene buen fondo como ese joven, es cosa fácil. ¡Ah! Pero usted me dijo que estuvo en el pueblo de donde es ese joven, ¿No estaba él allí entonces?

Clara, que no tenía costumbre de mentir, se vió muy apurada con aquella pregunta; pero evocando toda la poca malignidad de su carácter, se dominó y mintió otra vez diciendo:

-No, no estaba.

-Y allí, ¿qué decían de él?-preguntó la devota, abriendo á San Juan
Crisóstomo.

-¿Qué decían?-contestó la huérfana, mirando la labor lo más de cerca que le era posible.-Decían que era un joven muy leal, muy generoso, muy bueno y de mucho talento.

-Sí, ya se conoce que es un joven de buenas prendas-dijo la de
Porreño, abriendo á San Juan Crisóstomo.-¿Y tiene padres?

-Tiene á su madre-contestó Clara, bajándose para recoger una cosa que no se le había caído;-su madre, que es una cariñosa mujer, muy santa y muy buena.

-Pues ya … Bien se conoce que así había de ser-afirmó Paula, hojeando al santo.-Me figuro que será una mujer excelente.

-Así es.

-Bien merece ese joven que se le proteja. Cuando el alma es buena …
¿Quien no pecará alguna vez?

Al decir esto arqueó las cejas, miró el libro, hizo todos los esfuerzos imaginables para leer medio renglón, y después de emplear cinco minutos en tan importante tarea, volvió á hablar diciendo:

-¿No tiene ninguna hermana?

-No, señora.

-¡Oh!-exclamó Paulita, dejando definitivamente á San Juan Crisóstomo;-me olvidaba de mi rezo. Hermana, con la conversación de usted me he distraído. Vamos á rezar.

Pero en lugar de tomar el libro de oraciones, tomó un libro de Santa Teresa, y lo abrió maquinalmente. Clara tomó el rosario, mientras la devota empezó la salmodia con la vista fija en el libro y equivocándose á cada momento. En lugar de decir un Padre nuestro decía una Salve, y se trastornó de tal modo el rezo, que al cabo de un momento se encontraron perdidas en un laberinto sin saber en qué parte del rosario se hallaban.

-¡Ah, qué cabeza la mía!-dijo la santa deteniéndose;-pero ¡ay! con la conversación de usted me he distraído. Sigamos.

Pero en vez de pronunciar el Pater noster fundamental, que es lo que procedía para empezar de nuevo, clavó los ojos en el libro, y maquinalmente leyó:

-De dos maneras de amor quiero yo ahora tratar: uno es espiritual, porque ninguna cosa parece le toca la sensualidad ni la ternura de nuestra naturaleza; otro es espiritual, y que junta con él nuestra sensualidad y flaqueza …-Qué distracción!-observó después.

Y apartó el libro con desdén, miró al techo y se estuvo quieta un buen rato, sin dar señales de vivir en este mundo, permaneciendo tanto tiempo inmóvil y con tal profundidad extasiada, que Clara se alarmó, y tuvo al fin que decidirse á tirarle de la manga, con lo cual la devota bajó del cielo.

-¡Ay, hermana!-dijo vivamente.-Usted no sabe rezar el rosario; déme acá.

Y le quitó á Clara el rosario de las manos, lo tomó y empezó á contar las cuentas una por una con tanta escrupulosidad, que empleó lo menos diez minutos en tan difícil operación. Después rezó una Salve, á la que contestó Clara con un Pater noster: las dos se miraron. Clara tembló, porque creía que la devota la iba á reprender duramente, como de costumbre, por su equivocación, pero ¿cuál fué su asombro al ver que la santa desplegó suavemente los labios, se sonrió con una expansión inefable, que nadie, absolutamente nadie, había observado jamás en aquella casa, y acabó por reír con franqueza y desahogo, cosa fenomenal y nunca vista en tan ejemplar mujer?

Pero Clara, aunque se sorprendió mucho, no dió importancia al hecho. La otra se sonrojó ligeramente, y tomando de nuevo el libro de Santa Teresa, dijo:

-Voy á ver si encuentro un pasaje que hay aquí recomendando la penitencia. Hojeó el libro, y leyó.

Sostenedme con flores y acompañadme con manzanas, porque desfallezco de mal de amores. ¡Oh, qué lenguaje tan divino es éste para mi propósito! ¿Cómo, esposa santa, mataos la suavidad? Porque, según he sabido algunas veces, es tan excesiva, que deshace el alma de manera que no parece ya la hay para vivir y pedir flores.-No, no es esto; á ver esto otro-dijo hojeando más:-Es, pues, esta oración una centellica que comienza el Señor á encender en el alma del verdadero amor suyo, y quiere que el alma vaya entendiendo qué cosa es este amor con regalo.-Vamos, tampoco es esto. No he de encontrar hoy el pasaje. Sigamos, hermana, en nuestro rezo.

Empezó formalmente el rosario. Paula dijo un Dios te salve el número de veces necesario; pero al llegar al sitio del Padre nuestro, siguió diciendo Dios te salve hasta treinta veces, con tanta prisa, que no esperaba á que la otra concluyera su Santa María.Clara contestaba también muy á prisa para no quedarse atrás: así es que, por último, apresurándose una y otra, resultaba que aquello parecía una apuesta de velocidad en la pronunciación. Llegaron al fin sin aliento y muy cansadas. Paulita tuvo necesidad de respirar el aire libre, abrió el balcón y miró á la calle; hecho inusitado, cuya gravedad no comprendió Clara tampoco.

-¡Ay, que he abierto el balcón!-exclamó, comprendiendo la atrocidad que había cometido.-¡He abierto el balcón!

Y lo cerró con sobresalto, como una monja que hubiera sorprendido abierta la reja del locutorio.

-Hermana-dijo después,-¿sabe usted que he decidido no ayunar mañana?

-Hará usted bien: es usted una santa; pero no ayune usted tanto, señora: eso no es bueno.

-Tienes razón, Clarita, y yo creo que esto que tengo es causado por el excesivo celo. Bien me decía el padre Silvestre que la piedad en demasía es perjudicial, porque mata el cuerpo, sin el cual el alma no puede tener fortaleza.

-Pero, ¿qué tiene usted?-preguntó Clara un poco alarmada.

-No estoy buena-dijo la mujer mística restregándose entrambos ojos, como si los tuviera doloridos por la vigilia ó cansados de mirar.-Siento un calor aquí dentro … y una agitación … Pero es del ayuno, hermana; es del ayuno.

-Pues debe usted moderarse. Descanse unos días.

-Sí, lo haré, y esta semana no rezaré oración doble, como hasta aquí, y suprimiré horas por la noche.

-Ya lo creo. ¿No es bastante rezar una vez? Si es usted una perfecta santa.

-¿No le parece á usted que es bastante una vez?-preguntó Paula con mucha, ansiedad.

-Sí; y debe usted tratar de reponerse.

-¿Cómo ha dicho usted, Clarita? ¿Reponerme? Veo que sabe usted dar muy buenos consejos.

-Reponerse, sí … Distraerse un poco…. Salir….

-¡Salir!-exclamó la mística tan asustada, que Clara se arrepintió del consejo-¡Salir! y ¿á dónde?

-Pues … quiero decir … que usted debe procurar … pues…. Cuando se está mucho tiempo encerrada en la casa, la salud se quebranta … así es que … siempre es bueno … salir un poco….

-¡Clara!-dijo doña Paulita con la expresión de estupor y gravedad del que hace un gran descubrimiento.-¿Sabe usted que su consejo es muy sabio? No creí yo … Es verdad. Eso ¿por qué ha de ser malo? Yo siento ahora que tengo necesidad de … salir, de andar, de respirar…. Sí, es preciso.

Estaba inmutada. Parecía que en su espíritu y en su organismo se verificaba una crisis muy transcendental. Toda ella se dilataba, como si aquel día hubiera perdido de una vez la fuerza de concentración, la ligadura interna que la comprimía desde el nacer. No podemos explicarnos todavía nada de lo que por ella pasaba.

-Debe usted cuidarse, debe usted vivir-dijo Clara.

-Sí: debo cuidarme, debo vivir-repitió Paula en el tono de estupefacción que emplea el que oye por vez primera la solución concisa de un problema en que ha estado trabajando infructuosamente toda la vida.-¡Debo vivir!

En aquel momento sus ojos miraban en derredor, asombrados, asustados, con melancolía y vaguedad, como el que no ha visto nunca un horizonte y lo ve por primera vez.

Pero de repente la dama se levantó agitada, se dirigió á su reclinatorio, se arrodilló, abrió el libro de horas, inclinó el rostro hacia él, ocultándolo entre las manos, y allí quedó sumergida en profunda y concentrada meditación. Reposaba sin duda en el seno de Dios, que tenía reservado á su santa el goce inefable de vagorosos y celestiales deliquios.

Durante el éxtasis, ¿quién podrá saber lo que pasó en aquella cabeza?
Dios tan solo.

CAPÍTULO XXV

Virgo prudentísima.

Visitemos á los dos huéspedes del cuarto segundo en la noche siguiente á la de su instalación. Prodigioso esfuerzo del genio doméstico de María de la Paz Jesús había podido acomodar dos camas en la habitación alta.

Lázaro acababa de acostarse en la suya, tratando de reparar las fuerzas perdidas; su tío velaba sentado en el sillón de vaqueta que junto á la cama tenía, y se ocupaba en hojear unos papeles, leyendo á ratos y escribiendo un poco algunas veces.

De repente el viejo se volvía; miraba á su sobrino, que no podía librarse de cierto temor cuando veía, dirigidos hacia él aquellos dos ojos de lechuzo. Parecía querer hablar al joven de alguna cosa importante, y no atreverse por no tener confianza en su discreción. Después de la llegada de Lázaro á la casa, tío y sobrino no habían hablado nada de política. El fanático creyó que su protegido no era capaz de tener entereza y tesón para sostenerse en sus creencias. En tanto, el exaltado liberal tuvo tanto que pensar en otras cosas, que relegó á segundo término aquella cuestión, y se acordaba poco de la apostasía que su tío le había exigido.

Lázaro cedía á la fatiga, se dormía lentamente, cuando el viejo dijo con voz fuerte:

-Lázaro, ¿duermes?

-¿Qué?-contestó el muchacho, despertando sobresaltado.

-Voy á preguntarte una cosa. ¿Conoces en Zaragoza á un liberal que se llamaba Bernabé del Arco?

-Sí, señor-contestó Lázaro, que conocía y apreciaba mucho á aquella persona, orador y escritor de nota.

-Era de los exaltados, ¿eh?-indicó el fanático con mordaz ironía.

-Sí, señor: es de los que sostienen las ideas más avanzadas-contestó el sobrino, temeroso de pronunciar una palabra que ofendiera á su tío.

-Es … no: era, debes decir, porque pasó á mejor vida.

-Cómo, ¿ha muerto?

-Le han matado-dijo Elías con glacial indiferencia.-Mira la suerte que aguarda á los locos, depravados, ilusos y perversos. ¿Ves? ¡Así castiga el pueblo á los que le engañan! ¡Oh! Así deberían perecer los habladores.

El sobrino se calló; volvió el tío á su lectura, y no había pasado un cuarto de hora, cuando se dirigió de nuevo al lecho del joven que, vencido por el sueño, dormía ya profundamente, y gritó:

-¡Despierta, Lázaro!

Y despertó dando un salto, aterrado y convulso, como debemos despertar el último día, cuando suene la trompeta del Juicio. Aquel viejo le había de quitar también los únicos momentos de reposo que sus desventuras le permitían.

-¿Conoces aquí á un jovencito que se llama Alfonso Núñez, y á otro que se llama Roberto, conocido generalmente por el Doctrino?

-Sí, señor-contestó Lázaro atemorizado, por creer que también le iba á participar la muerte de sus dos amigos.

-Buenos chicos, ¿eh?-dijo Elías, riéndose como deben reír los brujos en el aquelarre.

El sobrino no contestó, contentándose con encomendar mentalmente á Dios á su buen amigo Alfonso Núñez.

-¡Tengo un plan!…-añadió el fanático con cierta satisfacción de sí mismo,-plan soberbio. Si supieras, Lázaro. Pero tú eres muy tonto y no puedes comprender esto. Son buenos chicos esos que te he dicho, ¿no? Así … muy exaltados, muy amigos de embaucar al pueblo y pronunciar discursos … pues, así como tú.

Lázaro su asustó más y comprendió menos.

-Esos chicos valen mucho. ¡Si supieras qué útiles son! Amantes de la libertad, habladores, impetuosos, entusiastas. ¡Ah! No temo yo á éstos … Lo harán bien. ¡Plan magnífico!

Después, como si se arrepintiera de haber dicho demasiado, apartó la vista de su sobrino, murmuró algunas voces incoherentes, y volvió á hojear sus papelotes, escribiendo algo y gruñendo siempre, sin dejar de gesticular como si hablara con alguien.

Lázaro miró un buen rato la lívida faz del viejo realista, que, iluminada de lleno por la luz, ofrecía fantástico é infernal aspecto. Las orejas se le transparentaban, los ojos parecían dos ascuas, y el cráneo le lucía como un espejo convexo. Los singulares objetos que le rodeaban, ó los que cubrían las paredes de la habitación, aumentaban el terror del estudiante. Aquel sillín de vaqueta, testigo mudo del paso de cien generaciones; aquellos cuadros viejos; los muebles de talla, exornados con figuras grotescas y de rarísima forma, daban á la decoración el aspecto do uno de esos destartalados laboratorios en que un alquimista se consumía devorado por la ciencia y las telarañas.

Después de cerrar los ojos, entregado por fin al sueño, el joven Lázaro continuó viendo á su tío con los objetos que le rodeaban. Representáronsele además las siniestras figuras de las señoras de Porreño; y en su soñar disparatado, lo parecía que aquellas tres figuras crecían, crecían hasta tocar las nubes y ocupaban todo el espacio: Salomé como una columna que sustentaba el cielo; Paz, como nube gigantesca que unía el Oriente con el Ocaso. Después le parecía que menguaban, que disminuían hasta ser tamañitas: Paz como una nuez, Salomé como un piñón, Paula como una lenteja. Oía la frailuna voz de la devota; veía extraños y complicados resplandores, partidos de la lámpara del viejo; veía la rojiza diafanidad de sus orejas como dos lonjas de carne incandescente; veía la enormidad de su calva iluminada como un planeta; y por último, todos estos confusos y desfigurados objetos se desviaban, dejando todo el fondo obscuro de las visiones para la imagen de Clara que, no desfigurada, sino en exacto retrato, se le representaba, alzando la vista de una labor interrumpida para mirarle. En tanto le parecía escuchar siempre una voz subterránea que clamaba: “Lázaro, ¿duermes? Despierta, Lázaro.”

A la madrugada su sueño fué más profundo. Despertó á las ocho, y en los primeros momentos tuvo que recoger sus ideas y meditar un poco para saber dónde estaba y qué cosas le habían sucedido. Su tío había salido. Levantóse y se vistió. No sabía qué hora era; pero el hambre le hizo comprender que era hora de almorzar. Abrió la puerta, dirigiendo una mirada á lo largo del pasillo y á lo profundo de la escalera, y el primer objeto que encontraron sus ojos fué la figura de doña Paulita que subía lentamente.

-¿Ha descansado usted?-le preguntó con voz menos nasal é impertinente que de ordinario.

-Sí, señora: muchas gracias.

-¿No le falta á usted algo?

-Nada, señora.

-Pero querrá usted comer alguna cosa. Aquí acostumbramos desayunarnos á las siete. Es lo mejor. Pero son las ocho; mi tía es muy rigorista, y ha dicho que, puesto que usted no estuvo á las siete en la mesa, no puede almorzar. Esto es una disciplina necesaria. Bien sabe usted que sin disciplina no puede haber orden. Ahora no puede usted tomar cosa alguna hasta las dos de la tarde.

-Señora, no importa: yo …-dijo Lázaro, que era cortés, aunque estaba muerto de hambre en aquel momento.

-Pero no tema usted-continuó la devota, bajando la voz y mirando á todos lados.-Yo conozco que está usted desfallecido, y es preciso darle de comer. No salga usted de su cuarto.

Dicho esto, bajó muy ligera, procurando no ser vista. El joven sintió más encendida su gratitud hacia aquella señora, que ya había hablado en su defensa la noche anterior.

Al poco rato volvió la devota trayendo un desayuno que, aunque escaso, bastó para reponer al hambriento.

-Mi hermana no lo llevará á mal-dijo;-pero no se lo diga usted. Yo hago esto por usted, porque comprendo que en un cuerpo débil no tiene fuerzas el espíritu.

-Señora, no sé cómo pagarle tantos favores-contestó el mancebo sin mirarla.

A las siete de aquella mañana, mientras Lázaro dormía rendido de cansancio, se suscitó una gran cuestión en el comedor, sobre si sería conveniente y disciplinario llamarle para almorzar. María de la Paz decía que no; Salomé dudaba, y la santa opinaba que sí. Las razones de la primera eran: que puesto que prefería el sueño á la comida, era preciso hacerle el gusto, con lo cual se iría acostumbrando á la disciplina. En vano quiso oponerse Paulita con gran copia de razones teológicas y morales, fundadas en el principio de mens sana in corpore sano: todo fué inútil. Sus palabras, oídas con respeto, no produjeron efecto. Elías decidió la cuestión, diciendo que su sobrino, además de liberal, era holgazán, y que había de renunciar á hacer de él nada bueno. Todos callaron y comieron. Clara no era admitida á la mesa común.

Volvamos arriba. Lázaro se comía la ración con gran apetito. La dama le hacía mil preguntas, y él le contestaba procurando ser lo más cortés que el hambre le permitiera. Las preguntas eran de esta clase:

-¿Creyó usted que no almorzaría hoy?

-¡Ah, señora! no….

-Porque yo no me olvidaba de que usted estaba sin comer.

-Yo le doy á usted las gracias.

-Pero usted no se lo figuraba-decía Paulita, ansiosa de apurar aquella cuestión hasta el fin.

-No, señora; de ningún modo … yo … sí…. Pero … ya.

-Y su tío se opuso á que almorzara.

-¡Ah! mi tío-dijo Lázaro, dejando de comer,-es un…. No: es un excelente hombre.

-¡Oh, sí-dijo la devota mirando al cielo,-es un hombre ejemplar, un santo.

-Si, sí: un santo.

Lázaro, nuevo en aquella casa, no había tenido ocasión de penetrar el carácter de la persona que tenía delante en el momento de su desayuno. Por este motivo nada le llamó la atención; por eso no supo que nunca sus bellos ojos habían tenido un resplandor tan vivo, ni que jamás voz de monja alguna entonó salmodias con tan melodioso timbre como el de la voz de Paula al decir: “¿Usted creyó que no almorzaría hoy?” En ella, sin embargo, había gran naturalidad; y no es aventurado afirmar que en ningún tiempo se cruzaron sus manos blancas y finas con menos afectación, á diferencia de aquellos crispamientos de dedos que usaba tanto para acompañar y adornar sus peroraciones.

-Aquí no será permitido que le hagan á usted daño alguno-dijo en el tono de quien hace una importante revelación.-No tema usted. Si ha cometido alguna falta…

-¿Falta?-dijo el joven con tristeza.

-¿Pues no decían que era usted un gran pecador?

-¡Yo un gran pecador, señora!

-No será tanto como dicen…-continuó doña Paulita, con una sonrisa tan mundana, que no parecía puesta en boca de una santa.

–No-replicó el joven con efusión;-no es tanto como dicen, es verdad.
Y si he de decirlo todo….

-Acabe usted-dijo la otra con mucho interés.

-Yo no sé qué falta he cometido-añadió Lázaro con melancolía.-Pero sí, faltas he cometido, no lo puedo negar….

-¿A ver, á ver, qué faltas?-preguntó con mucha ansiedad la favorita de Dios.

-Le diré á usted…-repuso él, preparándose á confesar.

-Comprendo: algún extravío de joven. La juventud está llena de peligros, y los jóvenes, si se les deja solos….

-Es verdad.

-Cuénteme usted. Yo quiero que usted se corrija. Tal vez la falta es mucho menos grave de lo que usted mismo piensa. Tal vez no pasa de ser una ligereza trivial dijo con más ansiedad é interés Paula.-Dígame usted; yo le daré consejos…. Cuénteme usted.

Lázaro permaneció pensativo un instante, y ya abría la boca para formular una contestación ó una excusa, cuando Elías se presentó en la puerta. La devota se turbó un poco; pero un momento le bastó para reponerse. El realista se quedó muy sorprendido al ver á la dama y al observar los restos del almuerzo, mientras su sobrino se avergonzaba de haberlo probado.

-Pase usted, señor don Elías-exclamó ella con su unción acostumbrada;-pase usted: aquí estoy suplicando por amor de Dios á su sobrino que no le dé más disgustos. ¡Oh! Pero él se va arrepintiendo ya de los errores de su juventud. ¿Qué extraño es que la juventud peque, entregada á sí misma, sola por espinosos caminos? Le estoy recomendando la moderación, la cortesía, la prudencia. Pero veo que usted se admira de que le haya traído de comer. ¡Ah! confieso mi falta. Pero no he podido resistir los impulsos de la compasión. He sido débil; no he nacido para el rigor, y confieso que no tengo carácter, como debiera, para sostener la rigidez de la disciplina. Si he cometido una falta, perdóneme usted.

Elías estuvo un rato sin saber qué contestar; pero tenía muy alta idea de la cristiandad de aquella señora para vacilar en probar cuanto hacía. Aquel acto le pareció una sublime prueba de caridad.

-¡Señora, qué buena es usted!-dijo.

-No es bondad, es debilidad. Conozco que hice mal.

-¡Señora, usted es una santa! Aunque él no merece lo que usted ha hecho, esto sirve para hacer resaltar más las virtudes de usted.

-¡Oh!-exclamó la elegida del Señor,-confieso que mi deber era seguir el dictamen de usted; pero no he podido resistir á un poderoso impulso de indulgencia. ¡Oh! si siempre pudiera una salir victoriosa de sí misma….

-Mira, aprende-dijo Elías, volviéndose hacia Lázaro;-mira á esa santa; aprenda lo que es nobleza, generosidad, virtud.

-No-dijo ella bajando los ojos.-Que no tome por modelo á esta pecadora.

-Aprende, Lázaro-exclamó con exaltación el fanático.-Aquí tienes á la misma virtud.

La santa hizo una gran reverencia y se marchó, dejando solos al tío y al sobrino.

CAPÍTULO XXVI

Los disidentes de la Fontana.

Aquella mañana no ocurrió más incidente que el que hemos descrito. Lázaro subió y bajó varias veces furtivamente y con pasos de ladrón, tratando de ver á Clara; pero le fué imposible. Esperaba verla en la comida; mas también, como el día anterior, se frustraron sus deseos.

Pusiéronse á las dos los manteles, y cada cual ocupó su sitio. La mesa era para doce cubiertos: ocupó un extremo María de la Paz, teniendo á su derecha á Salomé y á su izquierda á Elías, mientras la devota estaba erigida á la derecha de su prima. Al joven le pusieron enfrente, á tanta distancia del grupo principal, que para alcanzar su ración tenía que descoyuntarse los brazos. Sirvióse primero una sopa que, por lo flaca y aguda, parecía de Seminario; después siguió un macilento cocido, del cual tocaron á Lázaro hasta tres docenas de garbanzos, una hoja de col y media patata; después se repartieron unas seis onzas de carne que, en honor do la verdad, no era tan mala como escasa, y, por último, unas uvas tan arrugadas y amarillas, que era fácil creer en la existencia de un estrecho parentesco entre aquellas nobles frutas y la piel del rostro de Salomé. Terminó con esto el festín, durante el cual reinó en el comedor un silencio de refectorio, excepto cuando Elías dijo que tanta esplendidez le parecía dispendiosa, y elogió la sobriedad como fundamento de todas las virtudes.

Después se rezó un poco, y las señoras se retiraron. María de la Paz había adquirido en el período de la decadencia el hábito de dormir la siesta, y ya durante los últimos Agnus Dei del rezo estaba haciendo cortesías con los ojos cerrados. Lázaro subió con el mayor desconsuelo, por no haber logrado tampoco aquella vez el objeto de su constante afán. Aventuróse á bajar sin ser visto de su tío, recorrió lleno de zozobra y ansiedad el pasillo; pero nada consiguió. Todo estaba cerrado y en silencio, y sin duda los habitantes de la casa estaban sumergidos en el agradable sopor de la siesta ó en el letargo espiritual de la contemplación religiosa. Solamente Batilo, el melancólico perro, que había perdido los hábitos de su raza y no sabía ni ladrar, estaba paseando su hastío por el comedor, rasguñando de vez en cuando la puerta de un armario, donde probablemente yacían los exiguos despojos de la carne servida en la mesa aquella tarde.

Subió Lázaro desesperado, pero al ver á su tío medio dormido en un sillón, no pudo resistir á la influencia letal que en todos sus habitantes ejercía aquella región del fastidio; preparóse también á dormir, y se tendió en su cama. No habían pasado diez minutos, cuando sintió fuertes campanillazos en el piso de abajo, y después la voz de Salomé unida á otras voces de hombre, entre las cuales creyó reconocer alguna. Levantóse y se asomó á la escalera.

Eran cuatro personas que le buscaban, y la dama las dirigía al piso alto con muy mal humor. El joven reconoció entre aquéllos á su amigo Alfonso y al Doctrino. Estos y otros dos, que Lázaro no había visto nunca, subieron. Coletilla les había sentido en su sueño de lechuzo, y despertando súbitamente se adelantó hacia la puerta.

-¡Hola, ustedes!…-exclamó de repente; pero mudando de tono en un instante brevísimo, dijo con afectada frialdad ó indiferencia:-¿Qué se les ofrecía á ustedes?

Como Lázaro estaba puesto de espaldas á su tío, no vió que éste; puso el dedo en la boca é hizo una imperceptible seña al Doctrino. Después dijo haciendo un esfuerzo para aparecer complaciente:

-Ya comprendo: ustedes venían en busca de mi sobrino.

El joven estudiante tembló al pensar cuánto irritaría á su protector verla en compañía de aquellos exaltados.

-¿Por mi?-preguntó, estrechando la mano de su amigo.

-Sí-contestó el Doctrino, que comprendía lo que debía hacer.

-Sí: veníamos por ti-dijo Alfonso.-Tenemos una reunión esta tarde, y queremos que vengas á ella. Es la reunión de los disidentes de la Fontana.

Lázaro creyó que su tío se iba á poner hecho una furia al oír hablar de las reuniones de fontanistas. Pero contra lo que esperaba, le vió tan sereno como si oyera hablar de un concilio ecuménico. Tampoco tuvo la suficiente perspicacia ni la suficiente memoria para hacerse cargo de que podía haber alguna relación entre las preguntas que el fanático le había hecho la noche anterior, y la visita de aquellos amigos.

-Sí, que vaya; ve-dijo Elías.

La confusión de Lázaro aumentó; pero antes que saliera de su estupor, Alfonso le tomó del brazo, le condujo á la escalera, y poco después estaban en la calle.

Los otros dos jóvenes, nos son hasta ahora desconocidos, si bien es probable que les hayamos visto en el departamento bullicioso de la Fontana, precisamente en la noche fatal en que Lázaro fué arrojado del club. El uno de ellos, nacido en Algodonales, era de los contertulios más asiduos del barbero Calleja; y no es aventurado afirmar que intervino en la cuasi-trágica escena que en el primer capítulo referimos. Se llamaba Francisco Aldama, y por ser andaluz y bastante aficionado al trato de los lidiadoras de toros, se le llamaba Curro Aldama, ó el Curro. Doña Teresa Burguillos, feliz consorte del barbero, era un poco torpe para la pronunciación de los nombres propios, y solía llamarAldaba al amigo y comilitón de su esposo. Era Curro Aldama ó Aldaba exaltado fontanista, de crasa ignorancia, y con aquella osadía que acompaña siempre á los necios. Se la echaba de gran patriota, y no sonaba cencerro en Madrid sin que él tomara parte en la danza.

El otro era de muy diversa condición y figura. Sus aficiones literarias le habían hecho amigo del poeta clásico que hemos conocido habitando en el olimpo de doña Leoncia, la semidiosa de la calle de la Gorguera. Allí conoció á Alfonso Núñez, con quien trabó amistad; v bien pronto, aunque las musas le fueron propicias (se estrenó en la cruz, con buen éxito, un sainete pastoril suyo, titulado Anfriso y Cenobio), dejó las musas por la política, escribió en El Universal y en El Labriego, charló en los clubs, y se decidió por el partido exaltado.

Tenía mucho ingenio, dotes de orador y periodista, pero muy poca instrucción y una ligereza invencible. Frecuentaba la tienda de Calleja y el club de la Cruz de Malta; pero últimamente se aseguraba que pertenecía á la tenebrosa sociedad de los Comuneros, aunque él lo negaba. Lo cierto es que en la Fontana sospechaban de él, no sabemos si con fundamento. Se decía que era de los alborotadores pagados por la reacción; hasta que una noche, viendo que se le miraba con desconfianza, y aun se le hicieron alusiones picantes, desertó para no volver. Este era Cabanillas, joven de educación y talento, á quien no se podía ver sin repugnancia alternando con hombres desalmados como Tres Pesetas, Chaleco y el Matutero, que hemos tenido el gusto de conocer al principio de esta puntual narración.

-Chico-decía Núñez,-¿sabes que hemos reñido con los de la Fontana?
El lance de la otra noche nos ha obligado á romper con esa canalla.
Estamos agraviados: también á nosotros nos han querido acusar como á ti;
pero hemos alzado el vuelo y estamos fuera. Vamos á formar otro club.

-Me calumniaron-exclamó Lázaro:-yo no sé qué demonio me tentó á mí para hablar aquella noche.

-Si son unos mentecatos. Nada: allí se han figurado que no hay más liberales que ellos-afirmó Núñez;-y á los que defendemos la libertad verdadera y completa, nos llaman exaltados, alborotadores, y dicen que estamos vendidos.

-Ya les arreglaremos las cuentas-dijo el Doctrino.

-Pues oye-continuó Alfonso,-nosotros vamos á fundar otro club, el verdadero club revolucionario. A esos necios de la Fontana les ha dado ahora por predicar el orden. ¡Qué orden ni qué ocho cuartos! Nosotros predicaremos la violencia, porque sin violencia no hay revolución; sin extirpar los obstáculos y arrancarlos de raíz, no se puede transformar este pueblo. Nosotros vamos á predicar la democracia; vamos á proclamar la soberanía suprema, absoluta del pueblo, á combatir el trono y á señalar los que en la gran purificación que se prepara deben ser arrancados de raíz, exterminados y concluidos. Tu vendrás á nuestro club, ¿no es verdad?

-Veremos-contestó Lázaro muy preocupado.

-Nuestra idea-continuó Alfonso,-es combatir á esos republicanos tibios que van á las Cortes y á los clubs para sermonear sobre el orden y la moderación. Exterminio á esa canalla, á esos hipócritas.

-Sí-dijo el Curro,-porque si uno se deja dominar por esos tibios, se queda uno atrás; y no están los tiempos para quedarse uno atrás. Mucho tino, que el que ahora no saca algo….

Con esta conversación llegaron á la calle de la Gorguera y á la casa de doña Leoncia; subieron al cuarto del poeta, que era el punto designado para las reuniones preparatorias del naciente club. Conoceremos el cuarto del poeta con el nombre de La Fontanilla, calificación oficial con que le designaron aquellos jóvenes.

Acomodáronse como pudieron en las tres sillas y en la cama del poeta, mientras éste se hallaba en el interior de la casa, al lado de doña Leoncia, poco atento á la política. El Curro se sentó junto á la mesa y mostró desde el principio gran deferencia hacia una botella que allí había, puesta sin duda por la previsora mano del poeta clásico.

-Vamos á ver-dijo Alfonso desde la presidencia, que era la cama:-á ver qué hacemos con esos liberales que nos calumnian y dicen que somos ebrios y agentes ocultos de la reacción.

-Combatirles con razones-observó Lázaro;-demostrar que no somos agentes de la reacción. ¿Pero en qué se diferencian sus ideas de las nuestras? ¿No son ellos liberales? ¿No aman la Constitución?

-Pero la aman á medias-dijo el Doctrino,-porque no aman el verdadero sacerdocio de la revolución, que es destruir.

-Ya se ha destruido bastante-indicó Lázaro:-hagamos lo posible por llevar aunque no sea más que una piedra cada uno al gran edificio que se ha de levantar.

-Nada de eso: sin destruir es inútil pensar en edificar. Debemos señalar al pueblo cuáles son sus enemigos, sus enemigos de siempre-dijo el Doctrino.

-Pues eso es lo que yo decía-afirmó Aldama, decidiéndose, después de grandes vacilaciones, á probar el contenido de la botella.

-Digo lo mismo-repitió Cabanillas.-Hoy estamos peor que antes: no hay otra diferencia sino algunas palabras más en nuestras bocas. Los ministros hablan de libertad, los diputados hablan de libertad, los de los clubs hablan de libertad; pero la libertad no se ve, no existe: es una farsa. Digo, señores, que prefiero á esta farsa los frailes de antes y el rey absoluto de antes.

-¿Pues eso qué duda tiene?-dijo Núñez.-No hemos conquistado más que unas cuantas fórmulas. ¿Y de eso quién tiene la culpa sino los liberales, que nos hablan del orden y vuelta con el orden?…

-¡Eso mismo decía yo!-exclamó el Curro, probando de nuevo la botella, que sin duda le había gustado.

-Enseñar al pueblo á pedir justicia; y si no se la dan, á hacerse justicia por sí mismo es lo que conviene-dijo el Doctrino.

-¡Cuánto han hablado esos hipócritas del hecho del cura de Tamajón, acusando al pueblo de que se hacía justicia por sí solo! ¿Pues qué había de hacer el pueblo, si veía que el Gobierno permitía la conspiración constante del Palacio real, y encarcelaba á los buenos liberales porque cantaban el Trágala?

-Es claro: lo que quieren es engañar al pueblo, infundirle miedo con su orden, y siempre con su orden….

-Mientras vivan ciertos hombres-dijo el Doctrino sombríamente,-nada adelantaremos. No conviene ahora decir quiénes son esos hombres que deban desaparecer; pero á su tiempo se nombrarán.

El Doctrino tenía algo de lúgubre, hablaba poco, y siempre con una lentitud melancólica que anunciaba en él pensamientos ocultos y un frío y siniestro cálculo que no quería dejar traslucir.

-Eso mismo digo yo-repitió Aldama, que estaba resuelto á no desairar la botella mientras tuviera dentro alguna cosa.

-Pues lo primero, señores-dijo Alfonso,-es constituirnos de cualquier modo que sea. Veremos si se encuentra un buen local donde podamos reunimos en mayor número.

-Nos reuniremos al aire libre si es preciso. Lo que nos importa es buscar gente, y de eso yo respondo. Pasado mañana nos congregaremos aquí, y yo traeré dos ó tres amigos, que es como si trajera medio Madrid. ¡Verán ustedes qué mozos!

-Pues bien, hasta pasado mañana, tú vendrás, Lázaro-dijo Alfonso.-Yo mismo iré á buscarte. Quiero que no te desanimes ni te aburras. El porvenir es para nosotros, chico. Hay que hacerse lugar, porque esto está perdido. Las ideas van en baja, y fuerza es que la juventud sea lo que debe ser: la iniciadora y la reveladora de los grandes principios.

-Vendré-dijo Lázaro con poca determinación. Levantáronse Alfonso y
Cabanillas, y se despidieron.

Lázaro hizo lo mismo, y los tres se marcharon. El Doctrino y el Curro quedaban allí. No es aventurado conjeturar que, al quedarse solos, la botella, á que tanta afición había mostrado Aldama, estaba completamente vacía.

Cuando se vieron solos y sintieron bajar la escalera á los otros, el de la botella dijo:

-¿Cuánto te ha dado ayer el tío Coletilla?

-Mira-dijo el otro sacando cuatro onzas y algunos doblones de un bolsillo grasiento.

-¡Ah, marrajo!-exclamó Aldama, mirando con brillantes y ávidos ojos el oro:-dame siquiera una. Debo cuatro meses de casa y más de seis duros de prestado.

-Poco á poco: no hay que despilfarrar el tesoro del Rey-dijo el Doctrino, guardándose majestuosamente en el bolsillo el erario revolucionario.

-Vamos, Doctrinillo, dámela. Ya sabes que tengo apalabrado á Perico Tinieblas, el del Portillo de Gilimón, que es hombre pintado para estas cosas. Y lo que es en la Plaza de la Cebada, no hay chalán que no sea capaz de comerse al Gobierno á una orden mía.

-No: las cosas han da ir en regla. No puedo pagar sino á su tiempo: tengo esa orden. Pero no tengas cuidado, que cuando esta asamblea principie á dar frutos…

-Dime: ¿y Alfonso Núñez, está en autos?…

-No, no sospecha nada. Es un inocente y un visionario. Es de los que se dejan matar por las ideas. Estos son los hombres que nos hacen falta: muchachos de talento y de buena fe que hablen al pueblo y le llenen de agitación.

-¿Y ese otro bobalicón que hemos ido á buscar hoy?

-Ese es chico listo también, pero de una inocencia angelical. Tenemos muchos de éstos que son los que han de hacer la mejor parte sin costar nada. Cabanillas vale; pero ese no es tan barato: está el pobre muy mal, y hay que favorecerle. Ayer le encontré llorando en la casa; me dió mucha lástima. El trabaja con repugnancia en nuestro asunto; pero no tiene otro remedio, porque está sin un cuarto.

-Pues mira que yo estoy también….

-Verás qué bien va á salir esto-dijo el Doctrino bajando la voz.-Y para entonces ya podemos contar con fondos. Los tiempos están malos, Carrillo; y si uno no se agarra á los buenos faldones…

-Eso mismo digo yo. Pero ¿me das ó no esa oncilla?

-Espérate á pasado mañana. Tengo orden de no repartir todavía.

El Curro y el Doctrino bajaron después de haberse despedido desde la puerta y á gritos del poeta clásico.

La Fontana de Oro sirvió al Rey y á la reacción más que los frailes y los facciosos, porque en ella había un cáncer que en vano trataban de cortar algunos hombres prudentes, expulsando á quien no era culpable. El cáncer de la venalidad continuó corrompiendo aquella asamblea, que no tenía un rival, sino una sucursal en la Fontanilla.

CAPÍTULO XXVII

Se queda sola.

Cuando Lázaro volvió á su casa, tembló en presencia de Coletilla. Pero bien pronto su terror se trocó en sorpresa al ver que, lejos de mostrarse indignado el viejo por haberle visto en compañía de los frenéticos de la Fontana, estaba un poco menos adusto que de ordinario, y hasta llegó á manifestar cierta benevolencia, que era en él cosa muy rara.

Aquella noche y á la mañana siguiente volvió Lázaro á intentar la difícil empresa de ver á Clara. Era cosa imposible, porque el sistema de clausura empleado en la joven por sus tres carceleras, por aquel Cerbero femenino de tres cabezas y tres cuerpos, era inexorable. Clara vivía peor que un cenobita, peor que esos prisioneros de que hablan las historias antiguas, sepultados en vida, cuerpos vivos para el dolor y los horrores de la soledad. ¡Dios tenga piedad de esta infeliz!

Pero si Lázaro no podía verla, el abate Carrascosa pudo aquel día, con permiso de la devota, entrar á enterarse de la salud de su señora doña Clarita; y al hallarse con ella, sacó un papel del bolsillo, y haciéndole señas de que callase, se lo dió á la joven furtivamente. Sin decirle una palabra, salió.

Clara se puso como la grana; su primer pensamiento fué romper la carta; pero le ocurrió que podía ser de Lázaro. Tal vez el pobre muchacho se había decidido á escribirle, no pudiendo verla, y se valió del abate, que era sin duda su amigo. Guardó en el seno la carta, y esperó.

La devota no tardó en venir, y se sentó junto á ella.

-¿No sabe usted-dijo-que vamos esta tarde á la procesión del
Divino Pastor?

-¿Sí?-contestó Clara maquinalmente.

-Sí; pero usted no va. Han resuelto que se quede usted aquí, porque las jóvenes que están en penitencia no deben salir nunca de casa. ¿No piensa usted lo mismo?

-Lo mismo-dijo Clara, temblando por miedo de que le conocieran en el semblante que tenía una carta escondida.

-Vamos al balcón do una amiga nuestra, desde donde se ve todo perfectamente. Estará muy vistoso. De San Antón salen tres imágenes, y dicen que es también muy probable que salga el Cristo de las Llagas de la capilla de Santa María del Arco. Todo esto pasa por la calle de San Mateo, á donde vamos nosotras.

No dijo más. Ya estaba arreglada para salir. Su vestido era el de las grandes solemnidades, el mismo de otras veces; pero ¡cosa singular! su toca estaba plegada en la frente con cierta presunción de monja novicia, presunción que no carecía de gracia. Su mantón, cuyo velo impenetrable le cubría otras veces completamente el rostro, aparecía ahora echado hacia atrás con una franqueza que el rígido dominico de la antigua casa de los Porreños habría calificado de desenvoltura.

Si Clara hubiera estado menos preocupada en aquel momento y tenido un carácter más observador, sin duda se habría de admirar al ver á doña Paulita afectada de distracciones intermitentes; habría notado que se sonreía con frecuencia, moviéndose sin cesar; que después se ponía muy triste, permaneciendo quieta y como abstraída; que luego le daba una especie de acceso de despecho, crispaba los nervios y cerraba los ojos, erguía el cuello y parecía atenta á ruidos lejanos, no escuchados de otro alguno. Aún hay más: si Clara no hubiera tenido el rostro tan inclinado sobre la costura como de ordinario, habría reparado que la devota se levantó, y acercándose á un pequeño espejo de cristal de roca (obra admirable del siglo XVII, adquirido en Venecia por el undécimo Porreño), se estuvo mirando por espacio de tres minutos con singular atención. Hay pruebas irrecusables de que jamás en ningún tiempo había reflejado la histórica superficie de aquel espejo la faz de la dama. También sabemos que aquella no era la primera vez que se miraba; que la noche anterior y el día anterior se había mirado también, observándose, sobre todo por la noche, con gusto y calma. Es indudable que medio cerró los ojos para verse no sabemos con qué grado de luz, y que recogió después los labios, mostrando á la curiosidad insaciable del cristal lisonjero las dos blancas y nacaradas filas de sus hermosos dientes. Este fenómeno nos ha obligado á trabajar mucho para descifrar ciertos misterios, cuyo conocimiento es necesario para la continuación de esta historia.

En el otro cuarto, María de la Paz y Salomé habían exhumado de las profanas gavetas unas vetustas vestiduras de seda valenciana, que habían sido en mejores tiempos elegante ornato de sus personas. Suspendieron en sus cabezas sobre solidísimas peinetas la mantilla negra de pesados encajes, y Paz abrió una pequeña caja de cartón en figura de ataúd, que aun conservaba el perfume fiambre de las guanterías de 1790, y de esta caja sacó un abanico de doscientas varillas que, al desplegarse como la cola de un pavo real, hacía más ruido que una perdigonada. Salomé se colgó en la muñeca de la mano izquierda un ridículo, donde puso, además de sus espejuelos, un frasquito de esencia y otras baratijas.

-¿Y dejamos aquí á ese joven?-dijo Paz, mirando á su hermana con estupor.

-¿Cómo? No es posible-contestó la del ridículo con espanto.-Si queda
Clarita en casa….

-¡Qué horror! Hay que llevar con nosotras á ese joven….-Pero ¿qué dirán?…

En esto entró la devota. Elías andaba por allí cerca.

-¡Qué dirán si llevamos con nosotras á ese joven!…-continuó Paz.

-¿A ese joven? …-repitió Paulita.

-Sí: ¿qué dirán? ¡Jesús!-exclamó Salomé.

-Nada dirán-manifestó la devota, mirando para otro lado.-Es un servidor, un caballero que nos acompaña. Y, sobre todo, el mal está en las intenciones, no en las apariencias. ¿Qué pueden decir? Nosotras, es verdad que no necesitamos caballeros; pero no es indecoroso que ese joven nos acompañe. ¡Oh! No atendamos tanto á las preocupaciones del mundo.

-Pero si á ese joven le conocen por libertino-dijo Paz-y le ven con nosotras….

Ante este argumento vaciló un momento la mujer mística, y casi no supo qué contestar. Pero no era persona que se dejaba vencer fácilmente en una disputa, y tomando fuerzas, prosiguió:

-¡Oh fragilidad de las cosas mundanas!…No temamos al qué dirán. Sobre todo, yo no creo que ese hombre sea un libertino. (Elías había entrado, y escuchaba con mucha atención á la devota.) Tiene buen corazón, y si ha cometido algún error es por falta de experiencia y de guía. Pero yo le he comprendido bien, y sé que se enmendará, si ya no se ha enmendado, y está derramando lágrimas ocultamente por sus yerros pasados. Que venga.

Elías no la dejó concluir. Arrebatado de entusiasmo, alzó los brazos y gritó:

-¡Lázaro, Lázaro!

Antes que Lázaro llegara, el realista se lanzó fuera, y le trajo ó, más bien, le arrastró.

-Arrodíllate ahí-le dijo con voz fuerte, presentándolo ante la devota.-Arrodíllate delante de esa santa. Ha dicho que tienes buen corazón.

Lázaro estaba perplejo, las dos viejas absortas, la devota satisfecha y
Elías entusiasmado. Que quieras, que no, el joven tuvo que hincarse.

-Híncate, hombre, híncate-dijo el tío.-Ahora bésale la mano.

Lázaro, que sin darse cuenta obedecía las órdenes violentas de su tío, besó respetuosamente la mano de la santa, y la tuvo estrechada un momento entre las suyas.

-Prostérnate ante la virtud-decía Elías;-tú, pecador indigno de ser perdonado. Ha dicho que tenías buen corazón. No, señoras: no lo tiene.

Doña Paulita hizo esfuerzos heroicos para aparecer con cierta dignidad arquiepiscopal en el momento en que Lázaro le besaba la mano, arrodillado ante ella; pero su decoro de santa fué vencido por lo mucho que empezaba á tener de mujer. Cuando sintió los labios del joven posados sobre la piel de su mano, tembló toda, se puso pálida y roja con intermitencias casi instantáneas, y una corriente de calor ardientísimo y una ráfaga de frío nervioso circularon alternativamente por su santo cuerpo, no acostumbrado al contacto de labios humanos.

Después de una pausa, principió á recobrar su aplomo y dijo:

-¡Qué locura! ¡Santa yo! Levántese usted, caballerito (no se atrevió á decir joven.) No he dicho más sino que confío en que tendrá buen juicio y se enmendará.

-¿Pues no ha dicho que te perdona las faltas que has cometido? ¡Qué virtud! ¡Qué heroísmo cristiano!-exclamó Elías.-¿No te anonadas? Pero, hombre, levántate: ¿qué haces ahí de rodillas?

El joven se levantó, mientras Paz ponía fin á esta vehemente y conmovedora escena, diciendo fríamente y con desdén: “Vámonos”.

-Prepárate á acompañar á estas señoras-dijo Coletilla.

Al estudiante le contrarió mucho este mandato. El había oído decir en la mesa aquella mañana que Clara no iría á la procesión, y había formado sus proyectos para verla aquel día. La obligación de acompañar á las tres señoras le pareció la mayor desgracia que podía ocurrirle aquel día. ¿Pero cómo era posible resistir á las órdenes de aquel tirano? Lleno de despecho tomó su sombrero y bajó con las tres ilustres ruinas, que se llevaron una de las llaves de la casa, dejando á Clara la consigna de no salir del cuarto. Elías, que quedaba también en la casa, tenía la otra llave.

No hacía cinco minutos que las Porreñas navegaban hacia la calle de San Mateo, cuando llegó el abate Carrascosa muy presuroso y tocó á la puerta.

Elías bajó á abrirle.

-Venga usted, amigo; venga usted al momento-le dijo con agitación.

-¿Pero á donde, hombre, á donde? Está la casa sola. No puedo salir.

-¿Que no puede usted salir?-dijo el abate asombrado.-Pues buena la hace usted si no sale al momento y viene conmigo á donde yo le lleve.

-¿Pues qué hay, Carrascosa?

-Venga usted, y hablaremos por el camino.

-Hombre, la casa….

-Qué casa ni qué ocho cuartos. Cierre usted y vámonos.

-Queda aquí esa muchacha.

-Pues déjela usted encerrada y venga, porque esto no es cosa para andarse con peros….

-¿Pero qué hay? Sepámoslo.

-Hay que si usted no viene ahora mismo conmigo á la Fontanilla … ya sabe usted … el club de esos muchachuelos…. Si usted no viene conmigo, va á haber un conflicto.

-¿Pero qué es ello, hombre?

El abate no había inventado de antemano la mentira que necesitaba emplear para salir de la casa de Elías: así es que se vió aturdido por un momento; pero su astucia frailesca no le faltó.

-Pues parece que esos chicos están alborotados, y dicen que usted les ha engañado: que usted no tiene poderes de … de aquella persona; que usted….

-¿Que no tengo poderes?-dijo Elías.-Cuidado con los niños.
¡Liberalitos al fin!

-Y parece que quieren armar un alboroto esta noche-dijo Carrascosa, seguro ya de la mentira que había de encajarle.

-¡Esta noche!-exclamó Elías, llevándose las manos á la cabeza. ¡Esos chicos están locos! Lo van á echar todo á perder…. Pero quién les ha dicho que esta noche. ¡Vaya con los niños! Pero voy allá al momento.

-Venga usted, porque si tarda….

-Voy, voy al momento. Cerraré la puerta y me llevaré la llave. No importa. Las señoras tienen otra.

-Vamos.

El abate había conseguido su objeto, que era alejar á Coletilla de la casa aquella tarde, para que Clara se quedase sola. En tanto las esfinges se acercaban al término de su viaje, y Lázaro las seguía, revolviendo en su mente el plan que en un momento de colérica inspiración había concebido. Consistía este plan en dejar á las tres ruinas en medio de la calle, cuando ellas estuvieran más distraídas con la procesión, y volver atrás. Pero esto tenía sus inconvenientes. ¿Cómo entraba en la casa? ¿Rompiendo la puerta? ¿Y su tío que estaba dentro? Terrible era aquella situación. ¡Vivir con ella y no verla! Oir que continuamente imputaban á aquella infeliz faltas y crímenes inauditos, y no poder acercarse á ella y preguntarle. “¿Qué has hecho?”.

Las tres Porreñas marchaban acompasada y pomposamente, sin proferir una palabra. Así llegaron á la casa desde donde habían de ver pasar la procesión, que era la casa de un clérigo llamado don Silvestre Entrambasaguas y de su hermana doña Petronila Entrambasaguas.

CAPÍTULO XXVIII

El ridículo.

Era don Silvestre un clérigo carilleno, bien cebado, grasiento, avaro, de carácter jovial, algo tonto, mal teólogo y predicador tan campanudo como hueco. Su hermana era una dueña quintañona, gruesa y muy pequeña, con la nariz del tamaño de una almendra y del color de un tomate, abultadísimo el pecho, y el talle y las caderas tan voluminosas que le daban el aspecto de un barril. Las tres ruinas aristocráticas no hubieran nunca descendido en sus buenos tiempos á tratarse con aquel par de personas de baja extracción (porque eran hijos de un tocinero de Almendralejo, y él cuidó cerdos en las dehesas de Badajoz hasta que entró en el Seminario); pero en los tiempos de decadencia podían visitarse y tratarse, aunque siempre con cierto decoro, y estableciendo tácitamente la diferencia de las antiguas jerarquías. Se habían conocido en el locutorio de las Góngoras, en cuyo convento existía una monja perteneciente al linaje de los Entrambasaguas. La amistad de las Porreñas y don Silvestre y su hermana llevaba ya cuatro años de mutuas cortesías, de mutuas fórmulas urbanas y de confianzas decorosas.

Tomaron asiento las tres, y enteraron á sus amigos de quién era aquel joven quedecorosamente las acompañaba. María de la Paz, en su afán de decirlo todo, expuso, con su lucidez acostumbrada, que aquel caballerito había estado en el camino de la perdición á causa de las malas compañías; pero añadió que ellas le protegían, y esperaban lograr traerlo al buen camino.

-¿De dónde eres, muchacho?-dijo el padre, que era muy brusco, muy francote, y trataba de á todo el mundo.

-De Ateca, en Aragón.

-¿Ateca? ¡Buena tierra! ¡Buenos torreznos! ¡Buena fruta!… ¿Y no estudias, hombre, no estudias?

-Sí, señor: estudio para abogado.

-¡Bueno está eso!-dijo el clérigo con risa brutal. ¡Abogado! ¿De qué sirve eso? ¿Por qué no estudias Teología y Cánones?

-Algo de eso estudié en Zaragoza.

-¡Zaragoza! ¡Buena tierra! Buen carnero, buen lomo; pero no como en mi tierra, en Extremadura … porque yo soy extremeño. Dime, ¿por qué no has estudiado para cura?

-Porque no tengo vocación para esa carrera.

Doña Paz hizo un gesto de sorpresa y reprobación, como si el joven hubiera dicho una gran irreverencia. Después, acumulando en su rostro todos los rasgos de desdén y acritud de su gran repertorio, dijo:

-¡Ah! señor don Silvestre, con mucha razón le sorprenden á usted los despropósitos de este joven; pero no tiene usted en cuenta que ha vivido hasta hace poco en el más lamentable extravío. Ya se corregirá; hay una persona que ha tomado á cargo su educación, y creemos que logrará el intento.

-¡Que no tenía vocación!-exclamó Entrambasaguas con voz de trueno:-eso es una irreverencia.

El estudiante bajó los ojos aturdido ó indignado. Después miró como único consuelo á la devota, por ver si, como otras veces, salía á defenderle; pero la devota, que miraba también con atención contemplativa, pensaba en otra cosa que en defenderlo.

-Mi señora doña Paulita-dijo el clérigo dirigiéndose á la rosa mística,-¿sabe usted que he leído el libro De albigensium erroribus, y estoy conforme con lo que dice el Padre Paravicino, que pietas in pietate contra ecclesia nulla contemnere pios? ¿Qué le parece á usted esta opinión? Porque a doemonio numquam salus inveniatur. Vamos, diga usted que es gran teóloga.

Paulita no contestó; y otro menos bruto que el Padre Silvestre hubiera comprendido que aquella extemporánea consulta teológica la contrariaba mucho en tal momento. El instinto femenino se sublevó allí contra toda la unción consuetudinaria de la santa. No contestó, y ¡cosa singular! la que siempre se había ruborizado cuando en presencia de los curas le hablaban de cosas mundanas, se ruborizaba ahora porque la hablaban de Teología.

-Yo no sé … yo no entiendo … yo no he leído ese libro-contestó al fin, viendo que el majadero de Entrambasaguas repitió su pregunta, adornada con dos ó tres festones más de latín.

-¿Pues no me lo recomendó usted aquel día que hablamos en el locutorio de las monjas con el obispo de Calahorra, cuando dijo usted aquello de San Dionisio Areopagita, que empieza …? ¿A ver cómo empieza? ¿No se acuerda?

-Yo no-dijo la devota, muy colorada y muy inquieta, por no hallar pretexto para mudar de conversación.

-¿Pero no me recomendó usted ese libro De albigensium erroribus? Si me dijo usted que era lo mejor que se había escrito …-insistió el majagranzas del clérigo.

Un rumor popular y el áspero tañido de los fagotes vinieron á sacar de apuros á nuestra amiga anunciando la procesión. Se dispuso ocupar inmediatamente los dos balcones: en uno se colocó el clérigo con María de la Paz y Salomé; en otro se colocó la gorda, doña Paulita y Lázaro. Un enorme tiesto, donde crecía con extraordinaria lozanía una adelfa, estorbaba la comodidad de estas tres personas. La gorda estaba en medio, y era imposible acomodarse con holgura á causa de doña Petronila y de la adelfa. Pero al fin, después de mil cumplimientos, la devota se encontró en medio, teniendo á la derecha á Lázaro y á la hermana del clérigo á la izquierda.

La procesión empezó á desfilar. El clérigo hablaba por los seis, y hablaba tan fuerte, que los transeúntes se quedaban mirando á los balcones. Algunos de los curiosos notaron en el rostro de doña Paulita una muy grande agitación, y el autor de este libro, que era uno de los que pasaban, notó con sorpresa (porqué conocía de oídas su carácter) que entre la frente de la dama y los cabellos del joven, no había otra cosa que algunas hojas y una flor de la adelfa criada en el balcón. Lázaro no atendía al gentío ni á los santos ni á nada. El despecho por encontrarse allí mal de su grado le ocupaba todo.

En el otro balcón hacía don Silvestre detallado relato de las cofradías, pendones, estandartes, imágenes y corporaciones que iban desfilando. Salomé ostentaba en su muñeca el ridículo, que caía sobre el antepecho del balcón, ofreciendo al asombro del numeroso público los vivos colores de sus mostacillas azules y de sus lentejuelas doradas. Era el tal ridículo primorosa obra, en cuya elaboración tomaron parte las delicadas manos de su dueña; obra del siglo pasado y del año 94, en que la dama lo lució en los paseos de la Florida los días de invierno, con gran aceptación de la juventud de entonces. Salomé profesaba mucho cariño á aquella prenda, porque le parecía que al ceñirla á su muñeca llevaba consigo un amuleto de perpetua juventud.

-Se te va á caer-le dijo su tía, viendo cómo se balanceaba la prenda sobre el antepecho del balcón.

-No se cae-dijo Salomé, que gustaba mucho de lucir en las grandes solemnidades aquel mueble hereditario, y creía que desde la calle hacía un efecto magnífico.

La ordenada turba de monagos, clérigos, cofrades, archicofrades y penitentes seguía desfilando. La gorda y su hermano se hacían lenguas cada vez que pasaba un estandarte, una cruz. El codo de Lázaro tocaba el codo de la devota, y ésta tenía cruzadas las manos, y la cabeza inclinada á un lado, porque sin duda le halagaba el suave roce de las adelfas. Después se pasó la mano por los ojos como si se apartara un velo imaginario.

Cuando la procesión estaba en su lleno, digámoslo así, un grito resonó en el balcón inmediato. ¡Oh dolor! El ridículo de Salomé había caído á la calle.

-¡Y está en él la llave de la casal-dijo Paz con terror.

Lázaro no necesitó oír más; su determinación fué rapidísima. Se quitó del balcón, y dijo vivamente:

-Voy á buscarlo.

El ridículo cayó sobre las cabezas de los transeúntes; pasó de mano en mano, y fué arrastrado por la multitud do tal modo, que un momento después de caído estaba á gran distancia. Lázaro, que vió esto, bajó rápidamente, llegó á la calle y atravesó, con mucho trabajo, por entre la multitud. Su determinación era decisiva.

-¡Qué feliz coincidencial-decía para sí.-Allí está la llave: la tomo, corro á la casa, abro; el viejo debe estar arriba durmiendo la siesta: entro, la veo, la hablo, la digo … qué sé yo lo que le voy á decir … y me vuelvo á escape. Si las viejas sospechan, inventaré cualquier mentira. No hay más remedio.

Al fin llegó jadeando y con mucha fatiga al extraviado ridículo. Lo tenía una mujer que lo estaba registrando, y viendo, que no contenía cosa de valor, no parecía mostrar gran empeño en conservarlo. Lázaro lo tomó. El oleaje del gentío le había llevado á gran distancia de la casa de Entrambasaguas. Desde el balcón no podían verle. No dudó más, y echó á correr por una de las calles transversales hacia la casa.

La ansiedad propia de la situación y la marcha precipitada le agitaron de tal modo, que tuvo que detenerse para respirar. Por fin la vería sin duda. Llegó á la casa, entró, subió la escalera; pero antes de resolverse á abrir se detuvo, y necesitó apoyarse en la pared, porque la agitación le había quitado las fuerzas. Pensó que ella se asustaría al verle entrar tan descompuesto, al sentir abrir la puerta. Por fin, con la mayor cautela, puso la llave en la cerradura, le dió vueltas y abrió muy quedo. Entró, volvió á cerrar y dió algunos pasos. Era ya tarde: la casa estaba obscura; no veía nada. Anduvo á tientas un rato. Al fin distinguió los objetos, y siguió por el pasillo.

Silencio sepulcral reinaba en la casa. “Sin duda don Elías duerme arriba”-pensó, y siguió andando hasta acercarse á la puerta del cuarto donde Clara debía estar. “Para que no se asuste” pensó Lázaro, trémulo de emoción, como quien va á cometer un crimen,-lo mejor será acercarme á la puerta y llamarla muy quedito. “Así no se asustará.” Avanzó más, llegó á la puerta, y tomando aliento para pronunciar las dos sílabas de aquel nombre que amaba tanto, se paró, y con voz baja y conmovida dijo: “Clara.”

Pero en el instante mismo en que pronunció esta palabra, se estremeció de sorpresa y terror. Un frío intenso circuló por todo su cuerpo; toda la sangre se le agolpó al corazón, que latía con violencia desenfrenada, y quedó inmóvil como estatua junto á la puerta. En el momento de pronunciar el nombre de Clara, había sentido dentro de la habitación una voz de hombre, una voz de mujer y pasos precipitados. Pronto veremos lo que hizo.

CAPÍTULO XXIX

Las horas fatales.

A las cuatro de aquella tarde, cuando, después de salir las tres damas, Clara se encontró sola, quiso satisfacer su curiosidad leyendo la carta que le había dado el abate; pero observó que Elías andaba por el pasillo: tuvo miedo, y la guardó. Media hora después, habiendo Coletilla salido con Carrascosa, se quedó sola, enteramente sola y encerrada. Entonces abrió la carta. Era sin duda de Lázaro, y casi sabía punto por punto lo que había de decir. Pero su sorpresa fué grande cuando miró la firma y vió: Claudio.

-¡Claudio! ¿quién es Claudio?-exclamó con la mayor confusión.

La carta decía así:

“Ya te he devuelto, amiga mía, á ese joven prisionero á quien tanto quieres. Yo le he sacado de la cárcel, donde el infeliz estaba á punto de morirse de hambre y de frío; le he sacado tan solo porque es tu amigo. Ya sabes que tú y yo somos también verdaderos amigos. Ese joven parece que te quiere bien; pero no como yo, que te idolatro; y tan desventurado soy ausente de ti, que hoy voy á intentar verte y hablarte entrando por una casa vecina. No te llame la atención: estoy decidido. Por mí han salido esas tres viejas; por mí ha salido Elías; por sí ha salido Lázaro. Estás sola y encerrada; encerrada para todos menos para mí, que te veré esta tarde. No tengas miedo: sólo quiero verte y hablarte. Te lo asegura, te lo promete el que te adora.-Claudio.”

-¡Claudio!-dijo Clara doblando la carta:-¿quién es este hombre? ¡Y quiere entrar aquí! ¡Jesús, qué miedo! ¿Qué debo hacer? ¿Cerrar las puertas?

Clara empezó á temblar de miedo; no podía tomar resolución ninguna. Por fin evocó todo su valor: se dirigió á la puerta que daba al pasillo, y le echó el cerrojo; después corrió á la puerta que comunicaba con la habitación inmediata con intento de cerrarla también; pero ya era tarde, porque Bozmediano entró muy tranquilo en el cuarto.

-¡Jesús!-exclamó Clara, retrocediendo con espanto. Váyase usted, por
Dios. ¡Qué atrevimiento! Pero no pudo seguir, y se echó á llorar.

-¡Váyase usted…. Si vienen…. Por Dios, señor caballero (no se acordaba del nombre). Váyase usted…. Usted es muy bueno y me dejará sola. Si vienen ahora, ¿qué van á decir?

-No vendrán: tranquilízate-dijo Bozmediano algo contrariado por aquel recibimiento.-Somos ya verdaderamente amigos. Hoy vengo á hablarte, á verte. Ya sabes que me he declarado tu protector.

En el sistema amatorio de Bozmediano estaba el tutear á las muchachas á la tercera entrevista.

-Yo no quiero que usted me proteja. Si estoy muy bien aquí-afirmó
Clara con angustia.

-¿Bien aquí?-dijo el militar, cerrando los puños. ¿Bien aquí? Como que voy á ahorcar á esas tres arpías que te están martirizando. Cuando pienso que un viejo fanático y tres mujeres ridículas están hoy en el mundo sólo para mortificarte y asesinar lentamente á la más noble y amable criatura que ha nacido.

-Si á mí no me atormentan-dijo Clara, cuya atroz inquietud se manifestaba en un llanto entrecortado, que acobardó por un momento al galán aventurero.-Váyase usted, por Dios, yo se lo ruego, se lo pido por Dios y todos los santos.

-¿Irme sin ti? Eso no puede ser.

-Jamás consentiré yo en salir con usted-exclamó la joven con resolución.-Váyase usted, señor caballero (otra vez no se podía acordar del nombre): usted es muy bueno, yo lo sé. Pero si tarda un momento más en marcharse, le odiaré toda mi vida. Váyase usted, por piedad.

-Y si me voy, ¿qué va á ser de ti, pobrecilla?-dijo Bozmediano con melancolía.-Si yo te abandono, ¿qué va á ser de ti en poder de estos cuatro demonios? ¿Cómo he de consentir el crimen espantoso de este encierro, de esta soledad, de este marasmo, de esta tortura lenta que te aplican esas infames? No, Clara: tú me conoces muy bien en las pocas veces que me has tratado para saber que yo no puedo consentir tal cosa. Si yo te abandono, pasará un día y otro día sin que nadie se atreva á hacer cosa alguna para salvarte. Ese joven, á quien yo he sacado de la cárcel, tiene una imaginación disparatada; pero no resolución ni ánimo para sacarte de penas. Esta es la verdad: no esperes nada de quien nada puede ni nada sabe hacer por ti. Créeme: no tienes más esperanza que yo. Y por mi parte, seguro estoy de que no te opondrás á mi resolución, que no tiene más objeto que tu felicidad.

-Pero si yo no quiero que haga usted mi felicidad dijo Clara más inquieta.

-Pues entonces, ¿quién la va á hacer? Huérfana, sola en el mundo, rodeada de enemigos y de malvados, sin que haya nadie que se interese por ti….

-¡Oh!-dijo la huérfana vivamente, creyendo encontrar un gran argumento:-sí, sí tengo quien se interese.

-No, no lo creas, no. Ese joven no hará nada: le conozco, conozco su carácter. La prueba es que vive aquí hace días, que sabe tus sufrimientos y nada ha hecho por aliviarlos. ¿Ha intentado algo? No: yo sé que no. No se atreve.

-¿Que no se atreve? Sí, sí … Pero váyase usted, por Dios. Si vienen … No se detenga usted un momento más; yo se lo ruego. Me va usted á perder.

-Clara, Lázaro no hará nada por ti. Su imaginación está embebida en la política. No esperes nada de él.

-Sí, sí espero: me salvará. Estoy segura de ello-dijo dolorosamente la joven.

-¿Por dónde lo sabes?

-El mismo me lo ha dicho.

-¿El? No puede ser. Yo dudo que haya podido verte, según me han dicho.

-Pero me verá, me salvará. Yo no necesito de usted.

-Sí necesitas de mí. Tengo esa vanagloria, única recompensa del grande amor que te tengo-dijo Bozmediano con expresión clarísima de verdad.

-Pero si yo no le quiero á usted ni le puedo querer. No le he visto más que dos veces, y eso sin mi licencia.

-Ese poco tiempo ha bastado para que te quiera yo.

-Yo se lo agradezco á usted; pero cuando se vaya dijo la huérfana.-¡Qué modo tan raro tiene usted de favorecerme, asustándome de esta manera y comprometiéndome! ¡Ah! Váyase usted, por Dios. Van á llegar y le van á ver aquí. ¡Jesús, qué hombre!

-No vendrán. La procesión es larga.

-¿Pero si viene él?

-¿Quién es él?

-El viejo.

-Ese primero muere que venir.

-¿Pero si le ve á usted la vecindad? Y, sobre todo, aunque no le vean
… Yo no quiero que esté usted más tiempo aquí; no le quiero ver.

Clara estaba tan consternada y era tan resuelta su actitud, que Bozmediano empezó á dudar del éxito de su aventura, y estuvo un rato indeciso.

-Clara-prosiguió sentándose con familiaridad,-tu no me conoces. No sabes de lo que yo soy capaz. Yo soy capaz hasta de sofocar mis sentimientos haciendo por tu felicidad el sacrificio de la mía. Tú no me conoces, ni aciertas á juzgarme, ni ves en esta empresa que acometo otra cosa que una intención dañada y vil. Si viera junto á ti á alguna persona capaz de sacarte de esta miseria, no me opondría á que me dijeras, como me has dicho, que no me quieres ver. Yo dejaría entonces á otro el orgullo de quererte y hacerte feliz; pero esto no es posible. Tu situación es tan desesperada, que quiero salvarte á pasar tuyo, arrostrando hasta tu ingratitud, que es lo que más temo. Si me ves aquí, es porque nadie existe en esta casa que pueda ampararte.

-Bien: yo lo agradezco, señor caballero; pero déjeme usted. ¡Ay! Si
Lázaro sabe que ha estado usted aquí….

-Si lo sabe, nada le importa. El no piensa más que en política; ni en aquella cabeza hay la discreción y la astucia que tú necesitas para salir de aquí. En aquel corazón no caben más que las desenfrenadas y vulgares pasiones del pueblo, capaces tal vez de un hecho notable, pero inútiles para consolar á un ser débil y delicado.

-Sí, él me salvará: yo lo sé-repitió Clara un poco menos asustada y más triste.-No, no lo esperes.

-Sí, lo espero. ¿Por qué no lo he de esperar? ¿Por qué me dice usted eso? ¿Qué sabe usted lo que él puede hacer por mi?

-¿Pero es posible que le quieras tanto?-dijo Bozmediano, que no creía encontrar tanta firmeza.

-Sí, le quiero. Pero usted, ¿á qué me pregunta esas cosas?

-Lo pregunto por saberlo-dijo con mucha calma el militar.-Ahora repito que tú no sospechas de qué acciones soy yo capaz. ¿Creerás que es posible, si me pruebas que le quieres tanto, que yo le comprenda en esta protección generosa que te consagro, y me interese por los dos tanto como ahora me intereso por ti? Pero falta una condición para esto. Dudo mucho que él te quiera como tú mereces, y si es como yo sospecho, le creeré un hombre indigno y le apartaré de ti cuanto pueda. Le saqué de la cárcel para probarte que procedo en estas cosas, como en todo, con buena fe y caballerosidad. Cuando te vi por primera vez, y comprendí lo que era tu vida, la poca esperanza de tu porvenir y la bondad de tu corazón, me dió tanta lástima, que … no sé … casi te amé desde aquel momento como ahora. Para mí fué entonces el amor tan poco egoísta, que no entraba para nada mi persona en las cavilaciones que día y noche ocupaban mi imaginación. Después supe que existía, un joven á quien tú querías mucho; supe que este joven estaba preso y le puse en libertad por ti y para ti. Nunca tuve intención de apartaros á los dos; al contrario, mi deseo era uniros si él lo merecía. Pues bien: yo me he convencido de que él no merece tal cosa y es indigno de ti. Clara no supo qué contestar á estas palabras. Y á la verdad que no era fácil conocer si tan elocuente expansión de bondad y afecto era verdadera ó simplemente un ardid galante de los que también usan los seductores.

-Sí; pero entre tanto-dijo la muchacha,-usted me compromete; usted me pierde para siempre. Si viene alguno de la casa y lo ve, ó descubre que ha entrado aquí….

-Nadie lo puede descubrir…. ¿Pero es cierto, Clara que quieres tanto á ese muchacho?-dijo Bozmediano, queriendo imprimir á sus palabras cierto tono de jovialidad, que estaba muy lejos de tener en aquel momento.

El joven galanteador había errado el tiro; el aventurero de amor creyó que había deslumbrado á Clara con la conversación de sus dos primeras visitas. “Y era que tenía muy alta idea de sus propias dotes personales para dudar de que una muchacha sencilla, educada por un fanático, y sin conocer otras pasiones que las vulgares inclinaciones de aldea, pudiera resistir á ellas. Creyó asimismo que el hecho de poner en libertad al que podía considerar como rival, influiría mucho en el ánimo de la huérfana. El había empleado otras veces con mucho éxito procedimientos parecidos. Además, Lázaro le había parecido algo brusco, poco amable, poco digno de ser amado, poco interesante.”

-Sí-contestó Clara,-le quiero. Se lo juro á usted, que dice que me tiene amistad.-¿Y le quiere usted mucho?-Mucho. Vaya, ahora se puede usted marchar. El militar se quedó muy pensativo. Vióse un poco ridículo en aquella situación; pero siempre triunfaba de su amor propio la bondad de su corazón. En aquel momento pensaba en renunciar por completo á todo y tratar por cualquier medio de contribuir á la felicidad de los dos muchachos.

-¿Pero no se marcha usted?-dijo Clara, volviendo á su inquietud.

-Sí, me marcho ya. Pero … no-añadió con determinación,-no puedo consentir que te quedes en este sepulcro. Me parece que si te dejo aquí no he de verte más. Pero ese hombre, ese exaltado, ¿en qué piensa? ¿qué hace? ¿cómo tiene alma para verte en poder de esas arpías, y no pegar fuego á esta casa maldita?

-El me quiere-dijo Clara, resuelta á decir todo lo que pudiera determinarle á marcharse.

-No: te dejará morir de hastío en esta cárcel. Lo sé; conozco bien á ese loco.

-¡Oh! se interesa por mí: estoy segura de ello.-¿Nada más que eso? ¡Se interesa!-Padece mucho al verme así-exclamó Clara con dolor.

-¡Oh! Las tres pécoras de esta casa me la han de pagar. ¿Pero es cierto que te mortifican?

-¡Oh! me consumo-dijo Clara sin poder contener una triste franqueza.

-¡Malditas! ¿Pero ese hombre, qué hace?

-Hará mucho, hará lo que pueda. Es pobre….

-¡Pobre!-dijo él muy pensativo.-¿Y qué esperas de una persona que sólo podrá hacerte más infeliz? ¡Oh, juro que si ese joven no te corresponde, me la ha de pagar! Bozmediano se levantó. En aquel momento la palidez de Clara aumentó súbitamente, porque creyó que sentía abrir la puerta de la escalera; pero Claudio la tranquilizó diciéndole que se equivocaba.

-No temas nada-dijo prestando atención;-nadie puede venir.

-¿Pero á qué está usted aquí más tiempo?-dijo ella, repuesta del susto.-¿No le he dicho ya lo que quería saber?

-Sí, y me voy. Ahora sí, me voy; pero es para volver.

-¿Otra vez?

-Sí: insisto en creer que no hay para ti más esperanza que yo. El marcharme ahora no quiere decir que te abandone, no. Me voy para ocuparme de ustedes; yo me enteraré de lo que vale ese muchacho. Si no es digno de ti….

En este momento una voz apagada, trémula y conmovida pronunció distintamente en el corredor la palabra “Clara”.

La joven se quedó petrificada de espanto, y la mirada que dirigió á Bozmediano hizo comprender á éste cuánto la había comprometido. El galán creyó que el mejor partido que podía tomar era marcharse muy quedo, seguro de que la persona que había dicho “Clara”, con voz que no conoció, no podía haberle sentido. Hizo señas á la huérfana de que callara, y se dirigió rápidamente, y con mucha cautela, á la puerta por donde había entrado. La joven no se movía, y sólo en sus facciones se podía conocer su gran turbación.

Bozmediano salió. La voz dijo más fuertemente: “Clara, Clara, abre.” Era la voz de Lázaro. El sintió desde fuera que había un hombre en el cuarto; sintió sus pasos al huir. Después oyó en lo más interior de la casa ruido como de un mueble que cae, y corrió allá frenético de indignación y sobresalto. Entró en el comedor, luego en un pequeño pasillo que daba á un patio, subió la escalera que conducía al piso segundo y á la buhardilla; pero al llegar arriba, ya Bozmediano había desaparecido, y sólo pudo ver un bulto que se ocultaba, cerrando vivamente una puerta desconocida. También le pareció ver la figura diabólica del abate en el momento brevísimo en que la puerta estuvo abierta.

-¡Bandidos!-gritó con voz terrible. Nunca, había sentido impresión tan fuerte. Trató de derribar aquella puerta misteriosa; pero manos muy fuertes lo impedían de la otra parte. Bajó como un loco, volvió al comedor, entró en la alcoba de la devota por donde mismo había entrado Bozmediano, y pasó al cuarto donde estaba Clara. Encontróla temblando, con los ojos llenos de lágrimas.

Cuando le vió entrar, la infeliz dijo, casi sin poder articular las palabras:

-¡Ah! Lázaro, Lázaro, oye … te diré … espera. Pero la voz se le anudó en la garganta, y no pudo hacer otra cosa que llorar como un niño.

-¿Qué me vas á decir? Calla-exclamó Lázaro con voz colérica.-Calla, y no hables más delante de gentes. ¿Aquí quién estaba…? ¡Ese militar…! ¿Pero es cierto lo que dicen…? Yo no lo había querido creer, aunque lo creían todos. Clara, Clara, ¿qué ha sido de ti, qué has hecho? ¡Yo no lo quería creer! Si todos los santos del Cielo me lo hubieran jurado hace un mes, les hubiera dicho que mentían. Pero ya lo he visto, ya lo he visto.

La huérfana lloraba como si fuera culpable … Por fin pudo decir:

-Por Dios, escúchame. Yo te contaré.-¿Qué me vas á contar?-dijo él más colérico.-Pero si voy á matar á ese hombre … ¡Oh! Clara-añadió transformando su ira en intenso dolor.-¿Cómo has podido tú …? Yo estoy loco, sin duda. Lo que he visto es una locura.

-No … yo te explicaré-le dijo ella recobrando su valor.-Ese hombre, yo no lo conozco … Un día entró en casa … me dijo….

-No me hables, no me mires … Todo lo he sabido. ¿Por qué mi tío te puso en esta casa? ¿Qué hiciste allá? ¿Por qué estas señoras te tienen encerrada y sin ver á nadie? ¿Qué has hecho? No te puedes disculpar, no. Soy un necio si hago caso de las disculpas que me vas á dar. Bastantes pruebas he tenido. ¡Y fuí tan ciego que nada quise creer! … Nada más debo decirte … ¿Por qué te he conocido? Mía es la culpa; no tengo derecho para acusarte. Eres libre. Adiós.

Y salió muy á prisa sin esperar respuesta. Salió como un demente, y dió muchas vueltas por la casa sin saber á dónde iba. Si en aquel momento se le hubiera presentado su tío, reprendiéndole con su impertinencia acostumbrada, Lázaro le hubiera atropellado, le hubiera maltratado, hiriéndole tal vez. Al fin llegó á la puerta, trató de recobrar su serenidad, abrió y bajó. Una vez en la calle, sintió el corazón tan oprimido, que le fué imposible dejar de llorar.

Pero no le faltó calma hasta el punto de olvidar que las viejas le esperaban, y que su ausencia podía aumentar la gravedad de aquella aventura. Dirigióse á la calle de San Mateo, procurando por el camino dominar su agitación y disimular todo lo posible. Después de atravesar varias calles sin acertar con lo que buscaba, llegó á la casa de los Entrambasaguas. Felizmente aun duraba la procesión. Entró en la casa, subió y halló á Salomé en extremo impaciente, mientras María de la Paz se hallaba en un estado de irascibilidad terrible.

-Ha tardado usted más de una hora: ¿dónde ha ido usted?-exclamó mirando al joven con recelo.

-Señora … señora …-dijo Lázaro balbuciente,-no he podido … Se ha agolpado la gente en la calle … y me he encontrado entre la multitud sin poder volver. Después una mujer cogió el ridículo y echó á correr por esas calles. Ya se ve: tuve que seguir tras ella, y casi no la alcanzo.

-Vamos, caballerito … Si ha estado despejada la calle desde hace una hora.

Salomé se apoderó de la prenda que creía perdida, y registró á ver si faltaba algo.

-Sin duda se ha ido á perorar á algún club-dijo cuando vió que nada faltaba y que lo era imposible reprender á Lázaro por otro motivo.

-¡Hombre, hombre!-dijo Entrambasaguas:-¿también tú charlas en los clubes? Eso es una iniquidad: mira que te condenas.

La devota no dijo nada: pudo su admirable instinto, que recientemente había adquirido extraordinaria fuerza, comprender que á Lázaro le había pasado algo durante su ausencia. No llegó á sospechar lo que fué, ni dónde fué; pero pensó mucho en aquello, mientras las últimas figuras de la procesión desfilaren por la calle.

-¡Ay! vámonos, que es tarde-exclamó María de la Paz.

-¿Ya se van ustedes?-dijo el clérigo, que no veía la hora de que se marcharan, porque desde la cocina llegaban á sus narices los olores de la olla de carnero que le estaban preparando.

-Mi señor don Silvestre-dijo Paz,-no podemos detenernos, porque ahora no somos libres. Nos hemos echado encima una carga muy pesada: la tutela y educación de una joven que nos dará muchos disgustos.

-¿Qué es eso?

-Es una joven desamparada-continuó Paz,-que estaba en casa de un amigo nuestro, soltero grave, el cual no podía sufrir sus travesuras. Parece que ella es algo levantada de cascos; y viendo que no la podía sujetar, nos la entregó para que la corrigiéramos … Todo por amor de Dios.

-¿Y les da á ustedes disgustos?-preguntó con oficiosidad la hermana de don Silvestre Entrambasaguas.

-Todavía-contestó Paz,-la verdad sea dicha, no se ha portado mal; pero yo nunca me equivoco, y cuando á mí se me fija una persona aquí … (y señaló la frente) y aquélla me parece que es una buena pieza.

Lázaro oyó esta apología de su infeliz amiga con toda la atención de que era capaz. Pero no se agitó más de lo que estaba, porque era imposible.

-¿Qué tienes, Paula? dijo Paz á la devota, que estaba muy pálida y con muestras muy claras de no encontrarse bien.

En efecto: todos la miraron, y notaron en ella las señales de un malestar creciente. Tenía los ojos encendidos y el aliento penoso.

-Nada-dijo la devota, queriendo animarse.

-Sin duda se ha constipado en el balcón.

-Sí: corre esta tarde un airecillo, que ya, ya …-indicó el clérigo;-pero váyase usted á su casa, y abrigándose bien….

-Eso no será nada-dijo doña Petronila Entrambasaguas, que estaba muy impaciente, porque ciertos olores, venidos en mensaje de la cocina, le anunciaban que el carnero se estaba quemando á toda prisa.

Las damas se dirigieron á la puerta. El clérigo se dió un golpe en la frente como quien recuerda una cosa importante, y dijo á doña Paulita:

-¡Ah! señora mía, si tuviera usted la bondad de hacerme un favor….

-¿Qué, señor don Silvestre?

-Que se dignara usted repasar un sermón que he escrito y voy á predicar en San Antonio el 17 de Enero. Usted que es gran teóloga, y muchas veces me ha dado su opinión sobre otros grandes sermones míos, deseo que vea ahora éste.

-Yo no entiendo de eso-replicó la santa con repugnancia.

-Sí entiende-dijo Paz complacida.

-¡Qué modestia!-exclamó Entrambasaguas.-La santidad unida al talento.
Pero yo sé, aunque usted quiera ocultarlo, que es una gran teóloga. Si á
veces la he estado oyendo con la boca abierta, como si oyera á todos los
Padres de la Iglesia….

-Deje usted eso-murmuró la devota con visible disgusto.-Yo no entiendo de esas cosas.

-Es sobre el tema de la tentación quinta de San Antón. Bien sabe usted aquello, cuando el demonio se le presentó en figura de … de muchacha, pues….

Y corrió presuroso á su gaveta, cogió un legajo y se lo entregó á doña Paulita, que lo tomó del peor humor del mundo. Cayósele de la mano, recogiólo con presteza el predicador, y se lo volvió á dar diciéndole:

-¿Pero está usted mala de veras? Veo que no puede usted tenerse en pie. Le tengo dicho que es bueno hasta cierto punto el ayuno, y nada más … y usted siempre en sus trece….

-Esta niña, con sus ayunos y sus penitencias…-dijo María de la Paz.

-¿Quiere usted una taza de caldo?-preguntó el clérigo; y se interrumpió antes de concluir, porque su hermana, con tanta presteza como disimulo, le tiró del manteo, indicándole la indiscreción de la oferta que acababa de hacer.

-Gracias, no es preciso: esto no es nada.

-Recójase usted temprano-dijo la gorda.-No le conviene á usted tomar ahora caldo ni cosa ninguna. A casa. Y poniéndole la mano en la frente, continuó:-Tiene usted mucha fiebre: á casa pronto.

La comitiva salió. El clérigo cogió el velón en sus robustas manos, y alumbró la escalera. Cuando ya estaban abajo, Entrambasaguas gritó desde arriba:

-Fíjese usted, señora doña Paula, en aquel pasaje que dice: “Cuando en diluvio de soles con corpulenta, corpórea efigie al mundo vino….” Por aquello de corpus corporum in corpore uno…. Fíjese usted bien en este pasaje, que tengo algunas dudas sobre si….

Doña Paulita no contestó ni miró siquiera al ramplón Gerundiano. Salieran á la calle, y Lázaro estaba tan enfrascado en sus pensamientos, que empezó á andar, dejando atrás á las dos señoras.

-¡Eh! caballerito-dijo Salomé, que estaba muy biliosa aquella tarde,-¿qué manera de portarse es esa? ¿Nos deja solas en medio de la calle?

-¡Oh! qué caballero tan cumplido hemos traído-dijo Paz, cuyo temperamento sanguíneo tenía aquella tarde, sin causa conocida, una irritabilidad inusitada.

Lázaro retrocedió y moderó el pago

-Y bien podría usted-añadió la dama,-portarse mejor delante de las personas extrañas. Ni siquiera ha saludado usted á aquellas … gentes (Paz usaba esta denominación general y vaga, para designar á todas las personas que por su progenie estaban en escalón más bajo que ella en la jerarquía social.) ¡Qué dirán de nosotras! ¡Ah! Paulita, no puede andar. Vamos, don Lázaro, dé usted el brazo á mi sobrina. Apóyate en don Lázaro, Paula, que estás muy mala. ¡Ah! Triste cosa es llevar por acompañante á un caballerito como éste.

El aragonés balbuceó algunas excusas, y dió el brazo á doña Paulita.
Andando, sintió que la devota pesaba en su brazo como si fuera de plomo.
Iba muy arrebujada, en su mantón y caminaba con dificultad.

-Va usted muy á prisa-dijo, pesando más fuertemente en el brazo del joven.

Lázaro moderó el paso.-Ande usted un poco más-dijo después, aligerándose de peso, hasta el punto de que él se sintió arrastrado.

Lázaro avivó el paso.

-¡Qué noche tan clara!-exclamó ella deteniéndose y mirando al cielo.

Lázaro se detuvo y miró al cielo. Las otras dos marchaban detrás á alguna distancia.

-Nunca he visto una noche así. Nunca he visto las estrellas brillar de ese modo, ni moverse así … con esa vibración que parece que están hablando.

-¡Hablando!-dijo Lázaro muy sorprendido del símil de la santa.

-¿Usted extraña eso?-dijo ella, mirándole con tal fijeza é intensidad, que el mancebo creyó que dos estrellas habían bajado á esconderse en los ojos de Paulita.

-Sí: ¿no le parece á usted…?

-Señora, yo las veo; pero….-Pues á mí me parece que las oigo.

En esto se cayó al suelo, desprendido de las manos de la dama, el manuscrito de Silvestre Entrambasaguas.

-Señora-dijo el joven, inclinándose para recogerlo, observe usted que se ha caído este sermón.

-Déjelo usted-exclamó ella con mucha viveza; y tirándole del brazo para impedirle que recogiera el manuscrito, avivó después el paso.

-No hay duda-dijo Lázaro para sí.-Esta mujer tiene mucha fiebre; ya empieza á delirar.

Y entonces la mujer mística andaba tan á prisa, que bien pronto alcanzaron á las dos ruinas mayores. Mas pronto hubo de moderarse su ímpetu, y tan despacio iba, que tardó mucho para avanzar veinte pasos. Cada vez pesaba más la teóloga en el brazo del estudiante: al llegar á la casa, la enferma no podía ya dar un paso, y Lázaro le rodeó con su brazo la cintura para impedir que cayera. Erale imposible subir, porque la dama se inclinaba á uno y otro lado sin poderse tener. En tanto, el joven observaba que tenía demudado el semblante, cerrados los ojos, flojos y caídos los brazos; hizo un esfuerzo heroico, la cogió en sus brazos y la subió. La cabeza de la enferma descansó sobre sus hombros, y Lázaro notó que el contacto de su frente le quemaba el cuello.

-Tiene mucha fiebre-dijo depositándola en el pasillo, porque Paz no le permitió que llegara á la alcoba. Entráronla en su cuarto las otras dos, bastante alarmadas con tan repentina desazón; pero pronto volvieron más tranquilas, y se fueron al comedor á cenar un salpicón que habían dejado preparado.

Reinaba en la casa profundo silencio. Lázaro subió la escalera interior para irse á su cuarto; y al subir no pudo menos de detenerse, porque sintió una voz que le hería el corazón. Era la voz de Clara, que preguntaba ó contestaba no sabemos qué cosa á la devota. El joven apresuró el paso para huir de aquella voz que no quería oír más.

CAPÍTULO XXX

Virgo fidelis.

Lázaro no encontró arriba á su tío. Estaba el infeliz mancebo sumamente impresionado por el incidente ocurrido, y no cabía en sí de cólera, de amargura, de sobresalto. Imposible le era tranquilizarse, tanto más, cuanto que tenía siempre ante la imaginación la figura de Clara, de rodillas, con los ojos llenos de lágrimas y los brazos cruzados. Dábale compasión y después ira, sucediéndose tan atropelladamente estos dos sentimientos, que creyó sentir como una ebullición en el pecho y un vértigo en la cabeza. A los arrebatos del encono sucedía el abatimiento del desengaño, ignorando al mismo tiempo si amaba aún á aquella infeliz ó si la despreciaba.

Pasaron las horas; la noche avanzó, y él continuaba en la agitación. No pensaba acostarse, ni sentía sueño, ni necesidad de reposo; antes al contrario, los impulsos de su naturaleza eran hacia la zozobra, la inquietud, el movimiento. Silencio lúgubre, no interrumpido por ruido alguno, reinaba en la casa. Parecía que todos dormían: él tan sólo velaba sin duda; y saliendo al corredor, donde le causaba algún alivio el aire fresco de la noche, se paseó allí mucho tiempo. Dieron las nueve, las diez, las once. Al fin se detuvo, aturdido por su propio vaivén: apoyóse en el antepecho, y ocultando entre las manos su cabeza, estuvo de este modo un largo rato devorando su agonía. De pronto creyó sentir rumor extraño, alzó la cabeza, y en el fondo del corredor creyó ver una figura humana que avanzaba. El corazón le latió con tal violencia, que creyó que el pecho se le rompía. La forma aquella, que sin duda era de mujer, avanzó, destacándose en la obscuridad. Venía cubierto de una cosa enteramente blanca, que la hacía más fantástica, y el reflejo de la luna parecía despedir de sí cierta luz misteriosa. Cuando estuvo cerca, Lázaro la reconoció: era la devota cuyo semblante traía las señales del insomnio y la fiebre.

-¡Lázaro!-dijo con voz muy débil y muy conmovida.

-Señora-contestó con mucha sorpresa.-¿Usted aquí á estas horas? … con esa fiebre … ¿No está usted enferma?

-¿Yo? …-murmuró ella con una especie de extravío;-¿yo? … no … yo estoy buena. Estoy mejor.

-Creí que estaría usted durmiendo. Le conviene el reposo.

-Yo-contestó ella con una singular entonación que alarmó á Lázaro,-yo … yo no duermo, yo no puedo dormir. Hace muchas noches que no cierro los ojos.

-¿Pues qué tiene usted?-preguntó Lázaro mirándola con mucha atención.-Usted no está buena. Usted es una santa: pero la santidad con exceso es perjudicial, señora.

-Yo no soy santa-dijo la dama:-soy una pecadora.

-No diga usted eso, por Dios. Usted es una santa, ¡qué felicidad! ¡Tener tranquila la conciencia! Dirigir todo su amor al que no engaña, ni es falso, ni desleal: á Dios…. Esta es la mayor de las felicidades.

-Hable usted bajo-dijo la devota.

-Y luego-continuó él,-estar libre de odios, de rencores, de desengaños….

-Más bajo-indicó la dama, y su voz parecía un suspiro.

-Estar libre de rencores-prosiguió Lázaro en voz muy baja:-¡amar sin recelo, sin temor; despreciar el mundo, las traiciones, las asechanzas; hallar regocijo en las persecuciones, y sacar consuelo hasta de las desventuras!… ¡Oh, qué feliz es usted…!

Después de una pausa, la voz de la mujer mística resonó como un eco lejano para decir:

-No, amigo mío: yo no soy feliz; soy muy desgraciada.

Sólo estando muy cerca de ella, como estaba el sobrino de Coletilla en aquel momento, era posible oír aquellas palabras.

-¡Soy muy desgraciada!-repitió con un rumor débil, sordo, apagado, como esos murmullos de rezo que turban en las horas de tranquilidad el profundo silencio de las catedrales.

-¿Qué mayor consuelo-dijo Lázaro,-que vivir con el espíritu en regiones de paz, donde no hay infamias ni perfidias? Elevarse con exaltación y amor, disfrutar con toda pureza de las dulzuras de una comunicación con Dios, y vivir orando, confiada en el pago de tanto amor, en la gratitud infalible del objeto amado. ¡Oh, qué felicidad!

El joven aragonés tenía tan ocupado el ánimo con sus propias amarguras, que no atendió; con la observación y la curiosidad que el caso exigía, á las raras señales de alteración física y moral que otro menos abstraído hubiera visto en la santa y edificante faz de doña Paulita.

-¡Vivir en la oración!-continuó.-¡Vivir orando con los ojos del alma fijos en el eterno y leal amor! ¡Repetir incesantemente su nombre y sus alabanzas! ¡Eso si es felicidad!

-No-dijo del mismo modo la mujer perfecta;-yo no rezo, yo no puedo rezar.

-¡Ay!-exclamó él.-Eso lo dice usted porque en su modestia le parece que aún no es bastante perfecta. Si usted conociese la miseria de otros, comprendería á qué inmensa altura se halla sobre los demás.

La devota bajó los ojos, y con gran melancolía y tierna voz dijo:

-¿Y qué miseria hay mayor que la mía?

-Es usted demasiado buena. Todo el mundo sabe muy bien que usted es una santa, una verdadera santa.

-¿Quiere usted que le haga una confesión?-dijo Paula, mirándole como se mira á un confesor.-Pues yo también lo creí; yo también creí que era una santa; pero ya no lo creo.

-¡Ah!-exclamó Lázaro:-yo no necesito que nadie me diga lo que usted es para saberlo. Yo mismo lo he comprendido. Cuando una criatura tan perfecta ha descendido hasta mí para defenderme y disculpar mis faltas, es indudable que no es como los demás. Yo me veía acosado por todas partes, me trataban todos aquí con acritud ó menosprecio. Usted sola alzó la voz, y la ha alzado varias veces después en favor mío, para decir que no era yo tan malo como creían. ¿cree usted que yo he olvidado, que podría, olvidar eso? No, señora. Yo seré todo lo que quieran; pero no soy ingrato. Yo tendré siempre grabadas en mi memoria las palabras que usted ha pronunciado en defensa mía. Usted es una santa: yo lo diré á todo el mundo.

-¡Oh!-dijo la devota con la misma plañidera voz: nunca creí que fuera usted tan malo como decían. En la cara conozco yo esas cosas. No me equivoco nunca, y estoy casi segura de que le han calumniado, de que quieren agobiarle y confundirlo con acusaciones impertinentes.

-¿Eso pensó usted de mí?

-Sí: segura estoy-contestó ella,-de que su corazón es bueno y recto; que si alguna falta ha cometido, fué por ligereza y falta de previsión. Creo también que no le aman á usted como se merece.

-Señora, ¿qué ha dicho usted?-preguntó el estudiante vivamente.-Eso me parte el corazón porque es una verdad en que estaba yo pensando ahora.

-Sí: no le aman á usted como se merece-repitió Paulita.-Su tío es demasiado duro.

Un observador despreocupado hubiera advertido que la santa se acercó unas pulgadas más á Lázaro, el cual, impresionado por la verdad que oyó de boca de aquel oráculo, estuvo á punto de abrazarla, y lo hubiera hecho á no impedírselo el respeto que la jerarquía y decoro evangélico de la teóloga la infundían.

-Su tío de usted, el señor don Elías-continuó la mujer mística,-observo que trata á su sobrino con demasiado rigor.

-Y otros también-dijo Lázaro, volviendo el rostro.

-¿Y cómo quieren que sea buena una persona que no es amada?-dijo con admirable misticismo la dama. Cuando un ser recibe ingratitudes y desprecios, sus sentimientos se agrían, se esteriliza la fuente del bien y del amor que hay en todo pecho humano.-Cuando un ser no es amado, ha de ser malo por precisión.

-¡Qué discreción, qué discreción, señora!-exclamó el joven con entusiasmo.-Ya fué usted mi consuelo otras veces. La consideraba á usted santa; pero ahora veo que su sabiduría iguala á su virtud, y á su lado me encuentro tan pequeño, que me da vergüenza.

-Sí: una persona á quien se trata con tanta dureza no puede ser buena-dijo Paula.-El amor hace prodigios; hace de los hombres incultos y malos, hombres mansos y buenos; hace de los melancólicos y descreídos, seres felices, creyentes y cariñosos.

-¡Qué ciencia la de usted! Esa es la ciencia que sólo pertenece á la santidad. ¡Dichosa quien puede ver las miserias de la tierra desde tan grande altura, y puede juzgar serenamente de todo! Usted sí que conoce el mundo.

-No, Lázaro: yo no sé lo que es el mundo.

-¡Oh! Entonces es usted más feliz todavía.

-Yo-dijo la mujer perfecta, después de una pausa en que miró al cielo fijamente como quien lee alguna cosa,-yo pasé mi niñez en la austera casa de mis tíos, recibiendo de personas devotas la más ejemplar educación. Desde que tuve uso de razón aprendí á orar; mis primeras palabras fueron el rezo. Los primeros años de mi vida pasaron en un convento, donde me vi rodeada de Madres santas y cariñosas que me enseñaron el camino de la perfección. Mi juventud fué pasando de este modo en ocupaciones devotas. Hace quince años que estoy rezando sin cesar, y casi sin notario. He vivido en Dios desde la cuna: no sé lo que soy, no sé si he vivido.

-¡Dios mío, qué ángel es usted!-dijo Lázaro.-¡Qué perfección! Yo la admiro á usted y la venero, señora.

-No soy digna de veneración, sino de lástima-contestó con mucha amargura.

Y dió un suspiro profundísimo que parecía sacar al espacio los misterios encerrados en elSancta sanctorum de su pecho.

-¡Digna de lástima!-exclamó el aragonés sorprendido.-¿Pues qué puede usted apetecer? ¿Qué la preocupa? Algún escrúpulo de conciencia, el deseo de mayor perfección. Yo sí que soy desgraciado; yo, señora, no debiera estar en el mundo.

-¿Pero qué tiene usted?-preguntó Paula con mucho interés.-Dígamelo usted todo. ¿No dice usted que le he consolado otras veces? Ahora le consolaré si me descubre una nueva desventura. Cuénteme usted.

-Mis desdichas no son para contadas. Además, usted es demasiado buena para oirlas. Se horrorizará usted y se turbaría la paz serena de su espíritu.

-¡Oh! no: cuénteme usted. Tal vez alguna falta muy grave. No importa; cuéntemela usted, que yo se la perdono antes de saberla.

-Falta mía no es.

-¿Falta de otro? ¿A ver?-dijo la mística con ansiosa curiosidad.

-Deje usted para mí todas esas amarguras, señora. Eso es para mí; es un triste patrimonio de que solo puede disfrutar mi corazón, hecho para eso.

-¿Qué es, Lázaro?… ¡Ah! Todo lo comprendo: su tío de usted es muy cruel. No le quiere á usted. Mas no hay que apurarse por eso, amigo mío. No todos le tratarán á usted con el mismo rigor. Alguien le amará.

-No, no me importa-manifestó Lázaro, cuyas penas se recrudecieron en aquel momento;-No me importa que me traten con desdén, que me aborrezcan todos, que me detesten. Yo no he nacido para otra cosa.

-Está usted muy agitado. ¿Y delante de mí se desespera usted de ese modo?-dijo la devota con suave acento do reprensión.

-Perdóneme usted, señora; no sé lo que digo. Usted es demasiado buena, y no comprende estas cosas. Usted no conoce el mundo. Usted no conoce cuanta iniquidad, cuanta perfidia, cuánto desengaño, cuánto cinismo hay en él. Usted no conoce más que lo bueno, no conoce más que á Dios.

-Esa desesperación que usted manifiesta, Lázaro, no es nada buena. Eso le llevará á usted al infortunio y á la muerte.

-Quiere usted, con su inmensa bondad, aplicarme á mí los consuelos de la religión: eso no es para mí, no lo merezco.

-Usted lo merece todo, consuelo, amistad, amor. Yo sé lo que merece, y, por lo tanto, lo tendrá. Sentimientos como los de usted no han de estar olvidados tanto tiempo.

-¡Bendita sea usted mil veces! Pero se equivoca, eso no es para mí.

-Usted merece amor y todo lo que el corazón puede dar. Usted se llama desventurado, y su agitación, Lázaro, no tiene fundamento alguno. Hay males peores, males que nacen de repente en el corazón y crecen con tanta rapidez, que no dan esperanza de remedio. Todo lo que á la persona rodea entonces, todo lo que está dentro y fuera de sí, se vuelve en su daño. La vida es un peso insoportable: le molesta lo presente, le da hastío lo pasado y terror lo porvenir.

La devota hablaba con voz muy baja, y con grave y tristísimo son. La noche había obscurecido, y los ojos de Paulita, que siempre en momentos dados habían tenido brillo extraordinario, resplandecían aquella noche como dos ascuas fosforescentes, cuya luz hacían más penetrante y siniestra la obscuridad de sus párpados, ennegrecidos por el insomnio, la fiebre y la excitación moral de que estaba poseída.

-¡Ay de aquellos que no se han conocido, que se han engañado á sí mismos y han dejado torcerse á la naturaleza y falsificarse el carácter sin reparar en ello! Esos, cuando lo callado hable, cuando lo oculto salga, cuando lo disfrazado se descubra, serán víctimas de los más espantosos sufrimientos. Se sentirán nacer de nuevo en edad avanzada; notarán que han vivido muchos años sin sentido; notarán que el nuevo ser originado por una tardía transformación se desarrolla intolerante, orgulloso, pidiendo todo lo que le pertenece, lo que es suyo, lo que una vida ficticia y engañosa no le ha sabido dar; pidiendo sentimientos que el viejo ser, el ser inerte, indiferente y frío, no ha conocido. ¡Qué luchas tan terribles resultan de este despertar tardío! ¡Oh, esto es espantoso!

Tenemos datos para creer que la devota no dijo esto con las mismas palabras empleadas en nuestro escrito. Pero si el lector lo encuentra inverosímil, si no le parece propio de la boca en que lo hemos puesto, considérelo dicho por el autor, que es lo mismo. Ella dijo algo parecido á esto, siendo el mismo pensamiento, aunque distintas las frases.

Indudablemente estas confesiones de la devota son, como habrá el lector comprendido, bastante obscuras, y no dan todavía ninguna luz acerca de la crisis que indudablemente agitaba aquel purísimo y perfecto espíritu. Lo cierto es que una gran transformación se verificaba en su carácter. Lázaro, la verdad sea dicha, no entendió muy bien las solemnes y como sibilíticas palabras que oyó de los trémulos labios de la santa: y él atribuyó la obscuridad de tal explicación á la influencia de las lecturas místicas en la manera de expresarse aquella señora y á los hábitos de un estilo más discreto que claro, como acontece generalmente en las personas absorbidas por la contemplación. Así es que se limitó á contestar:-Sí, señora; es espantoso.

-¡Qué terrible es el amor en sus exigencias!-dijo la santa,-sobre todo cuando se cree ofendido, cuando pide el pago de una gran deuda que con él se ha contraído, cuando no transige ni espera, sino que se presenta exigiéndolo todo de una vez.

-¡Sí: qué terrible es esto!-contestó Lázaro.-¡Feliz es usted, que no lo conoce más que de oídas!

-¿De oídas?-dijo ella.-Sí-añadió después de una breve pausa,-he oído lo que dicen los amantes; pero la mayor parte de ellos encuentran en los accidentes del mundo mil medios para poder conservar la vida en la lucha terrible. Sólo algunos, según dicen, por circunstancias especiales de carácter y posición, tienen el triste privilegio de morir irremisiblemente sin victoria y sin defensa.

-¡Oh, cómo lee en mi corazón!-pensó el estudiante muy conmovido, y sin comprender la profundidad psicológica de aquellas palabras, ni su aplicación y significado en aquel momento.

-Usted no comprende esas cosas, Lázaro.-¿Que no?-dijo éste.-¿Que no? Desgraciadamente las comprendo. Para usted, sí; para usted, que es una criatura perfecta, una escogida de Dios, están veladas estas dolorosas miserias. Usted no ve estos horrores. ¡Dichosa ceguera la de aquellos cuyos ojos cerró Dios al venir al mundo!

-Es verdad … no lo sé …-dijo Paula con una ironía tan marcada, que fué preciso todo el extravío de Lázaro para no notarlo.-No lo sé, no entiendo de eso. Soy una tonta devota.

Estas últimas palabras, dichas con cierto despecho fueron bastantes á fijar la atención del interlocutor. Este no contestó ni preguntó más sobre el asunto que trataban; acercóse á la dama, que se había apartado de él retrocediendo, y notó que lloraba. ¡Oh confusión de confusiones!

-Pero ¿qué tiene usted, señora?-le dijo.-Nada, nada, nada-contestó con una graduación descendente. El último nada sólo lo oyeron los labios con que fué pronunciado.

-¡Usted está enferma y ha salido usted de su cuarto á esta hora! Eso no es bueno, señora. Se va usted á poner peor.

-Es verdad, estoy enferma-dijo ella acercándose.¡enferma para siempre!

-¡Enferma para siempre! Usted padece, y es, sin duda, por efecto de su excesiva devoción. Usted aspira al cielo: ¿á qué otra cosa podía aspirar un alma tan bella?

-Sí-dijo Paula con voz muy triste:-no quiero más que reposar en paz.

-¡Qué bella es la muerte!-dijo Lázaro patéticamente:-sólo ella nos puede consolar. Por mi parte, señora, le digo á usted con franqueza que quisiera morirme en estos momentos.

-¡Morir!-exclamó la devota con repentino arrebato de interés, y acercándose más, mucho más al joven.-¡Morir, no! Usted debe vivir. Quién sabe lo que Dios le tiene á usted reservado en el mundo.

-¿A mí?

-Sí: tal vez días de felicidad al lado de personas que le amen. ¡Oh, cuántos seres existirán tal vez que se crean felices sólo con que usted lo sea! Yo sé que los habrá.

-¡Qué buena es usted, señora!-repitió Lázaro.-Para mí no puede haber nada de eso. O no merezco otra cosa, ó estoy maldito de Dios.

-¡Ay! no diga usted tales cosas-exclamó ella, juntando las manos.

-Perdóneme usted, señora: no sé lo que me digo. A pesar de todo, usted me consuela, y hallo en su presencia no sé que grata expansión. No podré nunca olvidar que sólo usted se atrevió á defenderme cuando todos me acusaban.

Al decir esto, Lázaro no pudo menos de advertir que la santa dejó caer pesadamente los brazos, y miró al cielo. Su rostro, de color suavemente moreno y sin ningún matiz rojo en las mejillas, estaba en aquellos momentos pálido y sombreado por la proyección de sus cabellos, cuya magnitud, belleza y negrura no era comparable sino á la intensidad tenebrosa de sus ojos negros que, después de la metamorfosis, habían adquirido una expresión desconocida. No sabemos si fué efecto de la casualidad ó si lo hizo de intento; pero es lo cierto que, contra su costumbre, tenía simplemente la cabeza cubierta con un pañuelo, y que durante el diálogo sus magníficos cabellos, tesoro disimulado por el misticismo, se desataron y cayeron gradualmente por la espalda. Nunca había visto Lázaro una cabellera igual: parecía en la obscuridad de la noche una toca negra que descendía hasta la cintura. Mientras hablaba, la santa solía apartarse á un lado y otro de la frente las dos ramas principales de aquel encanto, que nació en aquella noche en el calor de una confidencia apenas intentada. Lázaro, que observó largo rato á la dama, notó que lloraba, y que, apartándose de él lentamente, se apoyó en la pared con muestras de gran postración y abatimiento.

-Pero usted llora-dijo, arrepentido de haber hablado tanto y deteniéndola;-usted está muy agobiada. ¿Por qué no ha reposado usted?

-Yo no puedo reposar, yo no puedo dormir-murmuró la devota con voz más bronca y grave que de ordinario.

-¿Por qué salió usted á estas horas estando así?

-Me ahogaba, y he tenido que salir á respirar el aire.

-Pero usted llora. Por Dios, ¿qué tiene Usted?

La enferma no contestó.

-¿Está usted muy enferma, muy enferma?-continuó Lázaro.

-Sí-dijo ella de un modo imperceptible.

-¿Hace mucho?-Hace poco.

-Señora, retírese usted, yo se lo suplico. Sus manos parecen de fuego, su frente quema.

Lázaro le tomó las manos, y notó en ellas un calor excesivo; se atrevió á ponerle la mano en la frente, y creyó tocar un cuerpo inflamado. Al mismo tiempo la santa temblaba, como si su cuerpo recibiera la impresión del hielo.

-Usted tiene frío, tiene convulsiones-dijo;-retírese usted.

Ella continuaba en la misma actitud; cerró los ojos como quien siente un pesado sueño, é inclinó la cabeza, buscando apoyo. Lázaro tuvo miedo; estuvo por llamar; la asió por un brazo, y dispuesto á hacerla retirar, le dijo:

-Vamos, señora, es muy tarde. Usted no se encuentra bien aquí. Vamos, ¿quiere usted que se llame á algún médico?

-No-dijo ella, abriendo los ojos y mirándole con cierta ironía.-No: ¿para qué un médico?

-Su salud es muy preciosa-dijo Lázaro, por cuya cabeza pasó rápidamente una sospecha.-Consérvela usted bien; será siempre mi mayor alegría saber que usted está buena y disfrutando de la salud necesaria para hacer el bien. No me voy de aquí sin la seguridad de que queda usted enteramente buena.

-¡Marcharse usted!-exclamó ella con un repentino movimiento que la animó.-Sí, marcharme.

-¡Usted se va!-continuó con otro movimiento que tenía algo de salto y poniendo siniestro brillo en sus ojos.

-Sí, naturalmente.

Al oír esto, la devota, con instantánea fuerza, le asió con su mano convulsa el brazo, y estrechándole violentamente, dijo:

-No, ¡no se irá usted!

En el mismo momento en que esto decía, se sintió que abrían la puerta de la calle. Era Elías que entraba; se le sentía subir. Venía alumbrado por una linterna, y como de costumbre, hablando solo.

-Retírese usted-dijo con viveza la mística.-¿Y usted se queda aquí?

-Retírese usted á su cuarto. Que no le vea levantado. Échese usted en la cama. Finja que duerme.-¿Pero usted? …

-Vamos. Entre usted en su cuarto. Que ya llega … Pronto.

Lázaro se retiró, empujado por ella precipitadamente. Entró corriendo en su cuarto antes que Coletilla llegara, y arrojándose en el lecho, fingió que dormía. El fanático entró poco después y se acostó murmurando. Cuando apagó la luz, Lázaro se incorporó en su lecho con mucha cautela, y asomándose por una ventana que daba al corredor, miró hacia afuera. Aún estaba allí la dama con el rostro vuelto hacia la ventana. Lázaro se volvió á acostar, y pasado un cuarto de hora en que caviló cuanto puede cavilar cabeza humana, se asomó de nuevo y vió la misma figura blanca, inmóvil en el mismo sitio y con los dos terribles ojos negros fijos en la ventana. Aquello le acabó de confundir. Pasó mucho tiempo mirando cada cinco minutos, y siempre veía la misma figura, hasta que al fin ya no miró más porque le daba miedo.

CAPÍTULO XXXI

La reunión misteriosa.

Al anochecer del siguiente día salió Lázaro de su casa. Había pasado toda la mañana averiguando dónde vivía Bozmediano, y en las pocas horas que permaneció en la casa de las tres nobilísimas damas, oyó decir que doña Paulita estaba muy mala, y que Clara no estaba buena. Salomé se le presentó varias veces, más impertinente que de costumbre, para recordarle que la tarde anterior no había saludado á Entrambasaguas; y María de la Paz Jesús hizo todo lo posible por encontrar pretextos para reprenderle, lo que su admirable instinto de inquisidora logró repetidas veces.

Lázaro salió, y ya entrada la noche penetraba en los solitarios barrios de la Flor Baja, donde está la habitación de los Bozmedianos.

Entró en el portal y preguntó por don Claudio. El portero, que era hombre de mal genio con los humildes, le contestó con muy desagradable talante que no estaba.

Lázaro se quedó parado un buen rato, mirando al portero, como si le pareciera inverosímil la declaración de aquella sibila con gabán galonado. Este creyó que no lo había dicho bastante claro, y repitió:-¡No está!

Pero el joven tenía mucho interés en ver á Bozmediano aquella noche; así es que no se dió por satisfecho y preguntó:

-¿Cuándo vendrá?

El otro creyó que esta pregunta, hecha por un joven que no parecía ser de la primera nobleza, que no había venido en coche, que no era militar ni tenía botas á la farolé era una pregunta muy inconveniente y falta de sentido común. Se sonrió con aire de superioridad, y metiéndose las manos en los bolsillos, dijo:

-¿Cómo quiere usted que sepa yo cuándo viene? Vendrá … cuando venga.

-Es que tengo precisión de verle esta misma noche. ¿A qué hora suele venir?

-No tiene hora fija-dijo el portero volviendo la espalda y dirigiéndose á la portería.

Después volvió y dijo:

-Si usted quiere dejarle algún recado….

-No-replicó Lázaro;-necesito verle yo mismo.

-Pues mañana temprano …-dijo el criado en un tono que era fácil de traducir por “váyase usted.”

Lázaro comprendió que era imposible sacar más partido de aquel cancerbero, y salió; pero tenía vivos deseos de ver á Bozmediano aquella misma noche. Parecíale que cada hora que pasaba después del fatal momento en que le vió desaparecer por la buhardilla, añadía nueva intensidad á su agravio. Para él era Bozmediano entonces el ser más odioso y repugnante que había nacido. Creíale inspirado tan sólo por las ideas más bajas y groseras, y veía en él un cobarde seductor incapaz de nada generoso ni bueno. Se contemplaba como superior, muy superior á aquel hombre insidioso, y creía que sólo con verle el criminal conocería toda su bajeza. A veces le daban arrebatos de súbita cólera, tan fuerte y violenta, que al tener al militar ante sí, se lanzarla sobre él dispuesto á arrancarle por cualquier medio la vida. Con estos sentimientos, el estudiante decidió no apartarse de la casa para esperar á que entrara, si estaba fuera, ó cogerle al salir, si estaba dentro. Pasó á la acera de enfrente y empezó á pasearse, resuelto á no abandonar su puesto en toda la noche, esperando con la inquebrantable paciencia que da el deseo de venganza.

Las diez serían cuando Lázaro vió que salían de la casa tres personas. Acercóse con disimulo, y vió que una de ellas era Claudio. Apoyado en su brazo, y andando con lentitud, iba un anciano, que juzgó sería su padre. La otra persona era un militar; los tres hablaban con calor. Lázaro les siguió á alguna distancia, comprendiendo que no era aquélla la mejor ocasión para hablar á Bozmediano; pero se decidió á seguirles hasta ver dónde paraban. Anduvieron varias calles, y al fin llegaron á la plazuela de Afligidos; se detuvieron ante una puerta enorme, de las que en aquel antiquísimo sitio dan entrada á las vetustas casas del siglo XVII, y Bozmediano, el joven, tocó. No tardaron en abrirles, y entraron. Lázaro, que les observaba desde lejos, notó que parecían recatarse, procurando no ser vistos. El militar entró el último, después de mirar á todos los rincones de la plazuela. Bien pronto se vió luz en una de las ventanas de la casa, pero una mano cerró las maderas y no se vió más claridad.

Sin saber por qué, la imaginación del estudiante no pudo menos de atribuir á la entrada de aquellas personas en tal casa cierto misterio: se acercó, miró el número, y cuando se alejaba, dispuesto ya á retirarse, vió que venían otras dos personas embozadas hasta los ojos. Pasó junto á ellas Lázaro, fingiendo que seguía su camino, y refugiándose tras la esquina de la calle de las Negras, observó que tocaron, que les abrieron sin tardanza, y que entraron. Tal vez será casualidad-pensó el joven;-pero algo tiene de extraño la reunión de aquellas personas en el mismo sitio.

No pasaron diez minutos, cuando Lázaro vió aparecer, viniendo del portillo de San Bernardino, á otros tres personajes, igualmente embozados; observó que se detenían para ver si les miraban, y por último, después de tocar, entraron en la casa. “Ya van ocho”, dijo para sí, y esperó á ver si venía otra remesa.

Poco después uno solo, que desembocó por la calle de Osuna y marchando muy á prisa. Detrás de éste aparecieron dos, que no necesitaron tocar, y, por último, llegaron uno tras otro cinco más, que entraron sucesivamente y separados.

-Sin duda hay aquí algo-dijo Lázaro.-Han entrado diez y seis. Es un club secreto, una conspiración, tal vez una logia de masones. A las once se retiró viendo que hacía una hora que no entraba nadie; peto se retiró resuelto á volver la noche siguiente para observar si aquello se repetía. Era evidente para él que allí se verificaba una reunión de personas graves, sin duda con algún fin político. Odiaba de muerte á Bozmediano, y este sentimiento le llevó á sentar el principio de que lo que allí se trataba no podía ser cosa buena.

Retiróse á la calle de Válgame Dios, muy pesaroso por no haber podido tener con su enemigo la terrible entrevista que él se había imaginado.

No es descriptible la ira que de María de la Paz se había apoderado con motivo de la tardanza del joven. Baste decir, para dar una idea de la irascibilidad de la dama á quien los poetas del tiempo de Cadalso compararon con Juno, que se levantó, no diremos que en paños menores, pero sí menos pomposamente vestida, cubierta y ataviada que de ordinario, para decir al caballerito que si se figuraba que aquella casa era suya (de él), y que si tenía propósito de pasar la noche, mientras ella viviera, en los clubs y en los garitos de Madrid. Añadió que estaba cerciorada de que su conducta (la de Lázaro) no cambiaría nunca, y que era preciso desistir del empeño de hacer entrar un rayo de luz en tan obscura y desorganizada cabeza. Dijo asimismo que sólo á un exceso de su caritativa bondad (de ella), debía (él) el gran favor de ser admitido en aquella santa casa, aunque presagiaba que no estaría mucho tiempo más en ella á causa de sus maldades y abominables calaveradas … que deshonraban aquella santa casa. Y siempre con la santa casa. Así se lo dijo, y siempre con voz muy alta. El joven le contestó muy quedo:

-Señora, he tenido que hacer….

Pero ella no le dejó concluir, y dando gritos exclamó:

-No alce usted la voz, caballerito. ¿A qué grita usted de ese modo? Está mi sobrina muy mala, y viene usted á incomodarla. Si no ha venido aquí más que para incomodar….

-¿Que está muy mala doña Paulita?-dijo en voz casi imperceptible el muchacho.

-Sí, señor; y usted, con esas voces, no la deja reposar.

-Pero si yo no he alzado la voz….

-Calle usted, señor don Lázaro, calle usted, y no me desmienta.

En esta disputa estaban cuando Salomé apareció, diciendo:

-¡Por Dios, que está Paula con el recargo, y con este ruido se va á agravar!

-Este caballerito da unos gritos …-dijo Paz, alzando mucho la voz.-¿Ves? Ha venido á las doce. ¿Qué te parece, Salomé? Habrá estado en algún club de gente perdida. ¡Bonita alhaja hemos metido en casa! ¿Y dice usted, caballerito, que ha tenido que hacer?

-Sí, señora: he tenido cierto negocio-contestó Lázaro un poco amostazado con las impertinencias de las dos viejas….

-¡Buenos negocios serán esos!-indicó Salomé.-Pero á ver si baja la voz, que mi prima no puede sufrir esos gritos. Apenas entró usted … yo no sé cómo pudo sentirle. Lo cierto es que le sintió entrar, le conoció en los pasos, despertó con mucho sobresalto, y cuando escuchó su voz se incorporó en el lecho con mucha agitación, manifestando que le molestaba mucho su voz. Con que calle usted, y procure no hacer ruido con esos taconazos…. Vamos, ya puede usted retirarse….

-Señoras, buenas noches.

Aun no había dado un paso, cuando Clara apareció muy alterada, diciendo:

-Señoras, vengan ustedes, que se quiere salir de la cama … No la puedo sujetar. En cuanto sintió esta conversación, se levantó muy á prisa, diciendo que venía acá.

-¡Ah! Vamos á ver-dijo Paz, entrando en la habitación.

-Empieza á delirar-dijo Salomé, entrando también con Clara.

Lázaro subió pensando en aquel nuevo misterio de la mujer santa.

CAPÍTULO XXXII

La Fontanilla.

No encontró á su tío, que aquel día no había parecido por la casa. Si hemos de verle nosotros, tenemos que dirigirnos al naciente club de La Fontanilla, donde el buen realista conversaba muy calurosamente con el Doctrino y con el otro joven llamado Aldama, de quien ya tenemos noticia.

Indiquemos la variación que había ocurrido en aquella casa. El poeta había volado. Por fin consiguió Carrascosa el objeto de sus afanes; la vizcaína se decidió á echar al poeta con todo su bagaje de Gracos, musas y ninfas clásicas. Pudo mucho en la conciencia de la jamona la opinión del vecindario, que se mostraba cada vez más explícito en cuanto á las supuestas relaciones entre la semidiosa y su cantor. Conjeturas podrían hacerse sobre la desaparición del joven, y hay indicios para creer que pocas horas antes de la partida estuvo la patrona hablando muy por lo bajo con su huésped.

Ausente el poeta y desocupado el parnasillo, don Gil trajo de la calle de las Urosas el baúl, que contenía sus tres casacas, su peluca del tiempo de Esquilache, sus cuatro camisas con chorrera, su capa y su espadín enmohecido, y se instaló donde había estado el autor de Los Gracos. Colgó en la pared un cuadro de familia que representaba las postrimerías del hombre en diabólicas y extravagantes alegorías, y allí quedó, huésped de su adorada. Creemos oportuno advertir que la causa de la afición de don Gil á la vizcaína era que él tenía conocimiento, por papeles que tuvo ocasión de ver mientras fué covachuelista, de un derecho á ciertas tierras y casas de labor en Oñate, el cual había recaído en aquella doña Leoncia sin que ella misma lo supiera. El abate pensaba realizar un buen negocio, ya haciéndose por cualquier medio poseedor del derecho, ya pleiteando por cuenta de ella, con esperanza de sacar un buen bocado. Su hambre era tanta como su ingenio, razón por la cual había probabilidad de que saliera adelante con su empresa. Dejémosle allá dedicado á la ardua tarea de conquistar á la semidiosa, y asistamos á la sesión de La Fontanilla.

El Doctrino decía á Coletilla:

-Mucho me temo que eso no salga bien: yo cuento con gente decidida; pero el golpe es demasiado terrible, amigo don Elías, y temo que se alborote la opinión pública.

-Si ya la opinión pública se ha presentado contra ellos; si les señala con execración-observó Elías con mucha vehemencia.-Parece que no conoce usted al pueblo. ¿No ve usted cómo están La Fontana, Lorencini, La Cruz de Malta y Los Comuneros? ¿No ve usted cómo los liberales exaltados truenan contra los que llaman tibios, es decir, contra los que apoyan al Gobierno y forman la mayoría llamada sensata en las Cortes? Pues bien: el pueblo está furioso contra esos tibios; ya usted sabe cómo se ha logrado encender esa ira. El pueblo está pidiendo su destrucción, porque cree que es el mejor medio de conseguir la libertad. Cumplamos la voluntad del pueblo.

Indescriptibles son el sarcasmo y la diabólica malicia con que Coletilla pronunciaba estas palabras. Ya comprenderá el lector la marcha que llevaban los planes de aquel viejo demonio del absolutismo. El caminaba seguro hacia su fin: la paciencia, la constancia, la reflexión madura, la astuta discreción le guiaba; era hombre hábil y con facultad portentosa para idear y poner en práctica proyectos como el que le vemos desarrollar ahora.

-Bien-contestó el Doctrino:-yo convengo en que es preciso hacer eso que usted dice, y ver el modo de que el pueblo bajo satisfaga su sangriento deseo. El no sabe lo que quiere ni por qué le quiere. Ha adquirido por distintos medios esas ideas, y es preciso llevarle á su realización. Pero me parece que aún no es tiempo, señor don Elías. Los hombres señalados para víctimas conservan aún mucho prestigio. El pueblo no les quiere, es cierto, porque al pueblo se le ha extraviado y se le ha engañado; pero tienen apoyo en la clase media y en una parte de la aristocracia. Creo que no ha llegado aún el golpe de mano que usted viene preparando.

-¡Qué niño es usted!-dijo el realista;-¿qué importa que esa gente tenga algún prestigio? ¿Y no significa nada el apoyo de aquella persona tan alta … de aquél que todo lo puede? …

-Del Rey, dígalo usted de una vez.

-Ya sabe usted cual es el pensamiento del Rey. Ante el público, ante la Europa, esos hombres son sus amigos: algunos son sus ministros, otros son sus consejeros de Estado, otros los diputados que apoyan sus decretos en las Cortes. Aparentemente el Rey les ama; pero en realidad les odia, les detesta. Por ellos se entroniza el sistema constitucional; ellos dan fuerza al liberalismo. Ya veis cómo para acabar con el liberalismo, hay que acabar con ellos.

Esto lo dijo con una resolución tan cínica y tan descarada veracidad, que el mismo Doctrino, que era un infame, sintió cierta repugnancia.

-Pues bien-continuó Coletilla:-toda la execración del atentado caerá sobre los liberales exaltados, que son los que lo perpetran; el golpe va á herir directamente al liberalismo. Se verá que el liberalismo se mata á sí mismo; que los más exaltados de sus secuaces devoran á los más prudentes. ¿Qué ha de hacer la Patria aterrada en presencia de este horror? Renegar del liberalismo, facilitar el santo propósito del Rey de restablecer el antiguo sistema. El golpe está muy bien preparado: una parte de los liberales arde en deseo de aniquilar á la otra parte. El suicidio del liberalismo es inminente. Favorezcámoslo, impulsémoslo. Tal vez mañana será tarde; tal vez, si nos detenemos, puede verificarse una reconciliación, y entonces….

-Reconciliación no: eso es imposible-dijo el Doctrino preocupado.-Los exaltados de laFontana y de los otros clubs han llegado ya á un estado de intransigencia tal…. Al pueblo se le ha predicado mucha doctrina de intolerancia y de exterminio para que se detenga en su aspiración. No hay remedio: esos que se oponen en las Cortes y en los clubs á las exageraciones de la libertad, van á ser atropellados por ella. No es posible reconciliación; por lo mismo creo que debe y puede esperarse un poco á ver si esos hombres pierden de una vez la poca popularidad que les queda.

-Esas cosas se han de hacer con decisión; si no, no se hacen-dijo Elías.-Veo que usted no ha nacido para los golpes de circunstancias. Yo creo que esta semana debe verificarse el desenlace de mi plan, y lo tendrá, aunque usted no quiera ayudarme.

-Ayudarle á usted, eso sí. Hemos hecho un pacto: usted es el que ha de mandar. Aunque disintamos en un punto, no por eso nos separaremos. Yo obedezco, y la responsabilidad del éxito cae sobre mí. Pero en la desgracia, usted no me ha de abandonar: así lo hemos pactado.

-Eso no: respecto á lo que he dicho á usted, no hay que insistir.
Tendrá lo que desea, más aún.

-Pues no espero más que las órdenes de usted.

-Es indudable-dijo Elías, después de una pausa, que ellos se han propuesto marchar de acuerdo y destruir las pequeñas diferencias que entre ellos había. Martínez de la Rosa y Toreno se dan la mano con el ministro Feliú y con el mismo Argüelles.

-¿Y qué?

-Que eso es lo que conviene á nuestro plan.

-Excepto Argüelles, todos son muy odiados del pueblo, y no creo que exista hombre alguno á quien más aborrezcan los exaltados que el ministro Feliú.

-Pues bien-dijo Coletilla:-yo estoy seguro, segurísimo de que esos que he nombrado, y además Valdés, Álava, García Herreros, el poeta Quintana, el consejero de Estado Bozmediano y otros, se reúnen, no sé si de día ó de noche, con todos los ministros y algunos generales. Sin duda tienen algún proyecto entre manos, algún complot, quién sabe si contra el Rey.

-¿Y no sabe usted dónde se reúnen?

-No lo sé; estoy rabiando por averiguarlo. Figúrese usted qué ocasión. Precisamente son los que … Le diré á usted cómo he sabido que esos pájaros se reúnen algunas noches, no sé si todas las noches. Hace algunos días estaba Feliú en el cuarto del Rey. No había consejo; estaba el conde de T. contando chascarrillos. El Rey se reía mucho, y el ministro también para que no le acusaran de irreverente. Después Su Majestad dijo que quería ver el decreto de la beneficencia que Feliú tenía preparado, porque estaba delante el obispo de León, y el Rey quería mostrárselo. Sacó del bolsillo su excelencia el manuscrito, y al mismo tiempo se le cayó un papel muy pequeño, sobre el cual Su Majestad, que es más ladino que Merlín, puso inmediatamente el pie. El ministro notó la caída del papel, pero no se dió por entendido. Leyó su decreto, dijo el prelado que no le gustaba, y el Rey que estaba complacidísimo. Grande era su curiosidad por saber si aquel papel decía algo interesante, y apresuró la despedida del ministro. Quedóse solo y me llamó; juntos leímos el papel, que decía: A las diez; van por fin, Argüelles y Calatrava. No falte usted.

Esto nos aumentó la curiosidad. Mandamos á las diez á una persona que fuera á espiar la salida del ministro de su casa para observar dónde iba. Pero Feliú no salió; tampoco salieron de la suyas Argüelles ni Calatrava, y fué que el maldito, como notó que Su Majestad había puesto el pie sobre el papel, quiso desorientarle y no fué á la cita, avisando á tiempo á Argüelles y á Calatrava para que no fueran tampoco.

-¿Y después no ha tratado usted de averiguar?

-Sí: á la noche siguiente, fué una persona á casa de Feliú á preguntar por él, y le dijeron que no estaba. Quedóse por aquellos alrededores; pero no le vió entrar ni salir en toda la noche. Yo sospechaba que Toreno, Martínez de la Rosa, Valdés, Alavá y Bozmediano entraban en aquel cotarro, y después de las diez mandé á sus casas personas que preguntaran por ellos con cualquier pretexto: ninguno estaba. He sabido que Quintana, que va al Príncipe con frecuencia, ha salido antes de las diez; he sabido que Bozmediano y su hijo, que asistían á la tertulia del marqués de las Amarillas, se marchaban á eso de las diez los tres juntos. Esto se ha repetido varias noches.

-¿Y no se les sigue para saber dónde van?

-Sí; y se ha observado que cada uno entra en su casa: esto lo hacen para desorientar al que los sigue. Algunas noches se les ha visto dirigirse á otros sitios; pero nunca se ha notado que todos vayan á uno mismo. Pero ya lo averiguaremos, descuide usted.

-Pues si esa reunión es cierta-dijo el Doctrino,-es un complot sin duda: ¡qué ocasión!

-¡Y quería usted dejarla pasar! Es preciso que esa gente aparezca á los ojos del pueblo como urdiendo un plan de golpe de Estado contra la Constitución. El pueblo es fácil de engañar.

-El pueblo creerá eso y todo lo que sea preciso.

-Vamos, ¿y qué ha hecho usted esta mañana?-preguntó Coletilla.-¿Ha hablado usted á los de Lorencini?

-Estamos de acuerdo.

-Y los Comuneros ¿se deciden á marchar con ustedes?

-Ya vió usted lo que dijo el otro día el jefe de los exaltados allí.
Estamos convenidos.

-Bien-dijo Elías.

-Grandes turbas de gente obedecen ciegamente nuestro mandato. Eso bueno tienen las ideas exaltadas: que es muy fácil llevar al pueblo al terreno de los hechos, incitándole con ellas. El pueblo se deja llevar, y le gusta que le lleven.

-¡Bendita la nación!-dijo Elías con una mirada igual á la del demonio cuando tentó á Jesús;-bendita la nación que tiene un pueblo tan impresionable y dócil, porque si bien puede extraviarse, puede también servir de instrumento para volver al buen camino, y luego con un sistema de represión el pueblo no volverá á ser impresionado por nadie.

Apenas había pronunciado Coletilla estos terribles aforismos, cuando se sintió ruido en la escalera. Eran algunos jóvenes socios del club naciente.

-Escóndase usted ahí-dijo el Doctrino á Coletilla. Estos no le han de ver.

Escondióse el realista en una alcoba inmediata, y entraron Alfonso Núñez, Cabanillas y otro que hasta hoy no conocemos, y era Juan Pinilla, gran orador de los Comuneros, apóstol de las ideas más disolventes y extravagantes. Estaba ya en autos con el Doctrino; ambos servían á Coletilla mediante respetables sumas y la promesa, solemnemente asegurada, de un destino en las Intendencias de Cuba ó Filipinas. Otros muchos entraban en el infame complot, y entre ellos una gran parte sin interés, guiados sólo por patriotismo mal entendido, por la ignorancia ó la ambición. Estos eran los más desdichados.

-¿Qué hay?-dijo Núñez.-¿Te has convencido ya de que esto no puede retardarse? Mañana será tarde. He tenido ocasión de ver cómo están los ánimos perfectamente preparados para nuestro objeto. Los ministros, los diputados de la fracción sensata, son detestados: la tempestad ruge sobre sus cabezas. Hay que hacerla estallar. Salvamos la libertad, ¿sí ó no?

-La salvamos-dijo el Doctrino.-Cuando contamos nuestras filas y vemos que la mayoría de España está con nosotros, ¿no hemos de tener confianza?

-Eso mismo digo yo-manifestó Aldama, que en presencia de Coletilla no hablaba nunca; pero sabía recobrar, cuando él no estaba, el uso de su muletilla.

-¿No ha venido Lázaro?-preguntó el Doctrino á Alfonso.

-No estaba en su casa. Tal vez venga más tarde.

-Esta noche vendrá Jorge Bessieres, el gran republicano francés-dijo
Juan Pinilla, comunero y republicano.

Era Pinilla un hombre de gran talla, casi tan corpulento como el barbero Calleja, pero de más claridad en la mollera. Abogado sin pleitos, más por la violencia é informalidad de su carácter, que por falta de talento; era gran terrorista, y su mayor afán era desempeñar el papel de acusador el día en que la Junta de salud pública decretara el exterminio de una gran porción de ciudadanos, empezando por el Rey. Fernando estaba ya sentenciado en los papeles de Pinilla, con otros menos dignos que él de la guillotina. Poco después de este furibundo demagogo, otro personaje entró en escena.

-¿Quién será?-dijo el Doctrino sintiendo los pasos.-Apuesto á que es el mismo Lobo en persona.

Un hombre alto, flaco y vestido de negro entró en la habitación. Era don Julián Lobo, célebre republicano que después fué faccioso y uno de los más sanguinarios chacales del absolutismo. No es fácil decir si en la época en que lo presentamos era verdadero demagogo ó simplemente un absolutista disfrazado, como otros muchos. Lo cierto es que hacía alarde de las más exageradas opiniones, y sus discursos, pronunciados enLorencini, eran elocuentes y fanáticos. Conspiró mucho con los liberales exaltados contra el gobierno Feliú, y después contra el gobierno de Martínez de la Rosa. Hay quien asegura que tomó parte en las primeras facciones con Misas y el Trapense, y es indudable que al fin de los tres años constitucionales se presentó descaradamente con una partida en Moncayo, donde hizo estragos. Entronizado de nuevo el absolutismo, se ordenó de mayores (ya lo era de menores antes de 1821); obtuvo el arcedianato de Ciudad-Rodrigo con asiento en el coro de Salamanca, y lo disfrutó muchos años.

-Señores-dijo con mucha solemnidad-albricias: la Fontana es nuestra.

-¿Qué hay? Cuente usted-dijeron todos con gran interés.

-Que nos han dejado libre el campo. Los últimos que quedaban del partido tibio se han marchado, viendo que la opinión se va tras nosotros. Anoche le han dado una silba horrible. Han acordado marcharse todos, y el amo del café, Grippini, ha venido á decirme que si queremos continuar nosotros las sesiones….

-¿Pues no hemos de continuar? Esta noche misma-dijo Alfonso con entusiasmo.

-Bien por la Fontana. La Fontana es nuestra-gritó el Doctrino.

-Lo mismo ha pasado en Lorencini. Se han marchado esos señores con su orden y sucordura.

-El campo en nuestro. Convocar á la gente para esta noche.

-¡Todo el mundo á la Fontanal!

-A la Fontana, á las diez.

En la sesión preparatoria de la Fontanilla no ocurrió nada de notable. Los principales cabecillas del complot se dieron cita para una conferencia secreta que tendría lugar aquella noche en el salón interior de la Fontana, á las nueve, y se despidieron para retirarse, quedando allí Aldama y el Doctrino. Cuando se vieron solos, llamaron á Elías que apareció con cara de júbilo, la cual en aquel hombre era la cara más diabólica y repulsiva del mundo.

-¿Qué le parece á usted?-dijo el Doctrino.

-Bien, bien.

-Vamos á echar un trago-añadió el joven, tomando de manos de Aldama una botella que éste habla sacado, no sabemos de dónde, al desaparecer los compañeros.

-Yo no bebo, no-dijo Elías tomando la botella y echando vino en el vaso de los otros dos.-Yo no bebo.

-Esta noche en la fontana. ¿Va usted?

-Sí, iré… pues no-respondió Coletilla con mucha ironía.-Yo también soy liberal.

CAPÍTULO XXXIII

Las arpías se ponen tristes.

Mucho le asombró á Lázaro lo que pasó en la casa de la calle de Belén el día después de su excursión á la plazuela de Afligidos, que fué el día mismo de la sesión que hemos referido. Serían las tres de la tarde cuando entró su tío; las dos arpías se abalanzaron hacia él, y con la hiel propia de sus caracteres emponzoñados, le dijeron, disputándose á cuál hablaba primero:

-¡Ah, señor don Elías: no sabe usted lo incomodadas que nos tiene este mozalbete! ¿No sabe usted á qué hora entró anoche? ¿Lo creerá usted? ¡A las doce!… ¡Qué escándalo! ¡En una casa como ésta, en una casa de paz, de decoro, de virtudes! A las doce entró este caballerito, que sin duda pasó la noche en alguno de esos clubes, como dicen, alborotando y aprendiendo todas esas herejías que andan ahora por ahí. ¿Qué le parece á usted? ¿Pero no se irrita usted, señor don Elías? Y lo peor es que entró haciendo un ruido con esos taconazos … y dando unas voces…. Porque como está Paulita tan mala, es el caso que se alteró con el ruido y quiso salirse de la cama. ¡Ay qué hombre! Crea usted que ya nos tiene consumidas su sobrinito, señor don Elías, y es preciso que tome usted una determinación, porque esta casa … ya ve usted … esta casa….

Todo lo dijo casi en su totalidad Paz, aunque á Salomé pertenecieron algunas palabras. Pero viendo las dos que la filípica no hacía efecto ninguno en Coletilla (y esto era lo que asombraba á Lázaro), tomó la palabra Salomé sola para decir:

-¿Y no sabe usted que este … joven es de los más mal educados que he visto? Pues el otro día estuvimos en casa de don Silvestre Entrambasaguas, y se portó tan groseramente que nos dió vergüenza de ir en su compañía. Luego por la calle andaba con unas carreras… En fin, si usted no se decide á sacarlo de los clubes….

(Advertimos, para que el lector no extrañe la singularidad de este plural, que la dama, para explicarla, aseguraba que no decía clubs, por lo mismo que no decía candils ni fusils, en lo cual no andaba del todo descaminada.)

Lázaro sintió impulsos de agarrar por el moño á uno y otro basilisco, y dar allí un ejemplo del vejamen que podía sufrir la aristocracia histórica en la ilustre familia de los Porreños, pero su indignación se calmó al observar que su tío, lejos de escuchar con ira aquellas acusaciones, se sonrió, y pasándole la mano por el hombro casi cariñosamente, si es permitido usar esta palabra, dijo:

No se incomoden ustedes por tan poca cosa. Si llegó tarde, fué sin duda porque tuvo alguna ocupación: eso no tiene nada de particular. Lázaro se porta bien: yo se lo aseguro á ustedes.

-¡Jesús, señor don Elías!-exclamó Salomé como si oyera una obscenidad.-¡Jesús, señor don Elías: yo esperaba de usted algún miramiento para con nosotras!

-Pero, señoras, digo tan sólo que si mi sobrino llegó tarde, fué porque tuvo algo que hacer.

-No esperaba yo de usted semejantes palabras-indicó Paz, poniendo los ojos, la boca y la nariz en la misma disposición compungida que si fuera á llorar.

-No sé en qué podemos nosotras haber faltado-observó Salomé, poniéndose verde y haciendo también un gran esfuerzo para hacer creer que si no lloraba era por no faltar á las conveniencias sociales.-No sé en qué podemos nosotras haber faltado para que usted nos diga eso. -Como está una en desgracia…-murmuró Paz bajando la cara para que se creyera que devoraba una humillación.

-Pero, señoras-dijo Coletilla con mucha seriedad,-yo no he agraviado á ustedes; he disculpado á mi sobrino solamente….

-Como está una en desgracia…-añadió la dama continuando la queja interrumpida,-ya no se nos guardan ciertas consideraciones, y se nos desmiente cuando afirmamos una cosa.

-¡Yo, señoras mías!-balbució Elías.-En otro tiempo-dijo Salomé, respirando fuerte y acumulando en la mirada todo el desdén de su carácter,-en otro tiempo no pasaba así. Cada persona se mantenía en su lugar, y el que estaba obligado á acatarnos, no llegaba nunca hasta nosotros sino con el mayor respeto y cortesía. Hoy todo ha cambiado.

-¡Hoy todo ha cambiado! ¡Cómo ha de ser!-exclamó Paz, que después de incalculables esfuerzos consiguió su objeto, el cual consistía en que una lagrimita rodara por sus mejillas atomatadas.

-Adiós, señor don Elías-dijo Salomé, hecha un veneno porque el realista no se arrodilló á sus plantas como esperaba.

-Adiós, señor don Elías-repitió Paz, viendo que su lagrimita no ablandaba el duro corazón del antiguo mayordomo.

-Pero vengan ustedes acá, señoras…. Las dos volvieron rápidamente.

-Yo estoy confuso; no sé por qué toman ustedes ese tono. No sé en qué puedo haberlas ofendido. ¿Qué he dicho?

-Ha dicho usted lo que no quiero recordar-dijo Paz, limpiándose la consabida.

-Ha dicho usted que su sobrino se enmendará. ¡Oh! no puedo creer que usted…-exclamó Salomé.-Adiós, señor don Elías.-Adiós, señor don Elías. Se fueron. El fanático volvió pronto de su estupor, y después, dando poca importancia á aquel asunto, se dirigió á su sobrino y dijo:

-Vamos, Lázaro: esta noche se reúnen tus amigos en la Fontana. Hay gran sesión: no faltes. Yo no me opongo á que cada cual manifieste sus opiniones; tú tienes las tuyas: yo las respeto. Sé que tienes talento y quiero que te conozcan. Ve á la Fontana, ve esta noche.

Lázaro se quedó absorto, y apenas creía que lo dijera aquello el hombre intransigente que tantas recriminaciones le había hecho por sus ideas liberales; pero acostumbrado ya á las cosas raras é inverosímiles, no se preocupó mucho.

Llegó la hora de comer, y la santa ceremonia del pan de cada día fué tan silenciosa, que aquella casa parecía de duelo. Baste decir que á Salomé se le olvidó pasarle los garbanzos á Lázaro, y que este, por no dar lugar á un nuevo conflicto, ni los pidió ni los tomó. Tampoco en la ración del realista estuvo muy pródiga doña Paz, pues se le olvidó ponerle carne, en lo cual aquel grande hombre, que sólo vivía de espíritu, no hizo alto. La otra vieja hizo cuanto en ser humano cabe para dar á entender que no tenía apetito; pero de todos los medios que se conocen para probar tal cosa, dejó de emplear el mejor, que es no comer. A tanto no llegaron sus esfuerzos. Paz dió algunos suspiros entre bocado y bocado. El único suceso importante que turbó la calma de aquella comida melancólica y callada, fué una ligera disputa suscitada entre las dos arpías, porque Salomé decía que el estofado se quemó por culpa de Paz, y ésta aseguraba lo contrario. Al concluir, Elías dió tregua á sus meditaciones para preguntar:

-Pero ¿no está mejor doña Paulita? ¡Bah! supongo que no será nada.

Salomé se apresuró á llevar á la boca una uva, que tenía entre sus delicados dedos, para poder decir:

-¿Que no será nada? Crea usted que está bastante grave.

Al decir esto, los movimientos de la delgada piel y los huesos angulosos de su gaznate indicaron que la uva había pasado.

-¿Pero es cosa de gravedad?-dijo Elías.

-¿Qué, tanto le interesa á usted?-preguntó con mucha hinchazón María de la Paz, que sentía renacer en sí todas las fuerzas de su antigua habilidosa elocuencia de salón.

-¿Pues no me ha de interesar?-dijo Elías sintiendo herido su amor propio de mayordomo.-Pero voy, si ustedes me permiten, á verla.

-No puede usted ahora, porque está durmiendo.

-La va usted á molestar.

Las dos se sonrieron satisfechas de la humillación que creían arrojar sobre Elías, retirándole momentáneamente su confianza.

-Pues si no puede ser, me retiro.

-Vaya usted con Dios.

-Si se ofrece algo, señoras …-dijo el realista.

Y contra lo que ellas esperaban, el realista se marchó, dejándolas muy contrariadas.

-¡Ay!-exclamó Salomé,-¿será posible?

-¿Qué?-dijo Paz alarmada.

-Que las ideas del día hayan también….

-¿Será posible?…

-¡También él!…

El ámbito del comedor resonó con la vibración de dos suspiros que eran dos poemas. Pero ningún suceso grave resultó de aquel singular estado de sus caracteres, á no ser que quiera considerarse como tal el gran puntapié que se llevó el perrito Batilo sin motivo serio que lo explicara.

CAPÍTULO XXXIV

El complot.-Triunfo de Lázaro.

Lázaro no pudo tampoco aquel día encontrar á Bozmediano. Su deseo de hablarle, de pedirle cuenta de su infamia, de demostrarle la lealtad de su conducta y de castigarle sin lástima ninguna, aumentaba á cada hora. Buscóle con afán, porque ciertos agravios dan una paciencia y una tenacidad que las más grandes empresas inspiran rara vez al hombre.

En la casa le decían constantemente que no estaba; paseaba de largo á largo la calle sin verle aparecer; llegó la noche, y á eso de las diez vió salir á las mismas tres personas de la noche anterior. Eran ellos. Bozmediano, padre é hijo, y el otro militar salieron por una puerta que se abría á un callejón obscuro, y se encaminaron á la plazuela de Afligidos, dando un gran rodeo. Apostóse el joven Otra vez detrás de la esquina de la calle de las Negras, y les vió entrar en la propia casa. Al poco rato entró otra persona, después tres, después dos; en fin, los mismos de la noche anterior. Reflexionando entonces Lázaro que su grande objeto, hablar y confundir á Bozmediano, no lo podía conseguir, viendo entrar desconocidos en una casa desconocida, se retiró, dirigiéndose á la Fontana para asistir á la gran sesión de que su tío le había hablado.

Desde el anochecer estaban en el café de la Carrera de San Jerónimo el Doctrino, Pinilla, Aldama y otros dos individuos de los que más trato tenían con el bolsillo del intendente revolucionario Elías Orejón.

-No hay otro medio mejor que el que Coletilla nos ha propuesto-decía el Doctrino.-Indudablemente ese zorro tiene talento.

-Pero es preciso tomar antes buenas medidas-indicó Pinilla-porque esos golpes, si salen mal, son terribles…. Escojamos buena gente, y que todos nos sigan y vayan al mismo objeto sin decir nada hasta no estar sobre ellos. Que sólo sepan la verdad del objeto treinta ó cuarenta hombres probados.

-Eso ha de ser así: yo respondo de ello.-Ellos también parece que ven venir la lucha y se preparan para la defensa. Hoy lo dijo Toreno en las Cortes-observó Pinilla.-Pero les va á ser difícil escapar. El pueblo está irritado contra ellos; el pueblo quiere libertad, y ha de atropellar á los que intentan no permitirle llegar hasta el fin.

-La gran dificultad consiste en no poderles coger reunidos en un solo punto. Lo bueno sería invadir el Congreso; pero el de la casa grande no quiere tal cosa. Hay que ir cazándoles guarida por guarida, y esto hace más difícil y complicado el asunto… Pero concretemos. En resumen, ¿qué es lo que se debe hacer?

-La cuestión es muy sencilla-dijo el Doctrino, echándose atrás el sombrero y bajando la voz.-Todo se reduce á lo siguiente: Hay un partido, unos cuantos hombres que se llaman liberales sensatos, que predican el orden y el respeto á las leyes. Todo esto es muy bueno. Pero el pueblo ha cobrado gran odio á esa gente, que es, según cree el Rey, el apoyo de la Constitución. El pueblo ha llegado tras largas sugestiones á desear vivamente, con razón ó sin ella, la … desaparición de esos hombres. Bien: conduzcamos al pueblo al logro de su deseo. El pueblo lo quiere, cúmplase la voluntad nacional. Después de estas irrisorias y diabólicas palabras, el Doctrino se detuvo para leer el efecto de su exposición en las caras de los oyentes.

-Bien-continuó:-hay veinte ó treinta hombres señalados ya en la opinión como víctimas.

-¿Cómo víctimas?-interrumpió Pinilla.

-Sí, ha de haber un atropello. Hasta dónde llegará este atropello, es lo que no puedo decir á ustedes. Ya sabemos lo que es este pueblo.

-¿Pero ese atropello parará en una matanza?-preguntó uno de los dos desconocidos.

-Eso es lo que no sé. Atropello ha de haber. Las personas que lo han de sufrir están aquí apuntadas en mi cartera. No son sólo los ministros.

-Y después, ¿qué pasará?-dijo el otro.-Verificado el hecho (y supongo que llegue al último extremo, á un sacrificio horrible), ¿qué tendremos? Se apoderará del poder el partido exaltado; tendremos un período de dictadura, de terror y represalias espantosas. ¿A donde iremos á parar? A la anarquía más horrible.

-No importa-dijo el Doctrino.-El Rey cuenta con eso, y lo desea. De esa anarquía ha de salir triunfante un absolutismo, que es su objeto. Y lo conseguirá; eso es indudable.-¿Y contra quiénes se dirige el motín?

-Contra muchos: ya conocéis quiénes son. Los políticos que se llaman de talla, los que guían la marcha de las Cortes, los influyentes. No se olvidará al presuntuoso Argüelles ni al célebre, más que célebre, Calatrava.

-Hombre, sentiría que se escapara el bueno del consejero Bozmediano, que tuvo la desfachatez de decir en las Cortes que si el Gobierno no tenía á raya á los exaltados, peligraba la libertad y la Patria.

-¿Cómo se había de escapar ese pez? Ese es de los primeros. Pues si es el que inspira al Gobierno… ¿Quién clama todos los días porque se cierren los clubs? El. ¿Quién es el autor de aquellos decretos sobre imprenta? El. ¿Quién indujo al Gobierno á la destitución de Riego? El.

-¡Pues no digo nada de su hijito el señor don Claudio Bozmediano, que al principio era socio de la Fontanal dijo uno de los desconocidos.

-¡Oh!-exclamó vivamente el señor Pinilla, como si sintiera una herida en el corazón.-¿Ese perro habla de escapar? Le odio, le detesto, no le tendría compasión aunque le viera asado en parrillas. Sólo por acabar con ese condenado, entraría yo en la conspiración.

-¿Pues que te ha pasado con él?-le preguntaron.

-¿Qué me ha pasado?-dijo Pinilla, lívido de cólera. Hace algún tiempo iba ese señor áLorencini. Una noche hablaba yo en contra del absolutismo y de los frailes: todos me aplaudían, y él también. Después dije no sé qué cosa contra los militares: el calló; pero al concluir mi discurso, vino á hablar conmigo y me expresó con algunas palabras su disgusto. Yo no esperé más: hacía tiempo que me cargaba aquel hombre, le tenía ojeriza sin saber por qué; le dije que me importaba poco su opinión. Me contestó, le contesté yo más fuerte, hasta que al fin, de palabra en palabra, le dije cierta cosa, sabida de todo el mundo, respecto á su madre, que fué muy levantada de cascos. El no esperó más, y de repente … no lo puedo contar, porque se me sube toda la sangre al rostro. El puso su pesada mano en mi cara, y la imprimió con tal fuerza, que desde entonces la siento siempre aquí … aquí … quemándome como un hierro candente. Reñimos: él es mucho más fuerte que yo, y me venció. Después nos desafiamos, y me hirió; he vuelto á tener otro altercado con él, y me volvió á … En fin, le odio de muerte. Uno de los dos tiene que destruir al otro: no hay remedio.

-Pues no escapará, ni su padre tampoco.

-Lo mismo digo yo-exclamó Aldama, que estaba muy pesaroso porque el amo del café no le había querido fiar una botella de Málaga.

-Chitón, que viene alguien. ¿Quién es? ¡Ah! Lázaro Lázaro entró y saludó á su amigo.

-Buenas noches, buena pieza-le dijo el Doctrino.-Ya estamos otra vez en la Fontana; ya somos dueños del club, de nuestro club; ya se fué aquella horda de necios. Esta noche hablará usted y será aplaudido. Sabrán apreciar lo que usted vale.

-¡Ah! yo no hablo más-replicó Lázaro con cierta amargura, porque se había llegado á convencer de que no había nacido para la tribuna.

-Mire usted-dijo Pinilla al Doctrino, continuando la conversación interrumpida,-ese Bozmediano es además un hombre inmoral, de detestable conducta; un libertino, como lo fué su padre, escándalo de la corte de Carlos III.

Lázaro prestó mucha atención.

-No se ocupa más que en seducir muchachas. ¡Cuántas familias son hoy desgraciadas á causa de sus hazañas! ¡Oh! los bandidos de esta clase deben ser quitados de entre los hombres.

-Hablan ustedes de una persona que me ocupa mucho en estos momentos-dijo Lázaro.-¿Usted le conoce? ¿Usted sabe cuáles son los hábitos de ese malvado?

-¿Pues no lo he de saber?-manifestó Pinilla.

-Yo le he buscado ayer-dijo Lázaro;-le he buscado hoy sin poderle encontrar, porque tengo que ajustar ciertas cuentas con él. Yo le encontraré aunque tenga que andar toda la tierra.

-Cuidado, joven, que ese maldecido maneja bien las armas. Tiene una mano admirable.

-No me importa: ya nos arreglaremos.

-¿Y le ha buscado usted?

-Si: no le he podido encontrar; es decir, sí le he encontrado, le he visto; pero no en disposición de hablar con él. Iba con dos más, al parecer á una reunión secreta, á que concurrían otros hombres, que aparecían sucesivamente y entraban en una casa.

-¿Dónde?-preguntó con vivo interés el Doctrino.

-En una plazuela; según después he averiguado, se llama de Afligidos.

-¿En la plazuela de Afligidos?-dijo el otro con asombro.-Es en la casa de Álava… ¿Y eran muchos? ¿A qué hora?

Lázaro contó detenidamente todo lo que habla visto en la citada plazuela dos noches seguidas y á la misma hora.

-No necesito más-dijo el Doctrino al oído de Pinilla.

Esto pasaba en una pequeña sala interior de la Fontana, donde el amo tenía algunos centenares de botellas vacías, y dos ó tres barriles, vacíos también, con gran sentimiento, de Curro Aldama. Cuando Lázaro concluyó su relato, se sintió el ruido de aplausos y las voces entusiastas que resonaban en el recinto del café. Hablaba con mucha elocuencia Alfonso Núñez. Más de doscientos jóvenes exaltados, lleno el espíritu de pasión expansiva, le aplaudían con entusiasmo. El joven orador comunicaba su indiscreta fe á aquella masa de juventud inocente y soñadora, cuando cuatro infames, á dos pasos de allí, preparaban un sangriento desastre. Estas iniquidades, proyectadas por pocos y llevadas á cabo por muchos con la sencillez propia de las turbas engañadas, son muy frecuentes en las revoluciones. El gentío obra á veces obedeciendo á una sola de sus voces, cualesquiera que sea: se mueve todo á impulso de uno solo de sus miembros por una solidaridad fatal.

La Fontana estaba aquella noche elocuente, ciega, grande en su desvarío. Iba á perpetrar un crimen sin conocerlo. Su elocuencia era la justificación prematura de un hecho sangriento; y para el que conocía su próxima realización, las galas de aquella oratoria juvenil eran espantosas y sombrías.

Lázaro entró en el café: aún no se atrevió, aunque tema la persuasión de ser recibido con benevolencia, á presentarse en el centro del club. Se quedó en un rincón, dispuesto á ser simple espectador; pero algunos pidieron que hablara; Alfonso le empujó hacia la tribuna; el mismo dueño del café se lo suplicó con insistencia, y la mayor parte de la juventud, que formaba el público, le aplaudió, tributándole una ovación anticipada. No pudo eximirse: se resolvió á hablar, subió á la tribuna y empezó. Felizmente no le aconteció aquella vez lo que en la desgraciada noche de su llegada; no perdió la serenidad al encararse con las mil cabezas del público y ver abierto ante sí el abismo de tanta atención, expresada en tantos ojos. Sin dificultad ninguna encontró el asunto de su discurso, y desde las primeras frases vió desarrollarse ante su imaginación en serie muy clara todas las ideas que habían de constituir la disertación. A cada palabra sentía presentarse la siguiente; pero sin atropellarse, con la calma de la verdadera inspiración que afluye al espíritu y no se precipita. La elocuencia muda de sus horas de silencio y soledad, salía por primera vez á su boca, sorprendiéndole á él mismo, que se oía con tanto gozo como podía oírle el público. Aquellas páginas no escritas, aquellas oraciones no emitidas por voz humana, salían á sus labios con tanta facilidad que parecían aprendidas de memoria desde largo tiempo. Sin darse cuenta de ello, dejó de ser retórico aquella vez. Su instinto de orador se alejó de aquel peligro, y expresándose á veces con demasiada sencillez, no ocurrió tampoco en el desaliño ni la vulgaridad. La espontánea brillantez de sus medios oratorios, la profunda entonación de verdad y sentimiento que daba á sus afirmaciones, la habilidad con que sabía explotar la pasión y la fantasía del auditorio, le ayudaron en aquella empresa, en la cual su ingenio apareció en altísimo lugar, grande, espontáneo, robusto de ideas y formas, como realmente era.

-¿Cómo queréis que haya libertad-decía,-si unos cuantos se erigen en sacerdotes exclusivos de ella, cuando ese gran sacerdocio á todos nos corresponde y no es patrimonio de ninguna clase? Pasó el monopolio de la riqueza, de la ilustración, del predominio y de la influencia, ¿Hemos de consentir ahora el monopolio de las ideas?(Grandes aplausos.) Por este camino vamos á tener aquí una cosa parecida á las castas del Oriente. (Risas.) Entre los millones de ciudadanos que pertenecen á la sagrada comunión del liberalismo, vemos surgir una casta privilegiada, que se cree única conservadora del orden, única cumplidora de las leyes, única apta para dirigir la opinión. ¿Hemos de consentir esto? ¿Hemos de ser siempre esclavos? ¿Esclavos ayer del despotismo de uno, esclavos hoy del orgullo de ciento? Mil veces peor es este absolutismo que el que hemos sacudido. Prefiero ver al tirano desenmascarado y franco, mostrando su torva, sanguinaria faz de demonio; prefiero la insolencia desnuda de un bárbaro abominable, abortado por el infierno, á la hipócrita crueldad, al despotismo encubierto y disfrazado de estos hombres que nos mandan y nos dirigen escudados con el nombre de liberales, haciendo leyes á su antojo, para después obligarnos con el respeto á la ley; seduciéndonos con el nombre de libertad para después ametrallarnos en nombre del orden; llamándose representantes de todos nosotros para después insultarnos en las Cortes llamándonos bandidos. (Aplausos.) No puede durar mucho tiempo el imperio de la injusticia. Felizmente aún no han puesto mordazas en todas nuestras bocas; aún no han atado todas nuestras manos; aún podemos alzar un brazo para señalarles; aún tenemos alientos en nuestros pechos para poder decir: “ese.” Están entre nosotros, les conocemos. Esta gran revolución no ha llegado á su augusto apogeo, no ha llegado al punto supremo de justicia: ha sido hasta ahora un paso tan sólo, el primer paso. ¿Nos detendremos con timidez asustados de nuestra propia obra? No: estamos en un intermedio horrible: la mitad de este camino de abrojos es el mayor de los peligros. Detenerse en esta mitad es caer, es peor que volver atrás, es peor que no haber empezado. Hay que optar entre los dos extremos: ó seguir adelante, ó maldecir la hora en que hemos nacido. (Grandes y estrepitosos aplausos.)

Lázaro notó, mientras pronunciaba estos párrafos, que entre las mil figuras del auditorio, y allá en lo obscuro de un rincón, había una cara en cuyos ojos brillaban el entusiasmo y la ansiedad. Las manos flacas y huesosas de aquel personaje aplaudían, resonando como dos piedras cóncavas. Le miraba sin cesar mientras hablaba, y á no encontrarse el orador muy poseído de su asunto y muy fuerte en su posición respecto al auditorio, se hubiera turbado sin remedio, dando al traste con el discurso. La persona que así le miraba y le aplaudía era su tío. Aquello era incomprensible, y el joven hubiera pensado mucho en semejante cosa, si las cariñosas y ardientes manifestaciones de que fué objeto no le distrajeran mucho tiempo después de concluido su discurso.

Otro habló después de él, y al fin, después de tantos discursos, el público empezó á desfilar. Alfonso y Cabanillas se fueron á la calle, llevados por los grandes grupos en que se descompuso aquella masa de gente. Agitada fué aquella noche en todo Madrid, y es positivo que la autoridad, ordinariamente bastante descuidada y débil, tomó algunas precauciones. En la Fontana quedaban á la madrugada el Doctrino, Pinilla, Lobo, Lázaro y otros.

-¡Bien lo ha hecho usted!-le decía el Doctrino á Lázaro.-Yo me lo esperaba. Esta noche nuestro partido adquiere con la palabra de usted una fuerza terrible. Don Elías, puede usted estar orgulloso de su sobrino.

-Sí que lo estoy-dijo Coletilla sonriéndose como acostumbran hacerlo los chacales y las zorras, á quienes ha puesto la Naturaleza una contracción diabólica en el rostro.-Sí que lo estoy: no creí yo que fuera este chico tan listo, que, á saberlo, ya hubiera yo hecho lo posible para que….

Lázaro comenzó á ver obscuro en aquella intrusión de su tío en las sesiones de los exaltados. Cruzó por su imaginación una sospecha horrible. Cuando se marchó á la casa iba recordando la acusación que en la noche de su expulsión le habían dirigido en aquel mismo sitio; recordó el diálogo que con su tío había tenido en la cárcel; recordó todas sus palabras, expresión del más ciego fanatismo; y cuanto más meditaba y recordaba, menos podía explicarse que su tío permitiera el ser llamado gran liberal. Aunque algunas sospechas vagas le atormentaron, no vió el gran abismo en todo su horror y profundidad; no presagió el movimiento á que había dado impulso con su palabra, ni comprendió el ardid tenebroso, la colisión sangrienta que de las cabezas aturdidas de laFontana y de las voluntades agitadas de algunos jóvenes, hacía su arma mas terrible.

Pero al llegar á la casa esperaba á Lázaro una sorpresa que había de hacerle olvidar su discurso, á su tío y á la Fontana. Al entrar, ya cercano el día, encontró á doña Paz muy alborotada, á Salomé rondando la casa con luz, y á las dos tan coléricas y destempladas, que no pudo menos de reír á pesar del estado de su espíritu.

-¡Gracias á Dios que viene usted! Estamos solas-le dijo temblando la más vieja.

-¿Qué hay, señoras?

-Tememos que alguien se entre por esos tejados.

-¿Cómo, quién se va á atrever?

-¿No sabe usted lo que ha pasado, caballerito?-dijo Paz.-Esa
Clarita…. ¡Qué horror, qué perversión!…

-¿Para cuándo es el patíbulo?-exclamó Salomé.-¡Un hombre, un hombre ha entrado aquí por esa niña, un seductor! ¡Y nosotras tan ciegas que la recogimos!

-¡Ay, mi Dios! ¡qué horrible atentado!

-¿Y cuándo entró ese hombre?-preguntó, comprendiendo que habían descubierto la entrada de Bozmediano.

-El domingo, aquella tarde que estuvimos en la procesión.

-Y ella, ¿dónde está?-preguntó el joven, creyendo que había llegado el momento de aclarar aquel asunto.

-¡Qué horror! ¿Y usted pregunta dónde está? ¡La hemos arrojado, la hemos echado!-dijo Paz, con expresión de venganzasatisfecha.-¿Habíamos de consentir aquí semejante monstruo?

-¡Qué degradación! ¡Y en esta casa!-exclamó Salomé, poniéndose ambas manos sobre la cara.-Señor, ¿qué expiación es esta? ¿Qué pecado hemos cometido?

-¿Y dónde está?

-¿Que dónde está? ¿Qué sé yo? La hemos arrojado.

-¿Pero dónde ha ido?

-¿Qué sé yo? Vaya á la calle, que es donde siempre ha debido estar.
¡Oh! Ella se habrá ido muy contenta por ahí.

-Si esa gente ha nacido por la calle-dijo Salomé, con un gesto de repugnancia.-¡Qué ignominia!

-¿Pero ustedes la han arrojado así…? ¿Dónde ha de ir la pobrecilla?-preguntó Lázaro, que, á pesar de su agravio, no podía ver con calma que se injuriara y se maltratara de aquel modo á un ser desvalido.

-¿Qué sé yo dónde ha ido? ¡Al infierno!-dijo María de la Paz riendo.

-Señor, ¿es posible que haya tanta infamia en el mundo? ¡Oh! Las ideas del día …-murmuró Salomé, alzando las manos al cielo en actitud declamatoria.

Antes de decir lo que hizo Lázaro al encontrarse con tan estupenda novedad, contemos lo que pasó aquella noche en la vivienda de las tres damas. Coletilla había salido diciendo que no volvería hasta dentro de tres días, por tener que ocuparse fuera de cierto asunto; y ellas estaban comentando esta rara determinación, cuando aconteció un suceso que dió por resultado la expulsión definitiva de la huérfana.

CAPÍTULO XXXV

El bonete del Nuncio.

La sastrería clerical fué industria muy socorrida y floreciente en el siglo pasado. Había muchos clérigos, y además gran cosecha de abates, gente toda que vestía con primor y coquetería. Los que á tal industria se dedicaban obtuvieron pingües ganancias, y esto fué causa de que se dedicaran á explotarla muchos menestrales de ambos sexos, educados al principio en la sastrería profana. En el presente siglo la industria en cuestión estaba muy decaída, no sabemos si porque había menos clérigos ó porque había más sastres. En el quinto piso de la casa de Tócame Roque, situada en la calle de Belén, tenían su nido dos hermanas, sastras de ropas sagradas, que habían venido muy á menos. En sus mocedades habían cosido muchos manteos y sobrepellices para los canónigos de Toledo y para los clérigos de la corte; pero en la época de nuestra historia, por razones sociales que no es oportuno consignar, sólo consagraban su mísera existencia á remendar las verdinegras hopalandas de algún escolapio ó de algún teniente cura pobre y andrajoso. Hacían de peras á higos un bonete para un capellán de Palacio ó para el señor fiscal de la Rota, y nada más. Eran muy pobres, pero soportaban con paciencia la desgracia sin exhalar una queja. Sólo una de ellas decía de cuando en cuando con un suspiro, mientras revolvía los escasos trapos negros de su santa industria: “Ya no hay religión.”

No tenían otro amigo que el abate don Gil Carrascosa, que, según ha llegado á nuestra noticia, tuvo en sus tiempos ciertos dimes y diretes con una de ellas. El las visitaba, les proporcionaba algún trabajo y solía darles algún rato de tertulia, contándoles las cosas de Madrid. Pero si las de Remolinos (que así se llamaban) no tenían más que un amigo, en cambio tenían un enemigo implacable, sanguinario, feroz. Este enemigo era otra sastra, que vivía pared por medio, y que, por la natural divergencia de opiniones entre los que se dedican á una misma industria, les había declarado guerra á muerte. Para martirizarla, además de sus improperios y apodos, tenía un gato, que creemos nacido expresamente para entrarse en el cuarto de las dos hermanas y hacer allí cuantas inconveniencias puede hacer el gato de un enemigo. Tenía además la doña Rosalía un amante del comercio, que la visitaba todas las noches, en compañía de una guitarra; y era este amante un ser creado de encargo por el infierno para cantar y tocar toda la noche en aquella casa y no dejar dormir á las dos sastras de ropas sagradas.

Doña Rosalía tenía más trabajo que sus vecinas las de Remolinos (ó las Remolinas, como generalmente las llamaban), y además hacía cuanto puede hacer una mujer envidiosa para quitarles á sus rivales el poco que tenían. Aconteció que un paje de la Nunciatura, feligrés antiguo de doña Rosalía, y muy admirador de su buen color, se atrevió á aspirar á no sabemos que honestas confianzas; picóse la dama, picóse más el paje, y al día siguiente, al traer el bonete del Nuncio para que le echaran un zurcido, en vez de dárselo á doña Rosalía se lo entregó á las dos hermanas.

Cuando doña Rosalía supo que el bonete de la Nunciatura estaba en manos de sus rivales, le pareció que había recibido la más grande ofensa: rompió relaciones con la Curia romana, dijo mil improperios al paje, encargó á su gato ciertas sucias comisiones cerca de las dos vecinas (comisiones que el animal cumplió con gran puntualidad), se acercó á la puerta de las dos infelices, y les dijo mil cosas estupendas, que hicieron proferir á la más vieja de las dos en su lamentación acostumbrada: “Ya no hay religión.”

Pero Rosalía buscaba una venganza terrible. ¿Cómo? Mucho le asombró ver entrar al abate con un militar desconocido. La casa estaba dispuesta de tal modo, que acercándose á la puerta se oía cuanto en los cuartos inmediatos se hablaba. Todos sabemos los fines de la visita de Bozmediano á las de Remolinos. Doña Rosalía lo adivinó también, cuando, poniéndose en acecho, le vió pasar á la casa inmediata por una puerta condenada que daba al desván antiguo. Se calló y esperó. Comprendió la taimada que allí había aventura amorosa, y en esto supo hallar un medio feliz para su venganza. Vió entrar y salir á Bozmediano, y calculando que aquella entrada fraudulenta se repetiría, esperó á que se repitiera, para ir inmediatamente, y mientras el joven estuviera dentro, á la casa contigua á denunciar el hecho. El joven sería sorprendido, habría un gran escándalo, se harían averiguaciones, ella declararía por dónde habría entrado, y cátate á las Remolinas camino de la cárcel en castigo de su complicidad en aquel delito de escalamiento y abuso de confianza.

Esperó un día, dos, tres, hasta que viendo que la escena no se repetía, resolvió en su alto criterio denunciar el hecho de una vez á la familia interesada, no sea que, retardándolo, pudiera ser puesto en duda.

Pensado y hecho. Púsose un mantón, bajó, entró en casa de las Porreñas, tocó, le abrieron, y se encaró con la faz majestuosa de María de la Paz Jesús, que de muy mal talante le preguntó:

-¿Qué quiere usted?

-Venía á ver al amo de esta casa para decirle una cosa,-dijo
Rosalía entrando.

-¡Qué irreverencia!-pensó María de la Paz, viéndola entrar de rondón.-Salomé, una luz.

Anochecía, y con la obscuridad no podía la dama ver claramente el rostro de la que la visitaba. Salomé trajo un quinqué á la sala, donde las dos se personaron.

-¿Qué se le ofrece á usted?-preguntó Paz, midiendo con una mirada el cuerpo de doña Rosalía.

-¿Quién es el amo de esta casa?

-Yo soy-dijo Paz un poco alarmada con el misterio que parecía envolver aquella inesperada visita.

-Pues vengo á decirla á usted … ¿usted no sabe lo que pasa?

-¿Qué pasa?-dijo Salomé, creyendo que se hundía el techo.

-No se asuste usted, señora, porque al fin y al cabo, sabiéndolo, se puede evitar que vuelva á suceder.

-¡Por Dios, explíqueme usted, señora!-dijo Paz, en el tono de la impaciencia y la superioridad.

-Pues han de saber ustedes-dijo con misterio doña Rosalía,-que esta casa… Pues … les diré á ustedes: yo vivo en la casa de al lado en el cuarto piso, y soy sastra, con perdón de ustedes, y coso toda la ropa de casa del señor Nuncio del Papa, y la del Patriarca de las Indias; coso á todo el arzobispado de Toledo, y á veces coso á la capilla de Palacio.

Esta relación de las altas jerarquías que servía la aguja de doña
Rosalía, le dió cierta importancia á los ojos de María de la Paz Jesús.

-Yo vivo allá arriba y he visto… ¿Pero ustedes no han caído en ello?

-¿En qué?

-En ese hombre que ha entrado aquí.

-¿Qué hombre? ¿qué dice?-exclamaron á una las dos ruinas en el tono del que siente estallar un volcán.

-Pues yo venía á avisárselo á ustedes para que evitaran que otra vez pasara. Es el caso que en la buhardilla de la casa en que yo vivo hay una puertecilla que da á la buhardilla de esta casa.

La cara que pusieron las Porreñas no cabe en ninguna descripción.

-Sí-continuó la sastra-y un joven militar se metió una tarde por esa puerta de que hablo; se metió aquí… Yo me malicié, cuando le vi, que habla aquí alguna jovencita.

-Pero señora-dijo Paz, poniéndose en pie-¿está usted segura de lo que dice? ¡Un hombre ha entrado aquí … aquí, en esta casa!

-Sí, señora: yo lo he observado. Se coló por el cuarto de unas vecinas … amigas mías. Yo lo he visto.

-¿Cuándo? preguntó Salomé tomando aliento, porque ya el aliento le faltaba.

-El domingo por la tarde.

-¿A qué hora?

-A eso de las cinco.

-¡Cuando estábamos en la procesión! ¡Qué escándalo! Esa niña desvergonzada … esa muchachuela…. Bien me lo sospechaba yo-dijo Paz, con las manos puestas en la cabeza y paseándose por la sala como una loca.

-¡Ay! no sirvo para estas cosas… ¡Yo me descompongo!-balbució Salomé, inclinándose sobre el sofá con muestras de experimentar un vahído.

-Pero, señoras, no se alarmen ustedes-dijo doña Rosalía, queriendo calmar á las dos damas.-¿Tienen ustedes alguna hija?

-No, señora: nosotras no tenemos ninguna, hija-contestó con mucho enfado María de la Paz:-es una mozuela, una loca que admitimos aquí por compasión, esperando que se corrigiera; pero … ya me lo sospechaba yo. ¡Qué alhaja! ¿Ves lo que yo decía? Dios mío, ¿para qué admitimos aquí á semejante mujerzuela?

-Señora-manifestó Salomé, oprimiéndose el estómago y rehaciéndose de su vahído.-Cuente usted, aclare usted eso. ¡Ay! Es demasiado horrible. Nosotras no estamos acostumbradas á esas cosas, y tales hechos nos confunden; yo, sobre todo, no puedo soportar….

-Pues no lo duden ustedes. El joven se coló en la casa el domingo por la tarde, y estuvo aquí como una hora. Averígüenlo ustedes y verán cómo es cierto.

-Si parece increíble-dijo Paz, sentándose otra vez. Esta casa, esta honrada casa … ¿Y cómo existe esa puerta? ¿Cómo es posible…?

-Existe de muy antiguo, sólo que estaba condenada. Si ustedes quieren verla pueden subir á la buhardilla, y examinando bien, la encontrarán.

-Pero él, ese monstruo, ¿por dónde pudo llegar?

-La tal puerta-continuó doña Rosalía-da al cuarto de unas costureras amigas mías. Las pobrecillas no cosen más que á sacristanes y curas de aldea¡ y cosen mal. Ellas quieren darse tono, y dicen que cosen á la catedral de Segovia; pero es mentira. No las crean ustedes.

-Y él, ¿entró por ese cuarto?

-Sí: es un militar, alto, buen mozo.

-¡Jesús, qué horror! Yo no puedo oír esto-exclamó Salomé, estirándose, con muestras de un segundo ataque. Les dió dinero á esas mujeres-continuó doña Rosalía-porque ellas están muy pobres: no ganan nada. Como lo hacen tan mal … No cosen más que al teniente cura de San Martín.

-Es preciso tomar una determinación, Paz; una determinación pronta-dijo Salomé volviendo en sí.-Porque si no, la honra de la casa está comprometida.-Señora-añadió, volviéndose á doña Rosalía-no extrañe usted esta congoja; no estamos acostumbradas á golpes de esta clase. Nosotras, por nuestro nacimiento, nuestra educación y nuestra religiosidad, hemos estado siempre por encima de todas esas miserias. ¡Ay! nosotras hemos tenido la culpa por nuestra excesiva caridad. Figúrese usted que acogimos sin recelo á una víbora en nuestra casa, aunque teníamos malos informes de su conducta; la acogimos creyendo que se enmendaría. ¡Pero ya ve usted qué almas tan perversas! ¡Qué sociedad! ¡Qué siglo! Bien me lo figuraba yo, á pesar de lo que decía mi sobrina, que es una santa, y se empeñaba, guiada por su buen corazón, en que esa muchacha se iba á corregir. ¿Cómo puede corregirse un monstruo semejante? ¡Qué deshonra, qué vilipendio! ¡Ay! yo no sirvo para estos casos; me confundo, me descompongo y no puedo tomar ninguna determinación.

-Sí, hay que tomar una determinación-afirmó con mucho encono María de la Paz.-Si no, ¿qué va á ser de la honra de nuestra casa? Hay que poner inmediatamente á la puerta de la calle á esa mozuela, sin consultar á don Elías. El ha de aprobarlo; y sobre todo, aunque no lo apruebe. ¿Pues no se ha atrevido á decirnos esta mañana que su sobrino se enmendará? ¡Si está una viendo unos horrores! … ¡Qué siglo, qué costumbres! ¡Hasta él…!

-Haz lo que quieras, Paz-dijo Salomé, afectando mansedumbre y cierta postración, que ella creía sentaba muy bien en su nervioso cuerpo.-Haz lo que quieras, sin reparar en lo que pueda opinar ese señor mayordomo, que él nada tiene que mandar aquí. Despide á esa muchacha; que se vaya con las de su calaña. ¡Oh! No quiero recordar lo que esta señora ha contado.

Hasta el perro, que no ladraba; el melancólico Batilo, estaba consternado. Habíase plantado frente á doña Rosalía, y miraba, con la atención de un can preocupado, el buen color de la costurera que había traído la desolación á aquella casa.

-Señora-dijo Paz con un poco de cortesía,-le agradecemos á usted el aviso que nos ha dado, mostrando, como es natural, su celo é interés por la honra de nuestra casa. Cuando despidamos á esa muchacha, nos mudaremos de aquí. ¡Ay, y yo que le había tomado cariño á este santo retiro! Aquí vivíamos tranquilamente y en paz, no con la comodidad que en nuestra antigua casa; pero, en fin, tranquilas y … Señora, usted nos ha librado de la deshonra, porque ¿qué hubiera sido de nosotras, solas aquí y expuestas á las asechanzas alevosas de ese militar? ¡Oh! no lo quiero pensar.

-Es un militar joven, alto, buen mozo, y parece ser persona muy distinguida.

-¡Joven, buen mozo y de buen porte!-dijo Salomé disponiendo su cuerpo para el tercer paroxismo.

-¡Joven, buen mozo y de buen porte!-exclamó Paz en el colmo de la indignación.-¿Es esto creíble? ¡Qué circunstancias tan agravantes!

-¡No siga usted, por Dios!-dijo Salomé ya medio desmayada.

-No siga usted, que mi sobrina es muy impresionable y no puede oír ciertas cosas. Estamos acostumbradas….

Doña Rosalía se levantó para marcharse, porque creía haber cumplido satisfactoriamente su misión. Entonces pasó una cosa singular: cuando la sastra se acercaba á la puerta, Batilo, el perro misántropo, que en aquella mansión había olvidado los hábitos propios de su raza, corrió tras ella, se agitó convulsivamente como quien hace un gran esfuerzo, y ladró, ladró como un mastín ante un salteador; persiguió á la mujer dando agudos aullidos, y hasta llegó á pillarle entre sus inofensivos dientes el traje y el mantón. Paz se alarmó y Salomé se tapó los oídos, como si oyera el aullido, de un chacal. Defendieron entre las dos á doña Rosalía de la agresión inesperada del animal; fuese la sastra, y las dos arpías se miraron cara á cara, comunicándose mutuamente su respectiva bilis.

Es indispensable apuntar que en su afán de llegar pronto á donde estaba Clara, se aturdieron, sin poder tomar la puerta, y al fin chocaron una con otra con gran confusión.

-Mujer, que me echas al suelo-dijo una.

-Mujer, qué cosas tienes-gruñó la otra.

Entraron en el cuarto donde estaba acostada la devota … Esta reposaba tranquilamente, pero no dormía; tenía clavados los ojos en el techo con muestras de meditación profunda. Sentada junto á la cama estaba Clara, que hacía de enfermera y acompañante de la santa. Cuando las dos Porreñas entraron, Clara les conoció en las caras que se preparaba una escena terrible. Asustóse mucho, y se acercó más al lecho, como buscando un refugio al lado de la sagrada persona de doña Paulita.

-¡Niña!-dijo Paz con la lengua turbada y muy alterado el rostro.-Ya sabemos todas las infamias de usted. Merece usted ir á la cárcel por comprometer la honra de una casa como ésta. Si no temiera rebajar mi dignidad….

-Señoras-murmuró Clara temblando,-¿pues yo qué he hecho?

-¿Pues yo qué hecho?-dijo, remedándola con gesto grotesco,
Salomé.-Miren la hipócrita, ¡qué monstruo, Dios mío! Paula, no te
asustes-añadió, acercándose á la cama;-no nos des un nuevo disgusto.
Ya sabemos qué clase de persona hemos recibido en nuestra casa.

-Todo se ha descubierto, niña-continuó Paz-Ya no nos engañará usted más con su cara de mosquita muerta. Pero ¡qué atrevimiento, qué iniquidad! Debiera usted morirse de vergüenza.

-Señora, yo no sé de qué habla usted-dijo Clara, perdiendo por completo la serenidad.

-¡Insolente! Y aún se atreve á disimular, después de tanta desvergüenza. ¿Cree usted que está tratando con personas como usted? ¡Miren la necia! tan necia como perversa. Ahora mismo va usted á salir de esta casa.

El primer sentimiento de Clara al oír esto, fué una repentina alegría. ¡Salir de allí! Ya había perdido esa esperanza. Pero la situación aquélla no era para alegrarse. Pronto lo conoció, y esperó resignada el fin de su sentencia.

-Dile, dile la causa-indicó Salomé, afectando gran respeto al procedimiento.

-La causa bien la sabe ella-dijo Paz;-pero no puedo contener la cólera. De veras digo que si no fuera porque soy persona … ¡qué horror! La causa es … no te asustes, Paula; la causa es que mientras nosotras salimos de casa á alguna visita, se entra aquí un hombre por los tejados; sí: un militar, buen mozo, alto, persona … ¿cómo dijo? de buen porte … pero no te asustes, Paulita: esto hay que aceptarlo con resignación.

Si no temiera asustar á su prima, que estaba enferma, á Salomé le hubiera dado un cuarto conato de vahído. Pero se contentó con mirar á la devota con ojos muy aterrados. La santa no hizo más que mirar á Clara con cierta perplejidad; y contra lo que sus parientes esperaban, no citó ningún texto latino, ni predicó ningún sermón sobre la inconveniencia é irreligiosidad de que entraran por los tejados los militares buenos mozos, altos y de buen porte. Clara, á pesar de su inocencia, se quedó aterrada como una culpable.

-¿Se atreve usted á negarlo?-dijo Paz, dando algunos pasos hacia ella con el resplandor de la ira en los ojos.

-Yo … no-dijo Clara, retrocediendo con espanto.-Sí … sí lo niego.-Después añadió, haciendo un esfuerzo por calmarse y calmar á su juez:-Óigame usted, señora: yo le contaré la verdad; le diré lo que ha sido. Yo soy inocente; yo no he permitido….

-¡Jesús, Jesús! Yo no sirvo para estas cosas-clamó Salomé volviendo el rostro.-No puedo, no puedo oír esto.

-¿Que usted no ha permitido…? ¿Todavía tiene atrevimiento para negarlo?

-Yo … yo no niego-contestó la huérfana muy consternada.-Pero yo, ¿qué culpa tengo de que ese hombre…?

-¿También le quiere usted disculpar á él? Esto nos faltaba que ver. No puede haber perdón para tanta alevosía. ¡Pagar de este modo el asilo que le hemos dado sin merecerlo! Pero bien dije yo que de usted no podíamos sacar cosa buena.

-Señoras-dijo Clara deshaciéndose en lágrimas,-yo les juro á ustedes por Dios y por todos los santos, que por mí no ha entrado ningún hombre; que yo no soy culpable de todo eso que ustedes dicen. Yo se lo juro por Dios y por la Virgen.

-¡Insolente! Aún se atreve á disculparse.

-En verdad, esto es más de lo que puede sufrir mi débil constitución-dijo la otra arpía.-Paulita, no te asustes: procura tomar esto con indiferencia, que puedes agravarte.

-¡Dios mío! ¿Cómo lo he de decir?-exclamó Clara con la mayor amargura.-¿Qué haré, qué diré para que me crean? ¿A quién me volveré? Yo no quiero vivir así. No tengo padres, ni hermanos, ni amigos, ni nadie que me defienda y me proteja. Señora, yo se lo juro á usted. No me diga otra vez esas cosas que me ha dicho, porque yo no las merezco.

-Vamos, prepárese usted á marcharse al momento-dijo Paz con crueldad espantosa.

-¡Marcharme! Sí, me marcharé. Yo no quiero molestarlas á ustedes; pero ¡ay! esas cosas que han dicho de mí… Yo no he deshonrado la casa, yo no he deshonrado á nadie. Pero yo soy muy desgraciada; soy huérfana, pobre y sola; y como no tengo á nadie que me proteja, por eso nadie me guarda consideración y todos me tratan con desprecio. Yo no merezco eso; yo no he hecho nada de eso que usted dice; yo soy inocente.

-No sé cómo me contengo-dijo Paz.-Ni un instante más. Se marcha usted de aquí, y vaya donde quiera. Yo sé que usted se alegra. Usted no desea otra cosa que andar sola por esas calles; usted ha nacido para la calle. Vamos, pronto. Y nada me importa que don Elías se oponga ó no. Lo aprobará. El sabe que interesarse por tan despreciable criatura es cosa inútil. Váyase usted pronto.

-Señora-dijo Clara, poniéndose de rodillas junto al lecho y estrechándole las manos á la devota. Señora, usted me defenderá; usted que es tan buena, que es una santa; usted que ya me defendió otra vez. ¿No es verdad que usted sabe que yo soy inocente? Dígalo usted: me están calumniando. ¿Qué va á ser de mí si usted no me defiende?

La devota no había hablado palabra: continuaba como distraída y ajena á todo aquello. Cuando sintió las manos de la que había sido, aunque por poco tiempo, su compañera y amiga, volvió hacia ella la cara cubierta de palidez, y expresando cierta atonía, la miró, y con voz tenue y como indiferente, dijo: “¿Yo?” Calló en seguida. Salomé separó á Clara con un ademán desdeñoso del lecho de su prima, diciendo:

-Nuestra paciencia nos va á perder. Cuidado, Paz, que somos demasiado condescendientes. ¿Cómo es que está todavía aquí esta mujer?

-Al momento á la calle. Vamos, pronto-dijo Paz. Recoja usted sus bártulos, y al momento. Haga usted un lío de su ropa.

-Señora, por Dios, no me eche usted así-dijo Clara, poniéndose de rodillas y cruzando las manos.-A estas horas … sola … yo no conozco á nadie … ¿Qué va á ser de mí? ¿A dónde voy? Espere usted, por la Virgen Santísima, á que venga don Elías, que, siendo huérfana, me recogió…. El no me abandonará de este modo … Estoy segura.

-Nada, nada. ¿Aun espera usted engañarle otra vez? Salga usted al momento de nuestra casa.

-Pero, señoras-continuó Clara,-¿adonde voy? Sola, de noche … yo tengo miedo … yo tengo mucho miedo … yo no conozco á nadie….

-¿Que no conoce á nadie? ¿Y tiene valor para decir…?-exclamó Salomé, apartando el rostro y persignándose con sus afilados dedos.-¿Pues y el caballero joven, alto, buen mozo?

-Señora, espere usted, por Dios, á que venga mi protector: yo se lo ruego por la gloria de su madre.

La idea de que viniera Coletilla é impidiera la expulsión de la huérfana, puso á Salomé en grave peligro de que le diera el quinto ataque.

-¡Qué agonía!-dijo sentándose.-Francamente, nuestra excesiva benevolencia nos trae á estos extremos.

-No tarde usted un instante-dijo Paz con la satisfacción de la venganza.-Márchese usted inmediatamente.

La desventurada huérfana se dirigió otra vez, como última esperanza, á la santa, que reposaba en su lecho con la inmovilidad y la pesadez de la estatua yacente de un sepulcro. Clara tomó una de sus manos que colgaba fuera de las ropas y la besó con efusión, regándola con sus lágrimas; llanto de la inocencia provocado por la crueldad de aquellos verdugos.

-Señora, otra vez se lo pido-exclamó con voz apenas inteligible;-no me abandone usted, usted es una santa. No permita que me echen así … á estas horas … yo tengo miedo. No me abandone usted.

La mujer mística retiró lentamente su mano y la escondió entre las sábanas. Volvió el rostro, miró á la víctima, y sin inmutarse, dijo con la misma voz helada: “¿Yo?”

-No se puede resistir tal insolencia-afirmó Paz asiendo á Clara por un brazo y apartándolo violentamente de la cama.

-Si usted no se marcha ahora mismo de aquí, llamo á un alguacil para que le haga entender sus deberes.-Ya Salomé se había acercado á la cómoda donde Clara guardaba su escaso ajuar, y recogía todo formando un lío.

-No tengas cuidado, Paz-decía entre tanto;-yo estoy registrando su ropa, no sea que se lleve alguna cosa. No se lleva nada.

-¡Señoras de mi alma!-dijo Clara en el colmo de la desesperación.-No me echen así: yo no he cometido falta ninguna; yo no he hecho lo que ustedes dicen; yo soy inocente. Que lo diga esa señora que es una santa y me conoce. Yo estoy segura de que lo dirá.

La devota volvió á moverse, y con la voz que atribuyen á los espectros evocados, repitió otra vez: “¿Yo?”.

-No me echen ustedes-continuó Clara sin saber ya á quien suplicar.-Yo no lo merezco. ¿A dónde puedo ir á estas horas sola? No conozco á nadie. Tengo miedo … me voy á perder.

-Vamos, aquí tiene usted su ropa-dijo Salomé poniéndole el lío en la mano.

-No, no lo puedo creer. Ustedes no serán tan inhumanas. Esperarán á mañana; esperarán á que venga él.

-Ha dicho que no vendrá hasta dentro de tres días. ¿Cree usted que él no se ocupa de otra cosa que de proteger mozuelas como usted?

Diciendo esto, Paz tomaba por un brazo á Clara y la llevaba con grande esfuerzo hacia la puerta. La pobre huérfana tenía sin duda mucha fuerza de espíritu cuando no cayó allí mismo sin sentido; y sin duda era también harto angelical y delicada, cuando no contestó con injurias á las injurias de la cuménide aristocrática, baldón de los Porreños. Aun creía la infeliz que sus ruegos podían ablandar á aquellos dos energúmenos de corazón empedernido por el hastío, la insociabilidad y la amargura de una vida claustral. Aun les suplicó: otra vez se volvió á arrodillar delante de María de la Paz, y le tomó las manos, aquellas manos nacidas sin duda para un puñal. La vieja la retiró con violencia; su brazo se alzó; y á pesar de la dignidad que procuraba imprimir siempre á su carácter, á pesar de la nobleza de su raza, á que parecía deber igualarse en la nobleza de sus sentimientos, maltrató á una huérfana infeliz á quien antes había calumniado. La vieja ridícula, presuntuosa, devota, expresión humana de la mayor necedad que pueda unirse al mayor orgullo, puso su mano en el rostro de la doncella abandonada y débil, que ofendía sin duda, con su juventud y su sencillez el amor propio de aquellos demonios de impertinencia.

-¡Ay, ay, ay! Paz, por Dios, no te arriesgues-dijo Salomé chillando con horror, como si la inofensiva Clara tuviera un puñal en la mano.-Déjala, déjala.

-¡La mataría!-dijo Paz apretando los puños y ahogada por la cólera.

Salomé puso sobre los hombros de Clara el mantón, que al entrar en la casa había traído. Después extendió sus brazos de esqueleto y la empujó hacia la puerta con tal violencia, que la desdichada huérfana estuvo á punto de caer al suelo. En tanto decía:

-No sirvo para estas cosas. Me descompongo. Váyase usted pronto, niña.
No dé lugar á que la tratemos con rigor.

Clara salió; fué arrojada por los brazos robustos de la vieja Paz, y por los brazos entecos y nerviosos de la vieja Salomé. Aún es probable que ésta, al darle el último empuje, crispó sus dedos de gavilán, haciendo presa con sus uñas en un brazo de la víctima. La puerta se cerró con gran estrépito, y las voces destempladas de los dos demonios sonaron por mucho tiempo en el interior. La huérfana bajó con el corazón oprimido; no tenía fuerzas ni voz; casi no tenía conocimiento claro de su situación. Bajó y se encontró en la calle; sola en la calle, sola en el mundo, sin asilo, el cielo encima, desolación en derredor, ni un rostro conocido, ¿A dónde iba? En el portal sintió ruido y volvió la cara: era el perro melancólico que la seguía. El pobre animal había salido de la casa por primera vez, y parecía decidido á no volver á entrar, pues saltaba y chillaba con un gozo, una travesura y un aire de expansión desconocidos en él.

CAPÍTULO XXXVI

Aclaraciones.

Al oír Lázaro de boca de las dos esfinges la noticia de la expulsión de su antigua amiga, sintió deseos de coger por el moño á entrambas nobilísimas damas y darles allí el castigo de su crueldad. A pesar de su agravio, y de que no conocía las razones que habían tenido para echarla á la calle, un gran interés por aquella infeliz se despertó en su corazón. Indudablemente, á él le tocaba ampararla en aquel trance, apartarla del vicio á que su soledad podía conducirla, socorrerla, en fin, porque habla sido su amiga, le había amado, y en tales casos es de corazones generosos y buenos olvidar las injurias y pagarlas con nobles acciones. Viendo que no le daban razón de su paradero, bajó y salió dispuesto á buscarla. Pero ¿dónde, dónde la iba á encontrar? Clara no conocía á nadie en Madrid. Sí: conocía á Bozmediano. Esta idea enfrió repentinamente la generosidad del joven. “Tal vez-pensaba-se marchó, porque Bozmediano la indujo á ello; tal vez ya la tenía consigo.” Esto avivó los celos y el rencor del estudiante, que resolvió no descansar hasta descubrir el misterio de aquella salida y pedir cuentas á Claudio de su grande traición.

Con esta idea se dirigió á casa de éste, dispuesto á dar un escándalo en la casa si no le permitían verle. Lo probable, según él, era que Clara estuviera allí. Los celos le cegaban al pensar que aquella joven, que algunos meses antes se le había aparecido con todo el encanto de la sencillez y de la gracia, de la virtud doliente y de la tranquilidad doméstica, había cedido á las sugestiones de un libertino sin conciencia. Era preciso no dejar sin castigo aquella infamia. “Aún me interesa mucho-decía;-aún la quiero mucho para que perdone yo esta injuria, que me parece hecha á una persona mía; injuria que cae sobre mí, que iba á ser….”

Llegó á la casa de Bozmediano y esperó, paseando en la calle, á que avanzara el día. Cuando sintió las ocho, entró y preguntó al portero. Este, que ya le conocía de verle allí los días anteriores, no le puso tan mala cara como antes, porque recordó cierto diálogo que con su amo había tenido á propósito de aquella visita. Le había dicho que un joven vino á preguntar por él sesenta veces seguidas. Al amo picóle la curiosidad, y quiso saber las señas; dióselas el portero con mucha exactitud, y sospechando Bozmediano que podía ser Lázaro, advirtió al doméstico que si volvía estando él allí, le introdujera inmediatamente. Claudio sospechaba á qué podía venir el joven, y lejos de rehuir la visita, la deseaba.

Pero el portero, á pesar de lo terminante de la orden, creyó que era un desacato recibir á aquella hora á un joven que no era militar, ni venía en coche, ni traía botas á la farolé. Hízole esperar un buen rato, y por fin le introdujo, después de avisar para que despertaran al señorito. Este tardó un cuarto de hora en salir de su cuarto.

-Ya debe usted suponer á lo que vengo-dijo Lázaro sin saludarle:-usted me conoce, usted me dió la libertad. Yo creía que desde entonces podía haber entre nosotros la amistad que á mí me imponía la gratitud; pero usted no ha querido; usted ha seducido y deshonrado á una pobre muchacha, á quien considero yo como mi hermana. Si usted me sacó de la cárcel para hacer más grande la injuria que he recibido, hizo usted bien, por mi parte, porque estoy libre para pedirle cuenta de su acción, que es la acción más infame que puede cometer un hombre.

-Yo no cometo acciones infames. No le dejo pronunciar una palabra más sin que antes se apresure á desdecirse. Sí, usted se desdirá. Todo eso es una calumnia. Yo no he seducido ni he deshonrado á joven alguna. Usted está ciego de furor y extraviado por la pasión. Le han engañado á usted, y solo por saber que está usted engañado, tolero las palabras que he oído. Pero me será muy fácil sacarle á usted de su error.

-Eso es lo que quiero-dijo Lázaro.-Si usted me convenciera de lo contrario … Pero no podrá usted convencerme. Yo le he visto á usted, le he visto salir como un ladrón de la casa en que Clara estaba recogida. Usted ha entrado allí por ella, ha entrado llamado tal vez por ella.

-¡Oh, no!-exclamó Claudio, interrumpiéndole.-Siéntese usted; hablemos con calma. No anticipe usted juicios temerarios. Yo los voy á desvanecer.

-Hable usted. No habrá palabras, no habrá nada que pueda desvanecer el juicio que se forma al ver á un hombre que penetra á hurtadillas en la casa en que una joven está sola, y mucho más cuando estos juicios están formados después de antecedentes muy claros. Yo no he venido aquí á que usted me explique nada. No tengo duda, sino certidumbre, de la infamia que usted ha cometido. He venido tan sólo á tener el placer de decirle á usted que es un mal caballero y un hombre corrompido; á sufrir las consecuencias de esta acusación, porque yo no temo á adversario ninguno, por temible y fuerte que sea, cuando me creo obligado á vengar un agravio.

-Pues yo, que jamás he tratado de evadirme de las consecuencias de un asunto semejante-dijo Bozmediano con mucha energía;-yo, que no me dejo castigar de nadie, ni he permitido que jamás hombre alguno pronuncie contra mí una voz injuriosa, una reticencia, una alusión cualquiera, voy ahora á explicarme con usted en esta cuestión, esperando que se convenza y retire todo eso que ha dicho usted al entrar aquí. Todo lo comprendo, es natural: por lo mismo lo olvido hasta ver si, después de lo que yo digo, insiste usted en repetirlo.

-Hable usted: yo lo deseo.

-Yo no he visto á Clara más que tres veces-continuó Bozmediano.-Ella no sabe ni cómo me llamo, ni quién soy. Me ha visto poco, y le soy tan indiferente, que puedo asegurar que ocupo en su corazón el mismo lugar que una persona desconocida. Un día encontré á ese malhadado viejo fanático en la calle: le llevé á su casa, y vi á Clara por primera vez. Me habló; y con la sencillez propia de su carácter y la franqueza que da la necesidad de expansión y trato, me contó algunas cosas de aquella casa. No le negaré á usted que desde entonces me interesó muchísimo; que pensé en que nada podía satisfacerme tanto como sacarla de la prisión, darle alegría y librarla de la tutela de aquel hombre sombrío, capaz de poner triste á la misma felicidad.

Bozmediano contó después la segunda entrevista con Clara, recordando hasta algunas palabras de sus diálogos con ella. El otro joven oía con mucha atención aquel relato, hecho con toda la veracidad posible.

-Yo seré franco, y no ocultaré á usted mis sentimientos, mis primeras intenciones-continuó-para que pueda usted juzgarme mejor. Al principio vi en Clara el objeto de una aventura; y á pesar de que me inspiraba mucha lástima y un verdadero interés, no podía menos de proceder con cierta ligereza en la formación de mis planes. No lo negaré: yo no pretendo desfigurar los hechos; esta confesión es igual á la que haría un moribundo ante un sacerdote. Pero ó las circunstancias ó ella torcieron mi plan primitivo. Ella tiene un carácter angelical. Llena de bondad y sencillez, es capaz de vencer las sugestiones de todo hombre que no sea un vil ó un libertino. Le confieso á usted que, por último, fué tal la fuerza que en mí tomó el primer sentimiento afectuoso y compasivo que me había inspirado, que concluí por amarla. No puedo negar que, á pesar de haberme infundido este amor verdadero, yo persistía en mi propósito de sacarla de allí violentamente, de llevármela como una cosa mía. No consideraba esto como un agravio, y hubiera matado á cualquiera que, interpuesto entre ella y yo, me la hubiera quitado. Yo supe-no me lo dijo ella-que existía una persona á quien quería mucho. Esto me desconcertó. Supe que estaba usted en la cárcel, y no vacilé un momento. Comprendí que si ella le quería á usted verdaderamente, la mejor acción que en mí cabía era ponerle á usted en libertad, devolvérsele. ¡Qué complicación! De este modo pensaba yo ganar en su concepto. No se asombre usted: yo me he creído siempre práctico en estas cuestiones; y dado el carácter de Clara, es seguro que más le amaría á usted cuanto más durara su prisión. Pero yo no contaba con otros muchos tesoros de bondad de aquel carácter. Usted vivía con ella, y la vigilancia, la crueldad de tres señoras ridículas y de un viejo extravagante impedían que la viera, que la socorriera, librándola de tantos martirios. Usted vivía allí, y no le hablaba, no le consolaba, no aparentaba quererla. “He aquí mi ocasión-dije yo.-Lázaro aparece á sus ojos como un ingrato: ¿no será posible que ella le desprecie? Su situación en aquella casa fúnebre, la tristeza en que vive y se consume, ¿no serán causa de que desee libertad, vida, afectos, todo lo que allí no tiene, ni puede, ni sabe darle ese joven indiferente, ocupado por la pasión política? Confiese usted que la situación era la más á propósito para que yo aspirara á merecer de ella algo más que gratitud. Resolví sacarla de allí, llevármela. Fui tan ciego, que no preví su resistencia, su fidelidad, su grande afecto al primer amigo; afecto más fuerte que todos los martirios y todas las privaciones. Dispuse entrar en la casa cuando estuviera sola, y entré por donde usted sabe. Ella, al verme, se asustó tanto, que casi me arrepentí de haber dado aquel paso. Me suplicó que saliera, me lo pidió de rodillas; yo le dije que no esperara nada, que usted no podría ni sabría salvarla del poder de aquella gente cruel. Nada, no me oyó. Su propósito era inquebrantable. Conocí que su fidelidad era la más grande de sus virtudes; y creyendo que era imposible arrancarle la primera imagen, la imagen que nada puede borrar, desistí de mi intento. Ella no quería escucharme; se desesperaba al comprender cuánto podía comprometerla mi entrada en la casa; me pedía llorando que la dejara entregada á su tristeza, á su soledad. Confieso que nunca me he visto tan pequeño como entonces, en presencia de aquella criatura débil, incorruptible, no sólo á las promesas del amor de un joven, sino aun al soborno de la libertad, de la posición, de la felicidad. Al marcharme, sentí que alguien entraba en la casa. No sé quién era; yo huí por no comprometerla; huí aterrado por la idea de que, á pesar de mis precauciones, alguien de la casa había descubierto mi entrada.”

-Era yo-dijo Lázaro:-yo le vi salir á usted por la buhardilla.

-Lo que he referido á usted-afirmó Bozmediano solemnemente, es la pura verdad. No he omitido nada que me pudiera honrar, ni nada tampoco que me pudiera deprimir ó ponerme en ridículo. Es la pura verdad; se lo juro á usted por la salvación de mi madre, cuyo retrato está allí, y siempre me parece que me está mirando.

Claudio señaló un retrato que había en la habitación; y al hacer su juramento, tenían sus palabras tal entonación de sinceridad, que Lázaro no pudo contestar lo que un momento antes pensaba.

-Sin embargo-dijo Lázaro, que creía que aquella declaración no podía satisfacerle,-yo quiero que usted me dé alguna prueba positiva. Usted comprenderá que en estos asuntos no basta, no puede bastar la palabra.

-¿Que no puede bastar la palabra? No basta, es cierto, para espíritus preocupados. Hay ciertas cosas que no se pueden certificar de otro modo. A veces la afirmación de una persona es suficiente para llevar al ánimo de otra la convicción más profunda. No puedo creer que usted, si hace á Clara la acusación que á mí me ha hecho; si ella, con la serenidad de la inocencia, le contesta á usted la verdad, no puedo figurarme de ningún modo que usted no la crea. Háblele usted; rompa el silencio de aquella casa; véala usted un momento; oiga su voz, y si ante las declaraciones que ella le haga persiste usted en creerla culpable, no es digno, lo digo cien veces, no es digno de mirarla.

Lázaro no pudo resistir á la gran fuerza de estas palabras. Era imposible, según él pensó, que la ficción y la astucia dé un hombre pudieran llegar á ocultar la verdad de aquel modo. Bozmediano no mentía.

-¡Oh, calle usted!-dijo Lázaro sin poderse contener: ó es usted el histrión más perfecto, ó dice la verdad. Yo, que jamás he mentido, que no sé ni puedo fingir, siento una fuerte inclinación á creer lo que usted me ha dicho. Pero tiene el corazón unas susceptibilidades y escrúpulos de que la razón y la palabra no pueden librarle.

-Veamos á Clara-dijo Claudio con resolución.-¿Dónde?

-En casa de esos demonios. Si es posible, acogotaremos á las tres viejas.-Clara no está allí ya. La han despedido.

-¿Y por qué? ¿Dónde está?

-No lo sé-dijo Lázaro tristemente.

-Pero, ¿á dónde ha ido?

-Esa es mi duda, mi angustia. ¿A dónde puede haber ido? No conoce á nadie. Encontrándose sola en la calle, ¿dónde estará? Yo creí… francamente, creí que estuviera aquí.

-¡Aquí!

-Yo pensé que usted la había inducido á salir; que había venido en busca de usted, á quien conocía.

-¿Y aún cree usted que está aquí?-preguntó Bozmediano sonriendo.

-Ahora… no afirmo nada … dudo.

-Y si le pruebo á usted que no está aquí ni ha venido, ¿qué creerá usted?

-Aun así no será posible arrancar la última raíz de mi recelo; aún no lograré la evidencia que necesito; evidencia que nada ni nadie me podrá dar.

-La adquirirá usted por su propio sentimiento. Hay cosas que se crean por revelación, que nada ni nadie puede destruir. Hay cosas de que no se puede dudar, porque su evidencia está encarnada en nuestro ser, y dudar de ellas es algo semejante á la muerte. Vamos á buscarla.

-¿Dónde?

-Vamos á buscarla. Por lo mismo que no conoce á nadie, es más fácil encontrarla. Estoy seguro de que la encontraremos.

-Recorreremos todas las calles, preguntaremos á la policía, nos informaremos de todo el mundo-dijo Lázaro.

-Si, sí; haremos todo eso.

-Iremos á los hospitales, á los asilos; entraremos, si es preciso, en todas las casas.

-Sí.

-Iremos á la antigua casa; preguntaremos á la portera, á los vecinos, al tendero más próximo.

-Eso es. Diga usted, ¿no había en aquella casa una criada?

-Sí, había una. No sé su nombre.

-¿Dónde estará? Si la encontramos, tal vez nos dé alguna luz. Puede ser que se haya dirigido á ella. Recuerdo que esa criada me dijo que iba á casarse con un tabernero, y que tendría una tienda. Si esa mujer tiene casa abierta y Clara sabía dónde está esa casa, es seguro, casi seguro que habrá ido allá.

-Efectivamente-dijo Lázaro.-Vamos á ver si averiguamos dónde está esa mujer.

Salieron y se encaminaron á la calle de Válgame Dios. Preguntaron á la portera de la antigua casa si se había alquilado de nuevo el cuarto segundo. Dijo la portera que no. Preguntáronle el nombre de la criada y si sabía su paradero.

-Se llama Pascuala-contestó:-está casada con un tabernero llamado Pascual; pero no sé dónde viven. El tabernero de la calle del Barquillo debe saberlo, porque es compadre suyo.

Este hombre les dijo que los Pascuales vivían en la calle del
Humilladero, y los dos jóvenes se dirigieron inmediatamente allá.

CAPÍTULO XXXVII

El “vía-crucis” de Clara.

Mucho horror inspiraba á la huérfana la casa de las de Porreño, aunque no tenía otra. Así es que su primer impulso al verse en la calle fué huir, correr sin saber á dónde iba, para no ver más tan odiosos sitios. Anduvo corto trecho, dobló la esquina y se paró. Entonces comprendió mejor que antes lo terrible de su situación. Al ver que no podía dirigirse á ninguna parte, porque á nadie conocía, le ocurrió esperar cerca de la casa á que entraran Elías ó su sobrino. Pero el primero había dicho que no volvería hasta dentro de tres días, y el segundo, que sospechaba tan mal de ella, sería capaz de confirmarse en su creencia al verla arrojada de la casa por las señoras. Ella necesitaba, sin embargo, ver á Lázaro y contarle todo. Si él daba crédito á su explicación, ¿qué harían los dos, tan desamparado el uno como el otro? Decidió, sin embargo, esperarle allí, apoyada en la esquina; pero le daba tanto miedo… Parecíale que iba á salir por la reja cercana una gran mano negra, que la cogería llevándosela dentro: ¡qué horror! De repente sintió al extremo de la calle fuerte ruido de voces. Eran unos hombres que venían borrachos profiriendo horribles juramentos, atropellando y riendo desenfrenadamente como una turba de demonios regocijados. La joven sintió tal sobresalto, que no pudo permanecer allí un instante más y echó á correr con mucha ligereza. Los hombres corrían también, y ella se figuraba que le tocaban la espalda, y creía sentir junto á sus propios oídos las infernales palabras de ellos. Corrió mucho por toda la calle del Barquillo, seguida del perro misántropo, y al fin, fatigada y sin aliento, se detuvo: las risas resonaban muy lejos … ya no la seguían … respiró porque no podía dar un paso. Después siguió andando lentamente; no se atrevía á volver, porque las risas habían cesado y se oían terribles imprecaciones. Algunas piedras, lanzadas por mano vigorosa, cayeron junto á ella. Batilo se volvió lleno de despecho y ladró como nunca había ladrado, con verdadera elocuencia canina.

Después de esto, avivó Clara el paso y llegó á la calle de Alcalá. Miró á derecha é izquierda, sin saber qué camino tomar. Subió hacia la Puerta de Sol; pero no había llegado á San José cuando vió que por la calle abajo venía gente, muchísima gente: ella no había visto nunca tanta gente reunida. La calle le parecía tan grande, que no conocía distancia alguna á que referirla, pues para ella las casas hacían horizonte, y aquella gente que venía se le representaba como un mar agitado sordamente, y avanzando, avanzando como si quisiera tragarla. Sin deliberar volvió atrás y bajó hacia el Prado. El gentío bajaba también: sordo rumor resonaba en la calle. La muchedumbre traía algunas luces, y de cuando en cuando una voz pronunciaba muy alto un viva, contestándole otra tremenda y múltiple voz. La gente bajaba, y Clara bajaba delante. Aquello le dió más miedo que los borrachos; pero cuando se encaró con la Cibeles, cuando vió aquella gran figura blanca en un carro tirado por dos monstruos blancos, se detuvo aterrada. Había visto alguna vez la Cibeles; pero la oscuridad de la noche, la soledad y el estado de excitación y dolencia en que se encontraba su espíritu, hacían que todos los objetos fueran para ella objetos de temor, todos con extrañas y fantásticas formas. Los leones de mármol le parecía que iban corriendo con velocísima carrera, galopando sin moverse de allí. La pobre miró atrás, y vió que la gente avanzaba siempre, haciendo más ruido: no quiso ver más aquello, y tomando hacia la derecha, entró en el Prado. Este sitio le pareció tan grande, que creía no llegar nunca al fin. Jamás había visto una llanura igual, campo de tristeza, de ilimitada extensión; los árboles de derecha é izquierda se le antojaban fantasmas negros que estaban allí con los brazos abiertos; brazos enormes con manos horribles de largos y retorcidos dedos. Anduvo mucho, hasta que al fin vió delante de sí una cosa blanca, una como figura de hombre, de un hombre muy alto, y sobre todo muy blanco. Se fué acercando poco á poco, porque aquella figura se le representaba marchando con pasos enormes. Era el Neptuno de la fuente, que en medio de la obscuridad proyectada por los árboles se le figuraba como otro fantasma. La infeliz tenía muy extraviados los sentidos á causa del terrible trastorno de su espíritu. Torció á la derecha, por evitar que llegara hasta ella aquel figurón blanco, y encontró enfrente la Carrera de San Jerónimo. Empezó á subir; pero estaba tan fatigada, que la pendiente de la calle le parecía inaccesible. Subió, pero con mucha lentitud, porque apenas podía andar: en la parte correspondiente á los Italianos creía ella ver la cumbre de una montaña; y cuando medía con la vista aquella eminencia, pensaba que en toda la noche no iba á llegar arriba.

No pudo avanzar más, y se sentó en el hueco de una puerta. Sentía gran postración en todos sus miembros, y además un frío intenso que, creciendo por grados, llegó á producirle una convulsión dolorosa. Arropóse lo mejor que pudo, y pensó en el medio de volver á la casa para esperar á Lázaro en la puerta. Entonces le ocurrió súbitamente la idea de dirigirse á casa de Pascuala. Ella recordaba muy bien el nombre de la calle donde vivía el tabernero con quien la criada se había casado. Sabía que la taberna estaba en la calle del Humilladero; pero ¿cómo iba á la tal calle? Resolvió preguntar á algún transeúnte, y si daba con la casa, allí pasaría la noche, aplazando todo lo demás para el siguiente día. Segura estaba de que Pascuala la recibiría con los brazos abiertos. Pero ¿dónde estaba la calle? Instintivamente oró á la Virgen, pidiéndole que estuviera cerca de la calle del Humilladero. Pero la Virgen no la oyó, porque la calle estaba muy lejos. Resuelta á preguntar, se levantó; vió venir á un hombre, pero no se atrevió á detenerle; pasó otro, algunos más, y Clara no preguntó á ninguno. Tenía miedo de aproximarse á ellos. Por último, se acercó una mujer, la joven la detuvo y respetuosamente la hizo su pregunta.

-¿La calle del Humilladero?-dijo la mujer, que era una vieja arrugada y con voz gangosa.

-Sí, señora.

-¿Le parece á usted que está bien detener á las personas honradas de este modo?-contestó la vieja muy incomodada.-Ya sé lo que quieren estas bribonas cuando detienen á una; que no van sino á meterle la mano en los bolsillos cuando está una más descuidada, contestando: “Váyase noramala la muy piojosa, y si no llamo á un alguacil.”

Antes que concluyera la vieja, se apartó Clara, y fué tal su angustia al pensar que todos la tratarían de igual modo, que casi estuvo á punto de abandonarse á su desesperación, dejándose morir allí de hambre, de frío y de dolor. Pero la desventura infunde valor; recobró algún ánimo y se dispuso á seguir preguntando, cuando vió llegar á una mujer andrajosa que traía un niño de la mano y otro en brazos. A Clara le pareció que aquella mujer debía ser persona muy generosa y compasiva, y que le había de responder á su pregunta. Pero antes de ser interpelada, la mujer andrajosa habló á Clara en estos términos:

-Una limosna, señora, por amor de Dios, que tengo mi marido en cama, y estos dos niñitos no han probado nada en todo el santo día… Siquiera un chavito.

Después, observando que Clara no tenía aspecto de persona que da limosna, sino más bien de mujer desvalida y enferma, se figuró que pedía también chavitos, y variando de tono, le dijo:

-Oye, chica: ven conmigo y le sacaremos un duro al tío gordo de la esquina.-¿Qué?-dijo Clara, confusa ante aquella proposición. -¿Apostamos á que no tan dao ni un benditochavo esta noche? Yo he sacao ya un rial: mira. Pero hay en aquella tienda un marditopañero que es muy caritativo. Ayer le ije que tenía una hija enferma en cama, y me dió una peseta. Si quiés que le saquemos más, ven conmigo esta noche, chica, y verás. Entramos: tú te haces que te vas cayendo, y te pones un pañuelo atao á la cara, y empiezas ó dar unos chillíos que partan el corazón. Oye, así: ¡ay! ¡ay! ¡ay!

Y dió unos cuantos quejidos tan lastimeros, que Clara tuvo angustia de oírlos. Después siguió:

-Mira, ven; entramos: yo le digo que eres mi hija y que no has comido un bocao, y que elméico te ha recetado una cosa que cuesta un duro. Tú dices que no la quies tomar, y que si saco el duro, compre pan pa estos niños que se están muriendo. Yo digo que sea el duro pa la meicina; tú que sea pa los niños, y así … verás cómo se ablanda… y pué que nos dé dos… partiremos: te daré á ti dos riales, y…. Anda, ven: ponte este pañuelo en la cara.-Señora, yo tengo que hacer, no puedo-dijo Clara, que creía no deber darle otra razón menos cortés. ¿Sabe usted dónde está la calle del…?

-¡Qué calle de los dimonios!-dijo la mujer; y viendo que pasaban dos caballeros se acercó á ellos, diciéndole al chico que llevaba de la mano:-Muchacho, cojea.

El muchacho cojeó, y se acercaron á los caballeros, repitiendo su muletilla. Clara se retiró entonces; anduvo á buen paso, y llegó, por último, á la plazuela del Espíritu Santo; subió más, hasta que se encontró en la esquina de la calle del Prado, y por allí pensó seguir, porque veía en ella bastantes personas, y creía encontrar allí quien la informara bien.

Batilo iba delante. Un perro vivaracho y pequeño, descarado, ratonero, de éstos que pasean su vanidad por las calles de Madrid, se acercó al can melancólico, y le dió una embestida con el hocico. Batilo era muy tímido; pero sintiendo herido su amor propio, ladró. El ratonero, que no deseaba sino provocación, ladró también, atreviéndose á dar un mordisco al pobre faldero. Este te defendió como pudo; y á poco rato vino un porrazo que, con terribles aullidos, empezó á perseguir al ratonero. Luego vino otro perro, y otro, y otro: en dos segundos se reunieron allí doce perros, que armaron espantosa algarabía. Luchaban unos con otros, cayendo y levantándose en revuelta confusión, mordiéndose, saltando y atropellando entre los movimientos de su horrible contienda á Batilo y al ratonero, que, revueltos entre las patas de los contendientes, recibían los ultrajes de todos. Al ruido se detuvieron algunas personas; el amo de uno de los perros terció en la pelea, y dijo ciertas frases injuriosas al amo de otro. Clara, al ver que se reunía tanta gente, y que algunos mozos la miraban con atención impertinente, avivó el paso; tomó la calle arriba para huir de aquellas miradas. Pero los mozos la siguieron, y ella quiso ir más á prisa; ellos también; ella más aún, hasta que se decidió á correr, y corrió con toda la velocidad que podía. Entonces una mujer gritó desde una puerta con voz chillona y angustiada: “¡A esa, á esa, á esa!” Un hombre la detuvo por el brazo; muchas mujeres la rodearon, y se formó en un momento un grupo de más de treinta personas en torno á ella. La huérfana estaba tan trémula y aterrada, que no dijo palabra, ni trató de huir, ni lloró siquiera. Creyó tener en derredor un círculo de asesinos.

-¿Qué ha hecho? ¿qué hay?-dijo uno.

-Que ha robao ese lío que lleva bajo el brazo.

-Muchacha, ¿donde has tomado ese lío?-dijo el que la tenía asida.

Clara no contestó

-A la cárcel con ella-dijo uno de los presentes.

-¿Dónde has tomado ese lío, muchacha?

La joven se repuso un poco, y con voz tenue, dijo:

-Es mío.

-¿Qué es suyo?-dijo una de las mujeres.-Si la vi yo correr como una desalación. Apuesto á que lo cogió en la casa del número 15.

-No, que venía de más abajo-dijo otra.

-Apuesto que es de casa de la sa Nicolasa, la pupilera de ahí enfrente-dijo otra mujer.

-Usted miente, señora-dijo un hombre alto, que parecía ser persona del toreo, á juzgar por su vestido y el rabicoleto que tenía en la nuca.-Usted miente: esta señora no ha salido de casa de la pupilera, ni del número 16; venía de más abajo.

-¡Miren ese pelele!-gritó la mujer.-¿Poz no dice que yo miento?

-Usted miente, señora. Esa muchacha no ha robao naa, que venía de abajo, y corrió porque la venían siguiendo esos lechuguinos. Yo lo he oservao, y si hay alguno que me desmienta, aquí estoy yo, que soy un hombrera pa otro hombre.

-Tanta bulla pa naa-dijo, soltando á Clara, el que la tenía asida.

-Pues que si lo ha robado, si no lo ha robado … Cuando yo digo una cosa…. Si estuviera aquí mi Blas, se vería si hay un hombre pa otro hombre-murmuró, volviendo la espalda, la promovedora de aquel alboroto.

-Vamos, señores, aquí no se ha robao naa-dijo el majo con decisión.-Aquí están ustedes de más. Largo el camino.

El público (llamémosle así) encontró muy convincentes las últimas razones del hombre de los toros, y aún más las insinuaciones que hizo con un tremendo palo de puño de plomo que llevaba en la mano, y empezó á desfilar.

–Vamos, prendita, no tenga usted miedo-dijo el hombre del rabicoleto, cuando se quedó solo con Clara.-Venga usted conmigo, y no tenga reparo, que yo soy un hombre pa otro hombre. ¿Pero se pué saber á dónde iba la personita? Yo la llevaré á usted, porque soy un hombre pa….

-Voy á la calle del Humilladero.

-Del Humilla … ¿que?

-Del Humilladero.

-Ya sé … ¿pero pa qué va usted tan lejos? Si usted se echa á andar ahora, llegara allípasao mañana por la noche. Con que no tenga usted prisa….

-Sí, señor, tengo prisa; y aunque esté lejos, he de ir en seguida
¿Quiere usted hacerme el favor de decirme por dónde debo ir?

Miste: coge usted esta calleja arriba, siempre pa arriba … pero yo la voy á llevar á usted. Aunque, pa decir verdad, más valía que se viniera conmigo. ¡Ay! ¡Jesús, qué guapa es usted! Poz no había reparado … Venga usted.

-No puedo detenerme, señor caballero-dijo Clara con mucho miedo.-Dígame dónde está esa calle, y yo me iré sola.

-¡Sola! ¿Y yo podía ser tan becerro que la iba á dejar ir sola por esas calles, esta noche que hay rivolución…? Bueno soy yo pa … Venga usted conmigo. Le igo que no lo pasará mal: yo conozco aquí cerca un colmao donde hacen unas magras que….

Diciendo esto, el torero tomó á Clara por un brazo y quiso internarla por la calle del Lobo.

-Suélteme usted, caballero-dijo Clara desasiéndose:-tengo que hacer; por Dios, suélteme usted.

-Pues es lo mesmo que un puerco-espín. ¡Bah! Si es usted muy guapa para ser tan picona. Le igo que … Pero, en fin, yo la acompañaré á esa calle.

-No: dígame usted por dónde debo ir. Yo iré sola.

-¿Sola? si hay _rivolución. ¿Pa que le peguen á usted un tiro y me la ejen frita en mitá la calle?…

-Yo quiero ir sola-dijo ella separándole.

La compañía y la solicitud impertinente de aquel hombre le inspiraba mucha desconfianza. Su intento era huir de él y preguntar á otro. Pero aunque avivó mucho el paso, él seguía siempre á su lado diciéndole mil cosas. Un incidente feliz (algo feliz había de pasar aquella noche) vino á librar á Clara de aquel moscón. Iban por la plazuela de Santa Ana, cuando sintieron detrás gritos de mujer. El majo no volvió la cara; pero tuvo buen cuidado de embozarse bien en su capa para no ser conocido.

Arrastrao, endino-dijo la mujer, que era alta, gruesa hombruna y con voz aterradora y aguardentosa.-Espera, espera, que te voy á sentar los cinco en esa cara de documento.

Al decir esto, tiro al majo de la capa, y con mano más pesada que una maza de batán, cogió á Clara por un brazo y la detuvo.

-Si no fuera porque está aquí esta señora-dijo el chulo, cuadrándose ante la jamona-ahoramesmo te volvía las narices al revés.

Arrastrao!-dijo la maja cuadrándose y moviendo la cabeza-¿tengo yo cara de cabrona? ¿Te paece que por una cara de escoba como esta voy yo á consentir?…

-¡Calla!-exclamó el otro-ó te ejo sin piernas.

-Mira, Juan Mortaja, que voy á sacarle los ojos á esta rabuja si ahora mesmo no vienes conmigo. ¿Le parece á usted que á una mujer como yo se la…? Juan Mortaja, cuando igoque vamos á tener que….

-No haga usted caso-dijo el torero, dirigiéndose á Clara, que estaba sin aliento, oprimida por la mano de la jamona, como la tórtola en las garras del gavilán-No haga usted caso, niña, que ésta suele rezarle un Padre nuestro á san cuartillo.

¡Reendino!-exclamó con trágico furor la maja, soltando á Clara y echando rápidamente mano á la cintura, de la cual sacó una navaja, que esgrimió con el donaire y la presteza de un matutero.

-¡Saco e demonios!-dijo el otro, enarbolando el palo.

No sabemos cómo concluyó la pendencia, porque hemos de seguir á Clara; y ésta, en cuanto se vió libre de la zarpa de la dama de Juan Mortaja, se escapó ligeramente, y á buen paso, seguida siempre de Batilo, llegó á la plazuela del Ángel. La desventurada no sabía ya qué partido tomar; se horrorizaba al pensar que entre los miles de habitantes de este enjambre no había uno que le dijera el nombre de la calle donde estaba el único asilo que podía acojer á la huérfana abandonada, sola, injuriada, medio muerta de miedo y dolor. Creyó que Dios la abandonaba ó que no había Dios; que su destino la obligaba á optar entre la inquisición espantosa de las dos Porreñas, y aquel abandono, aquel vagar por un desierto, repelida por todos ó solicitada por la depravación ó el vicio.

Se decidió á hacer otra tentativa. Detúvose ante un hombre que, con un farol y un gancho, revolvía escombros, y le hizo su pregunta.

-¿La calle del Humilladero?-dijo el trapero, incorporándose y haciendo con el gancho ciertos movimientos semejantes á los que hace con su varilla un director de orquesta.-Esa calle está … Voy á darle á usted una receta para que la encuentre en seguida. Pues eche usted á andar … y vaya mirando con atención los letreros de todas las calles. ¿Sabe usted leer?

-Sí, señor-dijo Clara.

-Pues cuando usted vea un letrero que diga así: “calle del
Humilladero”, allí mesmo es.

El trapero se quedó muy satisfecho de su apotegma, y volviendo á inclinarse, enterró su gancho investigador en el montón de inmundicia que delante tenía. Clara se retiró muy angustiada; y principiando á perder ya el conocimiento exacto de su desventura, hallábase próxima á entrar en ese período de atonía que precede á las grandes enajenaciones. Dirigió de nuevo mentales súplicas á Dios y á la Virgen para que la sacaran de aquella situación; y aún rezaba, cuando vió llegarse hacia ella á una persona que le inspiró mucha confianza. Dió algunos pasos hacia aquella persona, que era un clérigo de más que mediana edad, gordo y pequeño. Venía con su rosario en la mano y la vista fija en el suelo. La huérfana respiró con tranquilidad, porque aquel personaje venerable que tenía ante sí debía de ser un santo varón, de esos cuyo fin en la tierra es consolar á los afligidos y ayudar á los débiles.

CAPÍTULO XXXVIII

Continuación del “vía-crucis”.

Parecía el clérigo hombre pequeño, á juzgar por su vestido, que era muy raído y verdinegro. Era él de edad madura, y á juzgar por su pronunciada y redonda panza, parecía hombre que no se daba mala vida. Tenía la cara redonda y amoratada, con dos ojillos muy vivos y una nariz que parecía haber servido de modelo á la Naturaleza para la creación de las patatas. No puede decirse que su fisonomía fuera antipática: sonreía con bondad, y, sobre todo, había en sus ojuelos cierta gracia y una volubilidad amable. Cuando vió á Clara y oyó la pregunta que ésta le hizo con el mayor respeto, guardó el rosario, se ladeó el sombrero (porque era éste tan grande, que tapaba con él á cuantos se le ponían delante), y dijo:

-¿La calle del Humilladero? Sí, hija mía, sí: sé dónde está, sí, pero es muy lejos. No podrá usted ir sola; su perderá usted, hija mía. Venga usted y yo la pondré en camino.

Y volvió atrás. Siguiéronle Batilo y Clara, que creyó al fin haber encontrado el hilo del laberinto.

-Pero, hija mía, ¿cómo es que usted va sola? ¡A estas horas … tan sola!-dijo el padre con voz agridulce.

-Tengo que ir á una casa que conozco-repuso Clara por dar alguna respuesta.

-¿Pero va usted sola? ¡A estas horas! … Hija mía, ¿por qué es eso?

-No tengo quien me acompaña. Soy sola.

-¿Que es usted sola? ¡Jesús, María y José! ¡Qué calamidad! ¿Pero no tiene usted padres?

-No, señor.

-¿Es usted sola, enteramente sola? ¡Jesús, María y José! Esto no va bien, hija mía. ¿Pero no tiene usted ningún pariente? Vamos, irá usted á casa de algún pariente.

-No, señor, no. Voy á casa de una mujer que conozco. No conozco á nadie más que á ella.

-Vamos, ya conocerá usted á alguna otra persona-dijo el cura parándose y fijando en el semblante de Clara sus picarescos ojuelos.-¿De dónde viene usted ahora?

-De casa de unas señoras, donde estaba.

-¿Y allí no conoció usted más que á esas señoras?

-No, señor-dijo Clara asustada del giro que tomaban las preguntas del clérigo.

-Vamos, juraría yo que ha conocido usted á algún muchachuelo … Eso no tiene nada de particular, hija mía: para eso es la juventud. Eso no tiene nada de particular. ¡Bah! no se ponga usted encarnada. Por las llagas de Jesucristo, que no me enfado yo por eso … no.

Al decir esto, el cura se paró otra vez, y volvió á fijar en la huérfana sus pequeños y vivaces ojos, acompañando esta mirada con una santa sonrisa de astucia, que haría honor á cualquier alumno de Seminario, conocedor de la obra de Sánchez, titulada De Matrimonio.

-Porque hija mía, el mundo es así-continuó.-Yo, que conozco las debilidades de ambos sexos, puedo hablar sobre este punto. Y luego yo tengo una práctica tal, que en seguida comprendo. Sobre todo, como usted es tan guapita….

Turbóse mucho la joven con aquellas palabras; pero la esperanza de que pronto llegarían á la decantada calle del Humilladero, la serenó, haciéndole más llevaderas las amabilidades del buen hombre.

-Si, hija mía: yo soy gran admirador de las obras de la Naturaleza, y cuando estas obras son bellas, las admiro más. Yo, francamente lo digo, no soy gazmoño. Lo cortés no quita lo valiente. Aunque uno sea sacerdote … porque admirar á la Naturaleza no es pecado.

Con estas y otras cosas habían pasado la calle de Atocha y llegado á la
Plaza Mayor; atravesáronla, dirigiéndose á la plazuela de San Miguel.

-Venga usted, venga usted-dijo, tomando el brazo á Clara, al ver que manifestaba cierto recelo de internarse por el arco obscuro que da á la plazuela del Conde de Miranda.-Venga usted, que conmigo va segura… Pues decía que lo cortés no quita lo valiente… Pero no me ha seguido usted contando eso del muchachuelo.

-Si yo no he contado nada-dijo Clara, haciendo un movimiento disimulado para desasir su brazo de la mano del cura.

-Sí: algo hay, hija mía; yo lo he conocido. Si eso no tiene nada de particular. Ya… ¿hay vergüencilla? Vamos, cuénteme usted, que yo ia absuelvo en seguida. A las niñas bonitas se les perdona todo.

Diciendo esto, miró de nuevo á Clara; pero ya no se sonreía: estaba serio, y había en su voz cierta agitación que ella no pudo notar.

-Cuidado, no se caiga usted-dijo, extendiendo su brazo por la cintura de la huérfana, como si ésta hubiera tropezado.

-¡Ay!-dijo ella más confusa y separándose del cura.-¡Cuándo llegaremos á esa calle!… ¿Está muy lejos todavía?

-Sí, hija mía: está lejos, muy lejos. ¿Pero qué prisa tiene usted?

-¡Ah! sí, tengo mucha prisa. Pero no se moleste usted más. Dígame por dónde debo ir … y seguiré sola.

-¡Ah! no acertará usted en toda la noche. Está muy lejos. ¿Pero qué prisa tienes, hija mía? Veo que estás muy cansada. ¿No te convendría descansar un poquito?

-¡Oh! no, señor; no puedo descansar-dijo Clara, aterrada ante la idea de que la llevaran á una sacristía.

-Sí, hija mía: estás muy fatigadita, y yo no tengo corazón para verte andar por esas calles á estas horas y con este frío.

-No importa, señor cura: no me puedo detener.

-¡Jesús, María y José! No he visto nunca una muchacha más arisca. Yo … no gusto de gente así, porque me gusta que las niñas sean amables y buenas.

En esto entraban en el callejón de Puñonrostro. Paróse el cura y tomó una mano á Clara, que se retiró, apartándose de él.

-Hija mía, por Jesús, María y José, te digo que se me parte el corazón de verte así sola por esas calles, á estas horas, con este frío… Mira: yo tengo un buen brasero arriba…. Porque aquí vivo yo, aquí á espaldas de San Justo, que es mi iglesia. Pues si quieres descansar un ratito….

-No, Padre: yo quiero ir á la calle del Humilladero. Dígame usted dónde está, ya que no me ha llevado á ella.

-¡Qué Humilladero, ni Humilladero! ya me tienes loco con tu calle. Pues no estás poco impertinente-dijo el clérigo con más agitación y mucha impaciencia.-Ven, hija mía, y me contarás eso del muchachuelo.

El infame plan se reveló de pronto en el entendimiento de Clara con todo su horror y repugnancia.

-Señor-repitió-dígame por dónde voy.

-Sube, sube-dijo él colocado ya en la puerta de su casa.-Sube; no te pesará. Si supieras qué bueno soy yo…. Porque lo cortés no quita lo valiente. Y mañana te vas á tu Humilladero, ó si no quieres ir….

-Señor, por Dios, dígame por dónde debo ir. Yo me vuelvo loca. ¿Para qué me ha traído usted aquí? ¿Y dónde estoy? Puede ser que ahora esté más lejos del punto á donde quiero ir.

-Sube, hija mía, sube-dijo el clérigo abriendo la puerta-y hablaremos de eso. Yo te diré dónde está esa calle, y mañana podrás….

-No, yo no le quiero ver á usted más. Pero dígame por dónde debo dirigirme. ¿Por qué me ha engañado usted?

La joven rompió á llorar como un niño. El cleriguillo había perdido su amabilidad; sus ojuelos expresaban el mayor despecho; su labio inferior, masa informe y pendiente, le temblaba por la rabia de la contrariedad y del desengaño.

-¿Está lejos esa calle, señor? ¿Está lejos?

El cura miró á Clara con desdén, hizo un gesto despreciativo, y entró diciendo:

-Sí, chica: está lejos, muy lejos.

Y cerró violentamente con mano colérica la puerta, que produjo fuerte estampido.

Algo tranquilizó á Clara el verse libre de aquel malvado; pero al pensar que no había podido adquirir noticia alguna de lo que buscaba; al verse en aquel callejón estrecho y obscuro, donde no aparecían indicios de vivienda humana; al considerar que por un extremo podía aparecer un hombre y por el otro extremo otro, avanzando hacia el centro y cogiéndola entre los dos, fué tal su pavor, que estuvo á punto de caer al suelo sin sentido. También se la figuraba que la enorme muralla de la casa del Cordón y la de San justo iban á reunirse, aplastándola en medio. Un supremo esfuerzo, una carrera en que el espíritu agitado, más bien que el cuerpo, parecía trasladarse, la llevó á la calle del Sacramento. Al fin vió una luz que se movía; era un sereno. Aquel encuentro la infundió algún valor; acercóse á él, y le repitió su pregunta, tantas veces hecha, y nunca contestada. El sereno, de muy mal humor, pero con buena intención, le dió la dirección verdadera.

-Baje usted esa cuestecita por detrás del Sacramento; baje usted siempre hasta que llegue á la calle de Segovia; en seguida sube usted derecha, siempre adelante, hasta encontrar la Morería; entra por ella hasta llegar á la calle de don Pedro; después sigue por ésta hasta la plazuela de los Carros, y enfrente de la capilla de San Isidro, encuentra usted la calle del Humilladero.-Le repitió las señas y le dió las buenas noches.

La huérfana se retiró muy agradecida. Al fin encontraba la dirección de aquella maldita calle. Tomó por el camino indicado y bajó la cuesta de los Consejos. ¡Qué triste y pavoroso lugar! El piso parece que huye bajo los pies del transeúnte: tal es la pendiente. A Clara, que estaba completamente desfallecida y con la cabeza debilitada, le parecía caerse á cada paso, y que el suelo se iba inclinando más cada vez, negándose á soportarla. Llegó á creer que nunca terminaba aquel descender precipitado, hasta que por fin sus pies pisaron en llano. Estaba en la calle de Segovia, y se le figuraba haber caído en un abismo. No era posible, pensaba ella, que el sereno le hubiera dicho la verdad. ¿Estaba aquel sitio habitado por seres de este mundo? De noche, y en aquella lobreguez, parecía la profundidad de un barranco, de esos que escogen para sus conventículos los duendes y las brujas. Mirando hacia arriba, le parecía que se inclinaban, amenazando caer, las dos masas de habitaciones que á un lado y otro de la calle se levantan.

Clara siguió, sin embargo, la dirección que el sereno le había indicado: distinguió delante de sí la cuesta escarpada de los Ciegos, y pensó que era imposible trepar por allí, intentólo á pesar de todo, tropezando con montones de escombros y ruinas: las casas se veían arriba suspendidas, al parecer, como nido de buitre en lo alto de la eminencia. Ella se sintió sin fuerzas para escalar aquello; no distinguía senda alguna, ni había allí nada que indicase el paso de seres humanos. No se oía voz alguna, sino de tiempo en tiempo, y resonando muy lejos, gritos de mujeres. Los gritos resonaban como si una bandada de aves, con palabra humana, se cerniera graznando en lo más alto del cielo. De repente oyóse una voz infantil que venía de abajo. Era una niña que subía sola, y cantando, por la calle de Segovia, dirigiéndose á la Morería. Clara vió con asombro que la niña, sin cesar de cantar, subía la cuesta y trepaba, encontrando una vereda entre tantos escombros. Se levantó é intentó seguirla. La niña no la vió y marchaba delante muy alegre, al parecer. Pero de pronto advirtió el ruido de los pasos de la que la seguía; volvióse; vió aquel bulto que en medio de la noche andaba tras ella, y lanzándose en súbita carrera empezó á gritar: ¡Madre, madre: brujas, brujas!

La huérfana sintió entonces más claros los gritos de las mujeres, y llegó también á creer que había brujas por allí. Las mujeres parecía como que bajaban, y sus voces confusas y discordantes semejaban el altercado frenético de una horda de euménides. Retrocedió Clara y volvió á bajar, estando á punto de resbalar y caer algunas veces. Hallóse de nuevo en la calle de Segovia, y entonces los gritos femeninos llegaban á sus oídos como si la horda de aves con palabra humana hubiera levantado el vuelo tornando á las altas regiones.

Empezó á llover: caían gotas muy gruesas, que la imaginación calenturienta de la huérfana sentía en el piso como si éste fuera una caja sonora. La lluvia aumentaba; las gotas caían con extraordinaria rapidez, dejando en las piedras un disco obscuro, semejante á una pieza de dos cuartos que, repetidos infinitamente, concluyeron por teñir de negro reluciente todas las piedras. Clara se arropó; apoyóse en una gran piedra sillar que allí había, y, con el alma agotada ya, miró al cielo buscando la luna, una estrella, cualquier cosa que no fuera negra y horrible, cualquier cosa que no hubiera visto aquella noche en otra parte; pero no vió ni estrella ni luna: tan sólo allá abajo, en la dirección del puente y en el horizonte que tras la otra orilla del Manzanares se dibuja, vió una lumbre rojiza, esa claridad violenta de encendido color, que es en noches tempestuosas como una fiebre del cielo. Se le ve arder calenturiento y agitado por súbitas y precipitadas exhalaciones, mientras toda su inmensa extensión permanece obscura y helada. Aquella luz impresionó la mente de Clara de un modo muy extraño. Lejos de infundirle temor, le pareció ver allí alguna cosa interna, más profunda que el profundo cielo, que parecía estar abierto por aquel punto. Creía ver oleadas de luz, emanadas de un foco incandescente; formas humanas, cuerpos sin sombra, que oscilaban con caprichosas revoluciones. Parecíale como una falanje de astros humanos, de cielos y mundos en forma de seres vivos, que allí se determinaban dentro del espacio mismo de una llama sin fin; cada uno engendraba miles, cada mil un millón; se alejaban y volvían, se obscurecían tenuamente, y de nuevo adquirían el brillo de la más intensa luz.

Cuando apartó la vista de aquella claridad, miró al lado opuesto; miró á la calle, en derredor, y no vió nada. Esperó un rato, mirando siempre, y tampoco vió nada. Creyó que estaba ciega, y en vano quería, con atención afanosa, descubrir algún objeto. La lluvia había crecido de una manera espantosa: un torrente bajaba por la Cuesta de los Ciegos y otro por la de los Consejos; la calle recogía estas dos vertientes y arrojaba hacia el puente un barranco fangoso. Ella continuaba sin ver; sentía que sus pies se enterraban en fango; el ruido era horrible. Se le concluyó el ánimo; creyó que no le quedaba más recurso que cerrar los ojos, que ya no veían, y dejarse morir allí, dejarse arrastrar por aquella agua que iba hacia el río con precipitación vertiginosa.

Un relámpago intenso iluminó aquel abismo. Entonces pudo ver á la repentina luz las dos masas obscuras de casas que á un lado y otro se alzaban. Pero después volvió á quedar sumergida en su profunda ceguera. Las rodillas se le doblaban; el agua le habla calado toda la ropa; Batilo gruñía como un perro náufrago. A pesar del ruido de la lluvia, los gritos de las mujeres se sentían otra vez, discordantes, agudos, como confuso chirrido de pájaros nocturnos, resonando encima, allá arriba. La enferma fantasía de Clara creyó reconocer en aquellas voces un horrible y áspero trío de las Porreñas, que volaban, envueltas en espantosas nubes, dando al viento las voces de su impertinencia, de su amargo despecho y de su envidia. Hasta le pareció ver á Salomé, que se cernía en lo más alto, agitando rápidamente sus luengas vestiduras á manera de alas, y mostrando hacia abajo las encorvadas y angulosas falanjes de sus dedos, terminados con uñas de lechuza.

La lluvia empezó á disminuir. Ruido de campanillas y ruedas indicó á Clara que una galera acababa de pasar la calzada del puente y entraba en la calle: esto la animó un poco, porque sentía la voz del arriero, que con tremendos palos estimulaba á sus caballerías á subir la cuesta. Levantóse la joven dispuesta á hacer la última tentativa preguntando al arriero. Llegó la galera, y Clara se adelantó hacia la mitad del camino; pero, una de las mulas, que era muy espantadiza, dió un salto y casi vuelca la galera. El arriero empezó á proferir votos y juramentos. El animal se resistió á dar un paso; pegaba el arriero, coceaba la arisca mula, y la otra, queriendo aprovechar tan buena ocasión de reposar su fatigado cuerpo, que había hecho la jornada de Navalcarnero en seis horas, se hechó al suelo muy sibaríticamente, esperando á que estuviera resuelta la pendencia entre su amo y su compañera. La mula quedó casi totalmente enterrada en fango, y cuando el arriero vió tal cosa, y que la galera se había inclinado de un lado, hincando el eje en el suelo, se puso hecho un demonio: llamó en su auxilio á todos los santos del cielo y á todos los demonios del infierno, se tiró de los cabellos y hasta empezó á darse latigazos de rabia.

Clara, que se creyó causante de aquel desperfecto, tuvo bastante fuerza para huir de las iras del carretero, que, á haberla visto, la hubiera maltratado; corrió hacia arriba, y no paró hasta la esquina de la plazuela de la Paja. Allí encontró otro sereno y le hizo su pregunta.

-Está usted cerca-le dijo éste.-Suba usted esa plazuela; pase usted aquel arco que se ve allí, donde está la imagen de la Virgen con el farol, y llegará á la plazuela de los Carros. Enfrente está la calle del Humilladero.

Clara empezó á creer otra vez que había Dios, y siguió la dirección indicada. Al fin estaba cerca, al fin llegaba. La esperanza le dió ánimo; pero al acercarse al arco que unía entonces la capilla del Obispo con la casa de los Lasos, se avivó su miedo. Se figuraba que aquel arco no podía conducir sino á una caverna, y además le parecía que detrás estaba una figura corpulenta, que no era otra que María de la Paz Jesús, apostada allí para asirla cuando pasara, arrebatándola con una mano grande y crispada, para llevársela por los aires.

Pero la esperanza puede mucho. Cerró los ojos, y corriendo velozmente, pasó. La plaza de los Carros ya le parecía más habitable y menos triste: pasaban algunas personas, se veían no pocas luces. Miró los letreros de todas las calles que de allí partían, y al fin, llena de alborozo, leyó el nombre de la que buscaba. Entró en ella, y á los pocos pasos vió una puerta, á cuyos lados había pintados racimos alegóricos y unas botellas que indicaban muy claro que aquello era taberna. “Aquí es”, dijo, y se acercó. La puerta estaba abierta, y dentro había dos mujeres y un hombre. Preguntó si vivía allí un tal Pascual, tabernero, casado con una tal Pascuala.

-Aquí no hay nengún Pascual-dijo una de las mujeres.

-¿Sabe usted si es aquí cerca?-preguntó Clara.-¿No hay otra taberna en esta calle?

-No, que yo sepa.

Clara volvió á creer que no había Dios.

-¿Qué estás diciendo ahí, enreaora?-exclamó el hombre.-Siempre te has de meter en lo que no te toca. Sí, señora. Hay otra tienda de vinos de un tal Pascual … sí, señora: ahí en el número 14.

La huérfana dió las gracias, y fué allá, palpitante de agitación y alegría. Antes de llegar al número 14, sintió ruidos de guitarras y voces de hombres. Al acercarse á la puerta vió á muchos que cantaban y bailaban con la exaltación de la embriaguez; y aunque no vió á Pascuala, aunque aquella gente le inspiraba mucho recelo, subió el escalón de la entrada y presentándose preguntó por su antigua criada.

¡Ole ole!-dijeron dos ó tres de aquellos insignes personajes, mientras uno de ellos avanzó hacia la joven, y abrazándola estrechamente, la llevó al centro de la taberna.

-¡Viva el buen trapío!

Clara dió un grito de terror al encontrarse en los brazos de aquel desalmado, y gritó con todas sus fuerzas:

-¡Pascuala!

-¿Qué? ¿quién es?-dijo una voz de mujer;-¿á ver qué es eso?

Pascuala se presentó y al ver que había allí una mujer y que estaba en brazos de su marido, dió á éste en la cara un mojicón, que, á ser más fuerte, no le dejara con narices.

-No fuí yo-contestó Pascual:-fué ese dimomio de Chaleco.

-Sí fué él, que la ha traído y la tenía escondida, señora Pascuala,-declaró Tres Pesetas con uno de sus frecuentes rasgos de malicia.

-¡Doña Clarita!-dijo Pascuala abrazando á Clara con más suavidad que su marido y llevándola adentro.

Al encontrarse en el dormitorio de los Pascuales, la sobrina de Coletilla, que había agotado todas las fuerzas de su cuerpo y de su espíritu en aquella noche, se dejó caer en una silla y perdió el conocimiento.

CAPÍTULO XXXIX

Un momento de calma.

Bozmediano y Lázaro hablaron poco por el camino. Al llegar á la casa de
Pascual, serían las diez de la mañana, lo primero que vieron fué á
Pascuala fregando vasos. Preguntáronle si había venido Clara á su casa,
y ella contestó:

-Anoche, si, señor; después de media noche vino. Pero ya reconozco al caballerito sobrino de mi amo, que estuvo allá á preguntarme por su tío.

-¡Gracias á Dios!-exclamó éste.-¡Qué suerte hemos tenido!

-La pobre llegó esta mañana y se desmayó-dijo Pascuala.-Está, muy malita; todavía no ha hablado palabra, si no es pa delirar. Vino que no se podía tener, toda mojada, temblando de frío, y las lágrimas le corrían por la cara abajo.

-¿Dónde está?

-Allí, en mi alcoba y en mi cama. Pascual se quedó en el desván y yo en el suelo, al lado de ella. Está muy malita: empezó á dar unas manotadas y á decir que venían volando unas … ¿cómo dijo? “Las tres, las tres volando”, decía, y así estuvo hasta hace una hora, que calló y se quedó dormida.

Los dos jóvenes pasaron adentro, y cuando la tabernera abrió un poco la ventana para que entrara alguna luz, pudieron ver acostada en el lecho aquella agraciada figura, en cuyo semblante extenuado y pálido se pintaban los síntomas de una postración y un malestar muy grandes. Dormía, y la violenta posición de su cabeza indicaba que antes del sueño la había atormentado uno de esos letargos dolorosos en que el cuerpo obedece con bruscos movimientos á todos los delirios de la mente enferma. Pascuala cogió entre sus manos la cabeza de la joven y la colocó con menos molestia; la entró uno de los brazos, que colgaba fuera de las sábanas; arregló éstas y las almohadas, y cerró un poco más la ventana, por que no entrara más claridad que la necesaria para no estar á obscuras.

-Usted ya no sale de aquí-dijo Bozmediano á Lázaro.

-No-replicó éste, preocupado y contemplando á la enferma tan de cerca, que sentía su respiración agitada y difícil como si un pequeño volcán existiera entre las sábanas.

-Creo que, al despertar, despertará con el delirio. Usted debe quedarse aquí hasta ver en qué para esto-indicó Bozmediano;-yo me marcho. Si me ve, creo que mi presencia no será lo que más la tranquilice. Mañana le espero á usted en mi casa sin falta: tenemos que hablar.

Lázaro no contestó. Si su susceptible desconfianza no se había extirpado completamente, en aquellos momentos no podía pensar en tan delicado asunto. Experimentaba emoción muy grande para detenerse en dudas crueles y rencores poco generosos, que un alma elevada deja siempre á un lado al contemplar los grandes infortunios.

Cuando Claudio se marchó, Lázaro se sentó junto al lecho, y allí estuvo mucho tiempo inmóvil mirando á la enferma, estatua que contemplaba otra estatua, casi tan pálido como ella, esperando á cada expansión del aliento que despertara, observando con la atención moribunda de amante la oscilación de aquella vida comprometida en una crisis. Por fin Clara se movió, pronunciando algunas voces mal articuladas. El joven pudo distinguir claramente: “¡Señora, por Dios!…” Después agitó una de sus manos como quien quiere retirar algo, y por fin abrió los ojos. Se apartó los cabellos que en desorden le cubrían la cara; tuvo un gran rato la mano ante los ojos, y la apartó después. Sus ojos se clavaron en la persona que tenía delante, y por mucho tiempo permaneció mirándole, cual si no tuviera conocimiento de lo que veía, ó como si su sorpresa fuera tal que no pudiera creer lo que estaba viendo. Después extendió el brazo lentamente hacia él y le nombró con voz muy débil.

-¿No sabes por qué estoy aquí?-dijo Lázaro conmovido.-Me parece que no nos hemos visto desde mi pueblo. Aún no creo que hayas podido estar en aquella maldita casa.

-¿En qué casa?-dijo Clara, como afectada de profunda confusión.

-Allí, en casa de esas mujeres-contestó él con tristeza, recordando los dolores de aquella vivienda.

-¡Ay!-exclamó Clara.-Yo no quiero volver; quiero morirme aquí antes que volver. Estoy en casa de Pascuala, ¿no?

Al decir esto, reconocía el sitio con ansiosa mirada.

-Sí; ya no estás, ya no estamos allí-dijo él, acercándose más.

-No volveré, no me llevarán. ¿No es verdad? Tú no volverás tampoco.

-¡Qué he de volver! Si aquella casa ha sido más terrible para mi que el infierno mismo. La detesto, y detesto á los que la habitan. Allí he padecido en una sola noche más que en toda mi vida. Ya no vuelvo, no.

Clara pareció escuchar esto con mucha atención; después le estuvo mirando fijamente por largo rato con cierto asombro.

-¿Por qué me miras así?-preguntó Lázaro.

La huérfana tardó en responder; pero al fin, con voz lenta y cariñosa, dijo:

-¿Hace mucho tiempo que no te he visto?

-No hace tanto. Me viste una tarde: el domingo.

-Sí … ya me acuerdo. ¡Qué día! ¿Sabes que me echaron porque decían que había entrado un hombre en la casa? ¿Sabes? … ¡Qué malas son!

-¿Y no entró?

-Sí entró, sí … ¿pero yo qué culpa tenía? Ellas dicen que entró por mí. ¡Qué malas son!

-¿Y no entró por ti?

-¿Por mi?-contestó Clara con la voz entrecortada y muy débil.-¿Por mi?

Después se detuvo como recordando, y dijo:

-Sí, por mi. El me dijo que iba á sacarme de allí, que quería hacerme feliz. Me dió mucho miedo.

Decía todo esto con una vaguedad que indicaba cuán débiles estaban sus facultades mentales.

-Me dió mucho miedo-continuó;-aún me parece que le estoy viendo. Al principio pensé que me iba á matar; pero … no me mató. Dijo que me quería llevar consigo; que él me quería ver feliz … Me había escrito una carta.

-¿Una carta?-dijo Lázaro vivamente.

-Si; me la dió aquel viejo feo, feo, feo….

-¿Dónde está la carta?

-¿La carta … la carta…? No sé. Yo la tenía en el bolsillo.

-¿Dónde está tu ropa?

-No sé … La carta … ¡Ah!, ya me acuerdo … la rompí toda, y la hice unos pedacitos muy chicos, muy chicos.

-¿Por qué la has roto? … dijo Lázaro, deplorando no tener aquel documento.-¿Y no recuerdas haberme visto á mi aquella tarde?

-Si, sí; sí lo recuerdo-contestó, mostrando que nunca había olvidado tal cosa. Entraste muy enfadado. Yo estuve llorando toda la noche. Después me dió un mareo en la cabeza … Yo creí que me iba á morir, y me alegré.

La melancólica serenidad que había en estas declaraciones conmovió á Lázaro de tal modo, que no se atrevía á preguntar más, porque herir la delicadeza de aquel ángel le parecía crueldad sin ejemplo. Aún quiso hacer la última pregunta de este modo:

-¿Y qué te dije aquella tarde?

-¿Qué me dijiste? … Eso sí que se me ha olvidado … No, ya lo recuerdo: me dijiste….

Aquí se detuvo; sin duda le faltó el habla ó el entendimiento. Tenía los ojos húmedos, y se apartaba otra vez el cabello que le cubría parte de la frente. Lázaro se sintió humillado. Casi le avergonzaba la cruel y brusca acusación que su conducta en aquella tarde memorable había hecho á la inocencia. No había prescindido aún enteramente de la ley social que exige pruebas positivas para la aclaración de ciertos hechos; pero aun poseyendo aquella susceptibilidad irreflexiva, no podía resistir á la fuerza de persuasión que en las respuestas de la huérfana había. En su corazón no cabía, no era posible que cupiera la duda, después de oírla; y si la voz de un demonio atormentador resonaba internamente para recordarle el deber social de no darse por satisfecho, él parecería como que aplazaba para más tarde la investigación de la evidencia en aquel asunto, abandonándose por entonces á la efusión consoladora del afecto que sentía tan vivo como antes.

-No me expliques más-dijo Lázaro, viéndola llorar.-Veo que aquellos demonios tienen la culpa de todo. ¡Maldito sea quien te llevó allá! Ellas te han calumniado, estoy seguro de ello. Siempre estaban hablando de faltas cometidas, de pecados … y qué sé yo. Lo mismo decían de mi. Las dos aseguraban que yo era un malvado, y que había cometido no sé qué crimen. Esto me admiraba, porque yo no había cometido ninguna falta grave. Lo mismo juzgué de ti. Tú eras la víctima de su rigor, de su suspicacia, de su disciplina, como ellas decían.

-Yo no las quiero ver más-decía Clara;-anoche las estuve viendo toda la noche en sueños. Me parecía que doña Salomé estaba revoloteando encima de mi, mostrándome sus ojos rencorosos y sus uñas terribles; me parecía que doña Paz estaba detrás de la cama, y que de tiempo en tiempo sacaba el brazo para abofetearme. Estuve temblando y envuelta en mis sábanas para no verlas; pero siempre las veía. ¡Qué feas son!

-Tranquilízate dijo Lázaro, viendo en el tono de su amiga los síntomas de un nuevo delirio. Ya no volverás á casa de esas fieras. Yo estoy aquí; tú te has creído abandonada, mientras yo existía. No sé si tengo la culpa de, esto; si la tengo, descuida, que sabré remediarlo. ¡Y yo que no he vivido sino por ti, que te he tenido por guía y por inspiración de todos mis actos! Bien te dije, cuando nos conocimos, que Dios nos había puesto en camino de encontrarnos para que no nos separáramos nunca. Adondequiera que he ido te he llevado siempre en mi corazón y en mi cabeza, creyendo por ti y esperando por ti. Desde que nos conocimos no hemos cesado de estar juntos, de caminar juntos por la senda de la vida, á lo menos en lo que á mí corresponde. Cuando vine á Madrid, aunque no nos vimos inmediatamente, no di un paso por estas calles que no fuera dado hacia ti. Me prendieron por una ligereza mía, que no fué ningún crimen, como decían aquellas mujeres; y si soporté aquel contratiempo, si no me suicidé estrellándome la cabeza contra los muros de la cárcel, fué porque en la obscuridad me parecía siempre que te estaba mirando en un rincón, en pie, con el rostro sereno, como es tu costumbre. Yo no he podido, después que te conozco, pensar nada futuro sin que á mis ideas acompañara la idea de tu persona como parte de mí mismo. No he podido pensar en la adquisición de alguna cosa, de algún objeto, de alguna felicidad, sin que pensara en que tú disfrutarías de todo eso antes que yo. No he tenido desgracia alguna ni pérdida sin figurarme que estabas á mi lado llorando conmigo. Si he aspirado á alguna hora feliz, siempre he tenido presente que nuestras dos vidas llegarían juntas á esa hora. No he podido concebir que uno de los dos existiera solo en el mundo: esto me ha parecido siempre imposible. ¿Sabes que ahora me parece que fué ayer cuando saliste de mi casa para volver aquí? Y lo que ha pasado después yo quiero borrarlo de mis recuerdos. Aborrezco estos días como se aborrece una pesadilla. ¿Tú no me has dicho también que aborreces aquella casa y aquella gente? Y lo creo. No puedo acostumbrarme á la idea de que pensemos de distinta manera. Si yo llegara á creer de una manera evidente que no me querías, no sé cómo podría vivir; y si aún vivo después de aquella tarde, es porque la duda me ha dado vida, duda en que ya no quiero pensar: la he tenido como un deber, me la impuse yo mismo; pero ya rechazo esta tiranía. Cuando te he visto, me parece que ha retrocedido el tiempo. Dudar de ti se me figura un crimen; y si lo he cometido, no te pido perdón, porque sé que ya me lo has perdonado.

Durante esta expansiva manifestación, le escuchaba la enferma con una especie de trastorno. Al fin lloraba con tan deshecho llanto como si en aquel momento y con aquellas lágrimas se desahogaran los dolores de toda su vida, desde el incidente del pajarito en casa de la madre Angustias hasta la escena de la expulsión en casa de las Porreñas.

El joven no quiso menoscabar con una palabra más la elocuencia de aquellas lágrimas. El calor y la pulsación precipitada de la mano de Clara, que tenía entre las suyas, le indicaron que la fiebre aumentaba, tal vez por la agitación de aquel diálogo, en que él había puesto toda su elocuencia, y ella toda su sinceridad.

-Es preciso cuidarte mucho-dijo Lázaro.

-Sí-contestó ella;-quiero vivir.

CAPÍTULO XL

El gran atentado.

Por la tarde llegó un médico enviado por Bozmediano. Vió á la enferma, y después de prescribirle mucho reposo, se retiró, dando muy poca importancia á aquella crisis, originada de una fuerte agitación moral. Durmióse Clara, entrando en un período de calma, de que hasta entonces no había disfrutado. En tanto Lázaro, que ardía en deseos de tomar una determinación decisiva en su vida, pensaba hablar con su tío aquella misma noche, romper con él, separarse de un hombre que era autor de todas sus desventuras. Deseaba ver á las dos Porreñas, echarles en cara su crueldad y su hipocresía. Si la dignidad de varón no se lo impidiera, seguramente su primer acto aquella noche hubiera sido coger por el moño á doña Paz y hacerle inclinar la cabeza hasta el suelo.

Lo urgente y decoroso era suspender relaciones con aquel hombre fanático, que le parecía más repugnante después que se reunía descaradamente con los jóvenes exaltados, y hasta llegaba á darse el título de liberal. No le importaba quedar solo y sin apoyo, pobre, más pobre que antes. Pero él se encontraba con fuerzas para trabajar; trabajaría en una profesión, en un oficio cualquiera. Y si en Madrid no podía conseguirlo, se volvería á su pueblo, donde por lo menos tenía seguro el pan.

Salió, pues, ya entrada la noche, dejando á Pascuala el encargo de no apartarse de Clara; y recordando que su tío había hablado de no volver á casa de las Porreñas hasta después de tres días, pensó dirigirse á La Fontana ó á casa del abate. Fué á La Fontana: entró en el cuarto interior, donde se reunían confidencialmente los principales políticos del club, y no lo encontró. No había allí otra persona que el señor Pinilla, que se paseaba muy agitado con las manos metidas en los bolsillos y el sombrero enterrado hasta los ojos.

-¡Hola, amiguito!-dijo al ver á Lázaro.-¿Cómo usted por aquí á estas horas?

-Busco á mi tío.

-¡Ah! No le hallará usted. Está en una parte … Ya sé yo dónde está.
Está donde entran pocos.

-¿No vendrá esta noche?

-¿Esta noche? ¡Quia! ¿Cómo ha de venir esta noche?

-¿Pues qué hay esta noche?

-Lo gordo-dijo Pinilla con misterio.-Pero, ¡bah!, usted lo sabe mejor que yo. Si es su sobrino….

-No, no sé nada-dijo Lázaro sorprendido.

-¿Pero no le han designado á usted su puesto? ¿No le han dicho lo que ha de hacer? ¿No trabaja usted como todos en esta gran obra?

-¿Qué obra?

-Esta noche, amigo, esta noche es ella.

-¿Qué? ¿Hay algo? Efectivamente, he notado, al venir, cierta agitación en la villa.

-Pues ya verá usted á eso de las diez….

-¿Y no hay sesión esta noche?

-¡Sesión! ¡Brrr!-exclamó Pinilla, haciendo con la boca un estrambótico sonido.-Esta no es noche de palabras, es noche de hechos. Mucho se ha hablado ya.

Pues no estoy enterado de nada. Ello es que desde anoche no vengo por aquí.

-Pues busque usted al Doctrino, que debe estar allá por Lavapiés, y le dirá lo que tiene que hacer; porque supongo, amigo, que usted no querrá quedarse atrás. ¡Fuera miedo! Yo sé que la primera vez esto es algo imponente, sobre todo para el que nunca ha oído tiros. Pero, en fin, teniendo ánimo….

-Pero explíqueme usted lo que hay-dijo Lázaro, fingiendo cierta complacencia para que el otro no vacilara en contarle todo.

-Hay-dijo Pinilla-que esta noche es el gran golpe, el golpe decisivo, el último esfuerzo del liberalismo vergonzante. Es preciso arrollar á los discretos que nos cierran el paso. Sí, amigo mío; al fin tendremos libertad.

-Vaya-dijo Lázaro, afectando incredulidad para saber más,-algún motincillo insignificante….

-¿Motincillo? Algo más-dijo el otro, sentándose y avivando con una badila el escaso fuego que en un brasero había.

Robespierre subió sobre sus rodillas de un salto y se acurrucó allí con admirable franqueza republicana.

-Pues yo voy también allá-dijo Lázaro, deseando que Pinilla desembuchara.

-Vaya usted en busca del Doctrino y le designará su puesto. Yo creo que hasta estará mal visto que usted no figure en este asunto, después de haber pronunciado el discurso que oímos anoche. ¡Qué discurso, amigo! Es usted un gran orador. Si viera usted cuánto gustó: está la gente entusiasmada. Hoy he oído á un zapatero de la calle de la Comadre repetir de memoria un trozo largo de lo que usted dijo anoche.

-Pero cuénteme usted. ¿Qué habrá?

-Es muy sencillo. Es preciso pasar por encima de los falsos liberales que están hoy en el Poder. Es preciso pasar; pues bien: esta noche se pasará.

-¿Y de qué manera?

-Estas cosas no se hacen sino de una sola manera. Usted bien lo sabe. La revolución necesita estas medidas prontas y decisivas. Se pasa por encima de ellos exterminándolos.

-¡Exterminándolos!-dijo Lázaro horrorizado.

-Pues ya. Sólo así se puede arrancar de raíz una mala semilla. Es el único medio; convengo en que es terrible, pero es eficaz.

-¿De modo que va á haber aquí una matanza?

-El pueblo está irritado, y con razón. Se derribó la tiranía; se creyó que íbamos á tener libertad, y nos han engañado. Cuatro tiranuelos nos mandan constitucionalmente, y constitucionalmente nos persiguen como antes. Esto no nos satisface; queremos más. Adelante, pues.

-Pero el medio es espantoso. Yo no quiero para mi patria los horrores de la Revolución francesa. Después de un Terror no puede venir sino la dictadura. Yo no quiero que pase aquí lo que en Francia, donde á causa de los excesos de la Revolución, la libertad ha muerto para siempre.

-Eso es música, amigo, música.

-Esa es la verdad. ¿Pero es posible que mis amigos, los individuos de ese club, que han predicado el uso de los derechos adquiridos como único medio de llegar á la libertad…? No lo puedo creer.

-Amigo-dijo Pinilla, mirándole con mucha sorna,-usted lo dijo; ¿no se acuerda usted ya de aquella parte de su discurso en que decía: “¿Nos detendremos con timidez, asustados de nuestra propia obra? No. Estamos en un intermedio horrible. La mitad de este camino de abrojos es el mayor de los peligros. Detenerse en esta mitad es caer; es peor que no haber empezado.”

-Si-dijo Lázaro confundido;-pero yo no quise decir que se llegara á ese fin quitando, puñal en mano, todo obstáculo; yo quiero que se llegue á ese fin por los medios legales.

-Sí, usted quiso decir eso; pero la gente lo entendió de otra manera, y esta noche va usted á ver cómo se entienden esas cosas. Desengáñese usted, amigo: no hay otro camino más que ése; los medios legales son pamplinas, créame usted. Esta noche se verá; hay la ocasión más propicia … Figúrese usted que se reúnen todos en un sitio. Sí; se reúnen fatalmente, y no es preciso ir marcando con sangre las casas de cada uno.

-¿Quién se reúne?-preguntó Lázaro con agitación.

-¡Ellos! Los prudentes. Tienen ahora unas reuniones secretas, sin duda con objeto de fraguar algún complot para quitarnos la poca libertad que tenemos. Por una casualidad se ha descubierto que algunos ministros y diputados de los más influyentes de la mayoría se reúnen en una casa de la plaza de Afligidos.

-¿Pero es cierto?-dijo Lázaro, procurando disimular su turbación.

-Sí; no sé quién lo ha descubierto. Lo que sé es que se lo dijeron al Doctrino, y él fué allá y les vió salir. Después no sé por qué medio se ha enterado de quiénes son todos ellos. Allí van Quintana, Martínez de la Rosa, Calatrava, Álava, y hasta Alcalá Galiano se ha metido entre esa gente.

Lázaro quedó mudo de terror.

-Lo que más me complace-continuó Pinilla-es que cae también el joven
Bozmediano, que también se ha metido á político, educado por su padre.

-¡Bozmediano!

-Sí; es un hombre tan odioso para mi, que me parece que si no le veo ensartado me muero de un berrinche.

-¿Y qué le ha hecho á usted?

-Ahí tuvimos una pendencia en Lorencini. Reñimos. Fué por un discurso mío; es cuento largo. Este no escapa, ni el padre tampoco, que es el orgullo mismo, y fué el que pidió en el Congreso que se cerraran las Sociedades secretas. ¡Buenos están los dos! Pero no escapan, eso no. Para eso estaré yo allí. A las doce no hay quien me arranque de la plazuela de Afligidos.

-¿De modo que van á asesinar á esos hombres, cogiéndolos á todos desprevenidos?

-En buen castellano, eso es. El pueblo de Madrid lo hará bien; los detesta, y allá irán unas turbas que ya, ya … ¿Conque al fin no va usted á que le designen su puesto?

-Sí-dijo Lázaro para disimular su propósito.-Voy.

-Yo espero aquí un recadillo del amo del café.

-Adiós-dijo Lázaro, saliendo con precipitación.

Su resolución era irrevocable. No podía permitir que se llevara á efecto aquel complot infame. Por él, sólo por él, habían tenido noticia de la reunión que en aquel sitio celebraban las víctimas indicadas, y á él correspondía evitarlo. Corrió hacia la plazuela de Afligidos con objeto de llamar en aquella casa misteriosa y prevenirles contra el atentado que se preparaba.

Por el camino encontró muchos grupos de gente sospechosa. Iban algunos armados de trabucos, ceñida la cabeza con el pañuelo aragonés, cómodo tocado de las revoluciones. Su actitud y sus rumores anunciaban la agitación que en el pueblo reinaba. Iba á cometerse un gran crimen. ¿Sabía el pueblo lo que iba á hacer y á qué principio obedecía haciéndolo? Lázaro meditaba todas estas cosas por el camino y decía: “No, no es esto lo que yo prediqué”; y al mismo tiempo la idea de que el violento discurso pronunciado por él la noche anterior hubiera tenido una parte de complicidad en la actitud del pueblo, le desesperaba.

Encontraba cada vez más grupos sospechosos, y aun oyó proferir algunos mueraslejanos. Al llegar á la calle Ancha vió un grupo más numeroso. Pasó cerca sin intención de pararse, cuando uno se adelantó hacia él y le detuvo. ¿Quién podía ser sino el pomposo Calleja, el barbero insigne de La Fontana? Haciendo grandes aspavientos y dando al viento su atiplada voz, puso sus pesadas manos sobre los hombros del joven, y dijo:

-¡Eh!, muchachos, aquí está el gran hombre, nuestro hombre. Bien decía yo que no había de faltar. ¡Eh!, muchachos, aquí lo tenéis.

Todo el grupo rodeó en un momento á Lázaro.-Es el que habló anoche.
¡Bien por el pico de oro!-dijo uno, agitando su gorra.

-Que venga con nosotros; nombrémosle capitán-dijo Tres Pesetas, que se había erigido en alférez y llevaba una cinta amarilla en la manga.

-No; que se ponga ahí, encima de ese barril y nos hable-exclamó otro, que por las señas debía ser Matutero, el que atropello á Coletilla, según referimos al principio.

-Que hable, que hable-gritó una mujer alta, huesosa, descarnada y siniestra, que parecía la imagen misma de la anarquía.-¡Que hable, que hable!

-Señores-dijo Calleja alzando el dedo como si quisiera horadar el firmamento.-Ya no es tiempo de hablar, es tiempo de obrar. Bien lo dijo este señor anoche: “Adelante en el camino; retroceder es la muerte; pararse es la infamia.” Yo lo hubiera dicho lo mismo; sólo que yo no me he decidido á hablar todavía; pero si llego á enfadarme….

-¡Bien, bien!-chillaron muchas voces.

Lázaro sudaba con impaciencia y angustia. No sabía cómo romper aquel círculo de atletas que le rodeaba. Dió algunas excusas, empujó por un lado, abrió brecha por otro; pero aun así no consiguió verse completamente libre, porque el barbero, echándole el brazo por encima y hablando en voz baja con la actitud y tono confidencialmente misterioso que cuadra á dos grandes hombres al comunicarse una idea que ha de salvar al mundo, dijo:

-Yo, señor don Lázaro, tengo todo este barrio por mío. ¿A usted le han dado órdenes para que mande aquí? Yo … francamente, le admiro á usted mucho como orador, porque anoche dijo usted cosas que nos pusieron los pelos de punta; pero….

-¿Qué quiere usted decir?

-Que yo, señor don Lázaro, soy un hombre que ha salvado la patria muchas veces y derramado mucha sangre en defensa de la libertad; y por lo mismo, yo … estoy encargado de este barrio, y me parece que el barrio está en buenas manos. Por lo tanto, yo quiero saber si usted trae aquí la comisión de encargarse del barrio; porque como usted habló anoche y dijo … pudieran haberle designado un puesto de honor … y yo, francamente, aunque no hablo, soy hombre que sabe hacer las cosas; y si usted se encargase del barrio, yo protestaría … porque ya ve usted….

-No-dijo el joven tranquilizándole,-no le quitaré á usted el mando de este barrio ni de otro ninguno; yo no mando barrios.

-Bien decía yo-repuso el barbero con la mayor satisfacción-que usted no me quitaría el mando de mi barrio; pero creía que le habían mandado por no tener confianza en mi. Pero ha de saber usted que donde está Calleja la libertad está asegurada.

-¡Oh, si! ya lo supongo-dijo Lázaro, procurando quitarse de encima el peso de aquel brazo, que le hundía de la manera más despótica.-Quédese usted tranquilo.

-¿Va usted á alguna comisión del Doctrino ó de Lobo?

-No; voy á un asunto.

-Esta no es noche de asuntos.

-Buenas noches-dijo Lázaro apartándose.

La venganza que tomarían los exaltados, autores del complot, si sabían que por él había fracasado su crimen, sería espantosa; pero ¿qué le importaba la venganza? Era preciso evitar el crimen. Importábale poco por el momento que estallara el motín con un simple fin político. Lo que no podía soportar era que se asesinara á una docena de hombres indefensos é inocentes. ¿Cuál era la causa de este atentado? Era una horrible invención del absolutismo, que se había valido del partido exaltado para realizarla, y había excitado las pasiones del pueblo para hacerle instrumento de su execrable objeto. Nada de esto se escondió entonces á la natural perspicacia del joven, y pudo muy bien confirmarse en su sospecha al recordar algunas palabras de su tío, su conducta misteriosa é incomprensible.

Llegó á la plazuela de Afligidos cerca de las once. Si aquella noche había reunión, ya todos debían estar dentro. La plaza estaba desierta. Acercóse á las calles inmediatas por ver si había gente en acecho, y no vió nada. Sólo en la calle de las Negras divisó algunas sombras lejanas, un pelotón de gente como de diez personas. También hacia el portillo de San Bernardino se movían algunos bultos. Creyó que no había que perder tiempo; llegóse á la puerta, y asiendo el aldabón, dió algunos golpes con mucha fuerza.

Claudio Bozmediano, que es la persona á quien debemos las noticias y datos de que se ha formado este libro, nos ha contado que cuando los personajes de la reunión sintieron aquellos aldabonazos tan fuertes, se quedaron mudos y petrificados de sorpresa y temor. Todos sabían que aquella noche, era noche de motín; pero creían que sería uno de tantos, y que con las precauciones tomadas por la autoridad militar, no pasaría de ser una manifestación con algunos tiros, dos ó tres heridos y regular número de presos. Aguardaron un momento á ver si se repetían, y, efectivamente, se repitieron con más fuerza.

-No hay más remedio que bajar á ver quién es.

-Yo bajaré-dijo Bozmediano, hijo.-¿Pero díganme ustedes qué hago si es…? ¿Quién podrá ser?

-Esa es la confusión dijo otro.-Sin duda el motín de esta noche tiene alguna alta misión que cumplir cerca de nosotros. No lo duden ustedes, señores: este motín viene de Palacio, como todos. Nuestra reunión se ha descubierto.

-Hay que bajar-dijo Bozmediano al oír que los golpes se repetían con más fuerza. Bajaremos tres, los que parezcamos menos comprometidos. ¿Hay dos que, como yo, no sean ministros ni diputados?

Otro joven y un viejo se levantaron.

-Nosotros bajaremos. Los demás pueden salir todos á la huerta del
Príncipe Pío, á la cual se entra por el patio. No hay tiempo que perder.
Recoger esas notas, y á la huerta.

-Mejor será quemarlas-dijo otro, arrojando al brasero unos papeles, que se consumieron muy pronto.

Todos bajaron por una escalera interior, dirigiéndose á la huerta, excepto Bozmediano y los otros dos, que, bajando por la escalera principal, llegaron á la puerta. Claudio gritó:

-¿Quién va?

-Abra usted-dijo Lázaro.

-¿Quién es? ¿Qué busca usted?

-Busco á don Claudio Bozmediano.

Este creyó reconocer la voz del sobrino de Coletilla, y se figuró que, después de tanta alarma, se reduciría todo á un simple asunto personal entre los dos. Abrió la puerta y repitió:

-¿Quién es?

-Don Claudio Bozmediano, ¿está aquí?-dijo Lázaro sin reconocerle.-Tengo que hablarle de un asunto urgentísimo que no admite demora alguna.

-Pase usted, amigo.

El criado que allí tenían trajo una luz. Lázaro entró, y sin más preámbulo, conociendo la gravedad de las circunstancias, exclamó muy agitado:

-Márchense ustedes de aquí; aún es tiempo.

-¿Qué hay?

-Un complot horrible, el más espantoso atropello. Yo lo sé … estoy seguro. Márchense ustedes inmediatamente, ahora mismo.

-¿Pero quién? ¿Pero quién?-dijeron los otros con mucha cólera.

-Esos …-contestó el joven,-los exaltados. Hay una maquinación infernal en el movimiento de esta noche. Yo lo sé … he venido á prevenirles á ustedes y á impedir este atentado.

Se internaron los tres, dirigiéndose á la huerta, donde los demás esperaban.

-Señores, ¿qué hacemos?-dijo Bozmediano.-El motín de esta noche se dirige á nosotros. Han amotinado al pueblo para cometer, en nombre de la libertad, un horrendo crimen. La bullanga se hace en nombre del partido exaltado; pero ¿no presumen ustedes quién es el verdadero autor de este movimiento?

-¡El Rey, el Rey!-dijeron con terribles voces todos los que estaban allí reunidos.

-Pues es preciso recibir á esos miserables como merecen.

-Lo mejor es huir; no nos hallarán aquí, y punto concluido-dijo otro.

-No; es preciso enseñar al Rey cómo deben ser tratados sus viles instrumentos. Basta de contemplaciones. Ya era de esperar esto. Lleno está Madrid de agentes que se ingieren en las Sociedades secretas, pagan á algunos de los oradores más furibundos para que aticen los rencores del pueblo contra la autoridad constitucional. Ya ha llegado el instante supremo de su empresa diabólica. Muchos imprudentes les ayudan sin saber lo que hacen. Pero hoy es imposible distinguir. Demos un escarmiento.

-¿Qué hacemos?

-Ahí á dos pasos está el cuartel-dijo uno de ellos, que era militar de alta graduación. Voy á traer dos compañías. Las saco por la Ronda, y con gran sigilo las meto aquí en la huerta. Ni un hombre en la calle, ni un centinela, nada. Que cuando lleguen esas turbas crean que estamos desprevenidos; que intenten allanar la casa; que derriben la puerta.

-¿Y nos marchamos?

-Opino que no. Aquí todo el mundo.

-Pues aquí todo el mundo.

A la media noche, una turba tumultuosa, animada con todas las voces de un motín y todos los alaridos de una bacanal, invadía las calles de San Bernardino, del Duque de Osuna y del Conde-Duque. Llegó á la plazuela de Afligidos y la ocupó casi toda, uniéndose á los que, entrando por el Portillo, habían llegado un poco antes. La puerta de la casa de que hemos hablado resonó con tremendos hachazos; todo el largo de la tapia del Príncipe Pío estaba ocupado por el pueblo, y algunos pelotones de gente armada estaban en la Montaña, en la parte contigua á dicha puerta. El callejón de la Cara de Dios contenía más de trescientas personas; y la algarabía era tan grande, que no se podían distinguir claramente las voces pronunciadas por los más exaltados, los mueras, los vivascon que la multitud trataba de infundirse á sí misma animación y bríos. Imposible es referir los vaivenes, las convulsiones, los bramidos con que se manifestaba la pasión colectiva del inmenso pólipo difundido allí, comprimido con estrechez en aquel recinto. El monstruo oprimió con su más fuerte músculo la puerta de la casa. Vino ésta por fin al suelo, y diez, quince, veinte personas se precipitaron en el portal dando gritos aterradores; pero al llegar al patio, hubo un instante de vacilación, de terrible sorpresa. Doble fila de soldados apuntaba á la multitud, que, confiada en su fuerza, no pudo resistir un movimiento de terror, retrocediendo al ver que se la recibía de aquella manera. “Atrás”, dijo la voz del jefe. “¡Adelante! ¡Mueran los traidores”, exclamó otra voz en el portal. En el mismo instante sonó un tiro y cayó un soldado. Hizo fuego sin reparo la tropa, y una descarga nutrida envió más de veinte proyectiles sobre la muchedumbre. La confusión fué entonces espantosa: avanzó la tropa; retrocedieron los paisanos, no sin disparar bastantes tiros y agitar las navajas, arma para ellos más segura que el trabuco. La gente de la calle sintió el retroceso de los del portal, y se replegó, abriéndoles paso. Al mismo tiempo un escuadrón de caballería bajaba por la calle del Conde-Duque, y un batallón de nacionales avanzaba por la del Portillo, impidiendo la salida de los amotinados. Hubo luchas parciales; pero, no obstante, la dispersión del pueblo fué completa, desde que los del portal, recibidos por una descarga, retrocedieron hacia la plaza. La corrida que cruzó por la calle de San Bernardino y la plaza de San Marcial arrastró en su rapidez á la mayor parte de las personas acumuladas allí por la curiosidad ó la participación en el motín. En vano algunos de los llamados jefes trataron de impedir aquella desorganización con improvisadas filípicas. La dispersión creció hasta el punto de que sólo quedaron en la plazuela Lobo, Perico Ganzúa, Pinilla y el cadáver del Doctrino, que, herido mortalmente en el cráneo al entrar en el portal, había podido retroceder hasta la plaza, donde cayó. Quince ó veinte le rodeaban, dudando si escapar con los demás ó defenderse. Las tropas de la casa no habían salido; la caballería avanzaba, y los nacionales llegaban ya al palacio de Liria.

-Es una locura; huyamos-gritó Pinilla.

-¿Y qué hacemos con éste?-dijo uno, señalando el cadáver del Doctrino.

-¿Qué hemos de hacer? ¡Bonita reliquia para cargar con ella!

-¿Tiene algún papel en el bolsillo? ¡A ver, quitárselo pronto!

Pinilla le registró cuidadosamente.

-No tiene papeles, pero sí un bolsillo.

-A ver, venga-dijo Lobo.

Pinilla se lo guardó en su cinto; todos corrieron, y la plaza quedó desierta hasta que la ocupó la tropa.

CAPÍTULO XLI

Fernando el Deseado.

No hemos examinado aquella agitada sociedad más que en una sola faz. Las altas regiones del Poder han permanecido impenetrables para nosotros; pero ahora nos toca hacer una excursión hacia los elevados lugares, lugares que llamaba el público la Casa Grande, para conocer, aunque no con la profundidad que el caso exige, la fuente del abominable complot anteriormente descrito.

En una sala del pabellón, que forma un martillo en la fachada oriental de Palacio, estaba Fernando VII en la misma noche del motín. En aquel pequeño despacho no recibía á los ministros; aquélla no era la cámara: era la camarilla. Allí habían privado grandemente en épocas anteriores el duque de Alagón, Lozano de Torres, Chamorro, Tattischief y otros memorables personajes de los seis años que siguieron á la vuelta de Valencey. Alguna vez los ministros eran favorecidos con su admisión en aquel recinto de perfidias y adulación, y allí las sonrisas de Fernando para sus secretarios eran siempre siniestras. Cuando sonreía á un liberal, malo. Este axioma cortesano tuvo gran boga del 20 al 23.

Aquella noche estaba con Coletilla, su perro favorito. Sentados junto á una mesa el uno frente al otro, tenían delante unos papeles, que sin duda eran cosa importante por la atención con que los leían y anotaban y por la actitud satisfecha con que el Rey celebraba lo que allí estaba escrito. Fernando se permitía algunas agudezas de vez en cuando, porque era hombre, como todos saben, que poseía en grado eminente la propensión á la burla, que ha sido siempre constantemente adorno del carácter borbónico. Coletilla, que no acostumbraba á reírse, reía también, por considerar desacato no reproducir en su fisonomía complaciente y esclava todas las alteraciones de la regia faz de su amo.

-Señor, esta noche-dijo-es la noche de la redención. ¡Dios quiera en su altísima justicia que nuestra empresa llegue á feliz término! Yo así lo espero; confío mucho en el valor de los que están encargados del negocio. Señor, V.M. recobrará sus divinos atributos, usurpados por una turba de habladores sin honor ni nobleza. España va á despertar. ¡Ay de aquellos que sean sorprendidos en el error, cuando la patria sacuda su letargo, abra los ojos y vea…!

Fernando no contestó: había inclinado la cabeza y parecía muy meditabundo. La luz de una lujosa lámpara le iluminaba completamente el rostro, aquel rostro execrable que, para mayor desventura nuestra, reprodujeron infinidad de artistas, desde Goya hasta Madrazo. Es terrible la infinita abundancia de retratos de aquella cara repulsiva que nos legó su reinado. España está infestada de efigies de Fernando VII, ya en estampa, ya en lienzo. Esa cara no se parece á la de tirano alguno, como Fernando no se parece á ningún tirano. Es la suya la más antipática de las fisonomías, así como es su carácter el más vil que ha podido caber en un ser humano. Estupenda nariz, que sin ser deforme como la del conde-duque de Olivares, ni larga como la de Cicerón, ni gruesa como la de Quevedo, ni tosca como la de Luis XI, era más fea que todas éstas, formaba el más importante rasgo de su rostro, bastante lleno, abultado en la parte inferior, y colocado en un cuerpo de buenas proporciones. La vanidad austríaca no hubiera puesto su boca prominente debajo de la nariz borbónica, símbolo de doblez, con más acierto y simetría que como estaba en la cara de Fernando VII. Dos patillas muy negras y pequeñas le adornaban los carrillos, y sus pelos, erizados á un lado y otro, parecían puestos allí para darle la apariencia de un tigre en caso de que su carácter cobarde le permitiera dejar de ser chacal. Eran sus ojos grandes y muy negros, adornados con pobladísima ceja que los sombreaba, dándoles una apariencia por demás siniestra y hosca.

Respecto á su carácter, ¿qué diremos? Este hombre nos hirió demasiado, nos abofeteó demasiado para que podamos olvidarle. Fernando VII fué el monstruo más execrable que ha abortado el derecho divino. Como hombre, reunía todo lo malo que cabe en nuestra naturaleza; como rey, resumió en sí cuanto de flaco y torpe puede caber en la potestad real. La revolución de 1812, primera convulsión de esta lucha de cincuenta años, que aún dura y tal vez durará muchos más, trató de abatir la tiranía de aquel demonio, y en sus dos tentativas no lo consiguió. La revolución hubiera abatido á Nerón, á Felipe II, y no abatió á Fernando VII. Es porque este hombre no luchó nunca frente á frente con sus enemigos, ni les dió campo. No fué nuestro tirano descarado y descubiertamente abominable; fué un histrión que hubiera sido ridículo á no tratarse del engaño de un pueblo. Nos engañó desde niño, cuando, fraguando una conspiración contra un favorito aborrecido, muy superior á Fernando por su inteligencia, adquirió una popularidad que pronto pagó España con la sangre de sus mejores hijos. Fernando fué mal hijo: conspiró contra su padre Carlos IV, cuya imbecilidad no disminuía el valor de su benevolencia; conspiró contra el trono que debía heredar más tarde, y aun amenazó la vida del que le dió el ser. Después se arrastró á los pies de Napoleón como un pordiosero, mientras España entera sostenía por él una lucha que asombró al mundo. Al volver del destierro pagó los esfuerzos de los que él llamaba sus vasallos con la más fría ingratitud, con la más necia arrogancia, con la anulación de todos los derechos proclamados por los constituyentes de Cádiz, con el destierro ó la muerte de los españoles más esclarecidos; encendió de nuevo las hogueras de la Inquisición; se rodeó de hombres soeces, despreciables é ignorantes, que influían en los destinos públicos como hubiera podido influir Aranda en las decisiones de Carlos III; persiguió la virtud, el saber, el valor; dió abrigo á la necedad, á la doblez, á la cobardía, las tres fases de su carácter. Restablecido á pesar suyo el sistema constitucional, tascó el freno, disimuló como él sabía disimular, guardando el veneno de su rabia, devorando su propio despecho, encubriendo sus intentos con palabras que nunca pronunció antes sin risa ó encono. Lo que es capaz de tramar un ser de éstos, tan hipócritas como cobardes, se comprende por lo que tramó Fernando en aquellos tres años desde las mil facciones y complots realistas, alimentados por él, hasta el complot final de los cien mil hijos de San Luis, que Francia mandó al Trocadero. Así recobró lo que en jerga real llamaba él sus derechos, inaugurando los diez años de fusilamientos y persecuciones en que la figura de Tadeo Calomarde apareció al lado de Fernando, como Caifás al lado de Pilato. El pacto sangriento de estos dos monstruos terminó en 1823, en que Dios arrancó de la tierra el alma del Rey, y entregó su cuerpo á los sótanos del Escorial, donde aún creemos que no ha acabado de pudrirse.

Pero con este fin no acabaron nuestras desdichas. Fernando VII nos dejó una herencia peor que él mismo, si es posible: nos dejó á su hermano y á su hija, que encendieron espantosa guerra. Aquel rey que había engañado á su padre, á sus maestros, á sus amigos, á sus ministros, á sus partidarios, á sus enemigos, á sus cuatro esposas, á sus hermanos, á su pueblo, á sus aliados, á todo el mundo, engañó también á la misma muerte, que creyó hacernos felices librándonos de semejante diablo. El rasgo de miseria y escándalo no ha terminado aún entre nosotros.

Pero no hagamos historia y sigamos nuestro cuento.

-¿Y olvidaréis, señor, lo que me habéis prometido para mi sobrinillo?-dijo Elías.-¡Ah!, yo quisiera que V.M. le conociera: es el botarate mayor que ha nacido. Anoche habló enLa Fontana y les volvió locos. Le aplaudían con unas ganas … Yo también le aplaudí. Con tres oradores así nos hubiéramos ahorrado mucho dinero. El pobre ha hecho bastante. Sí, señor; mi sobrino lo merece, lo merece….

-Basta que sea tu sobrino, y que tú tengas empeño en darle ese destinillo … Sí; te lo nombro consejero de la Intendencia de Filipinas. Hará carrera. A mí me gustan los chicos así … exaltados….

-Señor-dijo Elías humillando su cabeza hasta tocar con la nariz el tapete de la mesa,-yo no sé cómo V.M. no se cansa de protegerme. Yo, que jamás oculto la verdad á V.M., me atrevo á decirle respetuosamente que mi sobrinillo no merece semejante favor. Es un loco: tiene la cabeza llena de desatinos, y creo que jamás será un hombre formal. Si me atreví á pedir á V.M. ese favor, fué por los servicios que ha prestado el chico á nuestra santa causa, uniéndose á esos admirables, aunque indirectos, instrumentos de justicia que esta noche van á salvar la patria.

-Tu sobrino merece el destino, y punto concluido. Aquí tengo el decreto-dijo el Rey mostrando uno de los papeles.

Después añadió sonriendo:

-Al fin llegará un día en que promulgue una ley por mi cuenta y riesgo. Si viniera Feliú y viera estos decretos hechos y firmados por mi sin consultarle….

-Me parece que no los verán Feliú ni otros muchos: de eso respondo-dijo Coletilla siniestramente.-Dios permitirá que las sabias leyes de un rey justo salgan á luz pública y lleven el orden, la obediencia y el respeto al ánimo de todos los españoles. Mañana, señor, mañana. Lo primero, señor-prosiguió después de haber mirado al cielo un buen rato,-es nombrar los capitanes generales y los regentes de todas las Audiencias, gente de confianza que vaya al momento á cumplir las leyes perentorias de seguridad pública que les daréis. El Rey hizo con la mano ese gesto frecuentísimo que indica la actitud de castigar. Una contracción de boca dió la última expresión á aquel gesto admirable.

-Señor-continuó el consejero áulico,-yo me atrevería á recomendar á V.M. una cosa; y es que nada sería más funesto que una clemencia, que podríamos llamar criminal. Recuerde V.M. lo del año 14. Si ahora, como entonces, se contenta V.M. con mandar al Fijo de Ceuta á ciertas personas….

Coletilla, aunque observaba siempre en la conversación las fórmulas de la etiqueta absolutista, hizo con la mano, fijando el pulgar bajo la barba y agitando los demás dedos, un gesto que el Rey entendió perfectamente.

-Ya veremos lo que se hace-dijo Fernando, significando con una oscilación de su labio que no sería tan blando como en 1814.-Ya son las doce-añadió mirando un reloj.-¿Sabes que no se siente por ahí todo el ruido que fuera de desear?

-Por aquí no vendrán, señor. Ya saben que está aquí la Guardia Real, que no admite bromas.

-Ya la Guardia sabe lo que tiene que hacer: acercarse aquí y no hacer manifestaciones en favor de nadie. Después….

-Me parece que siento ruido de voces … allá … hacia los Caños-dijo Coletilla acercándose al balcón y aplicando el oído con la insidiosa cautela de un ratero.

-Sí; pero es hacia San Marcial, hacia allá abajo. Creo que en la plaza de Afligidos pasa algo ya-dijo el Rey.

-Sí; allí deben estar ya. Allí es la cosa … ¿No se horroriza V.M. al considerar qué planes inicuos podría fraguar allí esa gente? Tal vez algún atentado contra el Trono ó contra la vida de V.M. ¿Quién sabe? Todo se puede esperar de liberales.

-Alguna coalición parlamentaria, como dicen. Pensarían presentar alguna ley, y se ponían de acuerdo con la mayoría para votarla.

-Para eso, señor, no se reúnen tantas personas de noche, con tales precauciones y con el mayor secreto.

-Es que me tienen miedo-dijo el Borbón.-Saben muy bien que yo puedo destruir sus planes acá con mi gramática parda, sin andarme en constitucionalidades. ¡Oh! Bien me conocen ellos. También me figuro que han tenido noticia por algún conducto de mis relaciones con la Santa Alianza, ó habrán sabido mi correspondencia con Luis XVIII. Pero con tal que lo de esta noche salga bien, poco importa lo demás.

En Palacio cundió la alarma con las noticias que llegaron del tumulto de la capital. El Monarca, cuando recibió á sus gentileshombres y al jefe de la Guardia, se mostró muy sorprendido, y hasta juró que tendrían los amotinados pronto y ejemplar castigo. Volvió á la camarilla y al lado de su consejero áulico, que estaba alborozado por haber sentido una algazara más fuerte que la anterior.

-Señor-murmuró,-ya, ya … Por el ruido parece como que vuelven.

-¿Vuelven? dijo el Rey con ansiedad.-¿De dónde?

-De allí. ¡Vuelven! Tal vez trayendo por trofeo….

Mucho tiempo estuvieron los dos escuchando con grande atención y ansiedad. Pasaron media hora en silencio, sólo interrumpido por algunas frases de Coletilla y algunos monosílabos del Deseado. Al fin sintieron el ruido de un coche que paraba á las puertas de Palacio.

-¿Quién será?-dijo el Rey con una gran alteración de semblante y pasando á la cámara.

Anunciaron al ministro de la Gobernación. Fernando volvió á la camarilla y miró á Elías con una cara en que el consejero leyó despecho y desaliento.

-¡El ministro de la Gobernación! ¿No me dijiste que iba también allí?

-Señor-dijo Coletilla, en la actitud de una zorra apaleada,-preciso es que haya acontecido algo extraordinario. Feliú también iba allá.

-¡Está aquí!-dijo Fernando, hiriendo fuertemente el suelo con el pie.-Todo se ha perdido. Feliú viene; escóndete por ahí cerca. Le recibiré aquí mismo. Quiero que oigas lo que dice.

Escondióse Coletilla. El Rey hizo pasar al ministro á la camarilla. Venía Feliú muy agitado; pero Fernando estaba sereno, al menos en apariencia. Indicó que acababa en aquel momento de tener noticia de una borrasca popular, y que la juzgaba de poca importancia.

-Señor-dijo el secretario,-más que un motín producido por el descontento del pueblo, parece esto un complot ideado por personas que hacen de ese mismo pueblo un instrumento de disolución y anarquía.

-¿Pero quién, pero quién?-dijo Fernando fingiéndose incomodado, y lo estaba en realidad, aunque por causa distinta.

-Esos exaltados, enemigos constantes del Gobierno de V.M., porque no les permite llevar el uso de los derechos hasta el desenfreno.

-¿Pero qué piden esta noche?

-Han pretendido allanar la casa de Álava; han intentado asesinarle, á juzgar por la actitud de las turbas que allí se reunieron. Pero avisado oportunamente por un joven que estaba en el secreto de la conspiración, dió parte y se colocaron algunas fuerzas dentro de la casa, pudiendo evitar un horrible crimen.

-¿Y dónde ha sido eso?

-En la plazuela de Afligidos.

-¿No vivía Álava en la calle de Amaniel?-preguntó el Rey con una mirada que estuvo á punto de turbarle.

-Si, señor: allí vivía; pero desde algún tiempo se ha mudado á esta otra casa, que es suya también. Por fortuna, las turbas no han podido realizar su infame designio. Al separarme yo de mis compañeros, el ministro de la Guerra había dado las órdenes necesarias, y el orden estaba restablecido completamente.

-Pero no puedo comprender que se amotinara todo un pueblo para atropellar á un solo hombre. ¿No sería que en esa casa se reunían muchos de los que el pueblo odia? De cualquier modo que sea, es preciso un pronto castigo. Espero que no os dejaréis burlar por esa canalla. Caiga el peso de la ley sobre ella, y á ver si de una vez se acaban estos motines, Feliú, que bien se puede asegurar que desde que tienen libertad los españoles no nos acostamos un día tranquilos.

-Señor, los esfuerzos del Gobierno son inútiles para conseguir ese fin. Es cosa que desespera y aturde ver cómo nos es imposible tranquilizar á ciertas gentes. Por todas partes aparecen partidas de facciosos movidas por una parte del clero. Hay todavía muchos espíritus apocados que no quieren creer que el interés de V.M. y de la nación consiste en el sistema que todos amamos y defendemos. Hay personas tan ciegas, que aún no han llegado á comprender que es V.M. el que más ama y el que más desea su cumplimiento. Todas las leyes liberales que V.M. sanciona y promulga con gran sabiduría, no bastan á convencerles. ¿Qué hacemos contra tales gentes?

Fernando estaba ciego de furor al comprender adonde iban dirigidas las embozadas alusiones del ministro. Era tan rastrero y cobarde, que, á pesar de su ira, habló para fulminar anatemas contra los que aún soñaban con la restauración del absolutismo.

-El atentado de esta noche se ha reprimido-dijo el ministro.-¡Quiera Dios que podamos impedir los que traten de perpetrar mañana! Es preciso buscar en su origen el remedio de este mal. Yo creo que el partido exaltado no es el único autor de estos desórdenes.

-¿Pues quién?-preguntó el Rey, que, á pesar de su cobardía, sintió en aquel momento herida su dignidad, y se puso muyencendido.-¿Quién, Feliú?

-Señor, yo me encargaré de averiguarlo, y propondré á V.M. los medios de darles un ejemplar castigo. Se sabe que entre la juventud más acalorada se ingieren ciertas personas que jamás tuvieron nota de liberales ni mucho menos. Dicen que esas personas trabajan continuamente para llevar al pueblo á los excesos que lamentamos. Esas gentes, señor, son, á mi modo de ver, los enemigos de V.M. Sobre ellos debemos dirigir los ojos de la vigilancia y la mano de la justicia.

-Sí-contestó Fernando con su acostumbrada hipocresía.-Si; hay insensatos que juzgan que para mi hay gloria, hay dignidad fuera de la Constitución, y estoy dispuesto á castigar á ésos con más rigor que á los frenéticos demagogos. Energía, energía es lo que quiero.

-Señor, no tengo palabras con que abominar bastante la conducta de un hombre muy conocido en Madrid; uno que ha tenido la osadía de usar, profanándolo, el nombre de V.M. para disculpar sus horribles maquinaciones. Ese hombre es más criminal que los mayores asesinos, que los más rabiosos anarquistas; ese hombre corrompe al pueblo, corrompe á la juventud exaltada; frecuenta los clubs … Pero nada de esto sería grave si no se atreviera á tomar en boca un nombre que aman todos los españoles como símbolo de paz y libertad. Ese hombre se llama Elías, y es conocido por Coletilla en los clubs.

-Pues á ése y á otros como ése es preciso exterminarlos-dijo el Rey, usando su palabra favorita.-Esa canalla es la que más daño hace á mis intenciones, extraviando la opinión del pueblo.

-Yo respondo, señor, que de esta vez haré todo lo posible para que ese hombre no se escape. Ya otras veces se ha procurado prenderle; pero no sé cómo consigue evadirse de la Justicia, y pasea después su cinismo por todas las calles de Madrid, por todos los clubs. Esta vez no creo que se nos escape. Ya daremos con él. Precisamente esta noche, Bozmediano, que se hallaba en casa de Álava, me ha dicho que tuvo noticia del complot pocas horas antes de haber sido intentado, por un sobrino del mismo Coletilla, joven que el infame quiso poner al servicio de sus viles propósitos.

-Pues es preciso premiar á ese joven-dijo Fernando, empeñado cada vez más en disimular la agitación que le dominaba.

-Si, señor; es un joven de mérito, según me ha dicho Bozmediano, y muy buen liberal. Antes de ocurrir este lance me lo había propuesto para una plaza de oficial en el Consejo de Estado, y lo he concedido.

-Bien; me gusta que se premie esa clase de servicios.

-Mañana podré traer á V.M. un parte detallado de lo ocurrido esta noche. Además, creo que el ministro de la Guerra no tardará, y él enterará á V.M. de las precauciones que hemos tomado.

-¿Esta noche?-dijo el Rey con hastío.

-Veo que V.M. quiere descansar. Por esta noche no hay nada que temer.
Puede V.M. reposar tranquilo.

-Bien; puedes retirarte.

Fuése el ministro, y es de creer que se fué satisfecho por haber dicho cosas que sólo en aquellos momentos de irritación y sobresalto se hubiera atrevido á decir al Soberano. Feliú era hombre tímido, y es la verdad que á su indecisión se debieron muchos de los lamentables sucesos ocurridos en aquel trastornado período.

Cuando Fernando se encontró solo abrió una mampara, y Elías, que estaba oculto, se presentó. La imagen del consejero áulico daba pavor. Estaba lívido; le temblaban los labios, secos por el calor de un aliento que sacaba del pecho el fuego de todos sus rencores. Crispaba los puños, y aun se hería con ellos en la frente, produciendo el sonido desapacible que resulta de la seca vibración de dos huesos que se chocan.

-¿Ves?-le dijo el Rey, encendido de furor y dando en el suelo una real patada, que estremeció la sala.-¿Ves lo que ha pasado? ¿Oíste? Vuelve á decirme que todo era cosa segura, que confiara en ti, que tú lo harías todo. ¡Ah, qué desgraciado soy!-añadió con desaliento.-¡Que no encuentre yo un hombre! ¡Un hombre es lo que yo necesito, un hombre!

-Señor-murmuró Elías, alejado del Rey como el perro que ha recibido un palo de su amo.-Señor, nos han vendido!… ¡Ese sobrino mío, ese infame nos ha vendido!

-No-dijo Fernando con repentino acceso de ira;-tú, con tu imprudente conducta, me has comprometido. Ya ves, todo el mundo sabe que eres agente mío. ¿No viste cómo con buenas palabras me lo dijo Feliú? ¡Oh, le hubiera arrancado la lengua! ¡Tú me has vendido!

-Señor-replicó Coletilla con voz en que había algo de llanto,-señor, traspasadme el corazón, pero no digáis que os he vendido. Yo no puedo venderos. Abofeteadme; escupidme, señor, antes que decirme tal cosa … Vuestra causa ha sido siempre mi único pensamiento; á ella me he dedicado con toda la actividad de que soy capaz. Es que Dios, señor, permite ciertas cosas; Dios pone á prueba nuestro temple y nuestro valor. No me culpéis á mí, señor; yo os he servido como un perro.

En aquel momento, podemos asegurarlo, Coletilla habría quedado muy satisfecho si Fernando hubiera cogido en su cobarde mano la espada augusta de sus mayores, atravesándole con ella. Pero Fernando no hizo tal cosa. Coletilla sintió todo el menosprecio de su amo, y aquel puntapié moral le lastimó más que una puñalada. El fanático realista hubiera visto con terror, pero no con asombro, que el Deseado le mandara colgar de una almena ó le hiciera apoyar la cabeza sobre el tajo feudal para recibir el hachazo del verdugo. Acercóse al Rey, se le arrodilló delante, y dijo con gran energía:

-Señor: yo os juro, en nombre de vuestros mayores, que esta derrota aparente que hemos sufrido no es más que el preludio de la gran victoria que ha de poner remate á nuestra empresa. ¡Yo os lo juro! Despreciad las alusiones de Feliú, despreciadlo todo. Seguid; sigamos. Los leales existen; sólo falta el primer paso. ¿Tropezamos esta noche? Mañana no tropezaremos: os respondo de ello, os lo juro.

Levantóse lentamente; hizo una profunda reverencia, inclinándose lo más que pudo, y se dirigió á la puerta, volviendo el rostro varias veces á ver si el Rey le miraba. El Rey no le miró. Estaba muy ensimismado; de vez en cuando hería el suelo con el pie, ocultando la cabeza entre las manos sin decir palabra. Coletilla, desde la puerta, esperó una mirada del Deseado; no la consiguió, y fuése, sintiendo, al par de su concentrada rabia, dolorosa impresión de agravios y desconsuelo que le ponía en el corazón un dolor inaudito.

CAPÍTULO XLII

Virgo potens.

Lázaro quedó dentro de la casa de Álava durante los breves y angustiosos momentos que duró la tentativa de lucha entre el pueblo y la tropa. Sentían desde allí el rumor popular, y por instantes creyeron que había llegado la última hora de todos ellos. El objeto que allí reunía á los ilustres personajes era tratar de los medios que podían emplearse para impedir las frecuentes conspiraciones de Palacio. Pueden burlarse las cábalas de un partido, de dos; pero contra las del Soberano, símbolo de legalidad, ¿qué fuerza puede tener un Ministerio? Si hay algo más terrible que la anarquía, son las camarillas. Contra esto no hay arma eficaz, á no ser el arma de un regicida. No podemos asegurar si en aquellas reuniones se trató de poner en práctica el artículo de la Constitución; idea que después, con gran escándalo de Europa, se realizó en las Cortes de Sevilla del año 23. Pero sí podemos asegurar que aquellos hombres se ocuparon, con la aflicción y desaliento que era natural, de los rumores de intervención francesa, de las relaciones secretas de Fernando con Luis XVIII, y, por último, del ejército de observación puesto por el Gobierno francés en la frontera con el pretexto de cordón sanitario.

Volvamos á nuestro cuento. Cuando terminó el peligro y se alejó la multitud, la mayor parte de las personas permanecieron en la huerta, subiendo á la casa tan sólo los tres que habían de figurar en el reconocimiento ordenado por la autoridad. Todo se arregló de modo que en el parte del capitán general que había de publicarse al día siguiente, no figurara la existencia de reunión secreta ni cosa parecida.

Al amanecer se fueron todos custodiados por la tropa y con mucho sigilo. Lázaro, sin que nadie le custodiara, se fué á la calle del Humilladero. Clara, que había tenido noticia del alboroto de aquella noche, estaba en la mayor inquietud. A cada ruido que sonaba en la calle se incorporaba con grande agitación y sobresalto. Decíale Pascuala mil cosas divertidas para distraerla, y á cada momento le contaba las estratagemas que tuvo que poner en juego para que su Pascual no se echara á la calle, teniendo que encerrarle en la casa y esconderle la escopeta en lo más profundo del sótano. El tabernero, que en realidad era un hombre pacífico, viendo que le cerraban la puerta y le impedían ir á cubrirse de gloria en las calles, se bebió lo mejor de su comercio, y sin hacer alborotos, porque también eran pacíficas las monas que cogía, se tendió en el banco y empezó á roncar de tal modo, que parecía su voz una burla durmiente del ronquido popular que sonaba en las calles.

Esperó Clara toda la noche con mortal inquietud; pasó una hora y otra hora, y rezó todas las oraciones que sabía, sin olvidar las que le había enseñado doña Paulita. Su buen amigo no volvió hasta la mañana. Cuando ella vió que no estaba herido, que no le faltaba ningún brazo, ni media cabeza, ni tenía en el pecho ningún tremendo, sangriento agujero, como ella había soñado con horror, se quedó tranquila y en extremo contenta.

-¡Si vieras lo que he hecho esta noche!-dijo Lázaro, sentándose fatigado y sin aliento junto al lecho.-He salvado la vida á más de veinte personas, los hombres más esclarecidos de España. Iban á ser villanamente asesinados esta noche.

-¡Jesús!-exclamó Pascuala, llevándose las manos á la cabeza.-¡Qué me alegro de que mi Pascual no hubiera salido! Si sale, me lo asesinan.

-Una infernal maquinación estaba preparada para matarlos en un sitio en que estaban reunidos. Todo por ese hombre malvado … ¡Si vieras qué tumulto!

-¡Ah, no salgas, por Dios!-dijo Clara.

-Es preciso salir. Sé que tratan de prender á mi tío, que tratan de hacerle justicia. Lo merece, es cierto; pero yo que hice cuanto pude para impedir la realización de sus inicuos planes, trataré también de salvarle á él. Es hermano de mi madre. Si avisándole que tratan de prenderle se salva, y no le aviso, mi conducta es criminal. Es un infame, con vergüenza lo confieso; pero si no impido su persecución y su muerte, tendré remordimientos toda mi vida.

La huérfana no pudo resistir un sentimiento de lástima y piedad hacia aquel hombre excéntrico que, sin dejar de ser su tirano, había sido su protector y el amparo de su niñez.

-Sí, sí; ve-dijo.-¡Pobre hombre! ¿Qué ha hecho? Pero no vayas tú; ¿no podrías mandarle un recado?

-Yo mismo debo ir. Volveré pronto; no temas nada. ¿Qué me puede suceder?

-¡Ay, Dios mío! Todavía me parece que siento aquellos gritos de anoche
… ¿Y si se enfada contigo y te riñe?

-¿Quién?

-¡Él! Ese hombre, que debe estar más rabioso que nunca.

-No me importa. Hoy será la última vez que le vea.

-¿Y si vas á la casa y encuentras á las dos señoras, y doña Salomé te dice algo que te ofenda, y te habla de mi diciendo que soy incorregible?

-Si me dice algo que me ofenda, me importará poco; pero si me habla de ti, pienso que será la última vez que se atreva á pronunciar tu nombre.

-¿Y si descubren que estoy aquí y vienen las tres á atormentarme diciéndome que soy muy mal educada? ¡Oh!, si las veo entrar, me muero.

-No vendrán-indicó Lázaro sonriendo.-Y si vienen, estaré yo aquí.

-Ve entonces-dijo Clara con una melancolía que detuvo al aragonés un momento y quebrantó un poco su resolución irrevocable.

-Adiós … es preciso. Volveré pronto.

No quiso esperar más tiempo; salió y dirigióse á la inquisición de la calle de Belén. Las ocho serían cuando entró en casa de las nobilísimas damas. Paz y Salomé no estaban allí, porque habían salido á buscar casa. Cuando la devota abrió la puerta y vió á Lázaro, su sorpresa y su turbación fueron tales, que permaneció buen rato sin decirle palabra, mirándole bien, como si creyera que aquella imagen era el efecto de una visión.

-¡Ah!-exclamó, cerrando la puerta, una vez que Lázaro estaba dentro.-Yo creí que no le vería á usted más.

Sintió el joven un alivio cuando supo que las dos arpías estaban fuera. Doña Paulita le inspiraba respeto y gratitud, pues no había oído jamás la menor recriminación en su boca, ni Clara le había dicho que tuviera queja ninguna de ella. El recuerdo de la escena y diálogos misteriosos ocurridos algunas noches antes, le puso muy pensativo. Sin saber por qué, cuando se vió solo en aquella casa sombría, en compañía de aquella mujer pálida, con la vista extraviada y el rostro enflaquecido por tres días de delirio y calentura; cuando notó sus ligeras convulsiones, su agitada respiración, su mirada viva, sin saber por qué, lo repetimos, tuvo miedo.

-¿Está mi tío?-preguntó.-Tengo que verle.

-No está; desde ayer no parece.

-¡Qué contrariedad! Tengo que verle hoy mismo.

-Tal vez venga á la hora de comer.

-No quisiera esperar; he de verle antes. Además, yo no como aquí; yo no vuelvo acá, señora … Ahora me despido de usted para no volver más.

Doña Paulita se quedó mirando al joven como si oyera de sus labios la cosa más inverosímil y más absurda.

-¡Para no volver!-dijo cerrando los ojos.-No, no lo puedo creer; no es cierto.

–Sí, señora; es cierto. Yo no puedo estar en esta casa ni un día más.
Adiós, señora.

-Lázaro-murmuró la devota, asiéndose al brazo derecho del joven como un náufrago que encuentra una tabla en momentos desesperados.-¡Usted se va … se va! Y yo me quedo aquí para siempre. ¡Oh!, quiero morirme mil veces primero.

El joven estaba confundido. Aterrábale la actitud dolorida de la mujer mística, sus labios trémulos y secos, la expresión de su rostro, que anunciaba la más grande desesperación.

-Yo soy una muerta, yo no vivo-dijo ella.-Yo no puedo vivir de esta manera … Ya le dije á usted que no era santa, y ¡cuán cierto es! Hace tiempo que me he transformado … Puedo nacer á la verdadera vida, puedo salvarme, puedo salvar mi alma, que va á sucumbir si permanezco de este modo. Yo espero vivir…. Al ver que usted tardaba, la esperanza comenzó á faltarme; pero usted ha venido. ¿No puedo creer que Dios me lo ha enviado? Hay cosas que nosotras no podemos decir; pero yo las digo, porque me siento destrozada interiormente. Ha llegado para mí el momento de dejar una ficción que me mata; yo no sé fingir. Creí que Dios me reservaba para una vida ejemplar, de continua devoción y tranquilidad; pero Dios se ha burlado de mi, me ha engañado, me ha hecho ver que la virtud con que yo estaba tan orgullosa no era otra cosa que una farsa, y aquella aparente perfección un desvarío. Yo no había vivido aún, ni me había conocido. No puedo estar más aquí; porque esto sería prolongar este engaño, que antes fué mi mayor placer y ahora mi mayor martirio.

-Señora-dijo Lázaro, que comprendió al fin toda la profundidad del nuevo carácter de la devota, y vió claro en lo que antes era para él un misterio.-No se agite usted sin razón. Sea usted libre y no sacrifique su felicidad á exigencias de familia. Las dos señoras que viven con usted son muy intransigentes.

Quería el joven evadirse, con esta salida, de la contestación enojosa que las palabras y la actitud de la santa parecían exigir.

-No me importa su carácter-dijo ésta.-Yo las quiero, son mis parientas y compañeras de toda mi vida. Después que yo tome una resolución irrevocable, poco me importa lo que ellas puedan decir ó hacer. Yo estoy decidida, Lázaro.

Y en vano buscaban sus ojos en el semblante del joven indicios de los sentimientos que con tanta ansiedad le pedía. El hacía esfuerzos por permanecer inmutable ante aquella santa mujer, agitada por las alternativas de un arrebato místico; y no sabiendo qué decir, dió un paso hacia la puerta.

-No-dijo la devota, deteniéndole con más fuerza. ¿Marcharse usted? ¡Qué idea! ¿Qué va á ser de mi? ¡Sola para siempre! La muerte lenta que me espera es peor que si ahora mismo me matara usted … ¡Y decía que era agradecido! Usted es la misma ingratitud. Siempre lo he creído. Hay personas que no merecen recibir la más ligera prueba de afecto. Usted es uno de ésos. Y, sin embargo, por una fatalidad que nos cuesta tantas lágrimas, siempre van dirigidos los más grandes tesoros de amor á las personas que menos los merecen.

-No, por Dios; no me llame usted ingrato respondió Lázaro, viendo que era ya imposible evadirse á las declaraciones que la teóloga exigía de un modo tan apremiante.-Yo no soy ingrato, y menos con usted, que tan bondadosa ha sido conmigo.

-Si usted olvidara eso, sería el más infame de los hombres. A pesar de todo, siempre creí que no era usted tan malo como decían. Usted será bueno; la felicidad hace buenas á las personas. Yo también espero serlo … ¡Ah! ¿No sabe usted en qué he pensado? He tenido estos días llena la cabeza con unas ideas … No lo puedo contar. ¿Sabe usted? Pienso que estoy destinada á largos días de paz y felicidad, de que disfrutará alguien conmigo.

-¿Qué es eso?-preguntó Lázaro, algo tranquilizado por la esperanza de que aquella nueva idea apartaría la conversación del fastidioso tema por que había empezado.

-Es-continuó la santa con una amabilidad forzada que la hacía más lúgubre,-es que yo he pensado que no puede existir perfección mayor que la que ofrece la vida doméstica con todos los deberes, todos los goces, todos los dolores que en sí lleva la familia. ¡Ay!, meditando sobre esto he comprendido la esterilidad de mis rosarios, de mis rezos. ¿Qué estado puede igualarse por su dignidad y nobleza al estado de la esposa, de cuya solicitud penden tantas felicidades, la vida de tantos seres?

-Efectivamente, señora-dijo Lázaro muy confuso;-eso es cierto. Pero las personas que, como usted, se elevan tanto por la meditación y la abstracción; que se libran de las flaquezas humanas por su fortaleza, son mucho más perfectas.

-¿Perfectas? ¡Qué loco es usted! ¿Y qué ha dicho usted de flaquezas? ¿Llama usted flaquezas á la verdad de nuestra naturaleza, que se manifiestan como Dios las ha criado?

El aturdimiento del joven no tuvo límites.

-Aspirar á hacer la felicidad-continuó ella-de muchos seres por el amor y los lazos de la familia, ¿es eso lo que usted llama flaquezas?

-No, señora; eso no.

-¡Oh! Usted se va á asustar de lo que le voy á decir. No lo creerá usted; es inconcebible.

Lázaro, que creía ya que doña Paulita Porreño no podía decir nada más inconcebible, tembló ante la promesa de nuevas y más extrañas confidencias.

-Para realizar la felicidad y la paz con que yo he soñado, no basta el amor; es decir, que para evitar mil irregularidades y disgustos es necesaria además otra cosa. Cuando en la vida ocurren dificultades, el mutuo amor se ve diariamente acibarado. Tiembla el uno por el otro; tiemblan los dos por los hijos; la felicidad se ve comprometida á cada instante; asusta el día de mañana; se tienen remordimientos de haberse unido. Yo he comprendido esto á fuerza de imitación, y también me parece que lo he leído en no sé qué libro.

-Es verdad, señora; yo comprendo lo que usted quiere decir-observó
Lázaro, admirado de tanta sabiduría.

-Pues yo voy á decir á usted una cosa que le sorprenderá mucho, Lázaro-dijo Paulita, dirigiendo hacia el joven toda la melancolía y el suave interés de su mirada. Voy á decirle á usted una cosa que le sorprenderá sobremanera: yo soy rica.

Efectivamente, Lázaro se quedó absorto.

-Sí-continuó ella,-yo soy rica. Usted se maravilla. Conociendo la vida que llevamos … Este es un secreto que sólo confío á quien debo confiarlo: á usted, única persona que … El uso que yo pienso hacer de esa riqueza, ya usted lo ha comprendido. Yo no debo hacer declaraciones innecesarias. Nosotros nos hemos comprendido, hemos confundido nuestros propósitos en uno sólo, ¿no es verdad?

-Sí, señora-dijo Lázaro, por contestar de algún modo á aquella profundísima y grave pregunta.

-Yo soy rica. Hace poco hubiera dejado perder mi fortuna sin cuidado ninguno. Siempre he despreciado todo eso. Pero hoy no; hoy pienso en ese tesoro como un medio de vida. Para mí nada quiero; pero los hombres que tienen ambición necesitan todo eso. Lo necesitamos, ¿no es cierto?

Lázaro, después de un momento de angustiosa vacilación, dijo otra vez:

-Si, señora.

-Era yo muy niña-continuó la dama;-había muerto mi tío; reinaba en la casa la mayor desolación; nos preparábamos á mudar de habitación; ya éramos pobres. Mi tía y mi prima estaban llorando; pero al mismo tiempo muy ocupadas en la mudanza y en recoger los pocos muebles que nos quedaron después del embargo. En un viejo reclinatorio de nogal había hecho yo un altar, donde rezaba mucho. Teníalo cerrado por las noches, y al abrirlo por las mañanas, al ver mis santos y mis imágenes, me parecía tener allí un pedazo de cielo. Aquel día fué muy triste para mí, porque tuve que desclavar mi altar del sitio donde estaba, y muchos santos se me rompieron, dejando en el mueble el pedazo por donde estaban pegados. En esta operación sentí que cedía bajo mi mano la tabla del fondo, y quedaba descubierto un hueco. En este hueco había una cajita muy bella de madera labrada. Traté de abrirla y la abrí sin esfuerzo: estaba llena de dinero, casi todo en onzas muy antiguas. Cerré la caja; ajusté la tabla que cubría el hueco, dejándola cuidadosamente como estaba, y me callé. Trajeron el mueble á esta casa, y en mi cuarto ha estado hasta hoy. Al principio miré aquello como un juguete, como una reliquia. De noche, en el silencio de esta casa, lo abría, contemplando con estupor las hermosas monedas que dentro había. Varias veces traté de revelarlo; pero me detenía un recelo supersticioso. A veces soñaba con fundar algún día una obra piadosa. No he tocado nunca aquel dinero, y á pesar de la estrechez con que hemos vivido, jamás me atreví á gastar ni un solo doblón. Me parecía que debía guardar aquello para otros dias, que yo esperaba sin saber por qué. Por instinto lo conservaba intacto, aunque pensaba que jamás cambiaría de estado. El tesoro existe en el mismo sitio en que lo encontré. Ha llegado el momento de usarlo para las necesidades de nuestra vida. Es mío; ¿puedo dudarlo? Pertenecía á alguno de mis parientes, que lo depositó allí para tenerlo seguro. A mí me pertenece ahora; á mí, que lo encontré. Daré, sin embargo, la mitad á mi prima y á mi tía, y si me acusan de no haberlo mostrado antes, les diré que, á no haberlo conservado, me sería hoy imposible labrar las felicidades que pienso labrar, y dar á mi vida y á la vida de otros la expansión que necesitan. Lázaro no quiso agravar la situación, y repitió:

-Sí, señora.

La devota entró en su cuarto y volvió al poco rato con una cajita que mostró al joven, diciendo cariñosamente:

-Aquí está. Es mía, es nuestra.

Y al decir esto se acercó á él con la caja, sostenida en las dos manos y apoyada en el seno. La caja tocaba al pecho de Lázaro, y éste sentía el empuje con tanta fuerza, que, por no caer, tuvo que dar un paso atrás y extender los brazos hasta tocar los hombros de la santa.

-Hace usted bien-dijo el aragonés.-¿De qué sirve guardar ese dinero, que puede ser útil á usted y á otros?

-Si-contestó Paulita con efusión.-Es nuestro. Ya no sabía Lázaro qué partido tomar. Se decidió á concluir de una vez aquella penosa situación.

-Señora-dijo,-yo me retiro. Es preciso que me retire….

-Sí-contesta ella,-y yo también. Vamos. Nos iremos juntos.

-¡Usted, señora, usted…!-exclamó Lázaro descompuesto.

-Sí, los dos. Vamos.

-Señora, usted delira. Eso es imposible.

-¡Imposible, imposible! No podemos quedarnos aquí.

-Es preciso que nos separemos, señora. Otra cosa sería una inconveniencia y una desgracia tal vez.

-¿Qué dices?-balbuceó la santa con extravío. Su aspecto en aquellos momentos infundía temor. Asemejábase á los enfermos atacados de epilepsia cuando están á punto de caer en un angustioso paroxismo. Una contracción, producida, al parecer, por el hábito de la sonrisa; una tensión violenta de los párpados, como quien expresa el último grado del asombro; palidez mortal, interrumpida por súbitas inflamaciones de rubor; voz semejante á un quejido fatigoso y animada de repente con vibración desentonada, eran los caracteres de su dolencia, próxima á llegar al período de mayor exacerbación.

-¿Qué dices?-repitió después de una pausa.

-Usted está enferma, muy enferma, señora-dijo Lázaro, que empezó á creer que doña Paulita deliraba ó estaba loca.

La mujer mística sonrió de un modo inefable mirando al cielo y estrechando contra su pecho la caja del tesoro, como si fuera la persona del mismo Lázaro. Después tomó al joven por el brazo, y atrayéndole suavemente, dijo:

-Vamos, no entraremos más en este sepulcro.

-Usted no debe salir, no puede salir. ¿Qué dirán esas señoras? Cálmese usted, por Dios, y reflexione….

-Vamos.

-¿Adonde hemos de ir? ¡Los dos! ¿No ve usted que eso es imposible?
¿Para qué? ¿Para qué nos vamos juntos?

Al oír esto, la devota se conmovió de pies á cabeza. Como si toda la pasión acumulada y oculta en tantos años brotara en ella de una vez con violenta sacudida, exclamó con fuerza:

-¡Necio!, ¿no ves que te adoro?

Lázaro quedó petrificado. La dama había hablado con toda la expresión de la verdad humana; se había revelado en un solo esfuerzo y del modo más categórico. Aquella violenta confesión la dejó postrada y sin aliento, como si con sus palabras exhalara la mitad del alma. Lázaro le dijo con mucha vehemencia:

-No lo merezco, señora. Yo soy muy inferior á usted; yo soy un miserable, indigno de esa pasión. Pero no puedo estar aquí más. Ahora más que nunca es mi deber declarar que soy el más malvado de todos los hombres si no me aparto de aquí al instante. Obstáculos terribles que yo no puedo ni podré nunca vencer se oponen á que yo manifieste nunca otra cosa. Separémonos para siempre; otra cosa es imposible, imposible, imposible….

Dijo esto con mucha energía, y se disponía á marcharse. La devota hizo un gesto angustioso, cual si quisiera hablar. Parecía que después de lo que dijo había quedado muda. Al fin pudo proferir estas palabras:

-Ven … oye … vamos….

-¡Jamás, señora, jamás!-exclamó el joven, dirigiéndose hacia la puerta.

La devota inclinó la cabeza, agitó los brazos, soltando la caja; se doblegó después de vacilar un momento, retrocediendo y avanzando; dió un grito y cayó al suelo. Su cuerpo hizo retemblar el piso; las monedas se esparcieron en derredor suyo; movió repetidas veces la cabeza, afectada, al parecer, de un profundo dolor interno; llevóse ambas manos al pecho, crispando los dedos, y al fin quedó quieta, sin más movimiento que las expansiones violentas de su pecho, sacudido por una respiración fuerte y ruidosa. Acudió Lázaro á levantarla con presteza, y en el mismo momento se oyó el ruido de una llave y entraron muy tranquilas Salomé y María de la Paz.

Júzgese lo extraño de aquella aparición y de aquella escena: Paulita, tendida, con los síntomas de un grave accidente; Lázaro, demudado y confuso; gran cantidad de monedas de oro, cosa desconocida en aquella casa, derramadas con abandono por el suelo, y las dos arpías en la puerta, mirándose como dos espectros.

El primer objeto que atrajo las miradas de Salomé fué el oro esparcido; su primer movimiento fué lanzarse sobre él y empezar á recoger las monedas, arrodillada en el suelo. Paz miró á Lázaro, se puso lívida de miedo; miró á la devota, se llenó de ira, dió algunos pasos, y recobrando la majestad de su carácter, preguntó:

-¿Qué es esto?

-Señora-dijo Lázaro, procurando dominar su situación,-un triste suceso … Doña Paulita está muy enferma … Le ha dado un accidente. Estábamos hablando…. ¡qué conflicto! Ahora mismo, ahora mismo ha caído.

-¿Pero ese dinero…?-dijo Paz.

-Es suyo.

-¡Suyo!-exclamó la arpía con codicia.

Y volviéndose á Salomé, que recogía el oro, añadió:

-Dámelo, dámelo; yo he de guardar eso.

-Yo lo guardaré.

-¿Pero de dónde ha sacado ella ese dinero?-dijo la otra.

Lo tenía hace mucho tiempo contestó Lázaro, procurando, mientras las
Porreñas se ocupaban del oro, prestar algún alivio á la pobre enferma.

Paz, de rodillas, recogía monedas; Salomé, de rodillas, recogía también; pero la gruesa, con su pesada mano, no igualaba en presteza á la nerviosa, que iba más ligera y cogía dos piezas en lo que su tía atrapaba una. Salomé parecía una loca. La mano izquierda de Paz, cuando recibía de la derecha una nueva onza ó doblón, se cerraba, apretando los robustos dedos y aferrándose sobre el oro con la firmeza y el ajuste de una máquina. Al fin iban desapareciendo del suelo las áureas piezas. Quedaban cuatro, tres, dos; quedaba una. Las manos de entrambas Porreñas se lanzaron con presteza brutal sobre la última, y cayeron una sobre otra, aplastándose allí mutuamente en repetidos golpes. Las dos ruinas se miraron: parece que se querían tragar mutuamente. ¿Cuál de los dos caracteres vencería al otro? Paz estaba hinchada de cólera, de orgullo; estaba amoratada, apoplética. Salomé estaba amarilla y jadeante de rencor, envidia y ansiedad. Sus labios, entreabiertos, mostraban los blancos y finísimos dientes, como si quisiera infundir miedo á su rival con aquella arma. Las dos estaban de rodillas y apoyadas en las manos, y en aquella actitud, semejante en algo á la de las esfinges, las dos arpías, revelando con intempestivo vigor sus encontradas pasiones, eran como bestias feroces. Después de un rato de silencio, en que todas las fuerzas de la envidia humana se midieron de una mirada con todas las fuerzas del orgullo, la pantera dijo á la foca:

-¡Esto es mío!

-¡Tuyo! ¿Qué dices, imbécil? Esto es mío: era de mi padre … Yo sé que lo había guardado en alguna parte; pero no sabía yo dónde estaba.

-¡Vanidosa!-dijo Salomé, adelantando un brazo y una pierna.-Tu nos has sumergido en la pobreza; tú tenías escondido este dinero. ¡Qué infamia!

-¡Hipócrita!-exclamó Paz retrocediendo,-quítate de mi presencia.
Dame ese dinero; no nos robes otra vez. Esto es mío.

-Era de mi padre: yo lo heredo. ¿Qué tienes tú que ver con esto? Dame ese dinero.

Paz vió á Salomé cerca de sí. Alzó su brazo derecho y sacudió con poderoso empuje la mano contra la cara de su sobrina, dándole un bofetón tan fuerte, que ésta cayó al suelo como herida por una maza. Pero se irguió sobre sus piernas, vació en el bolsillo las monedas que tenía en la mano, se retiró un poco, como los carnívoros cuando van á dar el salto, y se abalanzó hacia su tía. Antes que ésta pudiera defenderse, los diez dedos puntiagudos y como acerados de su contraria estaban sobre su cara, pegados cual si tuvieran un gancho en cada falange. Clavó las uñas con frenesí en las carnosas mejillas y tiró después, dejando ocho surcos sangrientos en la faz augusta de la vanidosa. Lanzó ésta un grito de dolor. Lázaro tuvo que intervenir, y mientras levantaba del suelo á Paz, recogió la nerviosa todas las monedas que su rival dejó caer en el combate; se envolvió en un manto con presteza convulsa, y apretándose el bolsillo, salió corriendo de la sala, tomó la escalera, descendió por ella y huyó.

Lázaro no quiso presenciar más tiempo aquella escena. Vomitaba la vieja su ira contra él, le decía las mayores injurias, le llamaba cobarde, mandándole perseguir á su sobrina. El joven no podía resistir más el horror que le inspiraba aquella casa maldita. Miró á la devota, que permanecía aún sin movimiento, y afligido por la sin igual desventura de mujer tan infeliz, salió de la casa.

CAPÍTULO XLIII

Conclusión.

Deseoso Lázaro de ver á su tío aquella mañana, fué á casa del abate Carrascosa, y allí encontró otra escena de desolación. Estaba el ex abate en su cuarto, sentado en una silla, con los pies sobre la traviesa, en tal actitud, que parecía un pájaro posado sobre una rama. Apoyaba los codos en las rodillas, sustentando la cabeza con las manos, como si quisiera apuntalarla. Su expresión de tristeza era tal, y le hacia tan raro, que el joven no pudo menos de preguntarle:

-¿Qué tiene usted, don Gil?

-¡Ay, don Lázaro, qué iniquidad! Se ha marchado. ¿Ve usted qué iniquidad? ¡Yo, que la quería tanto! …

Lázaro comprendió que doña Leoncia, el avecilla vizcaína, había volado.

-¿Pero cómo ha sido eso? ¿Qué motivo…?

-¡Es la más horrible conspiración! … Ese chisgarabís, ese tunante, el poetastro que vivía en ese cuarto, se la ha llevado. ¡Qué horror! ¡Siempre he aborrecido de muerte á los copleros!

-Consuélese usted, don Gil. Vamos á otra cosa. ¿Sabe usted dónde está mi tío?

-Si le digo á usted que no he visto iniquidad semejante-murmuró el abate, sin hacer caso de la pregunta. Y tenía una herencia, un legadillo…. ¡Maldito catacaldos!

-Esa es la vida, don Gil…. Hay que conformarse.

-Tenía un legadillo…. Yo lo descubrí en la covachuela.

-Conque diga usted: ¿dónde podré encontrar á mi tío?

-Yo … si he de decir á usted la verdad-prosiguió el abate, abstraído por su desgracia,-no lo siento por ella, porque al fin y al cabo … pero tenía un legadillo….

-¿No me responde usted?

-Tenía un legadillo….

-Es imposible sacarle una respuesta.

-Tenía un legadillo….

Comprendió Lázaro que era inútil toda indagación. Salió de la casa, dejando al abate en la misma actitud de mochuelo posado, y se fué á la calle del Humilladero, donde encontró á Bozmediano, que le esperaba con inquietud, y al verle llegar, le dijo:

-Amigo, le persiguen á usted. Es preciso tomar precauciones.

-¿Quién me persigue?

-Fácil es comprender que habrá personas disgustadas por lo que hizo usted anoche. Esas personas le persiguen á usted; yo estoy seguro de ello.

-Ya comprendo-repuso Lázaro.-¿Pero qué me importa?

-Hay que tomar precauciones, porque si se vengan, será de un modo terrible. Mucho cuidado. Ahora han estado en la taberna cuatro personas, que creo han traído el encargo de ver cuándo entraba y salía usted. Me parece que lo mejor es que se marchen ustedes esta noche misma de Madrid. Una vez que estén fuera y lejos….

-¡Qué contrariedad! Pero yo deseo salir. Nos marcharemos.

-Pues entretanto no salga usted á la calle. Yo arreglaré el viaje, y lo haré de modo que nadie lo sepa. Sé que le buscan á usted, y los que le buscan saben hacer las cosas.

-¿Y cómo han averiguado que estoy aquí?

-Dejemos eso. Hay que partir esta noche ó mañana mismo. Aquí no está usted seguro. Mucho cuidado … Yo volveré, y veremos el modo de salir sin peligro. Creo que se conseguirá. Hasta luego.

Retiróse Bozmediano, y Lázaro entró á ver á Clara

-¿Las encontraste?-le preguntó la sobrina de Coletilla con curiosidad y cierto temor.

-Sí-contestó él sonriendo al recordar la escena de las monedas, que refirió después sin omitir el extraño incidente de doña Paulita.

Oyó Clara con mucho interés este último punto, y después dijo con tristeza:

-Ya lo sabía.

-¿Cómo? ¿Ella te ha dicho algo?

-No; pero lo he conocido, me lo habla figurado. Tenía una sospecha … Aquella mujer es muy rara. ¡Si vieras qué miedo me daba cuando se ponía á orar, quedándose mucho tiempo quieta é insensible, como si estuviera muerta! Se ponía de rodillas, miraba al techo, y así estaba dos ó tres horas sin moverse, y hasta parecía que no respiraba. La tocaba yo, y nada; la llamaba, y no respondía. Por fin, después de mucho tiempo, daba un suspiro y volvía en si.

-¿Y eso le pasaba con frecuencia?

-Si; muchas veces.

-Hay una enfermedad-dijo Lázaro-que llaman la catalepsia, y consiste en un paroxismo, durante el cual la persona pierde el movimiento y el habla, quedándose como muerta. Dicen que una de las causas que motivan esta enfermedad es el misticismo religioso y el hábito de los éxtasis y visiones.

-Eso será lo que tiene. ¡Pobre Paulita!

Aquella noche estaban los dos en el mismo cuarto, sentados junto á una escasa lumbre. Clara se había levantado completamente restablecida. Lázaro revolvía en su imaginación los peregrinos incidentes de los días anteriores. Los dos estaban muy tristes; se comunicaban mirándose su tristeza, y callaban. Tal vez pensaban en planes para lo futuro; quizás ella estaba inquieta por la situación difícil en que uno y otro se encontraban. Entonces entró Pascuala y dijo:

-¡Qué miedo! Desde el anochecer están paseándose por delante de la puerta unos hombres. Esta tarde vinieron también. ¡Qué fachas! A veces se paran á mirar pa dentro, y me temo que si viene Pascual y los ve se va á armar una … ¡porque tiene un genio! … se creerá que vienen por mi … porque como es una así … tan guapetona …

-Cierre usted la puerta.

-Ya cerré.

Clara se quedó pálida como un difunto. Ya le parecía que por ventanas y puertas entraba una horda de facinerosos armados de puñales, pistolas, cuerdas y otros instrumentos horribles.

-Cierra bien. Apaga esa luz. ¿Si se irán á entrar por esa ventana?-dijo señalando un tragaluz por donde el gato, que tanto respeto inspiraba al señor de Batilo, entraba con dificultad. Aquel tragaluz daba á un patio perteneciente á la misma casa.

Batilo, que sin duda entendió lo del peligro en que los jóvenes se hallaban, y quería probar que, aunque misántropo, era un perro resuelto á todo, ladró en un tono que quería decir: “Nada hay que temer mientras esté yo.”

Un poco más tarde, Clara, que miraba con recelo aquel tragaluz maldecido, se estremeció con horrible sacudimiento, dió un grito muy agudo y sus ojos expresaron el pavor más grande.

-¿Qué tienes, qué hay?-dijo Lázaro con sobresalto. Clara, tal vez dominada por el miedo, había creído ver instantáneamente en el tragaluz los ojos vivos, la nariz puntiaguda de Elías Orejón, su tirano y protector.

-¿Eres tonta?-le dijo Lázaro.-¿No ves que eso es efecto del miedo?

El miró y examinó atentamente: no había nadie. Salieron al patio, que estaba lleno de escombros y de leña, y tampoco vieron nada. Indudablemente había sido efecto del miedo.

El día siguiente pasó sin ningún suceso notable, y al anochecer llegó Bozmediano. Lázaro, desde que le vió entrar, conoció que no estaba tranquilo.

-¿Qué hay?

-Mucho peligro. Le acechan á usted. Yo he venido acompañado, por temor de tener algún encuentro. Pero no tema usted. He traído bastante gente y estamos seguros. Ahora mismo se van á marchar ustedes.

-¿Y saldremos ahora mismo?-dijo Clara con alegría, esperando no ver más aquel tragaluz y dejar para siempre á Madrid.

-Sí, ahora mismo. Ya les he preparado un coche para que vayan de aquí á Torrejón, donde tengo yo una casa. Allí pueden descansar hasta pasado mañana, que pasa por allí una diligencia para Alcalá, y de Alcalá pueden dirigirse á Aragón cuando quieran.

-¿Y cuándo llegaremos á Torrejón?

-Antes de que amanezca. Van ustedes en un coche de mi casa y con gente de mi confianza. No tienen nada que temer: buenas mulas y buena compañía. En Torrejón están ustedes seguros … Aquí … no lo creo. Es preciso salir de esta casa y de Madrid inmediatamente.

-Pues vamos-dijo Lázaro con resolución.-No perdamos tiempo.

Rápidamente se prepararon uno y otro.

-¿No hay una puerta que dé á otra calle?-preguntó Bozmediano á
Pascuala.

-Sí, señor; pero hay que pasar por la casa del carbonero, que tiene salida á la otra calle.

-Bien; por ahí saldremos. El coche espera en las afueras del portillo de Gilimón. Los hombres que yo he traído están en la tienda. Que entren, y saldremos todos por esa otra calle.

Pocos momentos después salían todos, incluso el perro de las Porreñas, á quien Clara no quiso abandonar. Despidiéronse los viajeros de Pascuala, y se dirigieron, acompañados de Bozmediano y su gente, al portillo de Gilimón. Muy aprisa, por no dar lugar á que algún curioso los descubriera, subieron al coche. El cochero y su zagal iban en el pescante; un criado, hombre fuerte, armado de fusil, iba dentro con Lázaro y Clara. Despidiólos Bozmediano muy cordialmente y un tanto conmovido, y partió el coche por la ronda para tomar la carretera de Aragón.

Tantas precauciones no eran inútiles, y es seguro que sin ellas habrían tenido los fugitivos un mal encuentro, y quizás alguna desventurada aventura que hubiera desviado las cosas del buen camino que llevaban. La inquietud de Lázaro y los sustos de Clara no concluyeron hasta más allá de Alcalá; y había realmente motivo para ello, porque el jurar de Coletilla contra su sobrino era tal (según informes adquiridos por el autor), que había jurado quitarle la vida. Pero Dios lo dispuso de otra manera, y llevó sanos y contentos á la villa aragonesa á los dos principales personajes de esta verídica historia, los cuales, una vez descansados del viaje y repuestos del susto, no pensaron más que en casarse; acertada idea que á toda persona en aquellas circunstancias se le hubiera ocurrido. En ningún apunte de los que el autor ha tenido á la vista para su trabajo consta el día en que se casaron; pero está probado que no esperaron mucho tiempo, y que tuvieron venturosa sucesión. De esto son pruebas evidentes varios mocetones que, años adelante, vieron Bozmediano y el autor en un viaje que hicieron á un lugar de Aragón para asuntos que no vienen al caso.

Cómo se acomodó Lázaro en su pueblo y qué medios de subsistencia pudo allegar, es cosa larga de contar. Baste decir que renunció por completo, inducido á ello por su mujer y por sus propios escarmientos, á los ruidosos éxitos de Madrid y á las lides políticas. Tuvo el raro talento de sofocar su naciente ambición y confinarse en su pueblo, buscando en una vida obscura, pacífica, laboriosa y honrada la satisfacción de los más legítimos deseos del hombre. Ni él ni su intachable esposa se arrepintieron de esto en el transcurso de su larga vida. Así, en tan dilatado período, el nombre de nuestro amigo, que había estado en candidatura, digámoslo así, para entrar en la celebridad, no figuró en la Guía Oficial, ni en listas de funcionarios, ni en corporaciones, ni en juntas, ni en nada que pudiera hacerle traspasar las fronteras de aquel reducido término de Ateca. Con paciencia y trabajo fué alimentando la exigua propiedad de sus mayores, y llegó á ser hombre de posición desahogada.

Así me lo ha contado Bozmediano, de quien recibí también noticias muy interesantes de los demás personajes de esta historia. Especial deseo tenía yo de saber algo de Coletilla; y un día que la suerte me deparó un buen encuentro con don Claudio y sacamos á colación los sucesos que referidos quedan, me vino á las mientes Coletilla, y hablamos largamente de él.

-Ya el demonio se lo llevó-me dijo mi amigo.-Parece que aquel hombre excéntrico recibió el más horrible castigo que, dado su carácter, podría recibir. El Rey le despreció después del triunfo de 1824. Un día se empeñaba Elías en ver al Rey; venía de la facción; había luchado por el absolutismo como semejante hombre podía luchar por semejante causa. Fernando, entre cuyos vicios descollaba la ingratitud, mandó salir expresamente al lacayo del último de sus ayudas de cámara con orden terminante de apalear á Coletilla dondequiera que le encontrase. Bajó el lacayo y vapuleó al realista. Así pagan los tiranuelos. Después de este lance, el fanático se puso malo. Dijeron algunos que se había dejado morir de hambre; otros que se había vuelto loco; otros, y esto parece lo más cierto, que le mató una profunda hipocondría.

-Y las señoras de Porreño, ¿qué fué de ellas?-le pregunté.

-Nada he podido averiguar de doña Salomé contestó.-Creo que ha desaparecido de Madrid. Doña María de la Paz Jesús estaba en Segovia, donde tenía una casa de huéspedes. Respecto á doña Paulita, sí he tenido muchas noticias.

-¡Qué singular pasión la suya!

-Sí; después empezó á padecer ataques muy frecuentes de catalepsia. En cuanto á su pasión, hay que reconocer que el recogimiento de su vida y la circunstancia de haberse formado un carácter ficticio, influyeron en aquella explosión repentina. Habíase educado en la vida devota, y la condición mundana de nuestra naturaleza no se reveló en ella en edad oportuna á causa de las anomalías de la juventud. Fué una niña hasta los treinta años; y creo que hubiera sido una excelente mujer, adornada de todas las prendas de lealtad y delicadeza que deben adornar á una esposa, si aquella perfección engañosa, hija de una falsa educación, no torciera en ella su verdadero carácter. Repitiendo lo que ella decía, aunque modificándolo para no proferir una blasfemia, podemos asegurar que la Naturaleza, no Dios, se burló de ella.

Poco después de las últimas escenas de esta historia se retiró á un convento, y allí tenía opinión de santa, á lo cual contribuyó mucho la catalepsia. Creyéronla muerta varias veces, y hasta trataron de enterrarla en una ocasión; mas durante las exequias volvió en sí, pronunciando un nombre que interpretaron todas las monjas como una señal de santidad, pues entendían que repetía las palabras de Jesús: Lázaro, despierta. Indudablemente era una santa. Ocho teólogos lo probaron con ochocientos silogismos. Su vida era ejemplar, su trato tristísimo; oraba mucho, y se dormía, se quedaba en éxtasis casi todos los días. Uno de estos éxtasis fué tan largo, que las monjas sospecharon que no saldría de él. Así fué, en efecto: no volvió en sí. Pero las monjas, por no exponerse á un nuevo chasco, esperaron lo más posible, y al fin se decidieron á enterrarla, seguras de que estaba bien muerta.

Madrid, 1867-68.

FIN DE LA NOVELA LA FONTANA DE ORO


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