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Los siete libros de la Diana

Libro séptimo


Jorge de Montemayor

Prefacio1234567


Libro séptimo

Después que Felismena hubo puesto fin en las diferencias de la pastora Amarílida y el pastor Filemón, y los dejó con propósito de jamás hacer el uno cosa de que el otro tuviese ocasión de quejarse, despedida de ellos, se fue por el valle abajo, por el cual anduvo muchos días sin hallar nueva que algún contento le diese, y como todavía llevaba esperanza en las palabras de la sabia Felicia, no dejaba de pasarle por el pensamiento que después de tantos trabajos se había de cansar la fortuna de perseguirla. Y estas imaginaciones la sustentaban en la gravísima pena de su deseo.

Pues yendo una mañana por en medio de un bosque, al salir de una asomada que por encima de una alta sierra parecía, vio delante sí un verde y amenísimo campo de tanta grandeza que con la vista no se le podía alcanzar el cabo; el cual doce millas adelante iba a fenecer en la falda de unas montañas, que casi no se parecían. Por medio del deleitoso campo corría un caudaloso río, el cual hacía una muy graciosa ribera, en muchas partes poblada de salces y verdes alisos, y otros diversos árboles; y en otras dejaba descubiertas las cristalinas aguas recogiéndose a una parte un grande y espacioso arenal que de lejos más adornaba la hermosa ribera. Las mieses que por todo el campo parecían sembradas, muy cerca estaban de dar el deseado fruto, y a esta causa, con la fertilidad de la tierra, estaban muy crecidos y meneados de un templado viento, hacían unos verdes, claros y oscuros, cosa que a los ojos daba muy gran contento. De ancho tenía bien el deleitoso y apacible prado tres millas en partes; y en otras poco más, y en ninguna había menos de esto.

Pues bajando la hermosa pastora por su camino abajo, vino a dar en un bosque muy grande, de verdes alisos y acebuches asaz poblado, por en medio del cual vio muchas cosas, tan suntuosamente labradas que en gran admiración le pusieron. Y de súbito, fue a dar con los ojos en una muy hermosa ciudad que desde lo alto de una sierra que de frente estaba, con sus hermosos edificios, venía hasta tocar con el muro en el caudaloso río que por medio del campo pasaba. Por encima del cual estaba el más suntuoso y admirable puente que en el universo se podía hallar. Las casas y edificios de aquella ciudad insigne eran tan altos, y con tan grande artificio labrados, que parecía haber la industria humana mostrado su poder. Entre ellos había muchas torres y pirámides, que de altos se levantaban a las nubes. Los templos eran muchos y muy suntuosos; las casas, fuertes; los soberbios muros, los bravos baluartes daban gran lustre a la grande y antigua población, la cual desde allí se divisaba toda.

La pastora quedó admirada de ver lo que delante los ojos tenía, y de hallarse tan cerca de poblado, que era la cosa de que con mayor cuidado andaba huyendo. Y con todo eso se asentó un poco a la sombra de un olivo, y mirando muy particularmente lo que habéis oído, viendo aquella populosa ciudad, le vino a la memoria la gran Soldina, su patria y naturaleza, de adonde los amores de don Felis la traían desterrada; lo cual fue ocasión para no poder pasar sin lágrimas, porque la memoria del bien perdido pocas veces deja de dar ocasión a ellas. Dejando, pues, la hermosa pastora aquel lugar y la ciudad a mano derecha, se fue su paso a paso por una senda que junto al río iba hacia la parte donde sus cristalinas aguas con un manso y agradable ruido, se iban a meter en el mar Océano.

Y habiendo caminado seis millas por la graciosa ribera adelante, vio dos pastoras que al pie de un roble a la orilla del río pasaban la siesta, las cuales, aunque en la hermosura tuviesen una razonable medianía, en la gracia y donaire había un extremo grandísimo: el color del rostro, moreno y gracioso; los cabellos no muy rubios; los ojos negros, gentil aire y gracioso en el mirar; sobre las cabezas tenían sendas guirnaldas de verde yedra, por entre las hojas entretejidas muchas rosas y flores. La manera del vestido le pareció muy diferente del que hasta entonces había visto. Pues levantándose la una con grande prisa a echar una manada de ovejas de un linar adonde se habían entrado, y la otra llegando a beber a un rebaño de cabras al claro río, se volvieron a la sombra del umbroso fresno.

Felismena que entre unos juncales muy altos se había metido, tan cerca de las pastoras que pudiese oír lo que entre ellas pasaba, sintió que la lengua era portuguesa y entendió que el reino en que estaba era Lusitania, porque la una de las pastoras decía con gracia muy extremada en su misma lengua a la otra, tomándose de las manos:

-¡Ay, Duarda, cuán poca razón tienes de no querer a quien te quiere más que a sí! ¡Cuánto mejor te estaría no tratar mal a un pensamiento tan ocupado en tus cosas! Pésame que a tan hermosa pastora le falte piedad para quien en tanta necesidad está de ella.

La otra, que algo más libre parecía, con cierto desdén y un dar de mano, cosa muy natural de personas libres, respondía:

-¿Quieres que te diga, Armia si yo me fiare otra vez de quien tan mal me pagó el amor que le tuve, no tendrá él la culpa del mal que a mí de eso me sucediere? No me pongas delante los ojos servicios que ese pastor algún tiempo me haya hecho, ni me digas ninguna razón de las que él te da para moverme, porque ya pasó el tiempo en que sus razones le valían. Él me prometió de casarse conmigo y se casó con otra. ¿Qué quiere ahora? ¿O qué me pide ese enemigo de mi descanso? Dice que, pues su mujer es finada, que me case con él. No querrá Dios que yo a mí misma me haga tan gran engaño. Déjalo estar, Armia, déjalo, que si él a mí me desea tanto como dice, ese deseo me dará venganza de él.

La otra le replicaba con palabras muy blandas, juntando su rostro con el de la exenta Duarda con muy estrechos abrazos:

-¡Ay, pastora, y cómo te está bien todo cuanto dices; nunca deseé ser hombre, sino ahora para quererte más que a mí! Mas dime, Duarda, ¿por qué has tú de querer que Danteo viva tan triste vida? Él dice que la razón con que de él te quejas, esa misma tiene para su disculpa, porque antes que se casase, estando contigo un día junto al soto de Fremoselle, te dijo: «Duarda, mi padre quiere casarme, ¿qué te parece que haga?», y que tú le respondiste muy sacudidamente: «¿Cómo, Danteo, tan vieja soy yo o tan gran poder tengo en ti que me pidas parecer y licencia para tus casamientos? Bien puedes hacer lo que tu voluntad y la de tu padre te obligare, porque lo mismo haré yo.» Y que esto fue dicho con una manera tan extraña de lo que solía como si nunca te hubiera pasado por el pensamiento quererle bien.

Duarda le respondió:

-Armia, ¿eso llamas tú disculpa? Si no te tuviera tan conocida, en este punto perdía tu discreción grandísimo crédito conmigo. ¿Qué había yo de responder a un pastor que publicaba que no había cosa en el mundo en quien sus ojos pusiese sino en mí? ¡Cuánto más que no es Danteo tan ignorante que no entendiese en el rostro y arte con que yo eso le respondí que no era aquello lo que yo quisiera responderle! Qué donaire tan grande fue toparme él un día antes que eso pasase junto a la fuente, y decirme con muchas lágrimas: «¿Por qué, Duarda, eres tan ingrata a lo que te deseo, que no te quieres casar conmigo a hurto de tus padres, pues sabes que el tiempo les ha de curar el enojo que de eso recibieren?» Yo entonces le respondí: «Conténtate, Danteo, con que yo soy tuya y jamás podré ser de otro, por cosa que me suceda. Y pues yo me contento con la palabra que de ser mi esposo me has dado, no quieras que a trueque de esperar un poco de tiempo más, haga una cosa que tan mal nos está.» Y despedirse él de mí con estas palabras, y al otro día decirme que su padre le quería casar y que le diese licencia, y no contento con esto, casarse dentro de tres días. ¿Parécete, pues, Armia, que es esta harto suficiente causa para yo usar de la libertad, que con tanto trabajo de mi pensamiento tengo ganada?

-Esas cosas -respondió la otra- fácilmente se dicen y se pasan entre personas que se quieren bien, mas no se han de llevar por eso tan al cabo como tú las llevas.

La pastora le replicó:

-Las que se dicen, Armia, tienes razón, mas las que se hacen, ya tú lo ves si llegan al alma de las que queremos bien. En fin, Danteo se casó. Pésame mucho que se lograse poco tan hermosa pastora, y mucho más de ver que no ha un mes que la enterró y ya comienzan a dar vueltas sobre él pensamientos nuevos.

Armia le respondió:

-Matola Dios, porque en fin Danteo era tuyo y no podía ser de otra.

-Pues si eso es así -respondió Duarda-, que quien es de una persona no puede ser de otra, yo la hora de ahora me hallo mía y no puedo ser de Danteo. Y dejemos cosa tan excusada como gastar el tiempo en esto. Mejor será que se gaste en cantar una canción.

Y luego las dos en su misma lengua con mucha gracia comenzaron a cantar lo siguiente:

Os tempos se mudarão,
a vida se acabará
mas a fe sempre estará
onde meus ollos estão.

Os dias e os momentos,
as horas con sus mudanças,
inmigas são desperanças
e amigas de pensamentos.
Os pensamentos estão,
a esperança acabará,
a fe, menão deixará
por honra do coração.

E causa de muytos danos
duvidosa confiança,
que a vida sen esperança
ja não teme desenganos.
Os tempos se ven e vão,
a vida se acabará,
mas a fe não quererá,
fazerme esta sin razão.

Acabada esta canción, Felismena salió del lugar donde estaba escondida, y se llegó a donde las pastoras estaban, las cuales espantadas de su gracia y hermosura se llegaron a ella y la recibieron con muy estrechos abrazos, preguntándole de qué tierra era y de dónde venía. A lo cual la hermosa Felismena no sabía responder, mas antes con muchas lágrimas les preguntaba qué tierra era aquella en que moraban, porque de la suya lengua daba testimonio de ser de la provincia de Vandalia y que por cierta desdicha venía desterrada de sus tierras. Las pastoras portuguesas con muchas lágrimas la consolaban, doliéndose de su destierro, cosa muy natural de aquella nación y mucho más de los habitadores de aquella provincia.

Y preguntándoles Felismena qué ciudad era aquella que había dejado hacia la parte donde el río, con sus cristalinas aguas apresurando su camino, con gran ímpetu venía; y que también deseaba saber qué castillo era aquel que sobre aquel monte mayor, que todos estaba edificado y otras cosas semejantes. Y una de aquellas, que Duarda se llamaba, le respondió que la ciudad se llamaba Coimbra, una de las más insignes y principales de aquel reino y aun de toda la Europa, así por la antigüedad y nobleza de linajes que en ella había, como por la tierra comarcana a ella, la cual aquel caudaloso río, que Mondego tenía por nombre, con sus cristalinas aguas regaba. Y que todos aquellos campos que con tan gran ímpetu iba discurriendo, se llamaban el campo de Mondego, y el castillo que delante los ojos tenían era la luz de nuestra España. Y que este nombre le convenía más que el suyo propio, pues en medio de la infidelidad del mahomético rey Marsilio, que tantos años le había tenido cercado, se había sustentado de manera que siempre había salido vencedor y jamás vencido; y que el nombre que tenía en lengua portuguesa era Monte moro vello, adonde la virtud, el ingenio, valor y esfuerzo habían quedado por trofeos de las hazañas que los habitadores de él en aquel tiempo habían hecho; y que las damas que en él había, y los caballeros que lo habitaban, florecían hoy en todas las virtudes que imaginar se podían. Y así le contó la pastora otras muchas cosas de la fertilidad de la tierra, de la antigüedad de los edificios, de la riqueza de los moradores, de la hermosura y discreción de las ninfas y pastoras que por la comarca del inexpugnable castillo habitaban.

Cosas que a Felismena pusieron en gran admiración, y rogándole las pastoras que comiese, porque no debía venir con poca necesidad de ello, tuvo por bien de aceptarlo. Y en cuanto Felismena comía de lo que las pastoras le dieron, la veían derramar algunas lágrimas, de que ellas en extremo se dolían. Y queriéndole pedir la causa, se lo estorbó la voz de un pastor que muy dulcemente, al son de un rabel, cantaba, el cual fue luego conocido de las dos pastoras porque aquel era el pastor Danteo por quien Armia terciaba con la graciosa Duarda; la cual, con muchas lágrimas, dijo a Felismena:

-Hermosa pastora, aunque el manjar es de pastoras, la comida es de princesa, que mal pensaste tú cuando aquí venías que habías de comer con música.

Felismena entonces le respondió:

-No habría en el mundo, graciosa pastora, música más agradable para mí que vuestra vista y conversación, y esto me daría a mí mayor ocasión para tenerme por princesa que no la música que decís.

Duarda respondió:

-Más había de valer que yo quien eso os mereciese, y más subido de quilate había de ser su entendimiento para entenderlo; mas lo que fuere parte del deseo, hallarse ha en mí muy cumplidamente.

Armia dijo contra Duarda:

-¡Ay, Duarda, cómo eres discreta y cuánto más lo serías si no fueses cruel! ¿Hay cosa en el mundo como esta, que por no oír a aquel pastor que está cantando sus desventuras, está metiendo palabras en medio y ocupando en otra cosa el entendimiento?

Felismena, entendiendo quién podía ser el pastor en las palabras de Armia, las hizo estar atentas y oírle; el cual cantaba al son de su instrumento esta canción en su misma lengua:

Sospiros, miña lembrança
não quer, por que vos não vades,
que o mal que fazen saudades
se cure con esperança.

A esperança não me val
po la causa en que se ten,
nem promete tanto ben
quanto a saudade faz mal.
Mas amor, desconfiança,
me deron tal qualidade
que nen me mata saudade
nen me da vida esperança.

Erarão se se queixaren
os ollos con que eu olley,
porqueu não me queixarey
en quãto os seus me lembraren.
Nem podrá ver mudança
jamais en miña vontade,
ora me mate saudade,
ora me deyxe esperança.

A la pastora Felismena supieron mejor las palabras del pastor, que el convite de las pastoras, porque más le parecía que la canción se había hecho para quejarse de su mal, que para lamentar el ajeno. Y dijo cuando le acabó de oír:

-¡Ay, pastor, que verdaderamente parece que aprendiste en mis males a quejarte de los tuyos! ¡Desdichada de mí, que no veo ni oigo cosa que no me ponga delante la razón que tengo de no desear la vida! Mas no quiera Dios que yo la pierda hasta que mis ojos vean la causa de sus ardientes lágrimas.

Armia dijo a Felismena:

-¿Paréceos, hermosa pastora, que aquellas palabras merecen ser oídas, y que el corazón de adonde ellas salen se debe tener en más de lo que esta pastora lo tiene?

-No trates, Armia -dijo Duarda- de sus palabras, trata de sus obras, que por ellas se ha de juzgar el pensamiento del que las hace. Si tú te enamoras de canciones, y te parecen bien sonetos hechos con cuidado de decir buenas razones, desengáñate, que son la cosa de que yo menos gusto recibo y por la que menos me certifico del amor que se me tiene.

Felismena dijo entonces favoreciendo la razón de Duarda:

-Mira, Armia, muchos males se excusarían, muy grandes desdichas no vendrían en efecto, si nosotras dejásemos de dar crédito a palabras bien ordenadas y a razones compuestas de corazones libres, porque en ninguna cosa ellos muestran tanto serlo, como en saber decir por orden un mal que cuando es verdadero, no hay cosa más fuera de ella. ¡Desdichada de mí que no supe yo aprovecharme de este consejo!

A este tiempo llegó el pastor portugués donde las pastoras estaban, y dijo contra Duarda en su misma lengua:

-A, pastora, se as lagrimas destos ollos e as mago as deste coração, são pouca parte para abrandar a dureza con que sou tratado! Nano quero de ti mais, senão que miña compañia por estes campos tenão seja importuna, ne os tristes versos que meu mal junto a esta fermosa ribeyra me faz cantar, te den ocasião denfadamento. Passa, fremosa pastora, a sesta a asombra destes salgeiros, que o teu pastor te levara as cabras a o rio, e estara a o terreiro do sol en quanto elas nas crystalinas aguas se bañaren. Pentea, fremosa pastora, os teus cabelos douro junto aquela cara fonte, donde ven o ribeiro que cerca este fremoso prado, que eu yrei en tanto a repastar teu gado, e terei conta con que as ovellas não entren nas searas que a longo desta ribeira estão. Dessejo que não tomes traballo en cousa nenhua, nen heu descanço en quanto en cousas tuas não traballar. Se ysto te parece pouco amor, dize tu en que te poderei mostrar o ben que te quero; que não amor sinal da peso a dezir verdade en qualquier cousa que diz que ofrecerse ha a esperiencia dela.

La pastora Duarda entonces respondió:

-Danteo, se he verdade que ay amor no mundo, eu o tive contigo, e tan grande como tu sabes; jamais ninhun pastor de quantos apacentão seus ganados por los campos de Mondego, e ben as suas claras aguas, alcançou de mi ninhua so palabra con que tiveses occasião de queixarte de Duarda, nen do amor que te ela sempre mostrou a ninguen tuas lagrimas e ardentes sospiros mais magoaron que a mi; ho dia que te meus ollos não viãno, jamais se levantavão a cousa que a lles dese gosto. As vacas que tu guardavas, erão mais que miñas, muytas mais vezes, receosa que as aguardas deste deleitoso campo lles não impedissen ho pasto, me punã heu desdaquel outeiro por ver si parecião doque miñas ovellas erão por mi apacentadas, nen postas en parte onde sen sobresalto pescessen as ervas desta fermosa ribeyra; isto me danou a mi tanto en mostrarme sojeyta como a ti en fazerte confiado. Ben sey que de minan sogeicão naceu tua confíança e de tua confiança fazer ho que fiziste. Tu te casaste con Andresa, cuja alma este en gloria, que cousa he esta que algun tenpo não pidi a Deus, antes lle pidia vingança dela e de ti; eu passey despois de voso casamento o que tu e outros muytos saben, quis miña fortuna que a tua me não dese pena. Deixame gozar de miña libertade e não esperes que comigo poderas gañar o que por culpa tua perdeste.

Acabando la pastora la terrible respuesta que habéis oído, y queriendo Felismena meterse en medio de la diferencia de los dos, oyeron a una parte del prado muy gran ruido, y golpes como de caballeros que se combatían, y todos con muy gran prisa se fueron a la parte donde se oían por ver qué cosa fuese. Y vieron en una isleta que el río con una vuelta hacía, tres caballeros que con uno solo se combatían; y aunque se defendía valientemente, dando a entender su esfuerzo y valentía, con todo eso los tres le daban tanto quehacer que le ponían en necesidad de aprovecharse de toda su fuerza. La batalla se hacía a pie y los caballos estaban arrendados a unos pequeños árboles que allí había. Y a este tiempo ya el caballero solo tenía uno de los tres tendido en el suelo, de un golpe de espada, con el cual le acabó la vida. Pero los otros dos, que muy valientes eran, le traían ya tal, que no se esperaba otra cosa sino la muerte.

La pastora Felismena, que vio aquel caballero en tan gran peligro, y que si no le socorriese, no podría escapar con la vida, quiso poner la suya a riesgo de perderla por hacer lo que en aquel caso era obligada, y poniendo una aguda saeta en su arco, dijo contra uno de ellos:

-¡Teneos afuera, caballeros, que no es de personas que de este nombre se precian, aprovecharse de sus enemigos con ventaja tan conocida!

Y apuntándole a la vista de la celada, le acertó con tanta fuerza que, entrándole por entre los ojos, pasó de la otra parte, de manera que aquel vino muerto al suelo. Cuando el caballero solo vio muerto a uno de los contrarios, arremetió al tercero con tanto esfuerzo, como si entonces comenzara su batalla, pero Felismena le quitó de trabajo poniendo otra flecha en su arco, con la cual, no parando en las armas, le entró por debajo de la tetilla izquierda y le atravesó el corazón, de manera que el caballero llevó el camino de sus compañeros. Cuando los pastores vieron lo que Felismena había hecho, y el caballero vio de dos tiros matar dos caballeros tan valientes, así unos como otros quedaron en extremo admirados. Pues quitándose el caballero el yelmo, y llegándose a ella, le dijo:

-Hermosa pastora, ¿con qué podré yo pagaros tan grande merced como la que de vos he recibido en este día, sino en tener conocida esta deuda para nunca jamás perderla del pensamiento?

Cuando Felismena vio el rostro al caballero y lo conoció quedó tan fuera de sí que de turbada casi no le supo hablar. Mas, volviendo en sí, le respondió:

-¡Ay, don Felis, que no es esta la primera deuda en que tú me estás, y no puedo yo creer que tendrás de ella el conocimiento que dices, sino el que de otras muy mayores me has tenido! Mira a qué tiempo me ha traído mi fortuna y tu desamor, que quien solía en la ciudad ser servida de ti con torneos, justas y otras cosas con que me engañabas, o con que yo me dejaba engañar, anda ahora desterrada de su tierra y de su libertad, por haber tú querido usar de la tuya. Si esto no te trae a conocimiento de lo que me debes, acuérdate que un año te estuve sirviendo de paje en la corte de la princesa Cesarina; y aun de tercero contra mí misma, sin jamás descubrirte mi pensamiento, por solo dar remedio al mal que el tuyo te hacía sentir. ¡Oh, cuántas veces te alcancé los favores de Celia, tu señora, a gran costa de mis lágrimas! Y no lo tengas en mucho, que cuando estas no bastaran, la vida diera yo a trueque de remediar la mala que tus amores te daban. Si no estás saneado de lo mucho que te he querido, mira las cosas que la fuerza de amor me ha hecho hacer. Yo me salí de mi tierra, yo te vine a servir y a dolerme del mal que sufrías, y a sufrir el agravio que yo en esto recibía y, a trueque de darte contento, no tenía en nada vivir la más triste vida que nadie vivió. En traje de dama te he querido como nunca nadie quiso; en hábito de paje te serví, en la cosa más contraria a mi descanso que se puede imaginar; y aun ahora en traje de pastora vine a hacerte este pequeño servicio. Ya no me queda más que hacer si no es sacrificar la vida a tu desamor si te parece que debo hacerlo, y que tú no te has de acordar de lo mucho que te he querido y quiero: la espada tienes en la mano, no quieras que otro tome en mí la venganza de lo que te merezco.

Cuando el caballero oyó las palabras de Felismena y conoció todo lo que dijo haber sido así, el corazón se le cubrió de ver las sinrazones que con ella había usado; de manera que esto y la mucha sangre que de las heridas se le iba, fueron causa de un súbito desmayo, cayendo a los pies de la hermosa Felismena como muerto. La cual con la mayor pena que imaginar se puede, tomándole la cabeza en su regazo con muchas lágrimas que sobre el rostro de su caballero destilaba, comenzó a decir:

-¿Qué es esto, fortuna? ¿Es llegado el fin de mi vida junto con la del mi don Felis? ¡Ay, don Felis, causa de todo mi mal! Si no bastan las muchas lágrimas que por tu causa he derramado, y las que sobre tu rostro derramo, para que vuelvas en ti, ¿qué remedio tendrá esta desdichada para que el gozo de verte no se le vuelva en ocasión de desesperarse? ¡Ay, mi don Felis! Despierta, si es sueño el que tienes, aunque no me espantaría si no le hicieses, pues jamás cosas mías te le hicieron perder.

En estas y otras lamentaciones estaba la hermosa Felismena, y las pastoras portuguesas le ayudaban cuando por las piedras que pasaban a la isla, vieron venir una hermosa ninfa con un vaso de oro y otro de plata en las manos, la cual luego de Felismena fue conocida y le dijo:

-¡Ay, Dórida! ¿Quién había de ser la que a tal tiempo socorriese a esta desdichada sino tú? Llégate acá, hermosa ninfa, y verás puesta la causa de todos mis trabajos en el mayor que es posible tenerse.

Dórida entonces le respondió:

-Para estos tiempos es el ánimo, y no te fatigues, hermosa Felismena, que el fin de tus trabajos es llegado y el principio de tu contentamiento.

Y diciendo esto, le echó sobre el rostro de una odorífera agua que en el vaso de plata traía, la cual le hizo volver en todo su acuerdo, y le dijo:

-Caballero, si queréis cobrar la vida y darla a quien tan mala a causa vuestra la ha pasado, bebed del agua de este vaso.

Y tomando don Felis el vaso de oro en las manos, bebió gran parte del agua que en él venía. Y como hubo un poco reposado con ella, se sintió tan sano de las heridas que los tres caballeros le habían hecho, y de la que amor a causa de la señora Celia le había dado, que no sentía más la pena que cada una de ellas le podían causar que si nunca las hubiera tenido. Y de tal manera se le volvió a renovar el amor de Felismena, que en ningún tiempo le pareció haber estado tan vivo como entonces; y sentándose encima de la verde hierba, tomó las manos de la pastora y besándoselas muchas veces decía:

-¡Ay, Felismena! ¡Cuán poco haría yo en dar la vida a trueque de lo que te debo! Que pues por ti la tengo, muy poco hago en darte lo que es tuyo. ¿Con qué ojos podrá mirar tu hermosura el que faltándole el conocimiento de lo que te debía, osó ponerlos en otra parte? ¿Qué palabras bastarían para disculparme de lo que contra ti he cometido? Desdichado de mí si tu condición no es en mi favor, porque ni bastará satisfacción para tan gran yerro ni razón para disculparme de la grande que tienes de olvidarme. Verdad es que yo quise bien a Celia y te olvidé, mas no de manera que de la memoria se me pasase tu valor y hermosura. Y lo bueno es que no sé a quién ponga parte de la culpa que se me puede atribuir, porque si quiero ponerla a la poca edad que entonces tenía, pues la tuve para querer, no me había de faltar para estar firme en la fe que te debía; si a la hermosura de Celia, muy claro está la ventaja que a ella y a todas las del mundo tienes; si a la mudanza de los tiempos, ese había de ser el toque donde mi firmeza había de mostrar su valor; si a la traidora de ausencia, tampoco parece bastante disculpa, pues el deseo de verte había estado ausente de sustentar tu imagen en mi memoria. Mira, Felismena, cuán confiado estoy en tu bondad y clemencia, que sin miedo te oso poner delante las causas que tienes de no perdonarme. Mas, ¿qué haré para que me perdones o para que después de perdonado, crea que estás satisfecha? Una cosa me duele más que cuantas en el mundo me pueden dar pena, y es ver que puesto caso que el amor que me has tenido y tienes te haga perdonar tantos yerros, ninguna vez alzaré los ojos a mirarte que no me lleguen al alma los agravios que de mí has recibido.

La pastora Felismena que vio a don Felis tan arrepentido, y tan vuelto a su primero pensamiento, con muchas lágrimas le decía que ella le perdonaba, pues no sufría menos el amor que siempre le había tenido y que si pensara no perdonarle, no se hubiera por su causa puesto a tantos trabajos; y otras cosas muchas con que don Felis quedó confirmado en el primero amor. La hermosa ninfa Dórida se llegó al caballero, y después de haber pasado entre los dos muchas palabras y grandes ofrecimientos, de parte de la sabia Felicia, le suplicó que él y la hermosa Felismena se fuesen con ella al templo de la diosa Diana, donde los quedaba esperando con grandísimo deseo de verlos. Don Felis lo concedió y, despedido de las pastoras portuguesas, que en extremo estaban espantadas de lo que visto habían, y del afligido pastor Danteo, tomando los caballos de los caballeros muertos, los cuales, sobre tomar a Danteo el suyo, le habían puesto en tanto aprieto, se fueron por su camino adelante, contando Felismena a don Felis con muy gran contento lo que había pasado, después que no le había visto. De lo cual él se espantó extrañamente, y especialmente de la muerte de los tres salvajes, y de la casa de la sabia Felicia y suceso de los pastores y pastoras, y todo lo más que en este libro se ha contado. Y no poco espanto llevaba don Felis en ver que su señora Felismena le hubiese servido tantos días de paje y que de puro divertido el entendimiento, no la había conocido; y por otra parte era tanta su alegría de verse de su señora bien amado, que no podía encubrirlo. Pues caminando por sus jornadas, llegaron al templo de Diana, donde la sabia Felicia los esperaba, y asimismo los pastores Arsileo y Belisa, y Silvano y Selvagia, que pocos días había que eran allí venidos. Fueron recibidos con muy gran contento de todos, especialmente la hermosa Felismena, que por su bondad y hermosura de todos era tenida en gran posesión. Allí fueron todos desposados con las que bien querían, con gran regocijo y fiesta de todas las ninfas y de la sabia Felicia, a la cual no ayudó poco Sireno con su venida, aunque de ella se le siguió lo que en la segunda parte de este libro se contará, juntamente con el suceso del pastor y pastora portuguesa Danteo y Duarda.



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