Los siete libros de la Diana
Libro segundo
Jorge de Montemayor
Prefacio – 1 – 2 – 3– 4 – 5 – 6 – 7
Libro segundo
Ya los pastores, que por los campos del caudaloso Ezla apacentaban sus ganados, se comenzaban a mostrar cada uno con su rebaño por la orilla de sus cristalinas aguas, tomando el pasto antes que el sol saliese, y advertiendo el mejor lugar para después pasar la calorosa siesta, cuando la hermosa pastora Selvagia, por la cuesta que de la aldea bajaba al espeso bosque, venía trayendo delante de sí sus mansas ovejuelas. Y después de haberlas metido entre los árboles bajos y espesos, de que allí había mucha abundancia, y verlas ocupadas en alcanzar las más bajuelas ramas, satisfaciendo la hambre que traían, la pastora se fue derecha a la fuente de los alisos, donde el día antes con los dos pastores había pasado la siesta.
Y como vio el lugar tan aparejado para tristes imaginaciones, se quiso aprovechar del tiempo, sentándose cabe la fuente, cuya agua con la de sus ojos acrecentaba. Y después de haber gran rato imaginado, comenzó a decir:
-Por ventura, Alanio, ¿eres tú aquel cuyos ojos nunca ante los míos vi enjutos de lágrimas? ¿Eres tú el que tantas veces a mis pies vi rendido, pidiéndome con razones amorosas la clemencia de que yo por mi mal usé contigo? Dime pastor, y el más falso que se puede imaginar en la vida: ¿es verdad que me querías para cansarte tan presto de quererme? Debías imaginar que no estaba en más olvidarte yo que en saber que era de ti olvidada; que oficio es de hombres que no tratan los amores como deben tratarse, pensar que lo mismo podrán acabar sus damas consigo que ellos han acabado. Aunque otros vienen a tomarlo por remedio, para que en ellas se acreciente el amor; y otros porque los celos, que las más veces fingen, vengan a sujetar a sus damas, de manera que no sepan ni puedan poner los ojos en otra parte; y los más vienen poco a poco a manifestar lo que de antes fingían, por donde más claramente descubren su deslealtad. Y vienen todos estos extremos a resultar en daño de las tristes, que sin mirar los fines de las cosas nos venimos a aficionar, para jamás dejar de quereros, ni vosotros de pagárnoslo tan mal como tú me pagas lo que te quise y quiero. Así que cuál de estos hayas sido no puedo entenderlo. Y no te espantes que en los casos de desamor entienda poco, quien en los de amor está tan ejercitada. Siempre me mostraste gran honestidad en tus palabras, por donde nunca menos esperé de tus obras. Pensé que en un amor en el cual me dabas a entender que tu deseo no se extendía a querer de mí más que quererme, jamás tuviera fin porque si a otra parte encaminaras tus deseos, no sospechara firmeza en tus amores. ¡Ay triste de mí, que por temprano que vine a entenderte, ha sido para mí tarde! Venid vos acá mi zampoña, y pasaré con vos el tiempo, que si yo con sola vos lo hubiera pasado, fuera de mayor contento para mí.
Y tomando su zampoña, comenzó a cantar la siguiente canción:
«Aguas, que de lo alto de esta sierra
bajáis con tal ruido al hondo valle,
¿por qué no imagináis las que del alma
destilan siempre mis cansados ojos?
y ¿qué es la causa el infelice tiempo
en que fortuna me robó mi gloria?Amor me dio esperanza de tal gloria,
que no hay pastora alguna en esta sierra,
que así pensase de alabar el tiempo;
pero después me puso en este valle
de lágrimas, a do lloran mis ojos,
no ver lo que están viendo los del alma.En tanta soledad, ¿qué hace un alma,
que en fin llego a saber qué cosa es gloria,
o adónde volveré mis tristes ojos,
si el prado, el bosque, el monte, el soto, y sierra,
la arboleda, y fuentes de este valle,
no hacen olvidar tan dulce tiempo?¿Quién nunca imaginó que fuera el tiempo
verdugo tan cruel para mi alma;
o qué fortuna me apartó de un valle,
que toda cosa en él me daba gloria?
Hasta el hambriento lobo que a la sierra
subía era agradable ante mis ojos.Mas ¿qué podrán fortuna ver los ojos,
que veían su pastor en algún tiempo
bajar con sus corderos de una sierra,
cuya memoria siempre está en mi alma?
¡Oh fortuna enemiga de mi gloria,
cómo me cansa este enfadoso valle!Mas ¿cuándo tan ameno y fresco valle
no es agradable a mis cansados ojos,
ni en él puedo hallar contento, o gloria,
ni espero ya tenerle en algún tiempo?
Ved en qué extremo debe estar mi alma.
¡Oh quién volviese a aquella dulce sierra!¡Oh alta sierra, ameno y fresco valle
do descanso mi alma, y estos ojos!
Decid, ¿verme algún tiempo en tanta gloria?»
A este tiempo Silvano estaba con su ganado entre unos mirtos que cerca de la fuente había, metido en sus tristes imaginaciones, y cuando la voz de Selvagia oyó, despierta como de un sueño, y muy atento estuvo a los versos que cantaba. Pues como este pastor fuese tan mal tratado de amor, y tan desfavorecido de Diana, mil veces la pasión le hacía salir de seso, de manera que hoy daba en decir mal de amor, mañana en alabarle; un día en estar ledo, y otro en estar más triste que todos los tristes; hoy en decir mal de mujeres, mañana en encarecerlas sobre todas las cosas. Y así vivía el triste una vida que sería gran trabajo darla a entender, y más a personas libres. Pues habiendo oído el dulce canto de Selvagia, y salido de sus tristes imaginaciones, tomó su rabel, y comenzó a cantar lo siguiente:
«Cansado está de oírme el claro río,
el valle y soto tengo importunados;
y están de oír mis quejas, ¡oh amor mío!,
alisos, hayas, olmos ya cansados.
Invierno, primavera, otoño, estío,
con lágrimas regando estos collados,
estoy a causa tuya, ¡oh cruda fiera!
¿No habría en esa boca un no siquiera?De libre me hiciste ser cautivo,
de hombre de razón, quien no la siente;
quisísteme hacer de muerto vivo,
y allí de vivo, muerto en continente.
De afable me hiciste ser esquivo,
de conversable aborrecer la gente;
solía tener ojos y estoy ciego;
hombre de carne fui, ya soy de fuego.¿Qué es esto corazón, no estáis cansado?,
¿aún hay más que llorar, decid, ojos míos?,
mi alma, ¿no bastaba el mal pasado?,
lágrimas, ¿aún hacéis crecer los ríos?
Entendimiento, ¿vos no estáis turbado?,
sentido, ¿no os turbaron sus desvíos?,
pues, ¿cómo entiendo, lloro, veo y siento,
si todo lo ha gastado ya el tormento?Quien hizo a mi pastora, ¡ay perdido!,
aquel cabello de oro, y no dorado,
el rostro de cristal tan escogido,
la boca de un rubí muy extremado,
el cuello de alabastro y el sentido
muy más que otra ninguna levantado,
¿por qué su corazón no hizo ante
de cera, que de mármol y diamante?Un día estoy conforme a mi fortuna,
y al mal que me ha causado mi Diana,
el otro el mal me aflige e importuna,
cruel la llamo, fiera e inhumana.
Y así no hay en mi mal orden alguna,
lo que hoy afirmo, niégolo mañana;
todo es así, y paso así una vida,
que presto vean mis ojos consumida.»
Cuando la hermosa Selvagia en la voz conoció al pastor Silvano, se fue luego a él, y recibiéndose los dos con palabras de grande amistad se asentaron a la sombra de un espeso mirto que en medio dejaba un pequeño pradecillo, más agradable por las doradas flores de que estaba matizado de lo que sus tristes pensamientos pudieran desear. Y Silvano comenzó a hablar de esta manera:
-No sin grandísima compasión se debe considerar, hermosa Selvagia, la diversidad de tantos y tan desusados infortunios como suceden a los tristes que queremos bien. Mas entre todos ellos ninguno me parece que tanto se debe temer, como aquel que sucede después de haberse visto la persona en un buen estado. Y esto, como tú ayer me decías, nunca llegué a saberlo por experiencia. Mas como la vida que paso es tan ajena de descanso, y tan entregada a tristezas, infinitas veces estoy buscando invenciones para engañar el gusto. Para lo cual me vengo a imaginar muy querido de mi señora, y sin abrir mano de esta imaginación me estoy todo lo que puedo; pero después que llego a la verdad de mi estado, quedo tan confuso que no sé decirlo, porque sin yo quererlo me viene a faltar la paciencia. Y pues la imaginación no es cosa que se pueda sufrir, ved ¿qué haría la verdad?
Selvagia le respondió:
-Quisiera yo, Silvano, estar libre de esta pasión, para saber hablar en ella como en tal materia sería menester; que no quieras mayor señal de ser el amor mucho o poco, la pasión pequeña o grande, que oírla decir al que la siente. Porque nunca pasión bien sentida pudo ser bien manifestada con la lengua del que la padece: así que estando yo tan sujeta a mi desventura, y tan quejosa de la sinrazón que Alanio me hace, no podré decir lo mucho que de esto siento. A tu discreción lo dejo, como a cosa de que me puedo muy bien fiar.
Silvano dijo suspirando:
-Ahora yo, Selvagia, no sé qué diga, ni qué remedio podría haber en nuestro mal. ¿Tú, por dicha, sabes alguno?
Selvagia respondió:
-¡Y cómo ahora lo sé! ¿Sabes qué remedio, pastor? Dejar de querer.
-¿Y esto podrías tú acabarlo contigo? -dijo Silvano.
-Como la fortuna, o el tiempo lo ordenase -respondió Selvagia.
-Ahora te digo -dijo Silvano muy admirado- que no te haría agravio en no haber mancilla de tu mal, porque amor que está sujeto al tiempo, y a la fortuna, no puede ser tanto que dé trabajo a quien lo padece.
Selvagia le respondió:
-¿Y podrías tú, pastor, negarme que sería posible haber fin en tus amores, o por muerte, o por ausencia, o por ser favorecido en otra parte, y tenidos en más tus servicios?
-No me quiero -dijo Silvano- hacer tan hipócrita en amor que no entienda lo que me dices ser posible, mas no en mí. Y mal haya el amador que, aunque a otros vea sucederles de la manera que me dices, tuviera tan poca constancia en los amores que piense poderle a él suceder cosa tan contraria a su fe.
-Yo mujer soy -dijo Selvagia- y en mí verás si quiero todo lo que se puede querer. Pero no me estorba esto imaginar que en todas las cosas podría haber fin. Por más firmes que sean, porque oficio es del tiempo y de la fortuna andar en estos movimientos tan ligeros, como ellos lo han sido siempre. Y no pienses, pastor, que me hace decir esto el pensamiento de olvidar aquel que tan sin causa me tiene olvidada, sino lo que de esta pasión tengo experimentado.
A este tiempo oyeron un pastor que por el prado adelante venía cantando, y luego fue conocido de ellos ser el olvidado Sireno, el cual venía al son de su rabel cantando estos versos:
«Andad, mis pensamientos, do algún día
os ibais de vos muy confiados,
veréis horas y tiempos ya mudados,
veréis que vuestro bien pasó, solía;
veréis que en el espejo a do me veía,
y en el lugar do fuisteis estimados,
se mira por mi suerte y tristes hados
aquel que ni aun pensarlo merecía;
veréis también cómo entregué la vida
a quien sin causa alguna la desecha,
y aunque es ya sin remedio el grave daño,
decidle si podéis a la partida,
que allá profetizaba mi sospecha,
lo que ha cumplido acá su desengaño.»
Después que Sireno puso fin a su canto, vio como hacia él venía la hermosa Selvagia y el pastor Silvano, de que no recibió pequeño contentamiento, y después de haberse recibido, determinaron ir a la fuente de los alisos, donde el día antes habían estado. Y primero que allá llegasen, dijo Silvano:
-Escucha, Selvagia: ¿no oyes cantar?
-Sí oigo -dijo Selvagia-, y aun parece más de una voz.
-¿A dónde será?-dijo Sireno.
-Paréceme -respondió Selvagia- que es en el prado de los laureles, por donde pasa el arroyo que corre de esta clara fuente. Bien será que nos lleguemos allá, y de manera que no nos sientan los que cantan, porque no interrumpamos la música.
-Vamos -dijo Selvagia.
Y así su paso a paso se fueron hacia aquella parte donde las voces se oían, y escondiéndose entre unos árboles que estaban junto al arroyo, vieron sobre las doradas flores asentadas tres ninfas, tan hermosas que parecía haber en ellas dado la naturaleza muy clara muestra de lo que puede.
Venían vestidas de unas ropas blancas, labradas por encima de follajes de oro, sus cabellos que los rayos del sol oscurecían, revueltos a la cabeza, y tomados con sendos hilos de orientales perlas, con que encima de la cristalina frente se hacía una lazada, y en medio de ella estaba una águila de oro, que entre las uñas tenía un muy hermoso diamante. Todas tres de concierto tañían sus instrumentos tan suavemente que junto con las divinas voces no parecieron sino música celestial, y la primera cosa que cantaron fue este villancico:
«Contentamientos de amor
que tan cansados llegáis,
si venís, ¿para qué os vais?Aún no acabáis de venir,
después de muy deseados,
cuando estáis determinados
de madrugar y partir;
si tan presto os habéis de ir,
y tan triste me dejáis,
placeres no me veáis.Los contentos huyo de ellos,
pues no me vienen a ver
más que por darme a entender
lo que se pierde en perderlos;
y pues ya no quiero verlos,
descontentos no os partáis,
pues volvéis después que os vais.»
Después que hubieron cantado, dijo la una, que Dórida se llamaba:
-Hermana Cintia, ¿es esta la ribera adonde un pastor llamado Sireno anduvo perdido por la hermosa pastora Diana?
La otra le respondió:
-Esta sin duda debe ser, porque junto a una fuente que está cerca de este prado me dicen que fue la despedida de los dos, digna de ser para siempre celebrada, según las amorosas razones que entre ellos pasaron.
Cuando Sireno esto oyó, quedó fuera de sí en ver que las tres ninfas tuviesen noticia de sus desventuras. Y prosiguiendo Cintia dijo:
-En esta ribera hay otras muy hermosas pastoras, y otros pastores enamorados, adonde el amor ha mostrado grandísimos efectos, y algunos muy al contrario de lo que se esperaba.
La tercera, que Polidora se llamaba, le respondió:
-Cosa es esta de que yo no me espantaría, porque no hay suceso en amor, por avieso que sea, que ponga espanto a los que por estas cosas han pasado. Mas dime, Dórida, ¿cómo sabes tú de esa despedida?
-Lo sé -dijo Dórida-. Porque al tiempo que se despidieron junto a la fuente que digo, lo oyó Celio que desde encima de un roble los estaba acechando, y la puso toda al pie de la letra en verso, de la misma manera que ella pasó; por eso si me escucháis al son de mi instrumento pienso cantarla.
Cintia le respondió:
-Hermosa Dórida, los hados te sean favorables como nos es alegre tu gracia y hermosura, y no menos será oírte cantar cosa tanto para saber.
Y tomando Dórida su arpa, comenzó a cantar de esta manera:
Canto de la ninfa
«Junto a una verde ribera,
de arboleda singular,
donde para se alegrar,
otro que más libre fuera,
hallara tiempo y lugar,
Sireno, un triste pastor,
recogía su ganado,
tan de veras lastimado
cuanto burlando el amor
descansa el enamorado.
Este pastor se moría
por amores de Diana,
una pastora lozana,
cuya hermosura excedía
la naturaleza humana.
La cual jamás tuvo cosa
que en sí no fuese extremada,
pues ni pudo ser llamada
discreta por no hermosa,
ni hermosa por no avisada.
No era desfavorecido,
que a serlo quizá pudiera,
con el uso que tuviera,
sufrir, después de partido,
lo que de ausencia sintiera,
que el corazón desusado,
de sufrir pena o tormento,
si no sobra entendimiento,
cualquier pequeño cuidado
le cautiva el sufrimiento.
Cabe un río caudaloso,
Ezla, por nombre llamado,
andaba el pastor cuitado,
de ausencia muy temeroso,
repastando su ganado.
Y a su pastora aguardando
está con grave pasión,
que estaba aquella sazón
su ganado apacentando
en los montes de León.
Estaba el triste pastor,
en cuanto no parecía,
imaginando aquel día
en que el falso dios de Amor
dio principio a su alegría.
Y dice viéndose tal:
“El bien que el amor me ha dado
imagino yo cuitado,
porque este cercano mal
lo sienta después doblado.”
El sol, por ser sobre tarde,
con su fuego no le ofende,
mas el que de amor depende
y en él su corazón arde
mayores llamas enciende.
La pasión lo convidaba,
la arboleda le movía,
el río parar hacía,
el ruiseñor ayudaba
a estos versos que decía:
Canción de Sireno
“Al partir llama partida
el que no sabe de amor,
mas yo le llamo un dolor
que se acaba con la vida.
Y quiera Dios que yo pueda
esta vida sustentar,
hasta que llegue al lugar
donde el corazón me queda,
porque el pensar en partida
me pone tan gran pavor,
que a la fuerza del dolor
no podrá esperar la vida.”
Esto Sireno cantaba,
y con su rabel tañía,
tan ajeno de alegría
que el llorar no le dejaba
pronunciar lo que decía.
Y por no caer en mengua,
si le estorba su pasión,
acento o pronunciación,
lo que empezaba la lengua,
acababa el corazón.
Ya después que hubo cantado,
Diana vio que venía,
tan hermosa que vestía
de nueva color el prado
donde sus ojos ponía.
Su rostro como una flor,
tan triste que es locura
pensar que humana criatura
juzgue cuál era mayor,
la tristeza o hermosura.
Muchas veces se paraba
vueltos los ojos al suelo,
y con tan gran desconsuelo
otras veces los alzaba,
que los hincaba en el cielo.
Diciendo, con más dolor
que cabe en entendimiento:
pues el bien trae tal descuento,
de hoy más bien puedes, amor,
guardar tu contentamiento.
La causa de sus enojos
muy claro allí la mostraba;
si lágrimas derramaba
pregúntenlo a aquellos ojos
con que a Sireno mataba.
Si su amor era sin par
su calor no lo encubría,
y si la ausencia temía
pregúntenlo a este cantar,
que con lágrimas decía:
Canción de Diana
“No me diste, ¡oh crudo amor!,
el bien que tuve en presencia,
sino porque el mal de ausencia
me parezca muy mayor.
Das descanso, das reposo,
no por dar contentamiento,
mas porque esté el sufrimiento,
algunos tiempos ocioso.
Ved qué invenciones de amor,
darme contento en presencia,
porque no tenga en ausencia
reparo contra el dolor.”
Siendo Diana llegada
donde sus amores vio,
quiso hablar, mas no habló,
y el triste no dijo nada
aunque el hablar cometió.
Cuanto había que hablar
en los ojos lo mostraban,
mostrando lo que callaban
con aquel blando mirar
con que otras veces hablaban.
Ambos juntos se sentaron
debajo un mirto florido,
cada uno de otro vencido
por las manos se tomaron,
casi fuera de sentido,
porque el placer de mirarse,
y el pensar presto no verse,
los hacen enternecerse,
de manera que a hablarse
ninguno pudo atreverse.
Otras veces se topaban
en esta verde ribera,
pero muy de otra manera
el toparse celebraban
que esta que fue la postrera.
Extraño efecto de amor,
verse dos que se querían
todo cuanto ellos podían,
y recibir más dolor
que al tiempo que no se veían.
Veía Sireno llegar
el grave dolor de ausencia,
ni allí le basta paciencia
ni alcanza para hablar
de sus lágrimas licencia.
A su pastora miraba,
su pastora mira a él,
y con un dolor crüel
la habló, mas no hablaba,
que el dolor habla por él:
“¡Ay, Diana! ¿Quién dijera
que cuando yo más penara,
que ninguno imaginara
en la hora que te viera
mi alma no descansara?
¿En qué tiempo y qué sazón
creyera, señora mía,
que alguna cosa podría
causarme mayor pasión
que tu presencia alegría?
¿Quién pensara que esos ojos
algún tiempo me mirasen,
que, señora, no atajasen
todos los males y enojos
que mis males me causasen?
Mira, señora, mi suerte
si ha traído buen rodeo,
que si antes mi deseo
me hizo morir por verte,
ya muero porque te veo.
Y no es por falta de amarte,
pues nadie estuvo tan firme,
mas porque suelo venirme
a estos prados a mirarte,
y ora vengo a despedirme.
Hoy diera por no te ver,
aunque no tengo otra vida,
este alma de ti vencida,
solo por entretener
el dolor de la partida.
Pastora, dame licencia,
que diga que mi cuidado
sientes en el mismo grado,
que no es mucho en tu presencia
mostrarme tan confiado.
Pues Diana, si es así,
¿cómo puedo yo partirme?,
¿o tú cómo dejas irme?,
¿o cómo vengo yo aquí,
sin empacho a despedirme?
¡Ay Dios, ay pastora mía!
¿Cómo no hay razón que dar,
para de ti me quejar?
¿Y cómo tú cada día
la tendrás de me olvidar?
No me haces tú partir,
esto también lo diré,
ni menos lo hace mi fe;
y si quisiese decir
quién lo hace: no lo sé.”
Lleno de lágrimas tristes,
y a menudo suspirando,
estaba el pastor hablando
estas palabras que oíste,
y ella las oye llorando.
A responder se ofreció:
mil veces lo cometía,
mas de triste no podía
y por ella respondió
el amor que le tenía:
“A tiempo estoy, ¡oh Sireno!,
que diré más que quisiera,
que aunque mi mal se entendiera,
tuviera, pastor, por bueno
el callarlo, si pudiera.
Mas ¡ay de mí, desdichada!,
vengo a tiempo a descubrirlo
que ni aprovecha decirlo
para excusar mi jornada,
ni para yo despedirlo.
¿Por qué te vas, di pastor,
por qué me quieres dejar?
¿Dónde el tiempo y el lugar,
y el gozo de nuestro amor ,
no se me podrá olvidar?
¿Qué sentiré desdichada
llegando a este valle ameno,
cuando diga, a tiempo bueno,
aquí estuve yo sentada
hablando con mi Sireno?
Mira si será tristeza,
no verte y ver este prado
de árboles tan adornado,
y mi nombre en su corteza,
por tus manos señalado.
¡Oh si habrá igual dolor,
que el lugar a do me viste,
verle tan solo y tan triste,
donde con tan gran temor
tu pena me descubriste!
Si ese duro corazón
se ablanda para llorar,
¿no se podría ablandar
para ver la sinrazón
qué haces en me dejar?
¡Oh, no llores, mi pastor,
que son lágrimas en vano,
y no está el seso muy sano
de aquel que llora el dolor
si el remedio está en su mano!
Perdóname, mi Sireno,
si te ofendo en lo que digo,
déjame hablar contigo
en aqueste valle ameno,
do no me dejas conmigo.
Que no quiero ni aun burlando
verme apartada de ti.
No te vayas, ¿quieres?, di,
duélate ahora ver llorando
los ojos con que te vi.”
Volvió Sireno a hablar;
dijo: “Ya debes sentir
si yo me quisiera ir,
mas tú me mandas quedar
y mi ventura partir.
Viendo tu gran hermosura,
estoy, señora, obligado
a obedecerte de grado,
mas triste, que a mi ventura
he de obedecer forzado.
Es la partida forzada,
pero no por causa mía,
que cualquier bien dejaría
por verte en esta majada,
do vi el fin de mi alegría.
Mi amo, aquel gran pastor,
es quien me hace partir:
a quien presto vea venir
tan lastimado de amor
como yo me siento ir.
¡Ojalá estuviera ahora,
porque tú fueras servida,
en mi mano la partida
como en la tuya, señora,
está mi muerte y mi vida!
Mas créeme que es muy en vano,
según continuo me siento,
pasarte por pensamiento
que pueda estar en mi mano
cosa que me dé contento.
Bien podría yo dejar
mi rebaño y mi pastor,
y buscar otro señor;
mas si el fin voy a mirar,
no conviene a nuestro amor.
Que dejando este rebaño,
y tomando otro cualquiera,
dime tú, ¿de qué manera
podré venir sin tu daño
por esta verde ribera?
Si la fuerza de esta llama
me detiene, es argumento
que pongo en ti el pensamiento,
y vengo a vender tu fama,
señora, por mi contento.
Si dicen que mi querer
en ti lo puede emplear,
a ti te viene a dañar,
que yo ¿qué puedo perder
o tú qué puedes ganar?”
La pastora a esta sazón
respondió con gran dolor:
“Para dejarme, pastor,
¿cómo has hallado razón,
pues que no la hay en amor?
Mala señal es hallarse,
pues vemos por experiencia
que aquel que sabe en presencia
dar disculpa de ausentarse,
sabrá sufrir el ausencia.
¡Ay, triste, que pues te vas,
no sé qué será de ti,
ni sé qué será de mí,
ni si allá te acordarás
que me viste o que me vi!
Ni sé si recibo engaño
en haberte descubierto
este dolor que me ha muerto,
mas lo que fuere en mi daño,
esto será lo más cierto.
No te duelan mis enojos,
vete, pastor, a embarcar,
pasa de presto la mar,
pues que por la de mis ojos
tan presto puedes pasar.
Guárdete Dios de tormenta,
Sireno, mi dulce amigo,
y tenga siempre contigo,
la fortuna, mejor cuenta
que tú la tienes conmigo.
Muero en ver que se despiden
mis ojos de su alegría,
y es tan grande el agonía
que estas lágrimas me impiden
decirte lo que querría.
Estos mis ojos, zagal,
antes que cerrados sean
ruego yo a Dios que te vean,
que aunque tú causas su mal
ellos no te lo desean.”
Respondió: “Señora mía,
nunca viene solo un mal,
y un dolor, aunque mortal,
siempre tiene compañía
con otro más principal;
y así, verme yo partir
de tu vista y de mi vida,
no es pena tan desmedida
como verte a ti sentir
tan de veras mi partida.
Mas si yo acaso olvidare
los ojos en que me vi,
olvídese Dios de mí,
o si en cosa imaginare,
mi señora, si no en ti.
Y si ajena hermosura
causare en mí movimiento,
por una hora de contento
me traiga mi desventura
cien mil años de tormento.
Y si mudare mi fe
por otro nuevo cuidado,
caiga del mejor estado
que la fortuna me dé,
en el más desesperado.
No me encargues la venida,
muy dulce señora mía,
porque asaz de mal sería
tener yo en algo la vida
fuera de tu compañía.”
Respondiole: “¡Oh mi Sireno!,
si algún tiempo te olvidare,
las hierbas que yo pisare
por aqueste valle ameno
se sequen cuando pasare;
Y si el pensamiento mío
en otra parte pusiere,
suplico a Dios que si fuere
con mis ovejas al río
se seque cuando me viere.
Toma, pastor, un cordón
que hice de mis cabellos,
porque se te acuerde en verlos
que tomaste posesión
de mi corazón y de ellos.
Y este anillo has de llevar
do están dos manos asidas,
que aunque se acaben las vidas
no se pueden apartar
dos almas que están unidas.”
Y él dijo: “Que te dejar
no tengo, si este cayado
y este mi rabel preciado,
con que tañer y cantar
me veías por este prado.
Al son de él, pastora mía,
te cantaba mis canciones,
contando tus perfecciones
y lo que de amor sentía
en dulces lamentaciones.”
Ambos a dos se abrazaron;
y esta fue la vez primera,
y pienso fue la postrera,
porque los tiempos mudaron
el amor de otra manera.
Y aunque a Diana le dio
pena rabiosa y mortal
la ausencia de su zagal,
en ella misma halló
el remedio de su mal.»
Acabó la hermosa Dórida el suave canto dejando admiradas a Cintia y Polidora, en ver que una pastora fuese vaso donde amor tan encendido pudiese caber. Pero también lo quedaron de imaginar cómo el tiempo había curado su mal, pareciendo en la despedida sin remedio. Pues el sin ventura Sireno en cuanto la pastora con el dulce canto manifestaba sus antiguas cuitas y suspiros, no dejaba de darlos tan a menudo que Selvagia y Silvano eran poca parte para consolarle, porque no menos lastimado estaba entonces que al tiempo que por él habían pasado. Y espantose mucho de ver que tan particularmente se supiese lo que con Diana pasado había; pues no menos admiradas estaban Selvagia y Silvano de la gracia con que Dórida cantaba y tañía.
A este tiempo las hermosas ninfas, tomando cada una su instrumento, se iban por el verde prado adelante, bien fuera de sospecha de poderles acaecer lo que ahora oiréis. Y fue que, habiéndose alejado muy poco de adonde los pastores estaban, salieron de entre unas retamas altas, a mano derecha del bosque, tres salvajes, de extraña grandeza y fealdad; venían armados de coseletes y celadas de cuero de tigre. Eran de tan fea catadura que ponían espanto los coseletes, traían por brazales unas bocas de serpientes, por donde sacaban los brazos, que gruesos y vellosos parecían; y las celadas venían a hacer encima de la frente unas espantables cabezas de leones; lo demás traían desnudo, cubierto de espeso y largo vello, unos bastones herrados de muy agudas púas de acero; al cuello traían sus arcos y flechas; los escudos eran de unas conchas de pescado muy fuerte. Y con una increíble ligereza arremeten a ellas diciendo:
-A tiempo estáis, oh ingratas y desamoradas ninfas, que os obligara la fuerza a lo que el amor no os ha podido obligar, que no era justo que la fortuna hiciese tan grande agravio a nuestros cautivos corazones, como era dilatarles tanto su remedio. En fin, tenemos en la mano el galardón de los suspiros, con que a causa vuestra importunábamos las aves y animales de la oscura y encantada selva do habitamos; y de las ardientes lágrimas con que hacíamos crecer el impetuoso y turbio río que sus temerosos campos va regando. Y pues para que quedéis con las vidas, no tenéis otro remedio sino darle a nuestro mal, no deis lugar a que nuestras crueles manos tomen venganza de la que de nuestros afligidos corazones habéis tomado.
Las ninfas con el súbito sobresalto, quedaron tan fuera de sí que no supieron responder a las soberbias palabras que oían, sino con lágrimas. Mas la hermosa Dórida, que más en sí estaba que las otras, respondió:
-Nunca yo pensé que el amor pudiera traer a tal extremo a un amante que viniese a las manos con la persona amada. Costumbre es de cobardes tomar armas contra las mujeres, y en un campo donde no hay quien por nosotras pueda responder, si no es nuestra razón. Mas de una cosa, ¡oh crueles!, podéis estar seguros, y es que vuestras amenazas no nos harán perder un punto de lo que a nuestra honestidad debemos; y que más fácilmente os dejaremos la vida en las manos que la honra.
-Dórida -dijo uno de ellos-, a quien de maltratarnos ha tenido tan poca razón, no es menester escucharle alguna.
Y sacando el cordel al arco que al cuello traía, le tomó sus hermosas manos, y muy descomedidamente se las ató; y lo mismo hicieron sus compañeros a Cintia y a Polidora. Los dos pastores y la pastora Selvagia, que atónitos estaban de lo que los salvajes hacían, viendo la crueldad con que a las hermosas ninfas trataban, y no pudiendo sufrirlo, determinaron de morir o defenderlas. Y sacando todos tres sus hondas, proveídos sus zurrones de piedras, salieron al verde prado, y comienzan a tirar a los salvajes con tanta maña y esfuerzo, como si en ello les fuera la vida. Y pensando ocupar a los salvajes de manera que en cuanto ellos se defendían, las ninfas se pusiesen en salvo, les daban la mayor prisa que podían; mas los salvajes, recelosos de lo que los pastores imaginaban, quedando el uno en guarda de las prisioneras, los dos procuraban herirlos, ganando tierra. Pero las piedras eran tantas y tan espesas que se lo defendían; de manera que en cuanto las piedras les duraron los salvajes lo pasaban mal, pero como después los pastores se ocuparon en bajarse por ellas, los salvajes se les allegaban con sus pesados alfanjes en las manos, tanto que ya ellos estaban sin esperanza de remedio.
Mas no tardó mucho que de entre la espesura del bosque, junto a la fuente donde cantaban, salió una pastora de tan grande hermosura y disposición, que los que la vieron quedaron admirados. Su arco tenía colgado del brazo izquierdo, y una aljaba de saetas al hombro, en las manos un bastón de silvestre encina, en el cabo del cual había una muy larga punta de acero. Pues como así viese las tres ninfas, y la contienda entre los dos salvajes y los pastores, que ya no esperaban sino la muerte, poniendo con gran presteza una aguda saeta en su arco, con tan grandísima fuerza y destreza la despidió que al uno de los salvajes se la dejó escondida en el duro pecho; de manera que la de amor que el corazón le traspasaba perdió su fuerza y el salvaje la vida, a vueltas de ella. Y no fue perezosa en poner otra saeta en su arco, ni menos diestra en tirarla, pues fue de manera que acabó con ella las pasiones enamoradas del segundo salvaje, como las del primero había acabado. Y queriendo tirar al tercero que en guarda de las tres ninfas estaba no pudo tan presto hacerlo que él no se viniese a juntar con ella, queriéndole herir con su pesado alfanje. La hermosa pastora alzó el bastón y, como el golpe descargase sobre las barras de fino acero que tenía, el alfanje fue hecho dos pedazos, y la hermosa pastora le dio tan gran golpe con su bastón por encima de la cabeza que le hizo arrodillar, y apuntándole con la acerada punta a los ojos, con tan gran fuerza le apretó que por medio de los sesos se lo pasó a la otra parte, y el feroz salvaje, dando un espantable grito, cayó muerto en el suelo.
Las ninfas, viéndose libres de tan gran fuerza, y los pastores y pastoras de la muerte, de la cual muy cerca estaban, y viendo cómo por el gran esfuerzo de aquella pastora, así unos como otros habían escapado, no podían juzgarla por cosa humana. A esta hora, llegándose la gran pastora a ellas, las comenzó a desatar las manos diciéndoles:
-No merecían menos pena que la que tienen, oh hermosas ninfas, quien tan lindas manos osaba atar; que más son ellas para atar corazones que para ser atadas. ¡Mal hayan hombres tan soberbios y de tan mal conocimiento!, mas ellos, señoras, tienen su pago, y yo también le tengo en haberos hecho este pequeño servicio, y en haber llegado a tiempo que a tan gran sinrazón pudiese dar remedio, aunque a estos animosos pastores y hermosa pastora, no en menos se debe tener lo que han hecho, pero ellos y yo estamos muy bien pagados, aunque en ello perdiéramos la vida, pues por tal causa se aventuraba.
Las ninfas quedaron tan admiradas de su hermosura y discreción como del esfuerzo que en su defensa había mostrado, y Dórida con un gracioso semblante le respondió:
-Por cierto, hermosa pastora, si vos, según el ánimo y valentía que hoy mostraste, no sois hija del fiero Marte, según la hermosura lo debéis ser de la diosa Venus y del hermoso Adonis, y si de ninguno de estos, no podéis dejarlo de ser de la discreta Minerva, que tan gran discreción no puede proceder de otra parte; aunque lo más cierto debe ser haberos dado naturaleza lo principal de todos ellos. Y para tan nueva y tan grande merced como es la que hemos recibido, nuevos y grandes habían de ser los servicios con que debía ser satisfecha. Mas podría ser que algún tiempo se ofreciese ocasión en que se conociese la voluntad que de servir tan señalada merced tenemos. Y porque parece que estáis cansada, vamos a la fuente de los alisos que está junto al bosque, y allí descansaréis.
-Vamos, señora -dijo la pastora- que no tanto por descansar del trabajo del cuerpo lo deseo, cuanto por hablar en otro, en que consiste el descanso de mi ánima y todo mi contentamiento.
-Ese se os procurará aquí con toda la diligencia posible -dijo Polidora- porque no hay a quien con más razón procurar se deba.
Pues la hermosa Cintia se volvió a los pastores diciendo:
-Hermosa pastora y animosos pastores, la deuda y obligación en que nos habéis puesto, ya la veis. ¡Plega a Dios que algún tiempo la podamos satisfacer, según que es nuestro deseo!
Selvagia respondió:
-A estos dos pastores se deben, hermosas ninfas, esas ofertas, que yo no hice más que desear la libertad que tanta razón era que todo el mundo desease.
-Entonces -dijo Polidora- ¿es este el pastor Sireno tan querido algún tiempo como ahora olvidado de la hermosa Diana, y ese otro, su competidor Silvano?
-Sí -dijo Selvagia.
-Mucho me huelgo -dijo Polidora- que seáis personas a quien podamos en algo satisfacer lo que por nosotras habéis hecho.
Dórida, muy espantada, dijo:
-¿Que cierto es éste Sireno? Muy contenta estoy en hallarte, y en haberme tú dado ocasión a que yo busque a tu mal algún remedio, que no será poco.
-Ni aun para tanto mal bastaría, siendo poco -dijo Sireno.
-Ahora vamos a la fuente -dijo Polidora- que allá hablaremos más largo.
Llegados que fueron a la fuente, llevando las ninfas en medio a la pastora, se asentaron en torno de ella, y los pastores, a petición de las ninfas, se fueron a la aldea a buscar de comer, porque era ya tarde y todos lo habían menester. Pues quedando las tres ninfas solas con la pastora, la hermosa Dórida comenzó a hablar de esta manera:
-Esforzada y hermosa pastora, es cosa para nosotras tan extraña ver una persona de tanto valor y suerte en estos valles y bosques apartados del concurso de las gentes, como para ti será ver tres ninfas solas y sin compañía que defenderlas pueda de semejantes fuerzas. Pues para que podamos saber de ti lo que tanto deseamos, forzado será merecerlo primero con decirte quién somos; y para esto sabrás, esforzada pastora, que esta ninfa se llama Polidora, y aquella Cintia, y yo, Dórida; vivimos en la selva de Diana, adonde habita la sabia Felicia, cuyo oficio es dar remedio a pasiones enamoradas; y viniendo nosotras de visitar a una ninfa, su parienta, que vive de esta otra parte de los puertos galicianos, llegamos a este valle umbroso y ameno; y pareciéndonos el lugar conveniente para pasar la calorosa siesta, a la sombra de estos alisos y verdes lauros, envidiosas de la armonía que este impetuoso arroyo por medio del verde prado lleva, tomando nuestros instrumentos quisimos imitarla, y nuestra ventura, o por mejor decir su desventura, quiso que estos salvajes, que según ellos decían muchos días ha que de nuestros amores estaban presos, vinieron acaso por aquí, y habiendo muchas veces sido importunadas de sus bestiales razones que nuestro amor les otorgásemos, y viendo ellos que por ninguna vía les dábamos esperanza de remedio, determinaron poner el negocio a las manos y, hallándonos aquí solas, hicieron lo que viste, al tiempo que con vuestro socorro fuimos libres.
La pastora, que oyó lo que la hermosa Polidora había dicho, las lágrimas dieron testimonio de lo que su afligido corazón sentía, y volviéndose a las ninfas, les comenzó a hablar de esta manera:
-No es el amor de manera, hermosas ninfas de la casta diosa, que pueda el que lo tiene tener respeto a la razón, ni la razón es parte para que un enamorado corazón deje el camino por donde sus fieros destinos le guiaren. Y que esto sea verdad, en la mano tenemos la experiencia, que, puesto caso que fueseis amadas de estos salvajes fieros, y el derecho del buen amor no daba lugar a que fueseis de ellos ofendidas, por otra parte, vino aquel desorden con que sus varios efectos hace a dar tal industria que los mismos que os habían de servir, os ofendiesen. Y porque sepáis que no me muevo solamente por lo que en este valle os ha sucedido, os diré lo que no pensé decir sino a quien entregué mi libertad, si el tiempo o la fortuna dieren lugar a que mis ojos le vean, y entonces veréis cómo en la escuela de mis desventuras deprendí a hablar en los malos sucesos de amor, y en lo que este traidor hace en los tristes corazones que sujetos le están.
Sabréis, pues, hermosas ninfas, que mi naturaleza es la gran Vandalia, provincia no muy remota de esta adonde estamos, nacida en una ciudad llamada Soldina; mi madre se llamó Delia, y mi padre Andronio, en linaje y bienes de fortuna los más principales de toda aquella provincia. Acaeció, pues, que como mi madre, habiendo muchos años que era casada no tuviese hijos, y a causa de esto viviese tan descontenta que no tuviese un día de descanso, con lágrimas y suspiros cada hora importunaba el cielo, y haciendo mil ofrendas y sacrificios, suplicaba a Dios le diese lo que tanto deseaba, el cual fue servido, vistos sus continuos ruegos y oraciones, que siendo ya pasada la mayor parte de su edad se hiciese preñada. La alegría que de ello recibió júzguelo quien después de muy deseada una cosa la ventura se la pone en las manos. Y no menos participó mi padre Andronio de este contentamiento, porque lo tuvo tan grande que sería imposible poderlo encarecer.
Era Delia, mi señora, aficionada a leer historias antiguas en tanto extremo, que si enfermedades o negocios de grande importancia no se lo estorbaban, jamás pasaba el tiempo en otra cosa. Y acaeció que estando, como digo, preñada, y hallándose una noche mal dispuesta, rogó a mi padre que le leyese alguna cosa para que ocupando en ella el pensamiento no sintiese el mal que la fatigaba. Mi padre, que en otra cosa no entendía sino en darle todo el contentamiento posible, le comenzó a leer aquella historia de Paris, cuando las tres diosas se pusieron a juicio delante de él sobre la manzana de la discordia. Pues como mi madre tuviese que Paris había dado aquella sentencia apasionadamente, y no como debía, dijo que sin duda él no había mirado bien la razón de la diosa de las batallas, porque precediendo las armas a todas las otras cualidades, era justa cosa que se le diese. Mi señor respondió que la manzana se había de dar a la más hermosa, y que Venus lo era más que otra ninguna, por lo cual Paris había sentenciado muy bien, si después no le sucediera mal. A esto respondió mi madre que puesto caso que en la manzana estuviese escrito «Dese a la más hermosa», que esta hermosura no se entendía corporal, sino del ánima, y que pues la fortaleza era una de las cosas que más hermosura le daban, y el ejercicio de las armas era un acto exterior de esta virtud, que a la diosa de las batallas se debía dar la manzana si Paris juzgara como hombre prudente y desapasionado. Así que, hermosas ninfas, en esta porfía estuvieron gran rato de la noche cada uno alegando las razones más a su propósito que podía. Estando en esto vino el sueño a vencer a quien las razones de su marido no pudieron, de manera que estando muy metida en su disputa, se dejó dormir. Mi padre entonces se fue a su aposento, y a mi señora le pareció, estando durmiendo, que la diosa Venus venía a ella con un rostro tan airado como hermoso, y le decía: «Delia, no sé quién te ha movido ser tan contraria de quien jamás lo ha sido tuya. Si memoria tuvieses del tiempo que del amor de Andronio tu marido fuiste presa, no me pagarías tan mal lo mucho que me debes; pero no quedarán sin galardón, que yo te hago saber que parirás un hijo y una hija, cuyo parto no te costará menos que la vida y a ellos costará el contentamiento lo que en mi daño has hablado, porque te certifico que serán los más desdichados en amores que hasta su tiempo se hayan visto.» Y dicho esto, desapareció; y luego se le figuró a mi señora madre que venía a ella la diosa Palas, y con rostro muy alegre le decía: «Discreta y dichosa Delia, ¿con qué te podré pagar lo que en mi favor contra la opinión de tu marido esta noche has alegado, sino con hacerte saber que parirás un hijo y una hija los más venturosos en armas que hasta su tiempo haya habido?» Dicho esto luego desapareció, despertando mi madre con el mayor sobresalto del mundo. Y de ahí un mes, poco más o menos, parió a mí y a otro hermano mío, y ella murió de parto, y mi padre, del grandísimo pesar que hubo, murió de ahí a pocos días. Y porque sepáis, hermosas ninfas, el extremo en que amor me ha puesto, sabed que siendo yo mujer de la cualidad que habéis oído, mi desventura me ha forzado que deje mi hábito natural, y mi libertad y el débito que a mi honra debo, por quien por ventura pensará que la pierde en ser de mí bien amado. Ved qué cosa tan excusada para una mujer ser dichosa en las armas, como si para ellas se hubiesen hecho; debía ser porque yo, hermosas ninfas, os pudiese hacer este pequeño servicio contra aquellos perversos, que no lo tengo en menos que si la fortuna me comenzase a satisfacer algún agravio de los muchos que me ha hecho.
Tan espantadas quedaron las ninfas de lo que oían, que no le pudieron responder, ni repreguntar cosa de las que la pastora decía. Y prosiguiendo en su historia, les dijo:
-Pues como mi hermano y yo nos criásemos en un monasterio de monjas, donde una tía mía era abadesa, hasta ser de edad de doce años, y habiéndolos cumplidos nos sacasen de allí, a él llevaron a la corte del magnánimo e invencible rey de los lusitanos, cuya fama e increíble bondad tan esparcida está por el universo, adonde, siendo en edad de tomar las armas, le sucedieron por ellas cosas tan aventajadas y de tan gran esfuerzo, como tristes y desventuradas por sus amores. Y con todo eso fue mi hermano tan amado de aquel invictísimo rey, que nunca jamás le consintió salir de su corte.
La desdichada de mí, que para mayores desventuras me guardaban mis hados, fui llevada en casa de una abuela mía, que no debiera, pues fue causa de vivir con tan gran tristeza, cual nunca mujer padeció. Y porque, hermosas ninfas, no hay cosa que no me sea forzado decírosla, así por la gran virtud de que vuestra extremada hermosura da testimonio, como porque el alma me da que habéis de ser gran parte de mi consuelo, sabed que como yo estuviese en casa de mi abuela y fuese ya de casi diecisiete años, se enamoró de mí un caballero que no vivía tan lejos de nuestra posada que desde un terrado que en la suya había no se viese un jardín adonde yo pasaba las tardes del verano. Pues como de allí el desagradecido Felis viese a la desdichada Felismena, que este es el nombre de la triste que sus desventuras os está contando, se enamoró de mí o se fingió enamorado; no sé cuál me crea, pero sé que quien menos en este estado creyere, más acertará.
Muchos días fueron los que Felis gastó en darme a entender su pena, y muchos más gasté yo en no darme por hallada que él por mí la padeciese. Y no sé cómo el amor tardó tanto en hacerme fuerza que le quisiese, debió tardar para después venir con mayor ímpetu. Pues como yo por señales y por paseos, y por músicas y torneos que delante de mi puerta muchas veces se hacían, no mostrase entender que de mi amor estaba preso, aunque desde el primero día lo entendí, determinó de escribirme. Y hablando con una criada mía, a quien muchas veces había hablado, y aun con muchas dádivas ganada la voluntad, le dio una carta para mí. Pues ver las salvas que Rosina, que así se llamaba, me hizo primero que me la diese, los juramentos que me juró, las cautelosas palabras que me dijo porque no me enojase, cierto fue cosa de espanto. Y con todo eso, se la volví arrojar a los ojos, diciendo: «Si no mirase a quien soy y lo que se podría decir, ese rostro que tan poca vergüenza tiene, yo le haría señalar de manera que fuese entre todos conocido. Mas porque es la primera vez, baste lo hecho, y avisaros que os guardéis de la segunda.» Paréceme que estoy ahora viendo -decía la hermosa Felismena- cómo aquella traidora de Rosina supo callar disimulando lo que de mi enojo sentía, porque la vierais, oh hermosas ninfas, fingir una risa tan disimulada diciendo: «¡Jesús, señora! Yo, para que riésemos con ella la di a Vuestra Merced, que no para que se enojase de esa manera, que plega a Dios si mi intención ha sido darle enojo, que Dios me le dé el mayor que hija de madre haya tenido.» Y a esto añadió otras muchas palabras como ella las sabía decir, para amansar el enojo que yo de las suyas había recibido; y tomando su carta, se me quitó de delante. Yo, después de pasado esto, comencé de imaginar en lo que allí podría venir, y tras esto parece que el amor me iba poniendo deseo de ver la carta, pero también la vergüenza me estorbaba a tornarla a pedir a mi criada, habiendo pasado con ella lo que os he contado. Y así pasé aquel día hasta la noche en muchas variedades de pensamientos; y cuando Rosina entró a desnudarme, al tiempo que me quería acostar, Dios sabe si yo quisiera que me volviera a importunar sobre que recibiese la carta, mas nunca me quiso hablar, ni por pensamiento en ella. Yo, por ver si saliéndole al camino aprovecharía algo, le dije: «¿Así, Rosina, que el señor Felis, sin mirar más se atreve a escribirme?» Ella, muy secamente me respondió: «Señora, son cosas que el amor trae consigo. Suplico a Vuestra Merced me perdone, que si yo pensara que en ello le enojaba, antes me sacara los ojos.» Cuál yo entonces quedé Dios lo sabe, pero con todo eso disimulé, y me dejé quedar aquella noche con mi deseo y con la ocasión de no dormir. Y así fue que verdaderamente ella fue para mí la más trabajosa y larga que hasta entonces había pasado. Pues viniendo el día, y más tarde de lo que yo quisiera, la discreta Rosina entró a darme de vestir y se dejó adrede caer la carta en el suelo. Yo como la vi, dije: «¿Qué es eso que cayó ahí? Muéstralo acá.» «No es nada, señora», dijo ella. «Ora muéstralo acá -dije yo- no me enojes, o dime lo que es.» «¡Jesús!, señora -dijo ella- ¿para qué lo quiere ver? La carta de ayer es.» «No es por cierto -dije yo- muéstralo acá por ver si mientes». Aún yo no lo hube dicho, cuando ella me la puso en las manos diciendo: «Mal me haga Dios, si es otra cosa.» Yo, aunque la conocí muy bien, dije: «En verdad que no es esta, que yo la conozco, y de algún tu enamorado debe ser. Yo quiero leerla por ver las necedades que te escribe». Abriéndola vi que decía de esta manera:
«Señora, siempre imaginé que vuestra discreción me quitara el miedo de escribiros, entendiendo sin carta lo que os quiero; mas ella misma ha sabido tan bien disimular que allí estuvo el daño, donde pensé que el remedio estuviese. Si como quien sois, juzgáis mi atrevimiento, bien sé que no tengo una hora de vida, pero si lo tomáis según lo que amor suele hacer, no trocaré por ella esperanza. Suplícoos, mi señora, no os enoje mi carta ni me pongáis culpa por el escribiros hasta que experimentéis si puedo dejar de hacerlo; y que me tengáis en posesión de vuestro, pues todo lo que puede ser de mí está en vuestras manos, las cuales beso mil veces.»
Pues como yo viese la carta de don Felis, o porque la leí en tiempo que mostraba en ella quererme más que a sí, o porque de parte de esta ánima cansada había disposición para imprimirse en ella el amor de quien me escriba, yo comencé a quererle bien, y por mi mal yo lo comencé, pues había de ser causa de tanta desventura. Y luego, pidiendo perdón a Rosina de lo que había pasado, como quien menester la había para lo de adelante, y encomendándole el secreto de mis amores, volví otra vez a leer la carta, parando a cada palabra un poco, y bien poco debió de ser pues tan presto me determiné, aunque no estaba en mi mano el no determinarme. Y tomando papel y tinta, le respondí de esta manera:
«No tengas en tan poco, don Felis, mi honra que con palabras fingidas pienses perjudicarla. Bien sé quién eres y vales, y aún creo que de esto te habrá nacido el atreverte y no de la fuerza que dices que el amor te ha hecho. Y si es así, como me afirma mi sospecha, tan en vano es tu trabajo como tu valor y suerte, si piensan hacerme ir contra lo que a la mía debo. Suplícote que mires cuán pocas veces suceden bien las cosas que debajo de cautela se comienzan, y que no es de caballero entenderlas de una manera y decirlas de otra. Dícesme que te tenga en posesión de cosa mía; soy tan mal acondicionada que aun de la experiencia de las cosas no me fío, cuanto más de tus palabras. Mas con todo eso tengo en mucho lo que en la tuya me dices, que bien me basta ser desconfiada, sin ser también desagradecida.»
Esta carta le envié, que no debiera, pues fue ocasión de todo mi mal, porque luego comenzó a cobrar osadía para me declarar más su pensamiento, y a tener ocasión para me pedir que le hablase. En fin, hermosas ninfas, que algunos días se gastaron en demandas y en respuestas, en los cuales el falso amor hacía en mí su acostumbrado oficio, pues cada hora tomaba más posesión de esta desdichada. Los torneos se volvieron a renovar, las músicas de noche jamás cesaban, las cartas, los motes nunca dejaban de ir de una parte a otra, y así pasó casi un año, al cabo del cual, yo me vi tan presa de sus amores que no fui parte para dejar de manifestarle mi pensamiento, cosa que él deseaba más que su propia vida.
Quiso, pues, mi desventura que al tiempo en que nuestros amores más encendidos andaban, su padre lo supiese, y quien se lo dijo se lo supo encarecer de manera que, temiendo no se casase conmigo, lo envió a la corte de la gran princesa Augusta Cesarina, diciendo que no era justo que un caballero mozo y de linaje tan principal, gastase la mocedad en casa de su padre, donde no se podían aprender sino los vicios de que la ociosidad es maestra. Él se partió tan triste que su mucha tristeza le estorbó avisarme de su partida; yo quedé tal, cuando lo supe, cual puede imaginar quien algún tiempo se vio tan presa de amor como yo por mi desdicha lo estoy. Decir yo ahora la vida que pasaba en su ausencia, la tristeza, los suspiros, las lágrimas que por estos cansados ojos cada día derramaba, no sé si podré; qué pena es la mía que aun decir no se puede; ved cómo podrá sufrirse.
Pues estando yo en medio de mi desventura, y de las ansias que la ausencia de don Felis me hacía sentir, pareciéndome que mi mal era sin remedio, y que después que en la corte se viese, a causa de otras damas de más hermosura y cualidad, también de la ausencia que es capital enemiga del amor, yo había de ser olvidada, yo determiné aventurarme a hacer lo que nunca mujer pensó. Y fue vestirme en hábito de hombre, e irme a la corte por ver aquel en cuya vista estaba toda mi esperanza; y como lo pensé, así lo puse por obra, no dándome el amor lugar a que mirase lo que a mí propia debía. Para lo cual no me faltó industria, porque con ayuda de una grandísima amiga mía y tesorera de mis secretos, que me compró los vestidos que yo le mandé y un caballo en que me fuese, me partí de mi tierra y aun de mi reputación, pues no puedo creer que jamás pueda cobrarla. Y así me fui derecha a la corte, pasando por el camino cosas que si el tiempo me diera lugar para contarlas, no fueran poco gustosas de oír. Veinte días tardé en llegar, en cabo de los cuales llegando donde deseaba, me fui a posar a una casa, la más apartada de conversación que yo pude. Y el grande deseo que llevaba de ver aquel destruidor de mi alegría no me dejaba imaginar en otra cosa sino en cómo o de dónde podía verle. Preguntar por él a mi huésped no osaba, porque quizá no se descubriese mi venida; ni tampoco me parecía bien ir yo a buscarle, porque no me sucediese alguna desdicha a causa de ser conocida.
En esta confusión pasé todo aquel día, hasta la noche, la cual cada hora se me hacía un año; y siendo poco más de media noche, el huésped llamó a la puerta de mi aposento, y me dijo que si quería gozar de una música que en la calle se daba, que me levantase de presto y abriese una ventana. Lo que yo hice luego, y parándome en ella, oí en la calle un paje de don Felis, que se llamaba Fabio, el cual luego en la habla conocí cómo decía a otros que con él iban: «Ahora, señores, es tiempo, que la dama está en el corredor sobre la huerta, tomando el frescor de la noche.» Y no lo hubo dicho, cuando comenzaron a tocar tres cornetas y un sacabuche, con tan gran concierto que parecía una música celestial. Y luego comenzó una voz que cantaba a mi parecer lo mejor que nadie podría pensar. Y aunque estuve suspensa en oír a Fabio, y aquel tiempo ocurrieron muchas imaginaciones y todas contrarias a mi descanso, no dejé de advertir a lo que se cantaba, porque no lo hacían de manera que cosa alguna impidiera el gusto que de oírlo se recibía. Y lo que se cantó primero fue este romance:
Oídme, señora mía,
si acaso os duele mi mal,
y aunque no os duela el oírle
no me dejéis de escuchar;
dadme este breve descanso
porque me fuerce a penar.
¿No os doléis de mis suspiros
ni os enternece el llorar,
ni cosa mía os da pena,
ni la pensáis remediar?;
¿hasta cuándo, mi señora,
tanto mal ha de durar?
No está el remedio en la muerte,
si no en vuestra voluntad,
que los males que ella cura
ligeros son de pasar.
No os fatigan mis fatigas
ni os esperan fatigar;
de voluntad tan exenta
¿qué medio se ha de esperar?,
¿y ese corazón de piedra
cómo lo podré ablandar?
Volved, señora, esos ojos
que en el mundo no hay su par,
mas no los volváis airados
si no me queréis matar,
aunque de una y de otra suerte
matáis con solo el mirar.
Después que con el primero concierto de música hubieron cantado este romance, oí tañer una dulzaina y una arpa, y la voz del mi don Felis. El contento que me dio el oírle no hay quien lo pueda imaginar, porque se me figuró que lo estaba oyendo en aquel dichoso tiempo de nuestros amores. Pero después que se desengañó la imaginación, viendo que la música se la daba a otra, y no a mí, sabe Dios si quisiera más pasar por la muerte. Y con un ansia que el ánima me arrancaba, pregunté al huésped si sabía a quién aquella música se daba. Él me respondió que no podía pensar a quién se diese, aunque en aquel barrio vivían muchas damas y muy principales. Y cuando vi que no me daba razón de lo que le preguntaba, volví a oír al mi don Felis, el cual entonces comenzaba al son de una arpa que muy dulcemente tañía, a cantar este soneto:
Soneto
Gastando fue el amor mis tristes años,
en vanas esperanzas y excusadas;
fortuna, de mis lágrimas cansadas,
ejemplos puso al mundo muy extraños.
El tiempo, como autor de desengaños,
tal rastro deja en él de mis pisadas
que no habrá confianzas engañadas,
ni quien de hoy más se queje de sus daños.
Aquella a quien amé cuanto debía,
enseña a conocer en sus amores
lo que entender no pude hasta ahora.
Y yo digo gritando noche y día:
¿no veis que os desengaña, ¡oh amadores!,
amor, fortuna, el tiempo y mi señora?
Acabado de cantar este soneto, pararon un poco tañendo cuatro vihuelas de arco y un clavicordio tan concertadamente que no sé si en el mundo pudiera haber cosa más para oír, ni qué mayor contento diera a quien la tristeza no tuviera tan sojuzgada como a mí; y luego comenzaron cuatro voces muy acordadas a cantar esta canción:
Canción
No me quejo yo del daño
que tu vista me causó,
quéjome porque llegó
a mal tiempo el desengaño.Jamás vi peor estado
que es el no atrever y osar,
y entre el callar y hablar,
verse un hombre sepultado.Y así no quejo del daño
por ser tú quien lo causó,
sino por ver que llegó
a mal tiempo el desengaño.Siempre me temo saber
cualquiera cosa encubierta,
porque sé que la más cierta
más mi contraria ha de ser.Y en saberla no está el daño,
pero séla tiempos yo
que nunca jamás sirvió
de remedio el desengaño.
Acabada esta canción, comenzaron a sonar muchas diversidades de instrumentos, y voces muy excelentes concertadas con ellos, con tanta suavidad que no dejaran de dar grandísimo contentamiento a quien no estuviera tan fuera de él como yo. La música se acabó muy cerca del alba, trabajé de ver a mi don Felis, mas la oscuridad de la noche me lo estorbó. Y viendo como eran idos, me volví acostar llorando mi desventura, que no era poco de llorar viendo que aquel que yo más quería, me tenía tan olvidada como sus músicas daban testimonio. Y siendo ya hora de levantarme, sin otra consideración me salí de casa, y me fui derecha al gran palacio de la princesa, adonde me pareció que podría ver lo que tanto deseaba, determinando de llamarme Valerio si mi nombre me preguntasen.
Pues llegando yo a una plaza que delante del palacio había, comencé a mirar las ventanas y corredores, donde vi muchas damas tan hermosas que ni yo sabría ahora encarecerlo, ni entonces supe más que espantarme de su gran hermosura, y de los atavíos de joyas e invenciones de vestidos y tocados que traían. Por la plaza se paseaban muchos caballeros muy ricamente vestidos, y en muy hermosos caballos, mirando cada uno a aquella parte donde tenía el pensamiento. Dios sabe si quisiera yo ver por allí a mi don Felis y que sus amores fueran en aquel celebrado palacio, porque a lo menos estuviera yo segura de que él jamás alcanzara otro galardón de sus servicios sino mirar y ser mirado, y algunas veces hablar a la dama a quien sirviese delante de cien mil ojos que no dan lugar a más que esto. Mas quiso mi ventura que sus amores fuesen en parte donde no se pudiese tener esta seguridad. Pues estando yo junto a la puerta del gran palacio, vi un paje de don Felis, llamado Fabio, que yo muy bien conocía, el cual entró muy de prisa en el gran palacio, y hablando con el portero que a la segunda puerta estaba, se volvió por el mismo camino. Yo sospeché que había venido a saber si era hora que don Felis viniese a algún negocio de los que de su padre en la corte tenía, y que no podría dejar de venir presto por allí.
Y estando yo imaginando la gran alegría que con su vista se me aparejaba, le vi venir muy acompañado de criados, todos muy ricamente vestidos con una librea de un paño de color de cielo, y fajas de terciopelo amarillo, bordadas por encima de cordoncillo de plata, las plumas azules y blancas y amarillas. El mi don Felis traía calzas de terciopelo blanco, recamadas, aforradas en tela de oro azul; el jubón era de raso blanco recamado de oro de cañutillo y una cuera de terciopelo de las mismas colores y recamo, una ropilla suelta de terciopelo negro, bordada de oro y aforrada en raso azul raspado, espada, daga y talabarte de oro, una gorra muy bien aderezada de unas estrellas de oro, y en medio de cada una engastado un grano de aljófar grueso; las plumas eran azules, amarillas y blancas; en todo el vestido traía sembrados muchos botones de perlas. Venía en un hermoso caballo rucio rodado, con unas guarniciones azules y de oro y mucho aljófar. Pues cuando yo así le vi, quedé tan suspensa en verle y tan fuera de mí con la súbita alegría, que no sé cómo lo sepa decir. Verdad es que no pude dejar de dar con las lágrimas de mis ojos alguna muestra de lo que su vista me hacía sentir, pero la vergüenza de los que allí estaban me lo estorbó por entonces.
Pues como don Felis, llegando a palacio, se apease y subiese por una escalera, por donde iban al aposento de la gran princesa, yo llegué a donde sus criados estaban, y viendo entre ellos a Fabio, que era el que de antes había visto, le aparté diciéndole: «Señor: ¿quién es este caballero que aquí se apeó, porque me parece mucho a otro que yo he visto bien lejos de aquí?» Fabio entonces me respondió: «¿Tan nuevo sois en la corte que no conocéis a don Felis? Pues no creo yo que hay caballero en ella tan conocido.» «No dudo de eso -le respondí-, mas yo diré cuán nuevo soy en la corte que ayer fue el primer día que en ella entré.» «Luego no hay que culparos -dijo Fabio-. Sabed que este caballero se llama don Felis, natural de Vandalia, y tiene su casa en la antigua Soldina; está en esta corte en negocios suyos y de su padre.» Yo entonces le dije: «Suplícoos me digáis por qué causa trae la librea de estas colores.» «Si la causa no fuera tan pública yo lo callara -dijo Fabio- mas porque no hay persona que no lo sepa ni llegaréis a nadie que no os lo pueda decir, creo que no dejo de hacer lo que debo en decíroslo. Sabed que él sirve aquí a una dama que se llama Celia, y por eso trae librea de azul, que es color del cielo, y lo blanco y amarillo, que son colores de la misma dama.» Cuando esto le oí, ya sabréis cuál quedaría, mas disimulando mi desventura le respondí: «Por cierto, esa dama le debe mucho, pues no se contenta con traer sus colores, mas aún su nombre propio quiere traer por librea. ¡Hermosa debe de ser!» «Sí es, por cierto -dijo Fabio- aunque harto más lo era otra a quien él en nuestra tierra servía, y aún era más favorecido de ella, que de esta lo es. Mas esta bellaca de ausencia deshace las cosas que hombre piensa que están más firmes.»
Cuando yo esto le oí, fueme forzado tener cuenta con las lágrimas, que a no tenerla, no pudiera Fabio dejar de sospechar alguna cosa que a mí no me estuviera bien. Y luego el paje me preguntó cúyo era, y mi nombre, y adónde era mi tierra. Al cual, yo respondí que mi tierra era Vandalia, mi nombre, Valerio, y que hasta entonces no vivía con nadie. «Pues de esa manera -dijo él- todos somos de una tierra y aun podríamos ser de una casa si vos quisieseis, porque don Felis, mi señor, me mandó que le buscase un paje. Por eso si vos queréis servirle, vedlo; que comer, y beber, y vestir y cuatro reales para jugar, no os faltarán, pues mozas como unas reinas haylas en nuestra calle, y vos, que sois gentilhombre, no habría ninguna que no se pierda por vos. Y aunque sé yo una criada de un canónigo viejo harto bonita, que para que fuésemos los dos bien proveídos de pañizuelos y torreznos y vino de San Martín, no habríais menester más que de servirla.»
Cuando yo esto le oí, no pude dejar de reírme en ver cuán naturales palabras de paje eran las que me decía. Y porque me pareció que ninguna cosa me convenía más para mi descanso que lo que Fabio me aconsejaba, le respondí: «Yo a la verdad no tenía determinado de servir a nadie, mas ya que la fortuna me ha traído a tiempo que no puedo hacer otra cosa, paréceme que lo mejor sería vivir con vuestro señor, porque debe ser caballero más afable y amigo de sus criados que otros.» «Mal lo sabéis -me respondió Fabio-. Yo os prometo, a fe de hijodalgo, porque lo soy, que mi padre es de los Cachopines de Laredo, que tiene don Felis, mi señor, de las mejores condiciones que habéis visto en vuestra vida y que nos hace el mejor tratamiento que nadie hace a sus pajes, si no fuesen estos juegos, amores que nos hacen pasear más de lo que querríamos y dormir menos de lo que hemos menester, no habría tal señor.» Finalmente, hermosas ninfas, que Fabio habló a su señor don Felis en saliendo, y él mandó que aquella tarde me fuese a su posada. Yo me fui y él me recibió por su paje, haciéndome el mejor tratamiento del mundo y así estuve algunos días, viendo llevar y traer recados de una parte a otra, cosa que era para mí sacarme el alma y perder cada hora la paciencia.
Pasado un mes vino don Felis a estar tan bien conmigo, que abiertamente me descubrió sus amores, y me dijo desde el principio de ellos hasta el estado en que entonces estaban, encargándome el secreto de lo que en ellos pasaba y diciéndome cómo había sido bien tratado de ella al principio y después se había cansado de favorecerle. Y la causa de ello había sido que no sabía quién le había dicho de unos amores que él había tenido en su tierra, y que los amores que con ella tenía no era sino por entretenerse en cuanto los negocios que en la corte hacía no se acababan. «Y no hay duda -me decía el mismo don Felis- sino que yo los comencé como ella dice, mas ahora, Dios sabe si hay cosa en la vida a quien tanto quiera.» Cuando yo esto le oí decir, ya sentiréis, hermosas ninfas, lo que podría sentir. Mas con toda la disimulación posible respondí: «Mejor fuera, señor, que la dama se quejara con causa y que eso fuera así, porque si esa otra a quien antes servíais, no os mereció que la olvidaseis, grandísimo agravio le hacéis.» Don Felis me respondió: «No me da el amor que yo a mi Celia tengo lugar para entenderlo así, mas antes me parece que me le hice muy mayor en haber puesto el amor primero en otra parte que en ella.» «De esos agravios -le respondí- yo bien sé quién se lleva lo peor.» Y sacando el desleal caballero una carta del seno que aquella hora había recibido de su señora, me la leyó, pensando que me hacía mucha fiesta, la cual decía de esta manera:
Carta de Celia a don Felis
«Nunca cosa que yo sospechase de vuestros amores dio tan lejos de la verdad que me diese ocasión de no creer más veces a mi sospecha, que a vuestra disculpa, y si en esto os hago agravio, ponedlo a cuenta de vuestro descuido, que bien pudierais negar los amores pasados, y no dar ocasión a que vuestra confesión os condenase. Decís que fui causa que olvidaseis los amores primeros; consolaos con que no faltará otra que lo sea de los segundos. Y aseguraos, señor don Felis, porque os certifico que no hay cosa que peor esté a un caballero, que hallar en cualquier dama ocasión de perderse por ella. Y no diré más porque en males sin remedio, el no procurárselo es lo mejor.»
Después que hubo acabado de leer la carta, me dijo: «¿Qué te parecen, Valerio, estas palabras?» «Paréceme -le respondí- que se muestran en ellas tus obras.» «Acaba», dijo don Felis. «Señor -le respondí yo- parecerme han según ellas os parecieren, porque las palabras de los que quieren bien, nadie las sabe tan bien juzgar como ellos mismos. Mas lo que yo siento de la carta es que esa dama quisiera ser la primera, a la cual no debe la fortuna tratarla de manera que nadie pueda haber envidia de su estado.» «Pues ¿qué me aconsejarías?», dijo don Felis. «Si tu mal sufre consejo -le respondí yo- me parecería que el pensamiento no se dividiese en esta segunda pasión, pues a la primera se debe tanto.» Don Felis me respondió suspirando y dándome una palmada en el hombro: «¡Oh, Valerio, qué discreto eres! ¡Cuán buen consejo me das, si yo pudiese tomarle! Entrémonos a comer, que, en acabando quiero que lleves una carta mía a la señora Celia, y verás si merece que a trueque de pensar en ella se olvide otro cualquier pensamiento.» Palabras fueron estas que a Felismena llegaron al alma, mas como tenía delante sus ojos aquel a quien más que a sí quería, solamente mirarle era el remedio de la pena que cualquiera de estas cosas me hacía sentir. Después que hubimos comido, don Felis me llamó y haciéndome grandísimo cargo de lo que le debía por haberme dado parte de su mal, y haber puesto el remedio en mis manos, me rogó le llevase una carta que escrita le tenía, la cual él primero me leyó y decía de esta manera:
Carta de don Felis para Celia
«Déjase tan bien entender el pensamiento que busca ocasiones para olvidar a quien desea, que sin trabajar mucho la imaginación se viene en conocimiento de ello. No me tengas en tanto, señora, que busque remedio para disculparte de lo que conmigo piensas usar, pues nunca yo llegué a valer tanto contigo que en menores cosas quisiese hacerlo. Yo confesé que había querido bien porque el amor, cuando es verdadero, no sufre cosa encubierta y tú pones por ocasión de olvidarme de lo que había de ser de quererme. No me puedo dar a entender que te tienes en tan poco que creas de mí poderte olvidar por ninguna cosa que sea o haya sido; mas antes me escribes otra cosa de lo que de mi fe tienes experimentado. De todas las cosas que en perjuicio de lo que te quiero imaginas, me asegura mi pensamiento, el cual bastará ser mal galardonado sin ser también mal agradecido.»
Después que don Felis me leyó la carta que a su dama tenía escrita, me preguntó si la respuesta me parecía conforme a las palabras que la señora Celia le había dicho en la suya, y que si había algo en ella que enmendar. A lo cual yo le respondí: «No creo, señor, que es menester hacer la enmienda a esa carta, ni a la dama a quien se envía sino a la que con ella ofendes. Digo esto porque soy tan aficionado a los amores primeros que en esta vida he tenido, que no habría en ella cosa que me hiciese mudar el pensamiento.» «La mayor razón tienes del mundo -dijo don Felis-. Si yo pudiese acabar conmigo otra cosa de lo que hago; mas ¿qué quieres si la ausencia enfrió ese amor y encendió este otro?» «De esa manera -respondí yo- con razón se puede llamar engañada aquella a quien primero quisiste, porque amor sobre que ausencia tiene poder, ni es amor ni nadie me podrá dar a entender que lo haya sido.»
Esto decía yo con más disimulación de lo que podía porque sentía tanto verme olvidada de quien tanta razón tenía de quererme y yo tanto quería, que hacía más de lo que nadie piensa en no darme a entender. Y tomando la carta e informándome de lo que había de hacer, me fui en casa de la señora Celia, imaginando el estado triste a que mis amores me habían traído, pues yo misma me hacía la guerra, siéndome forzado ser intercesora de cosa tan contraria a mi contentamiento. Pues llegando en casa de Celia, y hallando un paje suyo a la puerta, le pregunté si podía hablar a su señora. Y el paje, informado de mí cúyo era, lo dijo a Celia, alabándole mucho mi hermosura y disposición, y diciéndole que nuevamente don Felis me había recibido. La señora Celia le dijo: «¿Pues a hombre recibido de nuevo descubre luego don Felis sus pensamientos? Alguna grande ocasión debe haber para ello. Dile que entre y sepamos lo que quiere.»
Yo entré luego donde la enemiga de mi bien estaba, y con el acatamiento debido le besé las manos y le puse en ellas la carta de don Felis. La señora Celia la tomó y puso los ojos en mí, de manera que yo le sentí la alteración que mi vista le había causado, porque ella estuvo tan fuera de sí que palabra no me dijo por entonces. Pero después volviendo un poco sobre sí, me dijo: «¿Qué ventura te ha traído a esta corte para que don Felis la tuviese tan buena como es tenerte por criado?» «Señora -le respondí yo- la ventura que a esta corte me ha traído no puede dejar de ser muy mejor de lo que nunca pensé, pues ha sido causa que yo viese tan gran perfección y hermosura como la que delante mis ojos tengo; y si antes me dolían las ansias, los suspiros y los continuos desasosiegos de don Felis, mi señor, ahora que he visto la causa de su mal, se me ha convertido en envidia la mancilla que de él tenía. Mas si es verdad, hermosa señora, que mi venida te es agradable, suplícote por lo que debes al gran amor que él te tiene, que tu respuesta también lo sea.» «No hay cosa -me respondió Celia- que yo deje de hacer por ti, aunque estaba determinada de no querer bien a quien ha dejado otra por mí, que grandísima discreción es saber la persona aprovecharse de casos ajenos para poderse valer en los suyos.» Y entonces le respondí: «No creas, señora, que habría cosa en la vida por que don Felis te olvidase. Y si ha olvidado a otra dama por causa tuya, no te espantes, que tu hermosura y discreción es tanta y la de la otra dama tan poca, que no hay para qué imaginar que por haberla olvidada a causa tuya, te olvidara a ti a causa de otra.» «¡Y cómo! -dijo Celia- ¿conociste tú a Felismena, la dama a quien tu señor en su tierra servía?» «Sí conocí -dije yo- aunque no tan bien como fuera necesario para excusar tantas desventuras. Verdad es que era vecina de la casa de mi padre, pero visto tu gran hermosura, acompañada de tanta gracia y discreción, no hay por qué culpar a don Felis de haber olvidado los primeros amores.» A esto me respondió Celia ledamente y riendo: «Presto has aprendido de tu amo a saber lisonjear.» «A saberte bien servir -le respondí- querría yo poder aprender, que adonde tanta causa hay para lo que se dice, no puede caber lisonja.» La señora Celia tornó muy de veras a preguntarme le dijese qué cosa era Felismena, a lo cual yo le respondí: «Cuanto a su hermosura, algunos hay que la tienen por muy hermosa, mas a mí jamás me lo pareció, porque la principal parte que para serlo es menester muchos días ha que le falta.» «¿Qué parte es esa?», preguntó Celia. «Es el contentamiento -dije yo- porque nunca adonde él no está puede haber perfecta hermosura.» «La mayor razón del mundo tienes -dijo ella- mas yo he visto algunas damas que les está tan bien el estar tristes, y a otras el estar enojadas, que es cosa extraña; y verdaderamente que el enojo y la tristeza las hace más hermosas de lo que son.» Y entonces le respondí: «Desdichada de hermosura que ha de tener por maestro el enojo o la tristeza; a mí poco se me entienden estas cosas, pero la dama que ha menester industrias, movimientos o pasiones para parecer bien, ni la tengo por hermosa, ni hay para qué contarla entre las que lo son.» «Muy gran razón tienes -dijo la señora Celia -y no habrá cosa en que no la tengas, según eres discreto.» «Caro me cuesta -respondí yo- tenerle en tantas cosas. Suplícote, señora, respondas a la carta porque también la tenga don Felis, mi señor, de recibir este contentamiento por mi mano.» «Soy contenta -me dijo Celia- mas primero me has de decir cómo está Felismena en esto de la discreción, ¿es muy avisada?» Yo entonces respondí: «Nunca mujer ha sido más avisada que ella porque ha muchos días que grandes desventuras la avisan, mas nunca ella se avisa, que si así como ha sido avisada, ella se avisase, no habría venido a ser tan contraria a sí misma.» «Hablas tan discretamente en todas las cosas -dijo Celia- que ninguna haría de mejor gana que estarte oyendo siempre.» «Mas antes -le respondí yo- no deben ser, señora, mis razones manjar para tan sutil entendimiento como el tuyo, y esto solo creo que es lo que no entiendo mal.» «No habrá cosa -respondió Celia- que dejes de entender, mas porque no gastes tan mal el tiempo en alabarme como tu amo en servirme, quiero leer la carta y decirte lo que has de decir.» Y descogiéndola, comenzó a leerla entre sí, estando yo muy atento en cuanto la leía a los movimientos que hacía con el rostro, que las más veces dan a entender lo que el corazón siente. Y habiéndola acabado de leer, me dijo: «Di a tu señor que quien tan bien sabe decir lo que siente, que no debe sentirlo tan bien como lo dice.» Y llegándose a mí me dijo, la voz algo más baja: «Y esto por amor de ti, Valerio, que no porque yo lo deba a lo que quiero a don Felis, porque veas que eres tú el que le favoreces.» «Y aun de ahí nacido todo mi mal», dije yo entre mí.
Y besándole las manos por la merced que me hacía, me fui a don Felis con la respuesta, que no pequeña alegría recibió con ella, cosa que a mí era otra muerte y muchas veces decía yo entre mí, cuando acaso llevaba o traía algún recado: «¡Oh desdichada de ti, Felismena, que con tus propias armas te vengas a sacar el alma!, ¡y que vengas a granjear favores para quien tan poco caso hizo de los tuyos.» Y así pasaba la vida con tan grave tormento que si con la vista del mi don Felis no se remediara, no pudiera dejar de perderla. Más de dos meses me encubrió Celia lo que me quería, aunque no de manera que yo no viniese a entenderlo, de que no recibí poco alivio para el mal que tan importunamente me seguía, por parecerme que sería bastante causa para que don Felis no fuese querido y que podría ser le acaeciese como a muchos, que fuerza de disfavores los derriba de su pensamiento. Mas no le acaeció así a don Felis, porque cuanto más entendía que su dama le olvidaba, tanto mayores ansias le sacaban el alma. Y así vivía la más triste vida que nadie podría imaginar; de la cual no me llevaba yo la menor parte. Y para remedio de esto, sacaba la triste de Felismena, a fuerza de brazos, los favores de la señora Celia, poniéndolos ella toda las veces que por mí se los enviaba a mi cuenta. Y si acaso por otro criado suyo le enviaba algún recado, era tan mal recibido que ya él estaba sobre el aviso de no enviar otro allá, sino a mí, por tener entendido lo mal que le sucedía siendo de otra manera; y a mí, Dios sabe si me costaba lágrimas, porque fueron tantas las que yo delante de Celia derramé, suplicándole no tratase mal a quien tanto la quería, que bastara esto para que don Felis me tuviera la mayor obligación que nunca hombre tuvo a mujer. A Celia le llegaban al alma mis lágrimas, así porque yo las derramaba como por parecerle que si yo le quisiera lo que a su amor debía, no solicitara con tanta diligencia favores para otro, y así lo decía ella muchas veces con un ansia que parecía que el alma se le quería despedir.
Yo vivía en la mayor confusión del mundo porque tenía entendido que si no mostraba quererla como a mí, me ponía a riesgo que Celia volviese a los amores de don Felis, y que volviendo a ellos, los míos no podrían haber buen fin; y si también fingía estar perdida por ella, sería causa que ella desfavoreciese al mi don Felis, de manera que a fuerza de disfavores, perdiese el contentamiento y tras él la vida. Y por estorbar la menor cosa de estas, diera yo cien mil de las mías, si tantas tuviera.
De este modo se pasaron muchos días que le servía de tercera, a grandísima costa de mi contentamiento, al cabo de los cuales los amores de los dos iban de mal en peor, porque era tanto lo que Celia me quería que la gran fuerza de amor la hizo a lo que debía a sí misma. Y un día, después de haberle llevado y traído muchos recados, y de haberle yo fingido algunos, por no ver triste a quien tanto quería, estando suplicando a la señora Celia con todo el acatamiento posible, que se doliese de tan triste vida como don Felis a causa suya pasaba y que mirase que en no favorecerle, iba contra lo que a sí misma debía, lo cual yo hacía por verle tal que no se esperaba otra cosa sino la muerte del gran mal que su pensamiento le hacía sentir. Ella, con lágrimas en los ojos y con muchos suspiros, me respondió: «Desdichada de mí, ¡oh Valerio!, que en fin acabo de entender cuán engañada vivo contigo. No creía yo hasta ahora que me pedías favores para tu señor, sino por gozar de mi vista el tiempo que gastabas en pedírmelos. Mas ya conozco que los pides de veras, y que pues gustas de que yo ahora le trate bien, sin duda no debes quererme. ¡Oh cuán mal me pagas lo que te quiero y lo que por ti dejo de querer! Plega a Dios que el tiempo me vengue de ti, pues el amor no ha sido parte para ello, que no puedo yo creer que la fortuna me sea tan contraria que no te dé el pago de no haberla conocido. Y di a tu señor don Felis que si viva me quiere ver, que no me vea; y tú, traidor, enemigo de mi descanso, no parezcas más delante de estos cansados ojos, pues sus lágrimas no han sido parte para darte a entender lo mucho que me debes.» Y con esto se me quitó delante con tantas lágrimas que las mías no fueron parte para detenerla, porque con grandísima prisa se metió en un aposento, y cerrando tras sí la puerta, ni bastó llamar, suplicándole con mis amorosas palabras que me abriese y tomase de mí la satisfacción que fuese servida, ni decirle otras muchas cosas en que le mostraba la poca razón que había tenido en enojarse para que quisiese abrirme. Mas antes, desde allá dentro, me dijo con una furia extraña: «Ingrato y desagradecido Valerio, el más que mis ojos pensaron ver, no me veas ni me hables, que no hay satisfacción para tan grande desamor, ni quiero otro remedio para el mal que me hiciste, sino la muerte, la cual yo con mis propias manos tomaré en satisfacción de lo que tú me mereces.»
Y yo viendo esto me vine a casa del mi don Felis con más tristeza de la que pude disimular, y le dije que no había podido hablar a Celia por cierta visita en que estaba ocupada. Mas otro día de mañana supimos, y aún se supo en toda la ciudad, que aquella noche le había tomado un desmayo con que había dado el alma, que no poco espanto puso en toda la corte. Pues lo que don Felis sintió su muerte, y cuánto le llegó al ánima, no se puede decir, ni hay entendimiento humano que alcanzarlo pueda, porque las cosas que decía, las lástimas, las lágrimas, los ardientes suspiros eran sin número. Pues de mí no digo nada porque de una parte, la desastrada muerte de Celia me llegaba al ánima, y de otra las lágrimas de don Felis me traspasaban el corazón. Aunque esto no fue nada, según lo que después sentí porque, como don Felis supo su muerte, la misma noche desapareció de casa sin que criado suyo ni otra persona supiese de él. Ya veis, hermosas ninfas, lo que yo sentiría; pluguiera a Dios que yo fuera la muerta, y no me sucediera tan gran desdicha, que cansada debía estar la fortuna de las de hasta allí. Pues como no bastase la diligencia que en saber del mi don Felis se puso, que no fue pequeña, yo determiné ponerme en este hábito en que me veis, en el cual ha más de dos años que he andado buscándole por muchas partes, y mi fortuna me ha estorbado hallarle, aunque no le debo poco, pues me ha traído a tiempo que este pequeño servicio pudiese haceros. Y creedme, hermosas ninfas, que lo tengo, después de la vida de aquel en quien puse toda mi esperanza, por el mayor contento que en ella pudiera recibir.
Cuando las ninfas acabaron de oír a la hermosa Felismena, y entendieron que era mujer tan principal, y que el amor le había hecho dejar su hábito natural y tomar el de pastora, quedaron tan espantadas de su firmeza como del gran poder de aquel tirano que tan absolutamente se hace servir de tantas libertades. Y no pequeña lástima tuvieron de ver las lágrimas, y los ardientes suspiros con que la hermosa doncella solemnizaba la historia de sus amores. Pues Dórida, a quien más había llegado al alma el mal de Felismena, y más aficionada le estaba que a persona a quien toda su vida hubiese conservado, tomó la mano de responderle y comenzó a hablar de esta manera:
-¿Qué haremos, hermosa señora, a los golpes de la fortuna? ¿Qué casa fuerte habrá adonde la persona pueda estar segura de las mudanzas del tiempo? ¿Qué arnés hay tan fuerte, de tan fino acero que pueda a nadie defender de las fuerzas de este tirano que tan injustamente llaman Amor? ¿Y qué corazón hay, aunque más duro sea que mármol, que un pensamiento enamorado no le ablande? No es por cierto esa hermosura, no ese valor, no esa discreción para que merezca ser olvidada de quien una vez pueda verla, pero estamos a tiempo, que merecer la cosa es principal parte para no alcanzarla. Y es el crudo amor de condición tan extraña que reparte sus contentamientos sin orden ni concierto alguno, y allí da mayores cosas donde en menos son estimadas, medicina podría ser para tantos males como son los de que este tirano es causa, la discreción y valor de la persona que los padece. Pero ¿a quién la deja ella tan libre que le pueda aprovechar para remedio, o quién podrá tanto consigo en semejante pasión que en causas ajenas sepa dar consejo cuanto más tomarle en las suyas propias? Mas con todo eso, hermosa señora, te suplico pongas delante los ojos quién eres, que si las personas de tanta suerte y valor como tú no bastaren a sufrir sus adversidades, ¿cómo las podrían sufrir las que no lo son? Y demás de esto, de parte de estas ninfas y de la mía te suplico en nuestra compañía te vayas en casa de la gran sabia Felicia que no es tan lejos de aquí que mañana, a estas horas, no estemos allá. A donde tengo por averiguado que hallarás grandísimo remedio para estas angustias como lo han hallado muchas personas que no lo merecían. Demás de su ciencia, a la cual persona humana en nuestros tiempos no se halla que pueda igualar, su condición y su bondad no menos le engrandece y hace que todas las del mundo deseen su compañía.
Felismena respondió:
-No sé, hermosas ninfas, quien a tan grave mal pueda dar remedio, si no fuese el propio que lo causa. Mas con todo eso, no dejaré de hacer vuestro mandado, que pues vuestra compañía es para mi pena tan gran alivio, injusta cosa sería desechar el consuelo al tiempo que tanto lo he menester.
-¡No me espanto yo -dijo Cintia- sino cómo don Felis, en el tiempo que le servías, no te conoció en ese rostro, y en la gracia y el mirar de tan hermosos ojos!
Felismena entonces respondió:
-Tan apartada tenía la memoria de lo que en mí había visto y tan puesto en lo que veía en su señora Celia, que no había lugar para ese conocimiento.
Y estando en esto oyeron cantar los pastores que en compañía de la discreta Selvagia, iban por una cuesta abajo, los más antiguos cantares que cada uno sabía, o que su mal le inspiraba, y cada cual buscaba el villancico que más hacía a su propósito. Y el primero que comenzó a cantar fue Silvano, el cual cantó lo siguiente:
«Desdeñado soy de amor,
guárdeos Dios de tal dolor.Soy del amor desdeñado,
de fortuna perseguido,
ni temo verme perdido,
ni aún espero ser ganado;
un cuidado a otro cuidado
me añade siempre el amor:
¡guárdeos Dios de tal dolor!En quejas me entretenía,
¡ved qué triste pasatiempo!,
imaginaba que un tiempo
tras otro tiempo venía,
mas la desventura mía
mudole en otro peor:
¡guárdeos Dios de tal dolor!»
Selvagia que no tenía menos amor, o menos presunción de tenerle al su Alanio que Silvano a la hermosa Diana, ni tampoco se tenía por menos agraviada por la mudanza que en sus amores había hecho que Silvano en haber tanto perseverado en su daño, mudando el primero verso a este villancico pastoril antiguo, lo comenzó a cantar aplicándolo a su propósito de esta manera:
«Di ¿quién te ha hecho, pastora,
sin gasajo y sin placer,
que tú alegre solías ser?
Memoria del bien pasado
en medio del mal presente,
¡ay del alma que lo siente,
si está mucho en tal estado!
Después que el tiempo ha mudado
a un pastor, por me ofender,
jamás he visto el placer.»
A Sireno bastara la canción de Selvagia para dar a entender su mal, si ella y Silvano se lo consintieran, mas persuadiéndole que él también eligiese alguno de los cantares que más a su propósito hubiese oído, comenzó a cantar lo siguiente:
«Olvidásteme, señora;
mucho más os quiero ahora.Sin ventura yo he olvidado
me veo, no sé por qué;
ved a quién disteis la fe,
¿y de quién la habéis quitado?
Él no os ama, siendo amado,
yo desamado, señora,
mucho más os quiero ahora.Paréceme que estoy viendo
los ojos en que me vi,
y vos por no verme así
el rostro estáis escondiendo,
y que yo os estoy diciendo:
alza los ojos, señora,
que muy más os quiero ahora.»
Las ninfas estuvieron muy atentas a las canciones de los pastores y con gran contentamiento de oírlos, mas a la hermosa pastora no le dejaron los suspiros estar ociosa en cuanto los pastores cantaban. Llegados que fueron a la fuente y hecho su debido acatamiento, pusieron sobre la hierba la mesa, y lo que de la aldea habían traído, y se asentaron luego a comer aquellos a quien sus pensamientos les daban lugar; y los que no, importunados de los que más libres se sentían, lo hubieron de hacer. Y después de haber comido, Polidora dijo así:
-Desamados pastores, si es lícito llamaros el nombre que a vuestro pesar la fortuna os ha puesto, el remedio de vuestro mal está en manos de la discreta Felicia, a la cual dio naturaleza lo que a nosotras ha negado. Y pues veis lo que os importa ir a visitarla, pídoos de parte de estas ninfas, a quien este día tanto servicio habéis hecho, que no rehuséis nuestra compañía, pues no de otra manera podéis recibir el premio de vuestro trabajo; que lo mismo hará esta pastora, la cual no menos que vosotros lo ha menester. Y tú, Sireno, que de un tiempo tan dichoso a otro tan desdichado te ha traído la fortuna, no te desconsueles, que si tu dama tuviese tan cerca el remedio de la mala vida que tiene, como tú de lo que ella te hace pasar, no sería pequeño alivio para los disgustos y desabrimientos que yo sé que pasa cada día.
Sireno respondió:
-Hermosa Polidora, ninguna cosa me da la hora de ahora mayor descontento que haberse Diana vengado de mí tan a costa suya, porque amar ella a quien no la tiene en lo que merece, y estar por fuerza en su compañía, veis lo que le debe costar; y buscar yo remedio a mi mal, hacerlo ya si el tiempo, la fortuna me lo permitiese; mas veo que todos los caminos son tomados y no sé por dónde tú y esas ninfas pensáis llevarme a buscarle. Pero sea como fuere, nosotros os seguiremos, y creo que Silvano y Selvagia harán lo mismo, si no son de tan mal conocimiento que no entiendan la merced que a ellos y a mí se nos hace.
Y remitiéndose los pastores a lo que Sireno había respondido, y encomendando sus ganados a otros que no muy lejos estaban de allí hasta la vuelta, se fueron todos juntos por donde las tres ninfas los guiaban.