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Los siete libros de la Diana

Libro quinto


Jorge de Montemayor

Prefacio1234567


Libro quinto

Otro día por la mañana la sabia Felicia se levantó, y se fue al aposento de Felismena, la cual halló acabándose de vestir no con pocas lágrimas, pareciéndole cada hora de las que allí estaba mil años. Y tomándola por la mano, se salieron a un corredor que estaba sobre el jardín, adonde la noche antes habían cenado, y habiéndole preguntado la causa de sus lágrimas y consolándola con darle esperanza que sus trabajos habrían el fin que ella deseaba, le dijo:

-Ninguna cosa hay hoy en la vida más aparejada para quitarla a quien quiere bien, que quitarle con esperanzas inciertas el remedio de su mal, porque no hay hora en cuanto de esta manera vive que no le parezca tan espaciosa cuanto las de la vida son apresuradas. Y porque mi deseo es que el vuestro se cumpla y después de algunos trabajos consigáis el descanso que la fortuna os tiene prometido, vos partiréis de esta vuestra casa en el mismo hábito en que veníais cuando a mis ninfas defendisteis de la fuerza que los fieros salvajes les querían hacer. Y tened entendido que todas las veces que mi ayuda y favor os fuere necesario, lo hallaréis sin que hayáis menester enviármelo a pedir. Así que, hermosa Felismena, vuestra partida sea luego, y confiad en Dios que vuestro deseo habrá buen fin, porque si yo de otra suerte lo entendiera, bien podéis creer que no me faltaran otros remedios para haceros mudar el pensamiento como a algunas personas lo he hecho.

Muy grande alegría recibió Felismena de las palabras que la sabia Felicia le dijo, a las cuales respondió:

-No puedo alcanzar, discreta señora, con qué palabras podría encarecer ni con qué obras podría servir la merced que de vos recibo. Dios me llegue a tiempo en que la experiencia os dé a entender mi deseo. Lo que mandáis, pondré yo luego por obra, lo cual no puede dejar de sucederme muy bien siguiendo el consejo de quien para todas las cosas sabe darlo tan bueno.

La sabia Felicia la abrazó diciendo:

-Yo espero en Dios, hermosa Felismena, de veros en esta casa con más alegría de la que lleváis. Y porque los dos pastores y pastoras nos están esperando, razón será que vaya a darles el remedio que tanto han menester.

Y saliéndose ambas a dos a una sala, hallaron a Silvano y Sireno y a Belisa, y Selvagia, que esperándolos estaban; y la sabia Felicia dijo a Felismena:

-Entretened, hermosa señora, vuestra compañía, entre tanto que yo vengo.

Y entrándose en un aposento, no tardó mucho en salir con dos vasos en las manos de fino cristal con los pies de oro esmaltados; y llegándose a Sireno, le dijo:

-Olvidado pastor, si en tus males hubiera otro remedio sino este, yo te le buscara con toda la diligencia posible, pero ya que no puedes gozar de aquella que tanto te quiso sin muerte ajena (y esta esté en mano de solo Dios), es menester que recibas otro remedio para no desear cosa que es imposible alcanzarla. Y tú, hermosa Selvagia, y desamado Silvano, tomad este vaso, en el cual hallaréis grandísimo remedio para el mal pasado y principio para grandísimo contento, del cual vosotros estáis bien descuidados.

Y tomando el vaso que tenía en la mano izquierda, le puso en la mano a Sireno y le mandó que lo bebiese, y Sireno lo hizo luego; y Selvagia y Silvano bebieron ambos el otro. Y en este punto cayeron todos tres en el suelo adormidos, de que no poco se espantó Felismena y la hermosa Belisa que allí estaba, a la cual dijo la sabia Felicia:

-No te desconsueles, oh Belisa, que aún yo espero de verte tan consolada como la que más lo estuviere. Y hasta que la ventura se canse de negarte el remedio que para tan grave mal has menester, yo quiero que quedes en mi compañía.

La pastora le quiso besar las manos por ello, Felicia no lo consintió, mas antes la abrazó, mostrándole mucho amor. Felismena estaba espantada del sueño de los pastores y dijo a Felicia:

-Paréceme, señora, que si el descanso de estos pastores está en dormir, ellos lo hacen de manera que vivirán los más descansados del mundo.

Felicia le respondió:

-No os espantéis de eso, porque el agua que ellos bebieron tiene tal fuerza, así una como la otra, que todo el tiempo que yo quisiere dormirán, sin que baste ninguna persona a despertarlos. Y para que veáis si esto es así, probá a llamarlo.

Felismena llegó entonces a Silvano y tirándole por un brazo, le comenzó a dar grandes voces, las cuales aprovecharon tanto como si las diera a un muerto, y lo mismo le avino con Sireno y Selvagia, de lo que Felismena quedó asaz maravillada. Felicia le dijo:

-Pues más os maravillaréis después que despierten, porque veréis una cosa, la más extraña que nunca imaginasteis. Y porque me parece que el agua debe haber obrado lo que es menester, yo los quiero despertar y estad atenta porque oiréis maravillas.

Y sacando un libro de la manga, se llegó a Sireno, y en tocándole con él sobre la cabeza, el pastor se levantó luego en pie con todo su juicio, y Felicia le dijo:

-Dime, Sireno, si acaso vieses la hermosa Diana con su esposo, y estar los dos con todo el contentamiento del mundo, riéndose de los amores que tú con ella habías tenido, ¿qué harías?

Sireno respondió:

-Por cierto, señora, ninguna pena me darían, mas antes los ayudaría a reír de mis locuras pasadas.

Felicia le replicó:

-Y si acaso ella fuera ahora soltera, y se quisiera casar con Silvano y no contigo, ¿qué hicieras?

Sireno le respondió:

-Yo mismo fuera el que tratara de concertarlo.

-¿Qué os parece -dijo Felicia contra Felismena- si el agua sabe desatar los nudos que este perverso del amor hace?

Felismena respondió:

-Jamás pudiera creer yo que la ciencia de una persona humana pudiera llegar a tanto como esto.

Y volviendo a Sireno, le dijo:

-¿Qué es esto, Sireno? Pues las lágrimas y suspiros con que manifestabas tu mal, ¿tan presto se han acabado?

Sireno le respondió:

-Pues que los amores se acabaron, no es mucho que se acabe lo que ellos me hacían hacer.

Felismena le volvió a decir:

-¿Y qué es posible, Sireno, que ya no quieres bien ni más a Diana?

-El mismo bien le quiero -dijo Sireno- que os quiero a vos, y a otra cualquiera persona que no me haya ofendido.

Y viendo Felicia cuán espantada estaba Felismena de la súbita mudanza de Sireno, le dijo:

-Con esta medicina curara yo, hermosa Felismena, vuestro mal; y el vuestro, pastora Belisa, si la fortuna no os tuviera guardadas para muy mayor contentamiento de lo que fuera veros en vuestra libertad. Y para que veáis cuán diferentemente ha obrado en Silvano y en Selvagia la medicina, bien será despertarlos, pues basta lo que han dormido.

Y poniendo el libro sobre la cabeza a Silvano, se levantó diciendo:

-¡Oh Selvagia, cuán gran locura ha sido haber empleado en otra parte el pensamiento, después que mis ojos te vieron!

-¿Qué es eso, Silvano -dijo Felicia- teniendo tan puesto el pensamiento en tu pastora Diana, tan súbitamente le pones ahora en Selvagia?

Silvano le respondió:

-Discreta señora, como el navío anda perdido por la mar sin poder tomar puerto seguro, así anduvo mi pensamiento en los amores de Diana todo el tiempo que la quise bien; mas ahora he llegado a un puerto, donde plega a Dios que sea tan bien recibido como el amor que yo le tengo lo merece.

Felismena quedó tan espantada del segundo género de mudanza que vio en Silvano, como del primero que en Sireno había visto, y díjole riendo:

-¿Pues qué haces que no despiertas a Selvagia? Que mal podrá oír tu pena una pastora que duerme.

Silvano entonces, tirándole del brazo, le comenzó a decir a grandes voces:

-¡Despierta, hermosa Selvagia, pues despertaste mi pensamiento del sueño de las ignorancias pasadas! Dichoso yo, pues la fortuna me ha puesto en el mayor estado que se podía desear; ¿qué es esto, no me oyes? ¿Oyes y no quieres responderme? ¡Cata, que no sufre el amor que te tengo, no ser oído! ¡Oh Selvagia, no duermas tanto ni permitas que tu sueño sea causa que el de la muerte dé fin a mis días!

Y viendo que no aprovechaba nada llamarla, comenzó a derramar lágrimas en tan gran abundancia que los presentes no pudieron dejar de ayudarle; mas Felicia dijo:

-Silvano amigo, no te aflijas, que yo haré que te responda Selvagia y que la respuesta sea tal como tú deseas.

Y tomándole por la mano, le metió en un aposento y le dijo:

-No salgas de ahí hasta que yo te llame.

Y luego volvió a donde Selvagia estaba, y tocándola con el libro despertó como los demás habían hecho. Felicia le dijo:

-Pastora, muy descuidada duermes.

Selvagia respondió:

-Señora, ¿qué es del mi Silvano? ¿No estaba él junto conmigo? ¡Ay Dios! ¿Quién me lo llevó de aquí? ¡Si volverá!

Y Felicia le dijo:

-Escucha, Selvagia, que parece que desatinas; has de saber que el tu querido Alanio está a la puerta y dice que ha andado por muchas partes perdido en busca tuya y trae licencia de su padre para casarse contigo.

-Esa licencia -dijo Selvagia- le aprovechará a él muy poco, pues no la tiene de mi pensamiento. Silvano, ¿qué es de él? ¿Adónde está?

Pues como el pastor Silvano oyó hablar a Selvagia, no pudo sufrirse sin salir luego a la sala donde estaba, y mirándose los dos con mucho amor, lo confirmaron tan grande entre sí, que sola la muerte bastó para acabarlo, de que no poco contentamiento recibió Sireno y Felismena y aun la pastora Belisa. Felicia les dijo:

-Razón será, pastores y hermosa pastora, que os volváis a vuestros ganados, y tened entendido que mi favor jamás os podrá faltar y el fin de vuestros amores será cuando por matrimonio cada uno se ajunte con quien desea. Yo tendré cuidado de avisaros cuando será tiempo; y vos, hermosa Felismena, aparejaos para la partida, porque mañana cumple que partáis de aquí.

En esto entraron todas las ninfas por la puerta de la sala, las cuales ya sabían el remedio que la sabia Felicia había puesto en el mal de los pastores, de lo cual recibieron grandísimo placer, mayormente Dórida, Cintia y Polidora, por haber sido ellas la principal ocasión de su contentamiento. Los dos nuevos enamorados no entendían otra cosa sino en mirarse uno a otro, con tanta afición y blandura como si hubiera mil años que hubieran dado principio a sus amores. Y aquel día estuvieron allí todos con grandísimo contentamiento, hasta que otro día de mañana, despidiéndose los dos pastores y pastora de la sabia Felicia, y de Felismena y de Belisa, y asimismo de todas aquellas ninfas, se volvieron con grandísima alegría a su aldea, donde aquel mismo día llegaron.

Y la hermosa Felismena, que ya aquel día se había vestido en traje de pastora, despidiéndose de la sabia Felicia, y siendo muy particularmente avisada de lo que había de hacer, con muchas lágrimas la abrazó, y acompañada de todas aquellas ninfas, se salieron al gran patio que delante de la puerta estaba, y abrazando a cada una por sí, se partió por el camino donde la guiaron. No iba sola Felismena este camino, ni aún sus imaginaciones le daban lugar a que lo fuese, pensando iba en lo que la sabia Felicia le había dicho y por otra parte considerando la poca ventura que hasta allí había tenido en sus amores, le hacía dudar de su descanso. Con esta contrariedad de pensamientos iba lidiando, los cuales aunque por una parte le cansaban, por otra la entretenían de manera que no sentía la soledad del camino.

No hubo andado mucho por en medio de un hermoso valle cuando a la caída del sol, vio de lejos una choza de pastores que entre unas encinas estaba a la entrada de un bosque y, persuadida de la hambre, se fue hacia ella, y también porque la siesta comenzaba, de manera que le sería forzado pasarla debajo de aquellos árboles. Llegando a la choza, oyó que un pastor decía a una pastora que cerca de él estaba asentada:

-No me mandes, Amarílida, que cante, pues entiendes la razón que tengo de llorar los días que el alma no desampare estos cansados miembros; que, puesto caso que la música es tanta parte para hacer acrecentar la tristeza del triste como la alegría del que más contento vive, no es mi mal de suerte que pueda ser disminuido ni acrecentado con ninguna industria humana. Aquí tienes tu zampoña, tañe y canta, pastora, que muy bien lo puedes hacer, pues que tienes el corazón libre y la voluntad exenta de las sujeciones de amor.

La pastora le respondió:

-No seas, Arsileo, avariento de lo que naturaleza con tan larga mano te ha concedido, pues quien te lo pide sabrá complacerte en lo que tú quisieres pedirle. Canta si es posible aquella canción que a petición de Argasto hiciste en nombre de tu padre Arsenio, cuando ambos servíais a la hermosa pastora Belisa.

El pastor le respondió:

-Extraña condición es la tuya, oh Amarílida, que siempre me pides que haga lo que menos contento me da. ¿Qué haré? Que por fuerza he de complacerte, y no por fuerza, que asaz de mal aconsejado sería quien de su voluntad no te sirviese. Mas ya sabes cómo mi fortuna me va a la mano todas las veces que algún alivio quiero tomar. Oh Amarílida, viendo la razón que tengo de estar continuo llorando, ¿me mandas cantar? ¿Por qué quieres ofender a las ocasiones de mi tristeza? ¡Plega a Dios que nunca mi mal vengas a sentirlo en causa tuya propia, porque tan a tu costa no te informe la fortuna de mi pena! Ya sabes que perdí a Belisa, ya sabes que vivo sin esperanza de cobrarla. ¿Por qué me mandas cantar? Mas no quiero que me tengas por descomedido, que no es de mi condición serlo con las pastoras a quien todos estamos obligados a complacer.

Y tomando un rabel que cerca de sí tenía, le comenzó a templar para hacer lo que la pastora le mandaba. Felismena, que acechando estaba, oyó muy bien lo que el pastor y pastora pasaban; y cuando vio que hablaban en Arsenio y Arsileo, servidores de la pastora Belisa, a los cuales tenía por muertos, según lo que Belisa había contado a ella, y a las ninfas y pastores, cuando en la cabaña de la isleta la hallaron, verdaderamente pensó lo que veía ser alguna visión o cosa de sueño. Y estando atenta, vio cómo el pastor comenzó a tocar el rabel tan divinamente, que parecía cosa del cielo; y habiendo tañido un poco con una voz más angélica que de hombre humano dio principio a esta canción:

¡Ay, vanas esperanzas, cuántos días
anduve hecho siervo de un engaño,
y cuán en vano mis cansados ojos
con lágrimas regaron este valle!
Pagado me han amor y la fortuna,
pagado me han, no sé de qué me quejo.

Gran mal debo pasar, pues yo me quejo,
que hechos a sufrir están mis ojos
los trances del amor y la fortuna.
¿Sabéis de quién me agravio? De un engaño
de una cruel pastora de este valle,
do puse por mi mal mis tristes ojos.

Con todo mucho debo yo a mis ojos,
aunque con el dolor de ellos me quejo,
pues vi por causa suya en este valle
la cosa más hermosa que en mis días
jamás pensé mirar y no me engaño.
Pregúntenlo al amor y a la fortuna.

Aunque por otra parte la fortuna,
el tiempo, la ocasión, los tristes ojos,
el no estar receloso del engaño,
causaron todo el mal de que me quejo;
y así pienso acabar mis tristes días
contando mis pasiones a este valle.

Si el río, el soto, el monte, el prado, el valle,
la tierra, el cielo, el hado, la fortuna,
las horas, los momentos, años, días,
el alma, el corazón, también los ojos,
agravian mi dolor cuando me quejo,
¿por qué dices, pastora, que me engaño?

Bien sé que me engañé, mas no es engaño,
porque de haber yo visto en este valle
tu extraña perfección, jamás me quejo;
sino de ver que quiso la fortuna
dar a entender a mis cansados ojos
que allá vendría el remedio tras los días.

Y son pasados años, meses, días,
sobre esta confianza y claro engaño,
cansados de llorar mis tristes ojos,
cansado de escucharme el soto, el valle,
y al cabo, me responde la fortuna
burlándose del mal de que me quejo.

Mas, ¡oh triste pastor! ¿De qué me quejo
si no es de no acabarse ya mis días?
¿Por dicha era mi esclava la fortuna?
¿Halo ella de pagar, si yo me engaño?
¿No anduve libre, exento en este valle?
¿Quién me mandaba a mí alzar los ojos?

Mas, ¿quién podrá también domar sus ojos,
o cómo viviré si no me quejo
del mal que amor me hizo en este valle?
¡Mal haya un mal que dura tantos días!
Mas no podrá tardar, si no me engaño,
que muerte no dé fin a mi fortuna.

Venir suele bonanza tras fortuna,
mas nunca la verán jamás mis ojos,
ni aun yo pienso caer en este engaño,
bien basta ya el primero de quien quejo,
y quejaré, pastora, cuantos días
durare la memoria de este valle.

Si el mismo día, pastora, que en el valle
dio causa que te viese mi fortuna
llegara el fin de mis cansados días,
o al menos viera esquivos esos ojos,
cesara la razón con que me quejo,
y no pudiera yo llamarme a engaño.

Mas tú, determinando hacerme engaño
cuando me viste luego en este valle,
mostrábaste benigna. ¡Ved si quejo
contra razón, de amor y de fortuna!
Después no sé por qué vuelves tus ojos;
cansarte deben ya mis tristes días.

Canción, de amor y de fortuna quejo,
y pues duró un engaño tantos días,
regad ojos, regad el soto, el valle.

Esto cantó el pastor con muchas lágrimas, y la pastora lo oyó con grande contentamiento de ver la gracia con que tañía y cantaba; mas el pastor, después que dio fin a su canción, soltando el rabel de las manos, dijo contra la pastora:

-¿Estás contenta, Amarílida? ¡Que por solo tu contentamiento me hagas hacer cosa que tan fuera del mío es! ¡Plega a Dios, oh Alfeo, la fortuna te traiga al punto a que yo por tu causa he venido, para que sientas el cargo en que te soy y por el mal que me hiciste! ¡Oh Belisa! ¿Quién hay en el mundo que más te deba que yo? Dios me traiga a tiempo que mis ojos gocen de ver tu hermosura y los tuyos vean si soy en conocimiento de lo que les debo.

Esto decía el pastor con tantas lágrimas que no hubiera corazón por duro que fuera, que no se ablandara; oyéndole la pastora le dijo:

-Pues que ya, Arsileo, me has contado el principio de tus amores y cómo Arsenio tu padre fue la principal causa de que tú quisieses bien a Belisa, porque sirviéndola él, se aprovechaba de tus cartas y canciones, y aun de tu música, cosa que él pudiera muy bien excusar, te ruego me cuentes cómo la perdiste.

-Cosa es esa -le respondió el pastor- que yo querría pocas veces contar, mas ya que es tu condición mandarme hacer y decir aquello en que más pena recibo, escucha que en breves palabras te lo diré. Había en mi lugar un hombre llamado Alfeo, que entre nosotros tuvo siempre fama de grandísimo nigromante, el cual quería bien a Belisa, primero que mi padre la comenzase a servir. Y ella no tan solamente no podía verle, mas aun si le hablaban en él, no había cosa que más pena le diese. Pues como este supiese un concierto que entre mí y Belisa había de irle a hablar desde encima de un moral que en una huerta suya estaba, el diabólico Alfeo hizo a dos espíritus que tomase el uno la forma de mi padre Arsenio y el otro la mía; y que fuese el que tomó mi forma al concierto, y el que tomó la de mi padre viniese allí, y le tirase con una ballesta, fingiendo que era otro y que viniese él luego, como que lo había conocido, y se matase de pena de haber muerto a su hijo, a fin de que la pastora Belisa se diese la muerte viendo muerto a mi padre y a mí; o a lo menos hiciese lo que hizo. Esto hacía el traidor de Alfeo por lo mucho que le pesaba de saber lo que Belisa me quería y lo poco que se daba por él. Pues como esto así fuese hecho, y a Belisa le pareciese que mi padre y yo fuésemos muertos de la forma que he contado, desesperada se salió de casa, y se fue donde hasta ahora no se ha sabido de ella. Esto me contó la pastora Armida; y yo verdaderamente lo creo, por lo que después acá ha sucedido.

Felismena, que entendió lo que el pastor había dicho, quedó en extremo maravillada, pareciéndole que lo que decía llevaba camino de ser así; y por las señales que en él vio, vino en conocimiento de ser aquel Arsileo, servidor de Belisa, al cual ella tenía por muerto, y dijo entre sí:

-No sería razón que la fortuna diese contento ninguno a la persona, que lo negase a un pastor que tan bien lo merece y lo ha menester. A lo menos no partiré yo de este lugar, sin dársele tan grande como lo recibirá con las nuevas de su pastora.

Y llegándose a la puerta de la choza, dijo contra Amarílida:

-Hermosa pastora, a una sin ventura que ha perdido el camino y aun la esperanza de cobrarle, ¿no le daríais licencia para que pasase la siesta en este vuestro aposento?

La pastora, cuando la vio, quedó tan espantada de ver su hermosura y gentil disposición, que no supo responderle, empero Arsileo le dijo:

-Por cierto, pastora, no falta otra cosa para hacer lo que por vos es pedido, sino la posada ser tal como vos la merecéis, pero si de esta manera sois servida, entrá, que no habrá cosa que por serviros no se haga.

Felismena le respondió:

-Esas palabras, Arsileo, bien parecen tuyas, mas el contento que yo en paga de ellas te dejaré, me dé Dios a mí en lo que tanto ha que deseo.

Y diciendo esto se entró en la choza, y el pastor y la pastora se levantaron, haciéndole mucha cortesía y volviéndose a sentar todos, Arsileo le dijo:

-¿Por ventura, pastora, haos dicho alguno mi nombre, o habéisme visto en alguna parte antes de ahora?

Felismena le respondió:

-Arsileo, más sé de ti de lo que te piensas, aunque estés en traje de pastor, muy fuera de como yo te vi cuando en la Academia salmantina estudiabas. Si alguna cosa hay que comer, mándamela dar porque después te diré una cosa que tú muchos días ha que deseas saber.

-Eso haré yo de muy buena gana -dijo Arsileo- porque ningún servicio se os puede hacer que no quepa en vuestro merecimiento.

Y descolgando Amarílida y Arsileo sendos zurrones, dieron de comer a Felismena de aquello que para sí tenían. Y después que hubo acabado, deseando Felismena de alegrar a aquel que con tanta tristeza vivía, le empezó a hablar de esta manera:

-No hay en la vida, ¡oh Arsileo!, cosa que en más se deba tener que la firmeza, y más en corazón de mujer, adonde las menos veces suele hallarse; mas también hallo otra cosa, que las más de las veces son los hombres causa de la poca constancia que con ellos se tiene. Digo esto por lo mucho que debes a una pastora que yo conozco, la cual, si ahora supiese que eres vivo, no creo que habría cosa en la vida que mayor contento le diese.

Y entonces le comenzó a contar por orden todo lo que había pasado, desde que mató los tres salvajes hasta que vino en casa de la sabia Felicia. En la cual cuenta Arsileo oyó nuevas de la cosa que más quería, con todo lo que con ella habían pasado las ninfas al tiempo que la hallaron durmiendo en la isleta del estanque, como atrás habéis oído, y lo que sintió de saber que la fe que su pastora le tenía jamás su corazón había desamparado, y el lugar cierto donde la había de hallar, fue su contentamiento tan fuera de medida, que estuvo en poco de ponerle a peligro la vida. Y dijo contra Felismena:

-¿Qué palabras bastarían, hermosa pastora, para encarecer la gran merced que de vos he recibido, o qué obra para podérosla servir? ¡Plega a Dios que el contentamiento que vos me habéis dado, os dé él en todas las cosas que vuestro corazón deseare! ¡Oh mi señora Belisa! ¿Que es posible que tan presto he yo de ver aquellos ojos que tan gran poder en mí tuvieron? ¿Y que después de tantos trabajos me había de suceder tan soberano descanso?

Y diciendo esto con muchas lágrimas, tomaba las manos a Felismena y se las besaba. Y la pastora Amarílida hacía lo mismo diciendo:

-Verdaderamente, hermosa pastora, vos habéis alegrado un corazón, el más triste que yo he pensado ver y el que menos merecía estarlo. Seis meses ha que Arsileo vive en esta cabaña la más triste vida que nadie puede pensar. Y unas pastoras que por estos prados repastan sus ganados de cuya compañía yo soy, algunas veces le entrábamos a ver y a consolar, si su mal sufriera consuelo.

Felismena le respondió:

-No es el mal de que está doliente de manera que pueda recibir consuelo de otro, sino es de la causa de él o de quien le dé las nuevas que yo ahora le he dado.

-Tan buenas son para mí, hermosa pastora -le dijo Arsileo- que me han renovado un corazón envejecido en pesares.

A Felismena se le enterneció el corazón tanto de ver las palabras que el pastor decía, y de las lágrimas que de contento lloraba, cuanto con las suyas dio testimonio. Y de esta manera estuvieron allí toda la tarde hasta que la siesta fue toda pasada, que, despidiéndose Arsileo de las dos pastoras, se partió con mucho contento para el templo de Diana, por donde Felismena le había guiado.

Silvano y Selvagia, con aquel contento que suelen tener los que gozan después de larga ausencia de la vista de sus amores, caminaban hacia el deleitoso prado donde sus ganados andaban paciendo, en compañía del pastor Sireno, el cual aunque iba ajeno del contentamiento que en ellos veía, también lo iba de la pena que la falta de él suele causar, porque ni él pensaba en querer bien, ni se le daba nada en no ser querido. Silvano le decía:

-Todas las veces que te miro, amigo Sireno, me parece que ya no eres el que solías, mas antes creo que te has mudado, juntamente con los pensamientos. Por una parte casi tengo piedad de ti, y por otra no me pesa de verte tan descuidado de las desventuras de amor.

-¿Por qué parte -dijo Sireno- tienes de mí mancilla?

Silvano le respondió:

-Porque me parece que estar un hombre sin querer ni ser querido es el más enfadoso estado que puede ser en la vida.

-No ha muchos días -dijo Sireno- que tú entendías eso muy al revés; plega a Dios que en este mal estado me sustente a mí la fortuna, y a ti en el contento que recibes con la vista de Selvagia, que puesto caso que se te pueda haber envidia de amar y ser amado de tan hermosa pastora, yo te aseguro que la fortuna no se descuide de templaros el contento que recibís con vuestros amores.

Selvagia dijo entonces:

-No será tanto el mal que ella con sus desvariados sucesos nos puede hacer, cuanto es el bien de verme tan bien empleada.

Sireno le respondió:

-¡Ah Selvagia!, que yo me he visto tan bien querido cuanto nadie puede verse y tan sin pensamiento de ver fin a mis amores, como vosotros lo estáis ahora. Mas nadie haga cuenta sin la fortuna, ni fundamento sin considerar las mudanzas de los tiempos. Mucho debo a la sabia Felicia; Dios se lo pague, que nunca yo pensé poder contar mi mal en tiempo que tan poco lo sintiese.

-En mayor deuda le soy yo -dijo Selvagia-, pues fue causa que quisiese bien a quien yo jamás dejé de ver delante mis ojos.

Silvano dijo, volviendo los suyos hacia ella:

-Esa deuda, esperanza mía, yo soy el que con más razón la debía pagar, a ser cosa que con la vida pagar se pudiera.

-Esa os dé Dios, mi bien -dijo Selvagia-, porque sin ella la mía sería muy excusada.

Sireno, viendo las amorosas palabras que se decían, medio riendo les dijo:

-No me parece mal que cada uno se sepa pagar tan bien que ni quiera quedar en deuda ni que le deban, y aun lo que me parece es que según las palabras que uno a otro os decís, sin yo ser el tercero, sabríais tratar vuestros amores.

En estas y otras razones pasaban los nuevos enamorados y el descuidado Sireno el trabajo de su camino, al cual dieron fin al tiempo que el sol se quería poner, y antes que llegasen a la fuente de los alisos, oyeron una voz de una pastora que dulcemente cantaba; la cual fue luego conocida, porque Silvano, en oyéndola, les dijo:

-Sin duda es Diana la que junto a la fuente de los alisos canta.

Selvagia respondió:

-Verdaderamente aquella es; metámonos entre los mirtos que están junto a ella porque mejor podamos oírla.

Sireno les dijo:

-Sea como vosotros lo ordenareis, aunque tiempo fue que me diera mayor contento su música y aun su vista, que no ahora.

Y entrándose todos tres por entre los espesos mirtos, ya que el sol se quería poner, vieron junto a la fuente a la hermosa Diana con tan grande hermosura que, como si nunca la hubieran visto, así quedaron admirados: tenía sueltos sus hermosos cabellos y tomados atrás con una cinta encarnada que por medio de la cabeza los repartía, los ojos puestos en el suelo y otras veces en la clara fuente, y limpiando algunas lágrimas que de cuando en cuando le corrían, cantaba este romance:

Cuando yo triste nací,
luego nací desdichada;
luego los hados mostraron
mi suerte desventurada.
El sol escondió sus rayos,
la luna quedó eclipsada,
murió mi madre en pariendo,
moza hermosa y mal lograda.
El ama que me dio leche
jamás tuvo dicha en nada,
ni menos la tuve yo,
soltera ni desposada.
Quise bien y fui querida,
olvidé y fui olvidada,
esto causó un casamiento
que a mí me tiene cansada.
Casara yo con la tierra,
no me viera sepultada
entre tanta desventura,
que no puede ser contada.
Moza me casó mi padre,
de su obediencia forzada,
puse a Sireno en olvido,
que la fe me tenía dada.
Pago también mi descuido
cual no fue cosa pagada;
celos me hacen la guerra
sin ser en ellos culpada.
Con celos voy al ganado,
con celos a la majada,
y con celos me levanto
continuo a la madrugada.
Con celos como a su mesa
y en su cama soy acostada,
si le pido de qué ha celos
no sabe responder nada.
Jamás tiene el rostro alegre,
siempre la cara inclinada,
los ojos por los rincones,
la habla triste y turbada.
¿Cómo vivirá la triste
que se ve tan mal casada?

A tiempo pudiera tomar a Sireno el triste canto de Diana con las lágrimas que derramaba cantando, y la tristeza de que su rostro daba testimonio, que al pastor pusieran en riesgo de perder la vida, sin ser nadie parte para remediarle; mas como ya su corazón estaba libre de tan peligrosa prisión, ningún contento recibió con la vista de Diana, ni pena con sus tristes lamentaciones. Pues el pastor Silvano no tenía, a su parecer, por qué pesarle de ningún mal que a Diana sucediese, visto cómo ella jamás se había dolido de lo que a su causa había pasado. Sola Selvagia le ayudó con lágrimas, temerosa de su fortuna. Y dijo contra Sireno:

-Ninguna perfección ni hermosura puede dar la naturaleza que con Diana largamente no la haya repartido, porque su hermosura no creo yo que tiene par, su gracia, su discreción, con todas las otras partes que una pastora debe tener. Nadie le hace ventaja, sola una cosa le faltó de que yo siempre le hube miedo, y esto es la ventura, pues no quiso darle compañía con que pudiese pasar la vida con el descanso que ella merece.

Sireno respondió:

-Quien a tantos le ha quitado, justa cosa es que no le tenga. Y no digo esto porque no me pese del mal de esta pastora, sino por la grandísima causa que tengo de deseársele.

-No digas eso -dijo Selvagia- que yo no puedo creer que Diana te haya ofendido en cosa alguna. ¿Qué ofensa te hizo ella en casarse, siendo cosa que estaba en la voluntad de su padre y deudos, más que en la suya? Y después de casada, ¿qué pudo hacer por lo que tocaba a su honra, sino olvidarte? Cierto, Sireno, para quejarte de Diana, más legítimas causas había de haber que las que hasta ahora hemos visto.

Silvano dijo:

-Por cierto, Sireno, Selvagia tiene tanta razón en lo que dice que nadie con ella se lo puede contradecir. Y si alguno con causa se puede quejar de su ingratitud, yo soy, pues la quise todo lo que se puede querer; y tuvo tan mal conocimiento como fue el tratamiento que viste que siempre me hacía.

Selvagia respondió, poniendo en él unos amorosos ojos, y dijo:

-Pues no erais vos, mi pastor, para ser mal tratado que ninguna pastora hay en el mundo que no gane mucho en que vos la queráis.

A este tiempo, Diana sintió que cerca de ella hablaban, porque los pastores se habían descuidado algo de hablar de manera que ella no les oyese; y levantándose en pie, miró entre los mirtos, y conoció los pastores y pastora que entre ellos estaba asentada, los cuales, viendo que habían sido vistos, se vinieron a ella, y la recibieron con mucha cortesía. Y ella a ellos, con muy gran comedimiento, preguntándoles adónde habían estado. A lo cual ellos respondieron con otras palabras y otros movimientos de rostro de lo que le respondían a lo que ella solía preguntarles, cosa tan nueva para Diana que, puesto caso que los amores de ninguno de ellos le diesen pena, en fin le pesó de verlos tan otros de lo que solían, y más cuando entendió en los ojos de Silvano el contentamiento que los de Selvagia le daban. Y porque era ya hora de recogerse y el ganado tomaba su acostumbrado camino hacia la aldea, ellos se fueron tras él, y la hermosa Diana dijo contra Sireno:

-Muchos días ha, pastor, que por este valle no te he visto.

-Más ha -dijo Sireno- que a mí me iba la vida que no me viese quien tan mala me la ha dado; mas en fin no da poco contento hablar en la fortuna pasada el que ya se halla en seguro puerto.

-¿En seguro te parece -dijo Diana- el estado en que ahora vives?

-No debe ser muy peligroso -dijo Sireno-, pues yo oso hablar delante de ti de esta manera.

Diana respondió:

-Nunca yo me acuerdo verte por mí tan perdido que tu lengua no tuviese la libertad que ahora tiene.

Sireno le respondió:

-Tan discreta eres en imaginar eso, como en todas las otras cosas.

-¿Por qué causa? -dijo Diana.

-Porque no hay otro remedio -dijo Sireno- para que tú no sientas lo que perdiste en mí, sino pensar que no te quería yo tanto que mi lengua dejase de tener la libertad que dices. Mas con todo eso, plega a Dios, hermosa Diana, que siempre te dé tanto contento cuanto en algún tiempo me quitaste, que puesto caso que ya nuestros amores sean pasados, las reliquias que en el alma me han quedado bastan para desearte yo todo el contentamiento posible.

Cada palabra de estas para Diana era arrojarle una lanza, que Dios sabe si quisiera ella más ir oyendo quejas, que creyendo libertades, y aunque respondía a todas las cosas que los pastores le decían con un cierto descuido, y se aprovechaba de toda su discreción para no darles a entender que le pesaba de verlos tan libres, todavía se entendía muy bien el descontento que sus palabras le daban. Y hablando en estas y otras cosas, llegaron a la aldea, a tiempo que de todo punto el sol había escondido sus rayos y, despidiéndose unos de otros, se fueron a sus posadas.

Pues volviendo a Arsileo, el cual con grandísimo contentamiento y deseo de ver su pastora, caminaba hacia el bosque donde el templo de la diosa Diana estaba, llegó junto a un arroyo que cerca del suntuoso templo por entre unos verdes alisos corría, a la sombra de los cuales se asentó, esperando que viniese por allí alguna persona con quien hiciese saber a Belisa de su venida, porque le parecía peligroso darle algún sobresalto, teniéndolo ella por muerto. Por otra parte, el ardiente deseo que tenía de verla no le daba lugar a ningún reposo. Estando el pastor consultando consigo mismo el consejo que tomaría, vio venir hacia sí una ninfa de admirable hermosura, con un arco en la mano y una aljaba al cuello, mirando a una y a otra parte si veía alguna caza en que emplear una aguda saeta que en el arco traía puesta. Y cuando vio al pastor, se fue derecha a él, y él se levantó y le hizo el acatamiento que a tan hermosa ninfa debía hacerse. Y de la misma manera fue de ella recibido porque esta era la hermosa Polidora, una de las tres que Felismena y los pastores libraron de poder de los salvajes, y muy aficionada a la pastora Belisa.

Pues volviéndose ambos a sentar sobre la verde hierba, Polidora le preguntó de qué tierra era y la causa de su venida. A lo cual Arsileo respondió:

-Hermosa ninfa, la tierra donde yo nací me ha tratado de manera que parece que me hago agravio en llamarla mía, aunque por otra parte le debo más de lo que yo sabría encarecer. Y para que yo te diga la causa que tuvo la fortuna de traerme a este lugar, sería menester que primero me dijeses si eres de la compañía de la sabia Felicia, en cuya casa me dicen que está la hermosa pastora Belisa, causa de mi destierro y de toda la tristeza que la ausencia me ha hecho sufrir.

Polidora le respondió:

-De la compañía de la sabia Felicia soy, y la mayor amiga de esa pastora que has nombrado que ella en la vida puede tener. Y para que también me tengas en la misma posesión, si aprovechase algo, te aconsejaría que siendo posible olvidarla, que lo hicieses, porque tan imposible es el remedio de tu mal como del que ella padece, pues la dura tierra come ya aquel de quien con tanta razón lo esperaba.

Arsileo le respondió:

-¿Será por ventura ese que dices que la tierra come su servidor Arsileo?

-Sí, por cierto -dijo Polidora- ese mismo es el que ella quiso más que a sí y el que con más razón podemos llamar desdichado después de ti, pues tienes puesto el pensamiento en lugar donde el remedio es imposible, que puesto caso que jamás fui enamorada, yo tengo por averiguado que no es tan grande mal la muerte, como el que debe padecer la persona que ama a quien tiene la voluntad empleada en otra parte.

Arsileo le respondió:

-Bien creo, hermosa ninfa, que según la constancia y bondad de Belisa no será parte la muerte de Arsileo para que ella ponga el pensamiento en otra cosa, y que no habría nadie en el mundo que de su pensamiento le quitase. Y en ser esto así consiste toda mi bienaventuranza.

-¿Cómo, pastor -le dijo Polidora- queriéndola tú de la manera que dices, está tu felicidad en que ella tenga en otra parte tan firme el pensamiento? Esa es la más nueva manera de amor que yo hasta ahora he oído.

Arsileo le respondió:

-Para que no te maravilles, hermosa ninfa, de mis palabras ni de mi suerte del amor que a mi señora Belisa tengo, está un poco atenta y contarte he lo que tú jamás pensaste oír, aunque el principio de ello te debe haber contado esa tu amiga y señora de mi corazón.

Y luego le contó desde el principio de sus amores hasta el engaño de Alfeo con los encantamientos que hizo, y todo lo demás que de estos amores hasta entonces había sucedido de la manera que atrás le he contado, lo cual contaba el pastor, ahora con lágrimas causadas de traer a la memoria sus desventuras pasadas, ahora con suspiros que del alma le salían, imaginando lo que en aquellos pasos su señora Belisa podía sentir. Y con las palabras y movimientos del rostro daba tan grande espíritu a lo que decía, que a la ninfa Polidora puso en grande admiración; mas cuando entendió que aquel era verdaderamente Arsileo, el contento que de esto recibió no se atrevía darlo a entender con palabras ni aun le parecía que podría hacer más que sentirlo. ¡Ved qué se podía esperar de la desconsolada Belisa cuando lo supiese! Pues poniendo los ojos en Arsileo, no sin lágrimas de grandísimo contentamiento, le dijo:

-Quisiera yo, Arsileo, tener tu discreción y claridad de ingenio para darte a entender lo que siento del alegre suceso que a mi Belisa le ha solicitado la fortuna, porque de otra manera sería excusado pensar yo que tan bajo ingenio como el mío, podría darlo a entender. Siempre yo tuve creído que en algún tiempo la tristeza de mi Belisa se había de volver en grandísima alegría, porque su hermosura y discreción, juntamente con la grandísima fe que siempre te ha tenido, no merecía menos. Mas por otra parte, tuve temor que la fortuna no tuviese cuenta con darle lo que yo tanto le deseaba, porque su condición es lo más de las veces traer los sucesos muy al revés del deseo de los que quieren bien. ¡Dichoso te puedes llamar, Arsileo, pues mereciste ser querido en la vida, de manera que en la muerte no pudieses ser olvidado! Y porque no se sufre dilatar mucho tan gran contentamiento a un corazón que tan necesitado de él está, dame licencia para que yo vaya a dar tan buenas nuevas a tu pastora como son las de tu vida y su desengaño. Y no te vayas de este lugar hasta que yo vuelva con la persona que tú más deseas ver, y con más razón te lo merece.

Arsileo le respondió:

-Hermosa ninfa, de tan gran discreción y hermosura como la tuya no se puede esperar sino todo el contento del mundo. Y pues tanto deseas dármele, haz en ello tu voluntad, que por ella me pienso regir, así en esto como en lo demás que sucediere.

Y despidiéndose uno de otro, Polidora se partió a dar la nueva a Belisa, y Arsileo la quedó esperando a la sombra de aquellos alisos, el cual por entretener el tiempo en algo, como suelen hacer las personas que esperan alguna cosa que gran contento les dé, sacó su rabel y comenzó a cantar de esta manera:

Ya dan vuelta el amor y la fortuna,
y una esperanza muerta o desmayada
la esfuerza cada uno, y la asegura.
Ya dejan infortunios la posada
de un corazón en fuego consumido,
y una alegría viene no pensada.
Ya quita el alma el luto y el sentido;
la posada apareja a la alegría,
poniendo en el pesar eterno olvido.
Cualquiera mal de aquellos que solía
pasar cuando reinaba mi tormento,
y en un fuego de ausencia me encendía,
a todos da fortuna tal descuento
que no fue tanto el mal del mal pasado,
cuanto es el bien del bien que ahora siento.
Volved mi corazón sobresaltado
de mil desasosiegos, mil enojos;
sabed gozar siquiera un buen estado.
Dejad vuestro llorar, cansados ojos,
que presto gozaréis de ver aquella
por quien gozó el amor de mis despojos.
Sentidos que buscáis mi clara estrella,
enviando acá y allá los pensamientos,
a ver lo que sentís delante de ella.
Afuera soledad y los tormentos
sentidos a su causa, y dejen de esto
mis fatigados miembros muy exentos.
¡Oh tiempo, no te pares, pasa presto!,
¡fortuna, no le estorbes su venida!,
¡ay Dios, que aún me quedó por pasar esto!
Ven, mi pastora dulce, que la vida
que tú pensaste que era ya acabada,
está para servirte apercibida.
¿No vienes, mi pastora deseada?
¡Ay Dios! ¡Si la ha topado o se ha perdido
en esta selva, de árboles poblada!
¡Oh si esta ninfa que de aquí se ha ido,
quizá que se olvidó de ir a buscarla!
Mas no, tal voluntad no sufre olvido.
Tú sola eres, pastora, adonde halla
mi alma su descanso y su alegría.
¿Por qué no vienes presto a asegurarla?
¿No ves cómo se va pasando el día?
Y si se pasa acaso sin yo verte,
yo volveré al tormento que solía,
y tú, de veras, llorarás mi muerte.

Cuando Polidora se partió de Arsileo, no muy lejos de allí topó a la pastora Belisa, que en compañía de las dos ninfas Cintia y Dórida, se andaban recreando por el espeso bosque; y como ellas la viesen venir con grande prisa, no dejaron de alborotarse, pareciéndoles que venía huyendo de alguna cosa de que ellas también les cumpliese huir. Ya que hubo llegado un poco más cerca, la alegría que en su hermoso rostro vieron las aseguró; y, llegando a ellas, se fue derecho a la pastora Belisa y, abrazándola, con grandísimo gozo y contentamiento, le dijo:

-Este abrazo, hermosa pastora, si vos supieseis de qué parte viene, con mayor contento le recibiríais del que ahora tenéis.

Belisa le respondió:

-De ninguna parte, hermosa ninfa, él puede venir que yo en tanto le tenga como es de la vuestra, que la parte de que yo lo pudiera tener en más, ya no es en el mundo; ni aun yo debería querer vivir, faltándome todo el contento que la vida me podía dar.

-Esa vida espero yo en Dios -dijo Polidora- que vos de aquí adelante tendréis con más alegría de la que podéis pensar; y sentémonos a la sombra de este verde aliso, que grandes cosas traigo que deciros.

Belisa y las ninfas se asentaron, tomando en medio a Polidora, la cual dijo a Belisa:

-Dime, hermosa pastora, ¿tienes tú por cierta la muerte de Arsenio y Arsileo?

Belisa le respondió sin poder tener las lágrimas:

-Téngola por tan cierta como quien con sus mismos ojos vio al uno atravesado con una saeta, y al otro matarse con su misma espada.

-¿Y qué dirías -dijo Polidora- a quien te dijese que esos dos que tú viste muertos son vivos y sanos como tú lo eres?

-Respondería yo a quien eso me dijese -dijo Belisa- que tendría deseo de renovar mis lágrimas trayéndomelos a la memoria, o que gustaba de burlarse de mis trabajos.

-Bien segura estoy -dijo Polidora- que tú eso pienses de mí, pues sabes que me han dolido más que a ninguna persona que tú los hayas contado. Mas, dime: ¿quién es un pastor de tu tierra que se llama Alfeo?

Belisa respondió:

-El mayor hechicero y encantador que hay en nuestra Europa; y aun algún tiempo se preciaba él de servirme. Es hombre, hermosa ninfa, que todo su trato y conversación es con los demonios, a los cuales él hace tomar la forma que quiere. De tal manera que muchas veces pensáis que con una persona a quien conocéis estáis hablando, y vos habláis con el demonio a quien él hace tomar aquella figura.

-Pues has de saber, hermosa pastora -dijo Polidora- que ese mismo Alfeo, con sus hechicerías, ha dado causa al engaño en que hasta ahora has vivido y a las infinitas lágrimas que por esta causa has llorado, porque, sabiendo él que Arsileo te había de hablar aquella noche que entre vosotros estaba concertado, hizo que dos espíritus tomasen las figuras de Arsileo y su padre; y queriéndote Arsileo hablar, pasase delante de ti lo que viste, porque pareciéndote que eran muertos, desesperases o a lo menos hicieses lo que hiciste.

Cuando Belisa oyó lo que la hermosa Polidora le había dicho, quedó tan fuera de sí que por un rato no supo responderle, pero volviendo en sí le dijo:

-Grandes cosas, hermosa ninfa, me has contado, si mi tristeza no me estorbase creerlas. Por lo que dices que me quieres, te suplico que me digas de quién has sabido que los dos que yo vi delante de mis ojos muertos no eran Arsenio y Arsileo.

-¿De quién? -dijo Polidora-. Del mismo Arsileo.

-¿Cómo Arsileo? -respondió Belisa-. ¿Que es posible que el mi Arsileo está vivo y en parte que te lo pudiese contar?

-Yo te diré cuán posible es -dijo Polidora-, que si vienes conmigo antes que lleguemos a aquellas tres hayas que delante de los ojos tienes, te lo mostraré.

-¡Ay, Dios! -dijo Belisa-. ¿Qué es esto que oigo? ¿Que es verdad que está allí todo mi bien? Pues ¿qué haces, hermosa ninfa, que no me llevas a verle? No cumples con el amor que dices que siempre me has tenido.

Esto decía la hermosa pastora con una mal segura alegría y con una dudosa esperanza de lo que tanto deseaba; mas levantándose Polidora y tomándola por la mano, juntamente con las ninfas Cintia y Dórida, que de placer no cabían en ver el buen suceso de Belisa, se fueron hacia el arroyo donde Arsileo estaba. Y antes que allá llegasen, un templado aire que de la parte de donde estaba Arsileo venía, les hirió con la dulce voz del enamorado pastor en los oídos, el cual, aun a este tiempo, no había dejado la música, mas antes comenzó de nuevo a cantar este mote antiguo con la glosa que él mismo allí a su propósito hizo:

Ven, ventura, ven y tura

Glosa

¡Qué tiempos, qué movimientos,
qué caminos tan extraños,
qué engaños, qué desengaños,
qué grandes contentamientos
nacieron de tantos daños!
Todo lo sufre una fe
y un buen amor lo asegura
y pues que mi desventura
ya de enfadada se fue
ven, ventura, ven y tura.

Sueles, ventura, moverte
con ligero movimiento,
y si en darme este contento
no imaginas tener suerte,
más me vale mi tormento.
Que si te vas, al partir
falta el seso y la cordura,
mas si para estar segura
te determinas venir,
ven, ventura, ven y tura.

Si es en vano mi venida,
si acaso vivo engañado,
que todo teme un cuitado,
¿no fuera perder la vida
consejo más acertado?
¡Oh temor! Eres extraño;
siempre el mal se te figura,
mas ya que en tal hermosura
no puede caber engaño,
ven, ventura, ven y tura.

Cuando Belisa oyó la música de su Arsileo, tan gran alegría llegó a su corazón que sería imposible saberlo decir, y acabando de todo punto de dejar la tristeza que el alma le tenía ocupada, de adonde procedía su hermoso rostro, no mostrar aquella hermosura de que la naturaleza tanta parte le había dado, ni aquel aire y gracia, causa principal de los suspiros del su Arsileo, dijo con una tan nueva gracia y hermosura que las ninfas dejó admiradas:

-¡Esta, sin duda, es la voz del mi Arsileo! Si es verdad que no me engaño en llamarle mío…

Cuando el pastor vio delante de sus ojos la causa de todos sus males pasados, fue tan grande el contentamiento que recibió que los sentidos, no siendo parte para comprenderle en aquel punto, se le turbaron, de manera que por entonces no pudo hablar. Las ninfas, sintiendo lo que en Arsileo había causado la vista de la pastora, se llegaron a él a tiempo que, suspendiendo el pastor por un poco lo que el contentamiento presente le causaba, con muchas lágrimas decía:

-¡Oh pastora Belisa, con qué palabras podré yo encarecer la satisfacción que la fortuna me ha hecho de tantos y tan desusados trabajos, como a causa tuya he pasado! ¡Oh quién me dará un corazón nuevo y no tan hecho a pesares como el mío para recibir un gozo tan extremado como el que tu vista me causa! ¡Oh fortuna, ni yo tengo más que te pedir, ni tú tienes más que darme! Sola una cosa te pido, ya que tienes por costumbre no dar a nadie ningún contento extremado sin darle algún disgusto en cuenta de él: que con pequeña tristeza y de cosa que duela poco me sea templada la gran fuerza de la alegría que en este día me diste. ¡Oh hermosas ninfas! ¿En cúyo poder había de estar tan gran tesoro sino en el vuestro? ¿O adónde pudiera él estar mejor empleado? Alégrense vuestros corazones con el gran contentamiento que el mío recibe, que si algún tiempo quisisteis bien, no os parecerá demasiado. ¡Oh hermosa pastora! ¿Por qué no me hablas? ¿Hate pesado por ventura de ver al tu Arsileo? ¿Ha turbado tu lengua el pesar de haberlo visto o el contentamiento de verle? Respóndeme, porque no sufre lo que te quiero estar yo dudoso de cosa tuya.

La pastora entonces le respondió:

-Muy poco sería el contento de verte, ¡oh Arsileo!, si yo con palabras pudiese decirlo. Conténtate con saber el extremo en que tu fingida muerte me puso, y por él verás la gran alegría en que tu vida me pone.

Y viniéndole a la pastora, al postrero punto de estas palabras, las lágrimas a los ojos, calló lo más que decir quisiera; a las cuales las ninfas, enternecidas de las blandas palabras que los dos amantes se debían, les ayudaron. Y porque la noche se les acercaba, se fueron todos juntos hacia la casa de Felicia, contándose uno a otro lo que hasta allí habían pasado. Y Belisa preguntó a Arsileo por su padre Arsenio; y él respondió que en sabiendo que ella era desaparecida se había recogido en una heredad suya, que está en el camino adonde vivía, con toda la quietud posible, por haber puesto todas las cosas del mundo en olvido, de que Belisa en extremo se holgó. Y así llegaron en casa de la sabia Felicia, donde fueron muy bien recibidos. Y Belisa le besó muchas veces las manos, diciendo que ella había sido causa de su buen suceso; y lo mismo hizo Arsileo, a quien Felicia mostró gran voluntad de hacer siempre por él lo que en ella fuese.



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