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Los siete libros de la Diana

Libro cuarto


Jorge de Montemayor

Prefacio1234567


Libro cuarto

Ya la estrella del alba comenzaba a dar su acostumbrado resplandor, y con su luz los dulces ruiseñores enviaban a las nubes el suave canto, cuando las tres ninfas con su enamorada compañía se partieron de la isleta, donde Belisa su triste vida pasaba; la cual, aunque fuese más consolada en conversación de las pastoras y pastores enamorados, todavía le apremiaba el mal de manera que no hallaba remedio para dejar de sentirlo. Cada pastor le contaba su mal, las pastoras le daban cuenta de sus amores por ver si sería parte para ablandar su pena; mas todo consuelo es excusado, cuando los males son sin remedio. La dama disimulada iba tan contenta de la hermosura y buena gracia de Belisa que no se hartaba de preguntarle cosa, aunque Belisa se hartaba de responderle a ellas. Y era tanta la conversación de las dos que casi ponía envidia a los pastores y pastoras.

Mas no hubieron andado mucho cuando llegaron a un espeso bosque, y tan lleno de silvestres y espesos árboles, que a no ser de las tres ninfas guiados, no pudieran dejar de perderse en él. Ellas iban delante por una muy angosta senda por donde no podían ir dos personas juntas. Y habiendo ido cuanto media legua por la espesura del bosque, salieron a un muy grande y espacioso llano en medio de dos caudalosos ríos, ambos cercados de muy alta y verde arboleda. En medio de él parecía una gran casa de tan altos y soberbios edificios que ponían gran contentamiento a los que los miraban, porque los chapiteles que por encima de los árboles sobrepujaban, daban de sí tan gran resplandor que parecían hechos de un finísimo cristal. Antes que al gran palacio llegasen, vieron salir de él muchas ninfas de gran hermosura, que sería imposible poderlo decir. Todas venían vestidas de telillas blancas muy delicadas, tejidas con plata y oro sutilísimamente, sus guirnaldas de flores sobre los dorados cabellos, que sueltos traían. Detrás de ellas venía una dueña que, según la gravedad y arte de su persona, parecía mujer de grandísimo respeto, vestida de raso negro, arrimada a una ninfa muy más hermosa que todas. Cuando nuestras ninfas llegaron, fueron de las tres recibidas con muchos abrazos y con gran contentamiento. Como la dueña llegase, las tres ninfas le besaron con grandísima humildad las manos y ella las recibió, mostrando muy gran contento de su venida. Y antes que las ninfas le dijesen cosa de las que habían pasado, la sabia Felicia, que así se llamaba la dueña, dijo contra Felismena:

-Hermosa pastora, lo que por estas tres ninfas habéis hecho no se puede pagar con menos que con tenerme obligada siempre ser en vuestro favor, que no será poco, según menester lo habéis, y pues yo, sin estar informada de nadie, sé quién sois y adónde os llevan vuestros pensamientos, con todo lo que hasta ahora os ha sucedido, ya entenderéis si os puedo aprovechar en algo. Pues tened ánimo firme, que si yo vivo, vos veréis lo que deseáis y aunque hayáis pasado algunos trabajos, no hay cosa que sin ellos alcanzar se pueda.

La hermosa Felismena se maravilló de las palabras de Felicia, y queriendo darle las gracias que a tan gran promesa se debían, respondió:

-Discreta señora mía, pues en fin lo habéis de ser de mi remedio, cuando de mi parte no haya merecimiento donde pueda caber la merced que pensáis hacerme, poned los ojos en lo que a vos misma debéis y yo quedaré sin deuda y vos, muy bien pagada.

-Para tan grande merecimiento como el vuestro -dijo Felicia- y tan extremada hermosura como naturaleza os ha concedido, todo lo que por vos se puede hacer es poco.

La dama se abajó entonces por besarle las manos, y Felicia la abrazó con grandísimo amor y volviéndose a los pastores y pastoras les dijo:

-Animosos pastores y discretas pastoras, no tengáis miedo a la perseverancia de vuestros males, pues yo tengo cuenta con el remedio de ellos.

Las pastoras y pastores le besaron las manos, y todos juntos se fueron al suntuoso palacio, delante del cual estaba una gran plaza cercada de altos acipreses, todos puestos muy por orden, y toda la plaza era enlosada con losas de alabastro y mármol negro, a manera de jedrez. En medio de ella había una fuente de mármol jaspeado, sobre cuatro muy grandes leones de bronce. En medio de la fuente, estaba una columna de jaspe, sobre la cual cuatro ninfas de mármol blanco tenían sus asientos; los brazos tenían alzados en alto, y en las manos sendos vasos, hechos a la romana, de los cuales, por unas bocas de leones que en ellos había, echaban agua. La portada del palacio era de mármol serrado con todas las basas y chapiteles de las columnas dorados, y asimismo las vestiduras de las imágenes que en ello había. Toda la casa parecía hecha de reluciente jaspe con muchas almenas, y en ellas esculpidas algunas figuras de emperadores, matronas romanas y otras antiguallas semejantes. Eran todas las ventanas cada una de dos arcos; las cerraduras y clavazón de plata; todas las puertas, de cedro. La casa era cuadrada y a cada cantón había una muy alta y artificiosa torre.

En llegando a la portada, se pararon a mirar su extraña hechura, y las imágenes que en ella había, que más parecía obra de naturaleza que de arte, ni aun industria humana, entre las cuales había dos ninfas de plata que encima de los chapiteles de las columnas estaban, y cada una de su parte tenían una tabla de alambre con unas letras de oro que decían de esta manera:

«Quien entra, mire bien cómo ha vivido,
y el don de castidad, si le ha guardado,
y la que quiere bien o le ha querido
mire si a causa de otro se ha mudado.
Y si la fe primera no ha perdido,
y aquel primero amor ha conservado,
entrar puede en el templo de Diana,
cuya virtud y gracia es sobrehumana.»

Cuando esto hubo leído la hermosa Felismena, dijo contra las pastoras Belisa y Selvagia:

-Bien seguras me parece que podemos entrar en este suntuoso palacio de ir contra las leyes que aquel letrero nos pone.

Sireno se atravesó diciendo:

-Eso no pudiera hacer la hermosa Diana, según ha ido contra ellas, y aun contra todas las que el buen amor manda guardar.

Felicia dijo:

-No te congojes, pastor, que antes de muchos días te espantarás de haberte congojado tanto por esa causa.

Y trabados de las manos se entraron en el aposento de la sabia Felicia, que muy ricamente estaba aderezado de paños de oro y seda de grandísimo valor. Y luego que fueron entradas, la cena se aparejó, las mesas fueron puestas, y cada uno por su orden, se asentaron: junto a la gran sabia, la pastora Felismena, y las ninfas tomaron entre sí a los pastores y pastoras, cuya conversación les era en extremo agradable. Allí las ricas mesas eran de fino cedro y los asientos de marfil con paños de brocado, muchas tazas y copas hechas de diversa forma y todas de grandísimo precio, las unas, de vidrio artificiosamente labrado; otras de fino cristal con los pies y asas de oro; otras de plata, y entre ellas engastadas piedras preciosas de grandísimo valor. Fueron servidos de tanta diversidad y abundancia de manjares que es imposible poderlo decir. Después de alzadas las mesas, entraron tres ninfas por una sala, una de las cuales tañía un laúd, otra una arpa y la otra un salterio. Venían todas tocando sus instrumentos con tan grande concierto y melodía, que los presentes estaban como fuera de sí. Pusiéronse a una parte de la sala y los dos pastores y pastoras, importunados de las tres ninfas y rogados de la sabia Felicia, se pusieron a la otra parte con sus rabeles y una zampoña que Selvagia muy dulcemente tañía; y las ninfas comenzaron a cantar esta canción, y los pastores a responderles de la manera que oiréis:

NINFAS

Amor y la Fortuna,
autores de trabajo y sinrazones,
más altas que la luna
pondrán las aficiones,
y en ese mismo extremo las pasiones.

PASTORES

No es menos desdichado
aquel que jamás tuvo mal de amores
que el más enamorado
faltándole favores,
pues los que sufren más, son los mejores.

NINFAS

Si el mal de amor no fuera
contrario a la razón, como lo vemos,
quizá que os lo creyera,
mas viendo sus extremos
dichosas las que de él huir podemos.

PASTORES

Lo más dificultoso
cometen las personas animosas,
y lo que está dudoso
las fuerzas generosas,
que no es honra acabar pequeñas cosas.

NINFAS

Bien ve el enamorado
que el crudo amor no está en cometimientos,
no en ánimo esforzado,
está en unos tormentos
do los que penan más son más contentos.

PASTORES

Si algún contentamiento
del grave mal de amor se nos recrece,
no es malo el pensamiento
que a su pasión se ofrece,
mas antes es mejor quien más padece.

NINFAS

El más felice estado
en que pone el amor al que bien ama,
en fin trae un cuidado,
que al servidor o dama
enciende allá en secreto viva llama.
Y el más favorecido
en un momento no es el que solía,
que el disfavor y olvido,
el cual ya no temía,
silencio ponen luego en su alegría.

PASTORES

Caer de un buen estado
es una grave pena e importuna,
mas no es amor culpado,
la culpa es de fortuna,
que no sabe exceptar persona alguna.
Si amor promete vida,
injusta es esta muerte en que nos mete,
si muerte conocida,
ningún yerro comete,
que en fin nos viene a dar lo que promete.

NINFAS

Al fiero amor disculpan
los que se hallan de él más sojuzgados,
y los exentos culpan,
mas de estos dos estados
cualquiera escogerá el de los culpados.

PASTORES

El libre y el cautivo
hablar solo un lenguaje es excusado,
veréis que el muerto, el vivo,
amado o desamado,
cada uno habla, en fin, según su estado.

La sabia Felicia y la pastora Felismena estuvieron muy atentas a la música de las ninfas y pastores, y asimismo a las opiniones que cada uno mostraba tener. Y riéndose Felicia contra Felismena, le dijo al oído:

-¿Quién creerá, hermosa pastora, que las más de estas palabras no os han tocado en el alma?

Y ella con mucha gracia le respondió:

-Han sido las palabras tales que el alma a quien no tocaren no debe estar tan tocada de amor como la mía.

Felicia entonces, alzando un poco la voz, le dijo:

-En estos casos de amor tengo yo una regla que siempre la he hallado muy verdadera, y es que el ánimo generoso y el entendimiento delicado en esto del querer bien lleva grandísima ventaja al que no lo es, porque como el amor sea virtud, y la virtud siempre haga asiento en el mejor lugar, está claro que las personas de suerte serán muy mejor enamoradas que aquellas en quien esta falta.

Los pastores y pastoras se sintieron de lo que Felicia dijo, y a Silvano le pareció no dejarla sin respuesta. Y así le dijo:

-¿En qué consiste, señora, ser el ánimo generoso y el entendimiento delicado?

Felicia, que entendió adonde tiraba la pregunta del pastor, por no descontentarle respondió:

-No está en otra cosa sino en la propia virtud del hombre, como es en tener el juicio vivo, el pensamiento inclinado a cosas altas y otras virtudes que nacen con ellos mismos.

-Satisfecho estoy -dijo Silvano- y también lo deben estar estos pastores porque imaginábamos que tomabas, ¡oh discreta Felicia!, el valor y virtud de más atrás de la persona misma. Dígolo porque asaz desfavorecido de los bienes de naturaleza está el que los va a buscar en sus pasados.

Todas las pastoras y pastores mostraron gran contentamiento de lo que Silvano había respondido, y las ninfas se rieron mucho de cómo los pastores se iban corriendo de la proposición de la sabia Felicia, la cual, tomando a Felismena por la mano, la metió en una cámara sola, adonde era su aposento. Y después de haber pasado con ella muchas cosas, le dio grandísima esperanza de conseguir su deseo y el virtuoso fin de sus amores con alcanzar por marido a don Felis. Aunque también le dijo que esto no podía ser sin primero pasar por algunos trabajos, los cuales la dama tenía muy en poco, viendo el galardón que de ellos esperaba.

Felicia le dijo que los vestidos de pastora se quitase por entonces hasta que fuese tiempo de volver a ellos; y llamando a las tres ninfas que en su compañía habían venido, hizo que la vistiesen en su traje natural. No fueron las ninfas perezosas en hacerlo, ni Felismena desobediente a lo que Felicia le mandó. Y tomándose de las manos, se entraron en una recámara, a una parte de la cual estaba una puerta y, abriendo la hermosa Dórida, bajaron por una escalera de alabastro a una hermosa sala que en medio de ella había un estanque de una clarísima agua adonde todas aquellas ninfas se bañaban. Y desnudándose así ellas como Felismena, se bañaron y peinaron después sus hermosos cabellos y se subieron a la recámara de la sabia Felicia, donde después de haberse vestido las ninfas, vistieron ellas mismas a Felismena una ropa y basquiña de fina grana, recamada de oro de cañutillo y aljófar y una cuera y mangas de tela de plata emprensada. En la basquiña y ropa había sembrados a trechos unos plumajes de oro, en las puntas de los cuales había muy gruesas perlas. Y tomándole los cabellos con una cinta encarnada, se los revolvieron a la cabeza, poniéndole un escofión de redecilla de oro muy sutil, y en cada lazo de la red, asentando con gran artificio, un finísimo rubí; en dos guedejas de cabellos que los lados de la cristalina frente adornaban, le fueron puestos dos joyeles, engastados en ellos muy hermosas esmeraldas y zafires de grandísimo precio; y de cada uno colgaban tres perlas orientales, hechas a manera de bellotas. Las arracadas eran dos navecillas de esmeraldas con todas las jarcias de cristal. Al cuello le pusieron un collar de oro fino, hecho a manera de culebra enroscada, que de la boca tenía colgada una águila que entre las uñas tenía un rubí grande de infinito precio. Cuando las tres ninfas de aquella suerte la vieron, quedaron admiradas de su hermosura; luego salieron con ella a la sala, donde las otras ninfas y pastoras estaban y, como hasta entonces fuese tenida por pastora, quedaron tan admirados que no sabían qué decir.

La sabia Felicia mandó luego a sus ninfas que llevasen a la hermosa Felismena y a su compañía a ver la casa y templo adonde estaban, lo cual fue luego puesto por obra, y la sabia Felicia se quedó en su aposento. Pues tomando Polidora y Cintia en medio a Felismena, y las otras ninfas a los pastores y pastoras, que por su discreción eran de ellas muy estimados, se salieron en un gran patio, cuyos arcos y columnas eran de mármol jaspeado, y las basas y chapiteles de alabastro con muchos follajes a la romana, dorados en algunas partes; todas las paredes eran labradas de obra mosaica; las columnas estaban asentadas sobre leones, onzas, tigres de alambre y tan al vivo que parecía que querían arremeter a los que allí entraban. En medio del patio había un padrón ochavado de bronce tan alto como diez codos, encima del cual estaba armado de todas armas a la manera antigua el fiero Marte, aquel a quien los gentiles llamaban el dios de las batallas. En este padrón, con gran artificio, estaban figurados los soberbios escuadrones romanos a una parte, y a otra los cartagineses; delante el uno estaba el bravo Aníbal, y del otro el valeroso Escipión Africano, que primero que la edad y los años le acompañasen, naturaleza mostró en él gran ejemplo de virtud y esfuerzo. A la otra parte estaba el gran Marco Furio Camilo, combatiendo en el alto Capitolio por poner en libertad la patria, de donde él había sido desterrado. Allí estaba Horacio, Mucio Escévola, el venturoso cónsul Marco Varrón, César, Pompeyo, con el magno Alejandro y todos aquellos que por las armas acabaron grandes hechos, con letreros en que se declaraban sus nombres y las cosas en que cada uno más se había señalado. Un poco más arriba de estos estaba un caballero armado de todas armas con una espada desnuda en la mano, muchas cabezas de moros debajo de sus pies, con un letrero que decía:

Soy el Cid, honra de España,
si alguno pudo ser más
en mis obras lo verás.

A la otra parte estaba otro caballero español, armado de la misma manera, alzada la sobrevista y con este letrero:

El conde fui primero de Castilla,
Fernán González, alto y señalado;
soy honra y prez de la española silla,
pues con mis hechos tanto la he ensalzado.
Mi gran virtud sabrá muy bien decirla
la fama que la vio, pues ha juzgado
mis altos hechos dignos de memoria,
como os dirá la castellana historia.

Junto a este estaba otro caballero de gran disposición y esfuerzo, según en su aspecto lo mostraba, armado en blanco, y por las armas sembrados muchos leones y castillos; en el rostro mostraba una cierta braveza que casi ponía pavor en los que lo miraban. Y el letrero decía así:

Bernardo del Carpio soy,
espanto de los paganos,
honra y prez de los cristianos,
pues que de mi esfuerzo doy
tal ejemplo con mis manos.
Fama, no es bien que las calles
mis hazañas singulares,
y si acaso las callares
pregunten a Roncesvalles
qué fue de los doce Pares.

A la otra parte, estaba un valeroso capitán, armado de unas armas doradas, con seis bandas sangrientas por medio del escudo y por otra parte muchas banderas y un rey, preso con una cadena, cuyo letrero decía de esta manera:

Mis grandes hechos verán
los que no los han sabido,
en que solo he merecido
nombre de Gran Capitán.
Y tuve tan gran renombre,
en nuestras tierras y extrañas,
que se tienen mis hazañas
por mayores que mi nombre.

Junto a este valeroso capitán, estaba un caballero, armado en blanco, y por las armas, sembradas muchas estrellas, y de la otra parte un rey con tres flordelises en su escudo, delante del cual él rasgaba ciertos papeles y un letrero que decía:

Soy Fonseca, cuya historia
en Europa es tan sabida
que, aunque se acabó la vida
no se acaba la memoria.
Fui servidor de mi rey,
a mi patria tuve amor,
jamás dejé por temor
de guardar aquella ley
que el siervo debe al señor.

En otro cuadro del padrón estaba un caballero armado, y por las armas sembrados muchos escudos pequeños de oro, el cual en el valor de su persona, daba bien a entender la alta sangre de a donde procedía. Los ojos, puestos en otros muchos caballeros de su antiguo linaje. El letrero que a sus pies tenía decía de esta manera:

Don Luis de Vilanova soy llamado,
del gran marqués de Trans he procedido,
mi antigüedad, valor muy señalado,
en Francia, Italia, España es conocido.
Bicorbe, antigua casa, es el estado
que la fortuna ahora ha concedido,
y un corazón tan alto, y sin segundo,
que poco es para él mandar el mundo.

Después de haber particularmente mirado el padrón, estos y otros muchos caballeros que en él estaban esculpidos, entraron en una rica sala, lo alto de la cual era todo de marfil, maravillosamente labrado: las paredes de alabastro y en ellas esculpidas muchas historias antiguas, tan al natural que verdaderamente parecía que Lucrecia acababa allí de darse la muerte, y que la cautelosa Medea deshacía su tela en la isla de Ítaca; y que la ilustre romana se entregaba a la Parca por no ofender su honestidad con la vista del horrible monstruo; y que la mujer de Mauseolo estaba con grandísima agonía entendiendo en que el sepulcro de su marido fuese contado por una de las siete maravillas del mundo. Y otras muchas historias y ejemplos de mujeres castísimas y dignas de ser su fama por todo el mundo esparcida, porque no tan solamente a alguna de ellas parecía haber con su vida dado muy claro ejemplo de castidad, mas otras que con la muerte dieron muy grande testimonio de su limpieza, entre las cuales estaba la grande española Coronel, que quiso más entregarse al fuego que dejarse vencer de un deshonesto apetito.

Después de haber visto cada una de las figuras y varias historias, que por las paredes de la sala estaban, entraron en otra cuadra más adentro, que según su riqueza les pareció que todo lo que habían visto era aire en su comparación, porque todas las paredes eran cubiertas de oro fino y el pavimento de piedras preciosas. En torno de la rica cuadra estaban muchas figuras de damas españolas y de otras naciones, y en lo muy alto la diosa Diana de la misma estatura que ella era, hecha de metal corintio, con ropas de cazadora, engastadas por ellas muchas piedras y perlas de grandísimo valor, con su arco en la mano y su aljaba al cuello, rodeada de ninfas, más hermosas que el sol. En tan grande admiración puso a los pastores y pastoras las cosas que allí veían, que no sabían qué decir, porque la riqueza de la casa era tan grande, las figuras que allí estaban, tan naturales, el artificio de la cuadra y la orden que las damas que allí había retratadas tenían, que no les parecía poderse imaginar en el mundo cosa más perfecta.

A una parte de la cuadra, estaban cuatro laureles de oro, esmaltados de verde, tan naturales que los del campo no lo eran más; y junto a ellos, una pequeña fuente, toda de fina plata, en medio de la cual estaba una ninfa de oro que por los hermosos pechos una agua muy clara echaba; y junto a la fuente sentado el celebrado Orfeo, encantado de la edad que era el tiempo que su Eurídice fue del importuno Aristeo requerida. Tenía vestida una cuera de tela de plata, guarnecida de perlas, las mangas le llegaban a medios brazos solamente, y de allí adelante desnudos; tenía unas calzas hechas a la antigua, cortadas en la rodilla, de tela de plata, sembradas en ellas unas cítaras de oro; los cabellos eran largos y muy dorados, sobre los cuales tenía una muy hermosa guirnalda de laurel. En llegando a él las hermosas ninfas, comenzó a tañer en una arpa que en las manos tenía muy dulcemente, de manera que los que lo oían estaban tan ajenos de sí, que a nadie se le acordaba la cosa que por él hubiese pasado.

Felismena se sentó en un estrado que en la hermosa cuadra estaba todo cubierto de paños de brocado, y las ninfas y pastoras en torno de ella; los pastores se arrimaron a la clara fuente. De la misma manera estaban todos oyendo al celebrado Orfeo que al tiempo que en la tierra de los Ciconios cantaba, cuando Cipariso fue convertido en ciprés y Atis en pino. Luego comenzó el enamorado Orfeo al son de su arpa a cantar tan dulcemente, que no hay saberlo decir. Y volviendo el rostro a la hermosa Felismena, dio principio a los versos siguientes:

Canto de Orfeo

Escucha, oh Felismena el dulce canto
de Orfeo, cuyo amor tan alto ha sido;
suspende tu dolor, Selvagia, en tanto
que canta un amador de amor vencido,
olvida ya, Belisa, el triste llanto;
oíd a un triste, ¡oh ninfas!, que ha perdido
sus ojos por mirar, y vos pastores
dejad un poco estar el mal de amores.

No quiero yo cantar, ni Dios lo quiera,
aquel proceso largo de mis males,
ni cuando yo cantaba de manera
que a mí traía las plantas y animales;
ni cuando a Plutón vi, que no debiera,
y suspendí las penas infernales,
ni cómo volví el rostro a mi señora,
cuyo tormento aún vive hasta ahora.

Mas cantaré con voz suave y pura,
la grande perfección, la gracia extraña,
el ser, valor, beldad sobre natura,
de las que hoy dan valor y lustre a España.
Mirad pues, ninfas, ya la hermosura
de nuestra gran Diana y su compaña,
que allí está el fin, allí veréis la suma
de lo que contar puede lengua y pluma.

Los ojos levantad mirando aquella
que en la suprema silla está sentada,
el cetro y la corona junto a ella,
y de otra parte la fortuna airada.
Esta es la luz de España y clara estrella,
con cuya ausencia está tan eclipsada;
su nombre, ¡oh ninfas!, es doña María,
gran reina de Bohemia, de Austria, Hungría.

La otra junto a ella es doña Joana
de Portugal princesa, y de Castilla
infanta, a quien quitó fortuna insana
el cetro, la corona y alta silla,
y a quien la muerte fue tan inhumana
que aun ella así se espanta y maravilla
de ver cuán presto ensangrentó sus manos,
en quien fue espejo y luz de lusitanos.

Mirad, ninfas, la gran doña María
de Portugal, infanta soberana,
cuya hermosura y gracia sube hoy día
a do llegar no puede vista humana;
mirad que aunque fortuna allí porfía,
la vence el gran valor que de ella mana,
y no son parte el hado, tiempo y muerte,
para vencer su gran bondad y suerte.

Aquellas dos que tiene allí a su lado,
y el resplandor del sol ha suspendido,
las mangas de oro, sayas de brocado,
de perlas y esmeraldas guarnecido,
cabellos de oro fino, crespo, ondado,
sobre los hombros, suelto y esparcido,
son hijas del infante lusitano,
Duarte, valeroso y gran cristiano.

Aquellas dos duquesas señaladas,
por luz de hermosura en nuestra España,
que allí veis tan al vivo dibujadas,
con una perfección y gracia extraña,
de Nájara y de Sesa son llamadas,
de quien la gran Diana se acompaña
por su bondad, valor y hermosura,
saber y discreción sobre natura.

¿Veis un valor no visto en otra alguna?
¿Veis una perfección jamás oída?
¿Veis una discreción cual fue ninguna
de hermosura y gracia guarnecida?
¿Veis la que está domando a la fortuna
y a su pesar la tiene allí rendida?
La gran doña Leonor Manuel se llama,
de Lusitania luz que al orbe inflama.

Doña Luisa Carrillo, que en España
la sangre de Mendoza ha esclarecido,
de cuya hermosura y gracia extraña
el mismo amor, de amor está vencido,
es la que a nuestra Dea así acompaña,
que de la vista nunca la ha perdido,
de honestas y hermosas claro ejemplo,
espejo y clara luz de nuestro templo.

¿Veis una perfección tan acabada,
de quien la misma fama está envidiosa?
¿Veis una hermosura más fundada
en gracia y discreción que en otra cosa,
que con razón obliga a ser amada
porque es lo menos de ella el ser hermosa?
Es doña Eufrasia de Guzmán su nombre,
digna de inmortal fama y gran renombre.

Aquella hermosura peregrina
no vista en otra alguna, sino en ella,
que a cualquier seso aprenda y desatina
y no hay poder de amor que apremie el de ella;
de carmesí vestida, y muy más fina
de su rostro el color que no el de aquella,
doña María de Aragón se llama,
en quien se ocupará de hoy más la fama.

¿Sabéis quién es aquella que señala
Diana, y nos la muestra con la mano,
que en gracia y discreción a ella iguala
y sobrepuja a todo ingenio humano;
y aun igualarla en arte, en ser y en gala,
sería, según es, trabajo en vano?
Doña Isabel Manrique y de Padilla,
que al fiero Marte vence y maravilla.

Doña María Manuel, y doña Joana
Osorio son las dos que estáis mirando,
cuya hermosura y gracia sobrehumana
al mismo amor de amor está matando.
Y está nuestra Dea muy ufana
de ver a tales dos de nuestro bando,
loarlas, según son, es excusado;
la fama y la razón tendrán cuidado.

Aquellas dos hermanas tan nombradas
cada una es una sola y sin segundo;
su hermosura y gracias extremadas
son hoy en día un sol que alumbra el mundo.
Al vivo me parecen trasladadas
de la que a buscar fui hasta el profundo;
doña Beatriz Sarmiento y Castro es una
con la hermosa hermana cual ninguna.

El claro sol que veis resplandeciendo,
y acá y allá sus rayos va mostrando,
la que del mal de amor se está riendo,
del arco, aljaba y flechas no curando,
cuyo divino rostro está diciendo
muy más que yo sabré decir loando,
doña Joana es de Zárate en quien vemos
de hermosura y gracia los extremos.

Doña Ana Osorio y Castro está cabe ella,
de gran valor y gracia acompañada,
ni deja entre las bellas de ser bella,
ni en toda perfección muy señalada;
mas su infelice hado usó con ella
de una crueldad no vista ni pensada,
porque al valor, linaje y hermosura,
no fuese igual la suerte y la ventura.

Aquella hermosura guarnecida
de honestidad y gracia sobrehumana,
que con razón y causa fue escogida
por honra y prez del templo de Diana;
continuo vencedora y no vencida,
su nombre, ¡oh ninfas!, es doña Juliana
de aquel gran duque nieta y condestable
de quien yo callaré, la fama hable.

Mira de la otra parte la hermosura
de las ilustres damas de Valencia,
a quien mi pluma ya de hoy más procura
perpetuar su fama y su excelencia.
Aquí fuente Helicona el agua pura
otorga, y tú, Minerva, empresta ciencia,
para saber decir quién son aquellas,
que no hay cosa que ver después de verlas.

Las cuatro estrellas ved resplandecientes,
de quien la fama tal valor pregona
de tres insignes reinos descendientes
y de la antigua casa de Cardona;
de la una parte duques excelentes,
de otra el trono, el cetro y la corona,
del de Segorbe hijas, cuya fama
del Bórea al Austro, al Euro se derrama.

La luz del orbe, y la flor de España,
el fin de la beldad y hermosura,
el corazón real que le acompaña,
el ser, valor, bondad sobrenatura,
aquel mirar que en verlo desengaña
de no poder llegar allí criatura,
doña Ana de Aragón se nombra y llama,
a do paró el amor, cansó la fama.

Doña Beatriz su hermana, junto de ella
veréis, si tanta luz podéis mirarla;
quien no podré alabar es sola ella,
pues no hay poderlo hacer, sin agraviarla;
aquel pintor que tanto hizo en ella
se queda el cargo de poder loarla,
que a do no llega entendimiento humano
llegar mi flaco ingenio, es muy en vano.

Doña Francisca de Aragón quisiera
mostraros, pero siempre está escondida
su vista soberana es de manera
que a nadie que la ve deja con vida;
por eso no parece. ¡Oh quién pudiera
mostraros esa luz, que al mundo olvida!,
porque el pintor que tanto hizo en ella
los pasos le atajó de merecerla.

A doña Madalena estáis mirando,
hermana de las tres que os he mostrado,
miradla bien, veréis que está robando
a quien la mira y vive descuidado;
su grande hermosura amenazando
está; y el fiero Amor el arco armado,
porque no pueda nadie ni aun mirarla
que no le rinda o mate sin batalla.

Aquellos dos luceros que a porfía,
acá y allá sus rayos van mostrando,
y a la excelente casa de Gandía
por tan insigne y alta señalando;
su hermosura y suerte sube hoy día
muy más que a nadie sube imaginando.
¿Quién ve tal Margarita y Madalena
que no tema de amor la horrible pena?

¿Queréis, hermosas ninfas, ver la cosa,
que el seso más admira y desatina?:
mirad una ninfa, más que el sol hermosa,
pues quién es ella o él, jamás se atina;
el nombre de esta fénix tan famosa
es en Valencia doña Catalina
Milán, y en todo el mundo es hoy llamada
la más discreta, hermosa y señalada.

Alzad los ojos y veréis de frente
del caudaloso río y su ribera,
peinando sus cabellos, la excelente
doña María Pejón y Zanoguera,
cuya hermosura y gracia es evidente,
y en discreción la prima y la primera.
Mirad los ojos, rostro cristalino,
y aquí puede hacer fin vuestro camino.

Las dos mirad que están sobrepujando
a toda discreción y entendimiento,
y entre las más hermosas señalando
se van por solo un par, sin par ni cuento;
los ojos que las miran sojuzgando,
pues nadie las miró que viva exento.
¡Ved qué dirá quien alabar promete
las dos Beatrices, Vique y Fenollete!

Al tiempo que se puso allí Diana
con su divino rostro y excelente,
salió un lucero, luego una mañana
de mayo, muy serena y refulgente;
sus ojos matan y su vista sana;
despunta allí el amor su flecha ardiente;
su hermosura hable y testifique
ser sola y sin igual doña Ana Vique.

Volved, ninfas, veréis doña Teodora
Carroz, que del valor y hermosura
la hace el tiempo reina y gran señora
de toda discreción y gracia pura;
cualquiera cosa suya os enamora,
ninguna cosa vuestra os asegura
para tomar tan grande atrevimiento
como es poner en ella el pensamiento.

Doña Ángela de Borja contemplando
veréis que está, pastores, en Diana;
y en ella la gran Dea está mirando
la gracia y hermosura soberana;
Cupido allí a sus pies está llorando,
y la hermosa ninfa muy ufana
de ver delante de ella estar rendido
aquel tirano fuerte y tan temido.

De aquella ilustre cepa Zanoguera
salió una flor tan extremada y pura
que siendo de su edad la primavera
ninguna se le iguala en hermosura.
De la excelente madre es heredera
en todo cuanto pudo dar natura;
y así doña Jerónima ha llegado
en gracia y discreción al sumo grado.

¿Queréis quedar, oh ninfas, admiradas
y ver lo que a ninguna dio ventura?
¿Queréis al puro extremo ver llegadas
valor, saber, bondad y hermosura?
Mirad doña Verónica Marradas,
pues solo verla os dice y asegura
que todo sobra y nada falta en ella,
sino es quien pueda, o piense, merecerla.

Doña Luisa Peñarroja vemos
en hermosura y gracia más que humana,
en toda cosa llega a los extremos
y a toda hermosura vence y gana.
No quiere el crudo amor que la miremos,
y quien la vio, si la ve, no sana,
aunque después de vista el crudo fuego
en su vigor y fuerza vuelve luego.

Ya veo, ninfas, que miráis aquella
en quien estoy continuo contemplando;
los ojos se os irán, por fuerza a ella,
que aun los del mismo amor está robando.
Mirad la hermosura que hay en ella,
mas ved que no ceguéis quizá mirando
a doña Joana de Cardona, estrella
que el mismo amor está rendido a ella.

Aquella hermosura no pensada
que veis, si verla cabe en vuestro vaso;
aquella cuya suerte fue extremada,
pues no teme fortuna, tiempo y caso;
aquella discreción tan levantada,
aquella que es mi musa y mi parnaso;
Joana Ana es Catalana, fin y cabo
de lo que en todas por extremo alabo.

Cabe ella está un extremo no vicioso,
mas en virtud muy alto y extremado,
disposición gentil, rostro hermoso,
cabellos de oro, cuello delicado;
mirar que alegra, movimiento airoso,
juicio claro y nombre señalado,
doña Ángela Fernando, a quien natura
conforme al nombre, dio la hermosura.

Veréis cabe ella doña Mariana,
que de igualarle nadie está segura;
miradla junto a la excelente hermana;
veréis en poca edad gran hermosura.
Veréis con ella nuestra edad ufana,
veréis en pocos años gran cordura,
veréis que son las dos el cabo y suma
de cuanto decir puede lengua y pluma.

Las dos hermanas Borjas escogidas
Hipólita, Isabel, que estáis mirando,
de gracia y perfección tan guarnecidas
que al sol su resplandor está cegando,
miradlas y veréis de cuántas vidas
su hermosura siempre va triunfando,
mirad los ojos, rostro y los cabellos
que el oro queda atrás y pasan ellos.

Mirad doña María Zanoguera,
la cual de Catarroja es hoy señora,
cuya hermosura y gracia es de manera
que a toda cosa vence y la enamora.
Su fama resplandece por doquiera
y su virtud la ensalza de hora en hora,
pues no hay qué desear después de verla,
¿quién la podrá loar sin ofenderla?

Doña Isabel de Borja está de frente
y al fin y perfección de toda cosa.
Mirad la gracia, el ser y la excelente
color, más viva que purpúrea rosa;
mirad que es de virtud y gracia fuente
y nuestro siglo ilustra en toda cosa,
al cabo está de todas su figura,
por cabo y fin de gracia y hermosura.

La que esparcidos tiene sus cabellos
con hilo de oro fino atrás tomados,
y aquel divino rostro, que él y ellos
a tantos corazones trae domados;
el cuello de marfil, los ojos bellos,
honestos, bajos, verdes y rasgados,
doña Joana Milán por nombre tiene,
en quien la vista para y se mantiene.

Aquella que allí veis, en quien natura
mostró su ciencia ser maravillosa,
pues no hay pasar de allí en hermosura
ni hay más que desear a una hermosa,
cuyo valor, saber y gran cordura
levantarán su fama en toda cosa,
doña Mencia se nombra Fenollete
a quien se rinde amor y se somete.

La canción del celebrado Orfeo fue tan agradable a los oídos de Felismena y de todos los que la oían, que así los tenía suspensos, como si por ninguno de ellos hubiera pasado más de lo que presente tenían. Pues habiendo muy particularmente mirado el rico aposento con todas las cosas que en él había que ver, salieron las ninfas por una puerta a la gran sala, y por otra de la sala a un hermoso jardín, cuya vista no menos admiración les causó que lo que hasta allí habían visto, entre cuyos árboles y hermosas flores había muchos sepulcros de ninfas y damas, las cuales habían con gran limpieza conservado la castidad debida a la castísima diosa. Estaban todos los sepulcros coronados de enredosa yedra, otros de olorosos arrayanes, otros de verde laurel. Demás de esto había en el hermoso jardín muchas fuentes de alabastro, otras de mármol jaspeado y de metal, debajo de parrales que por encima de artificiosos arcos extendían sus ramas, los mirtos hacían cuatro paredes almenadas; y por encima de las almenas parecían muchas flores de jazmín, madreselva y otras muy apacibles a la vista. En medio del jardín estaba una piedra negra sobre cuatro pilares de metal, y en medio de ella un sepulcro de jaspe que cuatro ninfas de alabastro en las manos sostenían. En torno de él estaban muchos blandones y candeleros de fina plata muy bien labrados, y en ellos hachas blancas ardiendo. En torno de la capilla había algunos bultos de caballeros y damas; unos, de metal; otros, de alabastro; otros, de mármol jaspeado y de otras diferentes materias. Mostraban estas figuras tan gran tristeza en el rostro que la pusieron en el corazón de la hermosa Felismena y de todos los que el sepulcro veían. Pues, mirándolo muy particularmente vieron que a los pies de él, en una tabla de metal que una muerte tenía en las manos, estaba este letrero:

Aquí reposa doña Catalina
de Aragón y Sarmiento, cuya fama
al alto cielo llega y se avecina
y desde el Bórea al Austro se derrama.
Matela siendo muerte tan aína
por muchos que ella ha muerto siendo dama;
aquí está el cuerpo; el alma allá en el cielo,
que no la mereció gozar el suelo.

Después de leído el epigrama, vieron cómo en lo alto del sepulcro estaba una águila de mármol negro, con una tabla de oro en las uñas, y en ella estos versos:

Cual quedaría, ¡oh muerte!, el alto cielo
sin el dorado Apolo y su Diana,
sin hombre ni animal el bajo suelo,
sin norte el marinero en mar insana,
sin flor ni hierba el campo y sin consuelo,
sin el rocío de aljófar la mañana,
así quedó el valor, la hermosura,
sin la que yace en esta sepultura.

Cuando estos dos letreros hubieron leído, y Belisa entendido por ellos quién era la hermosa ninfa que allí estaba sepultada, y lo mucho que nuestra España había perdido en perderla, acordándose de la temprana muerte del su Arsileo, no pudo dejar de decir con muchas lágrimas:

-¡Ay, Muerte, cuán fuera estoy de pensar que me has de consolar con males ajenos! Duéleme en extremo lo poco que se gozó tan gran valor y hermosura como esta ninfa me dicen que tenía, porque ni estaba presa de amor, ni nadie mereció que ella lo estuviese, que si otra cosa entendiera, por tan dichosa la tuviera yo en morirse como a mí por desdichada en ver, ¡oh cruda Muerte!, cuán poco caso haces de mí, pues llevándome todo mi bien, me dejas, no para más que para sentir esta falta. ¡Oh mi Arsileo! ¡Oh discreción jamás oída! ¡Oh el más firme amador que jamás pudo verse! ¡Oh el más claro ingenio que naturaleza pudo dar! ¿Qué ojos pudieron verte? ¿Qué ánimo pudo sufrir tu desastrado fin? ¡Oh Arsenio, Arsenio, cuán poco pudiste sufrir la muerte del desastrado hijo, teniendo más ocasión de sufrirla que yo! ¿Por qué, cruel Arsenio, no quisiste que yo participase de dos muertes, que por estorbar la que menos me dolía, diera yo cien mil vidas, si tantas tuviera? Adiós, bienaventurada ninfa, lustre y honra de la real casa de Aragón. Dios dé gloria a tu ánima y saque la mía de entre tantas desventuras.

Después que Belisa hubo dicho estas palabras, después de haber visto otras muchas sepulturas muy riquísimamente labradas, salieron por una puerta falsa que en el jardín estaba al verde prado, adonde hallaron a la sabia Felicia, que sola se andaba recreando, la cual los recibió con muy buen semblante. Y en cuanto se hacía hora de cenar, se fueron a una gran alameda que cerca de allí estaba, lugar donde las ninfas del suntuoso templo algunos días salían a recrearse. Y sentados en un pradecillo, cercado de verdes salces, comenzaron a hablar unos con otros, cada uno en la cosa que más contento le daba. La sabia Felicia llamó junto a sí al pastor Sireno y a Felismena. La ninfa Dórida se puso con Silvano hacia una parte del verde prado; y las dos pastoras, Selvagia y Belisa, con las hermosas ninfas Cintia y Polidora, se apartaron hacia otra parte; de manera que aunque no estaban unos muy lejos de los otros, podían muy bien hablar sin que estorbase uno lo que el otro decía.

Pues queriendo Sireno que la plática y conversación se conformase con el tiempo y lugar y también con la persona a quien hablaba, comenzó a hablar de esta manera:

-No me parece fuera de propósito, señora Felicia, preguntar yo una cosa que jamás pude llegar al cabo del conocimiento de ella, y es esta: afirman todos los que algo entienden que el verdadero amor nace de la razón, y si esto es así, ¿cuál es la causa porque no hay cosa más desenfrenada en el mundo ni que menos se deje gobernar por ella?

Felicia le respondió:

-Así como esa pregunta es más que de pastor, así era necesario que fuese más que mujer la que a ella respondiese, mas con lo poco que yo alcanzo, no me parece que porque el amor tenga por madre a la razón se ha de pensar que él se limite ni gobierne por ella. Antes has de presuponer que después que la razón del conocimiento lo ha engendrado, las menos veces quiere que le gobierne. Y es de tal manera desenfrenado que las más de las veces viene en daño y perjuicio del amante, pues por la mayor parte los que bien aman se vienen a desamar a sí mismos, que es contra razón y derecho de naturaleza. Y esta es la causa porque le pintan ciego y falto de toda razón, y como su madre, Venus, tiene los ojos hermosos, así él desea siempre lo más hermoso. Píntanlo desnudo porque el buen amor ni puede disimularse con la razón, ni encubrirse con la prudencia. Píntanle con alas porque velocísimamente entra en el ánima del amante; y cuanto más perfecto es, con tanto mayor velocidad y enajenamiento de sí mismo va a buscar la persona amada; por lo cual, decía Eurípides que el amante vivía en el cuerpo del amado. Píntanlo asimismo flechando su arco porque tira derecho al corazón como a propio blanco, y también porque la llaga de amor es como la que hace la saeta, estrecha en la entrada y profunda en lo intrínseco del que ama. Es esta llaga difícil de ver, mala de curar y muy tardía en el sanar. De manera, Sireno, que no debe admirarte, aunque el perfecto amor sea hijo de razón, que no se gobierne por ella, porque no hay cosa que después de nacida menos corresponda al origen de adonde nació. Algunos dicen que no es otra la diferencia entre el amor vicioso y el que no lo es sino que el uno se gobierna por razón y el otro no se deja gobernar por ella; y engáñanse porque aquel exceso e ímpetu no es más propio del amor deshonesto que del honesto, antes es una propiedad de cualquiera género de amor, salvo que en uno hace la virtud mayor, y en el otro acrecienta más el vicio. ¿Quién puede negar que en el amor que verdaderamente es honesto no se hallen maravillosos y excesivos efectos? Pregúntenlo a muchos que por solo el amor de Dios no hicieron cuenta de sus personas, ni estimaron por él perder la vida, aunque sabido el premio que por ello se esperaba, no daban mucho. Pues ¿cuántos han procurado consumir sus personas y acabar sus vidas inflamados del amor de la virtud, y de alcanzar fama gloriosa? Cosa que la razón ordinaria no permite, antes guía cualquiera efecto, de manera que la vida pueda honestamente conservarse. Pues ¡cuántos ejemplos te podría yo traer de muchos que por solo el amor de sus amigos perdieron la vida y todo lo más que con ella se pierde! Dejemos este amor, volvamos al amor del hombre con la mujer. Has de saber que si el amor que el amador tiene a su dama, aunque inflamado en desenfrenada afición, nace de la razón y del verdadero conocimiento y juicio, que por solas sus virtudes la juzgue digna de ser amada; que este tal amor, a parecer (y no me engaño), no es ilícito ni deshonesto, porque todo el amor de esta manera no tira a otro fin, sino a querer la persona por ella misma, sin esperar otro interés ni galardón de sus amores. Así que esto es lo que me parece que se puede responder a lo que en este caso me has preguntado.

Sireno entonces le respondió:

-Yo estoy, discreta señora, satisfecho de lo que deseaba entender y así creo que lo estaré, según tu claro juicio, de todo lo que quisiere saber de ti, aunque otro entendimiento era menester más abundante que el mío para alcanzar lo mucho que tus palabras comprenden.

Silvano, que con Polidora estaba hablando, le decía:

-Maravillosa cosa es, hermosa ninfa, ver lo que sufre un triste corazón que a los trances de amor está sujeto porque el menor mal que hace es quitarnos el juicio, perder la memoria de toda cosa, y henchirla de sólo él, vuelve ajeno de sí todo hombre, y propio de la persona amada. Pues ¿qué hará el desventurado que se ve enemigo de placer, amigo de soledad, lleno de pasiones, cercado de temores, turbado de espíritu, martirizado del seso, sustentado de esperanza, fatigado de pensamientos, afligido de molestias, traspasado de celos, lleno perpetuamente de suspiros, enojos, agravios, que jamás le faltan? Y lo que más me maravilla es que, siendo este amor tan intolerable y extremado en crueldad, no espere el espíritu apartarse de él, ni lo procure, mas antes tenga por enemigo a quien se lo aconseja.

-Bien está todo -dijo Polidora- pero yo sé muy bien que por la mayor parte los que aman tienen más de palabras que de pasiones.

-Señal es esa -dijo Silvano- que no las sabes sentir, pues no las puedes creer, y bien parece que no has sido tocada de este mal, ni plega a Dios que lo seas; el cual ninguno lo puede creer, ni la calidad y multitud de los males que de él proceden, sino el que participa de ellos. ¿Cómo que piensas tú, hermosa ninfa, que hallándose continuamente el amante confusa la razón, ocupada la memoria, enajenada la fantasía, y el sentido del excesivo amor fatigado, quedará la lengua tan libre que pueda fingir pasiones, ni mostrar otra cosa de la que sientes? Pues no te engañes en eso, que yo te digo que es muy al revés de lo que tú lo imaginas. Vesme aquí donde estoy que verdaderamente ninguna cosa hay en mí que se pueda gobernar por razón, ni aun la podrá haber en quien tan ajeno estuviere de su libertad, como yo; porque todas las sujeciones corporales dejan libre, a lo menos, la voluntad, mas la sujeción de amor es tal que la primera cosa que hace, es tomaros posesión de ella. ¿Y quieres tú, pastora, que forme quejas y finja suspiros, el que de esta manera se ve tratado? Bien parece, en fin, que estás libre de amor, como yo poco a ti decía.

Polidora le respondió:

-Yo conozco, Silvano, que los que aman reciben muchos trabajos y aficiones todo el tiempo que ellos no alcanzan lo que desean; pero después de conseguida la causa deseada, se les vuelve en descanso y contentamiento. De manera que todos los males que pasaban más proceden de deseo de amor que tengan a lo que desean.

-Bien parece que hablas en mal que no tienes experimentado -dijo Silvano- porque el amor de aquellos amantes cuyas penas cesan después de haber alcanzado lo que desean, no procede su amor de la razón, sino de un apetito bajo y deshonesto.

Selvagia, Belisa y la hermosa Cintia estaban tratando cuál era la razón porque en ausencia, las más de las veces se resfriaba el amor. Belisa no podía creer que por nadie pasase tan gran deslealtad, diciendo que pues siendo muerto el su Arsileo y estando bien segura de no verle más, le tenía el mismo amor que cuando vivía; que cómo era posible ni se podía sufrir que nadie olvidase en ausencia los amores que algún tiempo esperase ver. La ninfa Cintia le respondió:

-No podré, Belisa, responderte con tanta suficiencia como por ventura la materia lo requería, por ser cosa que no se puede esperar del ingenio de una ninfa como yo. Mas lo que a mí me parece es que cuando uno se parte de la presencia de quien quiere bien, la memoria le queda por ojos, pues solamente con ella ve lo que desea. Esta memoria tiene cargo de representar al entendimiento lo que contiene en sí, y del entenderse la persona que ama viene la voluntad, que es la tercera potencia del ánima, a engendrar el deseo, mediante el cual tiene el ausente pena por ver aquel que quiere bien. De manera que todos estos efectos se derivan de la memoria, como de una fuente donde nace el principio del deseo. Pues habéis de saber ahora, hermosas pastoras, que como la memoria sea una cosa que cuanto más va, más pierde su fuerza y vigor, olvidándose de lo que le entregaron los ojos, así también lo pierden las otras potencias, cuyas obras en ella tenían su principio. De la misma manera que a los ríos se les acabaría su corriente si dejasen de manar las fuentes adonde nacen; y si como esto se entiende en el que parte, se entendiera también en el que queda. Y pensar tú, hermosa pastora, que el tiempo no curaría tu mal si dejases el remedio de él en manos de la sabia Felicia, será muy gran engaño, porque ninguno hay a quien ella no dé remedio, y en el de amores más que en todos los otros.

La sabia Felicia que aunque estaba algo apartada oyó lo que Cintia dijo, le respondió:

-No sería pequeña crueldad poner yo el remedio de quien tanto lo ha menester en manos de médico tan espacioso como es el tiempo, que puesto caso que algunas veces no lo sea, en fin las enfermedades grandes, si otro remedio no tienen sino el suyo, se han de gastar tan de espacio, que primero que se acaben, se acabe la vida de quien las tiene. Y porque mañana pienso entender en lo que toca al remedio de la hermosa Felismena y de toda su compañía, y los rayos del dorado Apolo parece que van ya dando fin a su jornada, será bien que nosotros lo demos a nuestra plática y nos vamos a mi aposento, que ya la cena pienso que nos está aguardando.

Y así se fueron en casa de la gran sabia Felicia, donde hallaron ya las mesas puestas, debajo de unos verdes parrales que estaban en un jardín que en la casa había. Y acabando de cenar y tomando licencia de la sabia Felicia, se fue cada uno al aposento que aparejado le estaba.



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