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Los siete libros de la Diana

Libro tercero


Jorge de Montemayor

Prefacio1234567


Libro tercero

Con muy gran contentamiento caminaban las hermosas ninfas con su compañía por medio de un espeso bosque, ya que el sol se quería poner salieron a un muy hermoso valle, por medio del cual iba un impetuoso arroyo, de una parte y otra adornado de muy espesos salces y alisos, entre los cuales había otros muchos géneros de árboles más pequeños que, enredándose a los mayores, entretejiéndose las doradas flores de los unos por entre las verdes ramas de los otros, daban con su vista gran contentamiento.

Las ninfas y pastores tomaron una senda que por entre el arroyo y la hermosa arboleda se hacía, y no anduvieron mucho espacio cuando llegaron a un verde prado muy espacioso, adonde estaba un muy hermoso estanque de agua, del cual procedía el arroyo que por el valle con grande ímpetu corría. En medio del estanque estaba una pequeña isleta, adonde había algunos árboles, por entre los cuales se divisaba una choza de pastores; alrededor de ella andaba un rebaño de ovejas paciendo la verde hierba.

Pues como a las ninfas pareciese aquel lugar aparejado para pasar la noche que ya muy cerca venía, por unas piedras que del prado a la isleta estaban por medio del estanque puestas en orden, pasaron todas y se fueron derechas a la choza que en la isla parecía. Y como Polidora, entrando primero dentro, se adelantase un poco, aún no hubo entrado cuando con gran prisa volvió a salir y, volviendo el rostro a su compañía, puso un dedo encima de su hermosa boca haciéndoles señas que entrasen sin ruido. Como aquello viesen las ninfas y los pastores, con el menos rumor que pudieron entraron en la choza y mirando a una parte y a otra, vieron a un rincón un lecho, no de otra cosa sino de los ramos de aquellos salces que en torno de la choza estaban y de la verde hierba que junto al estanque se criaba. Encima de la cual vieron una pastora durmiendo, cuya hermosura no menos admiración les puso que si la hermosa Diana vieran delante sus ojos. Tenía una saya azul clara, un jubón de una tela tan delicada que mostraba la perfección y compás del blanco pecho, porque el sayuelo que del mismo color de la saya era, le tenía suelto de manera que aquel gracioso bulto se podía bien divisar. Tenía los cabellos que más rubios que el sol parecían, sueltos y sin orden alguna, mas nunca orden tanto adornó hermosura como el desorden que ellos tenían; y con el descuido del sueño, el blanco pie descalzo fuera de la saya se le parecía, mas no tanto que a los ojos de los que lo miraban pareciese deshonesto. Y según parecía por muchas lágrimas que aun durmiendo por sus hermosas mejillas derramaba, no le debía el sueño impedir sus tristes imaginaciones.

Las ninfas y pastores estaban tan admirados de su hermosura y de la tristeza que en ella conocían, que no sabían qué se decir, sino derramar lágrimas de piedad de las que a la hermosa pastora veían derramar; la cual, estando ellos mirando, se volvió hacia un lado diciendo con un suspiro que del alma le salía:

-¡Ay, desdichada de ti, Belisa, que no está tu mal en otra cosa sino en valer tan poco tu vida que con ella no puedas pagar las que por causa tuya son perdidas!

Y luego con tan grande sobresalto despertó, que pareció tener el fin de sus días presente; mas como viese las tres ninfas y las hermosas dos pastoras, juntamente con los dos pastores, quedó tan espantada que estuvo un rato sin volver en sí. Volviendo a mirarlos, sin dejar de derramar muchas lágrimas, ni poner silencio a los ardientes suspiros que de lastimado corazón enviaba, comenzó a hablar de esta manera:

-Muy gran consuelo sería para tan desconsolado corazón como este mío, estar segura de que nadie con palabras ni con obras pretendiese dármele, porque la gran razón, oh hermosas ninfas, que tengo de vivir tan envuelta en tristezas, como vivo, ha puesto enemistad entre mí y el consuelo de mi mal; de manera que si pensase en algún tiempo tenerle, yo misma me daría la muerte. Y no os espantéis prevenirme yo de este remedio, pues no hay otro para que me deje de agraviar del sobresalto que recibí en veros en esta choza, lugar aparejado no para otra cosa sino para llorar males sin remedio. Y esto sea aviso para que cualquiera que a su tormento le esperare, se salga de él, porque infortunios de amor le tienen cerrado de manera que jamás dejan entrar aquí alguna esperanza de consuelo. Mas ¿qué ventura ha guiado tan hermosa compañía a donde jamás se vio cosa que diese contento? ¿Quién pensáis que hace crecer la verde hierba de esta isla y acrecentar las aguas que la cercan sino mis lágrimas? ¿Quién pensáis que menea los árboles de este hermoso valle sino la voz de mis suspiros tristes que inflando el aire, hacen aquello que él por sí no haría? ¿Por qué pensáis que cantan los dulces pájaros por entre las matas cuando el dorado Febo está en toda su fuerza, sino para ayudar a llorar mis desventuras? ¿A qué pensáis que las temerosas fieras salen al verde prado, sino a oír mis continuas quejas? ¡Ay, hermosas ninfas!, no quiera Dios que os haya traído a este lugar vuestra fortuna para lo que yo vine a él porque cierto parece, según lo que en él paso, no haberle hecho naturaleza para otra cosa, sino para que en él pasen su triste vida los incurables de amor. Por eso si alguno de vosotros lo es, no pase más adelante; y si no lo es, váyase presto de aquí, que no sería mucho que la naturaleza del lugar le hiciese fuerza.

Con tantas lágrimas decía esto la hermosa pastora que no había ninguno de los que allí estaban que las suyas detener pudiese. Todos estaban espantados de ver el espíritu que con el rostro y movimientos daba a lo que decía, que cierto bien parecían sus palabras salidas del alma; y no se sufría menos que esto, porque el triste suceso de sus amores quitaba la sospecha de ser fingido lo que mostraba. Y la hermosa Dórida le habló de esta manera:

-Hermosa pastora: ¿qué causa ha sido la que tu gran hermosura ha puesto en tal extremo? ¿Qué mal tan extraño te pudo hacer amor, que haya sido parte para tantas lágrimas acompañadas de tan triste y tan sola vida, como en este lugar debes hacer? Mas ¿qué pregunto yo, pues en verte quejosa de amor, me dices más de lo que yo preguntarte puedo? ¿Quisiste asegurar cuando aquí entramos de que nadie te consolase? No te pongo culpa, que oficio es de personas tristes no solamente aborrecer al consuelo, mas aún a quien piensa que por alguna vía puede dársele. Decir que yo podría darle a tu mal, ¿qué aprovecha si él mismo no te da licencia que me creas? Decir que te aproveches de tu juicio y discreción, bien sé que no lo tienes tan libre que puedas hacerlo. Pues ¿qué podría yo hacer para darte algún alivio si tu determinación me ha de salir al encuentro? De una cosa puedes estar certificada y es que no habría remedio en la vida para que la tuya no fuese tan triste que yo dejase de dártele, si en mi mano fuese. Y si esta voluntad alguna cosa merece, yo te pido de parte de los que presentes están y de la mía, la causa de tu mal nos cuentes, porque algunos de los que en mi compañía vienen están con tan gran necesidad de remedio, y los tiene amor en tanto estrecho que si la fortuna no los socorre, no sé qué será de sus vidas.

La pastora que de esta manera vio hablar a la hermosa Dórida, saliéndose de la choza y tomándola por la mano, la llevó cerca de una fuente que en un verde pradecillo estaba no muy apartado de allí, y las ninfas y los pastores se fueron tras ellas, y juntos se asentaron en torno de la fuente, habiendo el dorado Febo dado fin a su jornada y la nocturna Diana principio a la suya, con tanta claridad como si en medio del día fuera. Y estando de la manera que habéis oído, la hermosa pastora le comenzó a decir lo que oiréis:

-Al tiempo, oh hermosas ninfas de la casta diosa, que yo estaba libre de amor, oí decir una cosa de que después me desengañó la experiencia, hallándola muy al revés de lo que me certificaban. Decíanme que no había mal que decirlo no fuese algún alivio para el que lo padecía, y hallo que no hay cosa que más mi desventura acreciente que pasarla por la memoria y contarla a quien libre de ella se ve, porque, si yo otra cosa entendiese, no me atrevería a contaros la historia de mis males. Pero pues que es verdad, que contárosla no será causa alguna de consuelo a mi desconsuelo que son las dos cosas que de mí son más aborrecidas, estad atentas y oiréis el más desastrado caso que jamás en amor ha sucedido. No muy lejos de este valle, hacia la parte donde el sol se pone, está una aldea en medio de una floresta, cerca de dos ríos que con sus aguas riegan los árboles amenos, cuya espesura es tanta que desde una casa la otra no se parece. Cada una de ellas tiene su término redondo, adonde los jardines en verano se visten de olorosas flores, de más de la abundancia de la hortaliza que allí la naturaleza produce, ayudada de la industria de los moradores, los cuales son de los que en la gran España llaman libres, por la antigüedad de sus casas y linajes.

En este lugar nació la desdichada Belisa, que este nombre saqué de la pila adonde pluguiera a Dios dejara el ánima. Aquí pues vivía un pastor de los principales en hacienda y linaje que en toda esta provincia se hallaba, cuyo nombre era Arsenio, el cual fue casado con una zagala, la más hermosa de su tiempo; mas la presurosa muerte, o porque los hados lo permitieron o por evitar otras muchas que su hermosura pudiera causar, le cortó el hilo de la vida pocos años después de casada. Fue tanto lo que Arsenio sintió la muerte de su amada Florinda que estuvo muy cerca de perder la vida, pero consolábase con un hijo que le quedaba, llamado Arsileo, cuya hermosura fue tanta que competía con la de Florinda, su madre. Y con todo eso, Arsenio vivía la más sola y triste vida que nadie podría imaginar. Pues viendo su hijo ya en edad convenible para ponerle en algún ejercicio virtuoso, teniendo entendido que la ociosidad en los mozos es maestra de vicios y enemiga de virtud, determinó enviarle a la Academia salmantina con intención que se ejercitase en aprender lo que a los hombres sube a mayor grado que de hombres, y así lo puso por obra.

Pues siendo ya quince años pasados que su mujer era muerta, saliendo yo un día con otras vecinas a un mercado que en nuestro lugar se hacía, el desdichado Arsenio me vio y por su mal, y aun por el mío y de su desdichado hijo. Esta vista causó en él tan grande amor, como de allí adelante se pareció. Y esto me dio él a entender muchas veces, que ahora en el campo yendo a llevar a comer a los pastores, ahora yendo con mis paños al río, ahora por agua a la fuente, se hacía encontradizo conmigo. Yo, que de amores aquel tiempo sabía poco, aunque por oídas alcanzase alguna cosa de sus desvariados efectos, unas veces hacía que no lo entendía, otras veces lo echaba en burlas, otras me enojaba de verlo tan importuno. Mas ni mis palabras bastaban a defenderme de él, ni el grande amor que él me tenía le daba lugar a dejar de seguirme. Y de esta manera se pasaron más de cuatro años que ni él dejaba su porfía, ni yo podía acabar conmigo de darle el más pequeño favor de la vida. A este tiempo vino el desdichado de su hijo Arsileo del estudio, el cual entre otras ciencias que había estudiado, había florecido de tal manera en la poesía y en la música que a todos los de su tiempo hacía ventaja. Su padre se alegró tanto con él que no hay quien lo pueda encarecer, y con gran razón porque Arsileo era tal que no sólo de su padre que como a hijo debía amarle, mas de todos los del mundo merecía ser amado. Y así en nuestro lugar era tan querido de los principales de él y del común, que no se trataba entre ellos sino de la discreción, gracia, gentileza y otras buenas partes de que su mocedad era adornada. Arsenio se encubría de su hijo, de manera que por ninguna vía pudiese entender sus amores, y aunque Arsileo algún día le viese triste, nunca echó de ver la causa, mas antes pensaba que eran reliquias que de la muerte de su madre le habían quedado. Pues deseando Arsenio, como su hijo fuese tan excelente poeta, de haber de su mano una carta para enviarme, y por hacerlo de manera que él no sintiese para quién era, tomó por remedio descubrirse a un grande amigo suyo natural de nuestro pueblo, llamado Argasto, rogándole muy encarecidamente, como cosa que para sí había menester, pidiese a su hijo Arsileo una carta hecha de su mano y que se dijese que era para enviar lejos de allí a una pastora a quien servía, y no le quería aceptar por suyo. Y así le dijo otras cosas que en la carta había de decir de las que más hacían a su propósito. Argasto puso tan buena diligencia en lo que le rogó que hubo de Arsileo la carta, importunado de sus ruegos, de la misma manera que el otro pastor se la pidió. Pues como Arsenio la hubiese muy al propósito de lo que él deseaba, tuvo manera cómo viniese a mis manos y por ciertos medios que de su parte hubo, yo la recibí, aunque contra mi voluntad, y vi que decía de esta manera:

Carta de Arsenio

Pastora, cuya ventura
Dios quiera que sea tal,
que no venga a emplear mal
tanta gracia y hermosura;
y cuyos mansos corderos,
y ovejuelas almagradas,
veas crecer a manadas
por cima de estos oteros.

Oye a un pastor desdichado,
tan enemigo de sí
cuanto en perderse por ti
se halla bien empleado;
vuelve tus sordos oídos,
ablanda tu condición,
y pon ya ese corazón
en manos de los sentidos.

Vuelve esos crueles ojos
a este pastor desdichado,
descuídate del ganado,
piensa un poco en mis enojos.
Haz hora algún movimiento
y deja el pensar en ál,
no de remediar mi mal,
mas de ver cómo lo siento.

¡Cuántas veces has venido
al campo con tu ganado!,
¡y cuántas veces al prado
los corderos has traído!
¡Que no te diga el dolor
que por ti me vuelve loco!
Mas váleme esto tan poco
que encubrirlo es lo mejor.

¿Con qué palabras diré
lo que por tu causa siento,
o con qué conocimiento
se conocerá mi fe?
¿Qué sentido bastará,
aunque yo mejor lo diga,
para sentir la fatiga
que a tu causa amor me da?

¿Por qué te escondes de mí,
pues conoces claramente,
que estoy, cuando estoy presente,
muy más ausente de ti?
Cuanto a mí por suspenderme,
estando adonde tú estés,
cuanto a ti porque me ves
y estás muy lejos de verme.

Sábesme tan bien mostrar,
cuando engañarme pretendes,
al revés de lo que entiendes
que al fin me dejo engañar.
Mira si hay que querer más,
o hay de amor más fundamento,
que vivir mi entendimiento
con lo que a entender le das.

Mira el extremo en que esto
viendo mi bien tan dudoso,
que vengo a ser envidioso
de cosas menos que yo:
al ave que lleva el viento,
al pez en la tempestad,
por sola su libertad
daré yo mi entendimiento.

Veo mil tiempos mudados
cada día y novedades,
múdanse las voluntades,
reviven los olvidados.
En toda cosa hay mudanza
y en ti no la vi jamás,
y en esto solo verás
cuán en balde es mi esperanza.

Pasabas el otro día
por el monte repastando:
suspiré imaginando
que en ello no te ofendía;
al suspiro, alzó un cordero
la cabeza lastimado
y arrojástele el cayado,
¡ved qué corazón de acero!

¿No podrías, te pregunto,
tras mil años de matarme
solo un día remediarme,
o si es mucho un solo punto?
Hazlo por ver cómo pruebo
o por ver si con favores
trato mejor los amores;
después, mátame de nuevo.

Deseo mudar estado:
no de amor a desamor,
mas de dolor a dolor,
y todo en un mismo grado.
Y aunque fuese de una suerte
el mal, cuanto a la sustancia,
que en sola la circunstancia
fuese más o menos fuerte;

que podría ser, señora,
que una circunstancia nueva
te diese amor más prueba
que te he dado hasta ahora.
Y a quien no le duele un mal,
ni ablanda un firme querer,
podría quizá doler
otro que no fuese tal.

Vas al río, vas al prado,
y otras veces a la fuente;
yo pienso muy diligente:
¿si es ya ida o si ha tornado?
¿Si se enojará, si voy,
si se burlará, si quedo?;
todo me lo estorba el miedo,
¡ved el extremo en que estoy!

A Silvia, tu gran amiga,
voy a buscar medio mortal,
por si a dicha de mi mal
le has dicho algo, me lo diga;
mas como no habla en ti,
digo: “¿Que esta cruda fiera,
no dice a su compañera
ninguna cosa de mí?”

Otras veces, acechando,
de noche te veo estar,
con gracia muy singular,
mil cantarcillos cantando,
pero buscas los peores
pues los oigo uno a uno,
y jamás te oigo ninguno
que trate cosa de amores.

Vite estar el otro día
hablando con Madalena;
contábate ella su pena,
¡ojalá fuera la mía!
Pensó que de su dolor
consolaras a la triste,
y riendo respondiste:
“Es burla, no hay mal de amor.”

Tú la dejaste llorando,
yo llegueme luego allí,
quejóseme ella de ti,
respondile suspirando:
“No te espantes de esta fiera,
porque no está su placer
en solo ella no querer
sino en que ninguna quiera.”

Otras veces te veo yo
hablar con otras zagalas,
todo es en fiestas y galas,
en quién bien o mal bailó:
“Fulano tiene buen aire,
fulano es zapateador.”
Si te tocan en amor,
échaslo luego en donaire.

Pues guarda y vive con tiento,
que de amor y de ventura
no hay cosa menos segura
que el corazón más exento.
Y podría ser así,
que el crudo amor te entregase
a pastor que te tratase
como me tratas a mí.

Mas no quiera Dios que sea
si ha de ser a costa tuya,
y mi vida se destruya
primero que en tal te vea.
Que un corazón que en mi pecho
está ardiendo en fuego extraño,
más temor tiene a tu daño
que respecto a su provecho.

Con grandísimas muestras de tristeza y de corazón muy de veras lastimado, relataba la pastora Belisa la carta de Arsenio, o por mejor decir, de Arsileo, su hijo, parando en muchos versos y diciendo algunos de ellos dos veces, y a otros volviendo los ojos al cielo, con una ansia que parecía que el corazón se le arrancaba. Y prosiguiendo la historia triste de sus amores, les decía:

-Esta carta, oh hermosas ninfas, fue principio de todo el mal del triste que la compuso y fin de todo el descanso de la desdichada a quien se escribió, porque habiéndola yo leído por cierta diligencia que en mi sospecha me hizo poner, entendí que la carta había procedido más del entendimiento del hijo que de la afición del padre. Y porque el tiempo se llegaba en que el amor me había de tomar cuenta de la poca que hasta entonces de sus efectos había hecho, o porque en fin había de ser, yo me sentí un poco más blanda que antes, y no tan poco que no diese lugar a que amor tomase posesión de mi libertad. Y fue la mayor novedad que jamás nadie vio en amores lo que este tirano hizo en mí, pues no solamente me hizo amar a Arsileo, mas aun a Arsenio, su padre. Verdad es que al padre amaba yo por pagarle en esto el amor que me tenía, y al hijo por entregarle mi libertad, como desde aquella hora se la entregué. De manera que al uno amaba por no ser ingrata; y al otro, por no ser más en mi mano.

Pues como Arsenio me sintiese algo más blanda, cosa que él tantos días había que deseaba, no hubo cosa en la vida que no la hiciese por darme contento, porque los presentes eran tantos, las joyas y otras muchas cosas, que a mí me pesaba verme puesta en tanta obligación. Con cada cosa que me enviaba, venía un recado tan enamorado como él lo estaba. Yo le respondía no mostrándole señales de gran amor, ni tampoco me mostraba tan esquiva como solía; mas el amor de Arsileo cada día se arraigaba más en mi corazón; y de manera me ocupaba los sentidos que no dejaba en mi ánima lugar ocioso.

Sucedió, pues, que una noche del verano, estando en conversación Arsenio y Arsileo con algunos vecinos suyos, debajo de un fresno muy grande que en una plazuela estaba de frente de mi posada, comenzó Arsenio a loar mucho el tañer y cantar de su hijo Arsileo, por dar ocasión a que los que con él estaban le rogasen que enviase por una arpa a casa, y que allí tañese y cantase, porque estaba en parte que yo por fuerza había de gozar de la música. Y como él lo pensó, así le vino a suceder, porque siendo de los presentes importunado, enviaron por la arpa y la música se comenzó. Cuando yo oí a Arsileo y sentí la melodía con que tañía, la soberana gracia con que cantaba, luego estuve al cabo de lo que podía ser, entendiendo que su padre me quería dar música y enamorarme con las gracias del hijo. Y dije entre mí: «¡Ay, Arsenio, que no menos te engañas en mandar a tu hijo que cante para que yo le oiga, que en enviarme carta escrita de su mano! A lo menos, si lo que de ello te ha de suceder tú supieses, bien podrías amonestar de hoy más a todos los enamorados que ninguno fuese osado de enamorar a su dama con gracias ajenas, porque algunas veces suele acontecer enamorarse más la dama del que tiene la gracia, que del que se aprovecha de ella, no siendo suya.» A este tiempo, el mi Arsileo, con una gracia nunca oída, comenzó a cantar estos versos:

Soneto

En ese claro sol que resplandece,
en esa perfección sobre natura,
en esa alma gentil, esa figura,
que alegra nuestra edad y la enriquece,
hay luz que ciega, rostro que enmudece
pequeña pïedad, gran hermosura,
palabras blandas, condición muy dura,
mirar que alegra y vista que entristece.
Por esto estoy, señora, retirado,
por eso temo ver lo que deseo,
por eso paso el tiempo en contemplarte.
Extraño caso, efecto no pensado,
que vea el mayor bien, cuando te veo,
y tema el mayor mal, si voy a mirarte.

Después que hubo cantado el soneto que os he dicho, comenzó a cantar esta canción con gracia tan extremada que a todos los que lo oían tenía suspensos, y a la triste de mí más presa de sus amores que nunca nadie lo estuvo:

Alcé los ojos por veros,
bajelos después que os vi,
porque no hay pasar de allí,
ni otro bien, sino quereros.

¿Qué más gloria que miraros,
si os entiende el que os miró?
Porque nadie os entendió
que canse de contemplaros.
Y aunque no pueda entenderos,
como yo no os entendí,
estará fuera de sí
cuando no muera por veros.

Si mi pluma otras loaba
ensayose en lo menor,
pues todas son borrador
de lo que en vos trasladaba.
Y si antes de quereros
por otra alguna escribí,
creed que no es porque la vi
mas porque esperaba veros.

Mostrose en vos tan sutil,
naturaleza, y tan diestra,
que una sola facción vuestra
hará hermosas cien mil.
La que llega a pareceros
en lo menos que en vos vi,
ni puede pasar de allí
ni el que os mira sin quereros.

Quien ve cuál os hizo Dios,
y ve otra muy hermosa,
parece que ve una cosa
que en algo quiso ser vos.
Mas si os ve como ha de veros,
y como, señora, os vi,
no hay comparación allí,
ni gloria, sino quereros.

No fue solo esto lo que Arsileo aquella noche al son de su arpa cantó, que así como Orfeo al tiempo que fue en demanda de su ninfa Eurídice con el suave canto enterneció las furias infernales, suspendiendo por gran espacio la pena de los dañados, así el mal logrado mancebo Arsileo suspendía y ablandaba no solamente los corazones de los que presentes estaban, mas aun a la desdichada Belisa que desde una azotea alta de mi posada le estaba con grande atención oyendo. Y así agradaba al cielo, estrellas y a la clara luna, que entonces en su vigor y fuerza estaba, que en cualquiera parte que yo entonces ponía los ojos, parece que me amonestaba que le quisiese más que a mi vida. Mas no era menester amonestármelo nadie, porque si yo entonces de todo el mundo fuera señora, me parecía muy poco para ser suya. Y desde allí, propuse de tenerle encubierta esta voluntad lo menos que yo pudiese. Toda aquella noche estuve pensando el modo que tendría en descubrirle mi mal, de suerte que la vergüenza no recibiese daño, aunque cuando este no hallara, no me estorbara el de la muerte. Y como cuando ella ha de venir, las ocasiones tengan tan gran cuidado de quitar los medios que podrían impedirla, el otro día adelante con otras doncellas, mis vecinas, me fue forzado ir a un bosque espeso, en medio del cual había una clara fuente adonde las más de las siestas llevábamos las vacas, así porque allí paciesen, como para que, venida la saborosa y fresca tarde, cogiésemos la leche de aquel día siguiente, con que las mantecas, natas y quesos se habían de hacer. Pues estando yo y mis compañeras asentadas en torno de la fuente, y nuestras vacas echadas a la sombra de los umbrosos y silvestres árboles de aquel soto, lamiendo los pequeñuelos becerrillos que juntos a ellas estaban tendidos, una de aquellas amigas mías, bien descuidada del amor que entonces a mí me hacía la guerra, me importunó, so pena de jamás ser hecha cosa de que yo gustase, que tuviese por bien de entretener el tiempo, cantando una canción. Poco me valieron excusas, ni decirles que los tiempos y ocasiones no eran todos unos para que dejase de hacer lo que con tan grande instancia me rogaban; y al son de una zampoña que la una de ellas comenzó a tañer, yo triste comencé a cantar estos versos:

«Pasaba Amor, su arco desarmado;
los ojos bajos, blando y muy modesto,
dejábame ya atrás muy descuidado.
¡Cuán poco espacio pude gozar esto!
Fortuna, de envidiosa, dijo luego:
“¡Teneos, amor! ¿Por qué pasáis tan presto?”
Volvió de presto a mí el niño ciego,
muy enojado en verse reprehendido,
que no hay reprehensión, do está su fuego.
Estaba ciego amor, mas bien me vio;
tan ciego le vea yo, que a nadie vea,
que así cegó mi alma y mi sentido.
Vengada me vea yo de quien desea
a todos tanto mal, que no consiente
un solo corazón que libre sea.
El arco armó el traidor muy brevemente;
no me tiró con jara enarbolada
que luego puso en él su flecha ardiente.
Tomome la fortuna desarmada,
que nunca suele Amor hacer su hecho
sino en la más exenta y descuidada.
Rompió con su saeta un duro pecho,
rompió una libertad jamás sujeta,
quedé rendida y él muy satisfecho.
¡Ay vida libre, sola y muy quieta!
¡Ay prado visto con tan libres ojos!
¡Mal haya Amor, su arco y su saeta!
Seguid Amor, seguidle sus antojos,
venid de gran descuido a un gran cuidado,
pasad de un gran descanso a mil enojos.
Veréis cuál queda un corazón cuitado,
que no ha mucho estuvo sin sospecha
de ser de un tal tirano sojuzgado.
¡Ay alma mía, en lágrimas deshecha!
Sabed sufrir, pues que mirar supisteis;
mas si fortuna quiso, ¿qué aprovecha?
¡Ay, tristes ojos!, si el llamaros tristes
no ofende en cosa alguna el que mirasteis
¿dó está mi libertad, dó la pusisteis?
¡Ay, prados, bosques, selvas que criasteis
tan libre corazón como era el mío!,
¿por qué tan grave mal no le estorbasteis?
¡Oh apresurado arroyo y claro río!,
adonde beber suele mi ganado,
invierno, primavera, otoño, estío.
¿Por qué me has puesto, di, a mal recado,
pues solo en ti ponía mis amores
y en este valle ameno y verde prado?
Aquí burlaba yo de mil pastores,
que burlarán de mí cuando supieren
que a experimentar comienzo sus dolores.
No son males de amor lo que me hieren,
que a ser de solo amor los pasaría,
como otros mil que, en fin, de amores mueren.
Fortuna es quien me aflige y me desvía
los medios, los caminos y ocasiones
para poder mostrar la pena mía.
¿Cómo podrá quien causa mis pasiones,
si no las sabe, dar remedio a ellas?
Mas no hay amor do faltan sinrazones.
¡A cuánto mal fortuna trae aquellas
que hace amar, pues no hay quien no le enfade
ni mar, ni tierra, luna, sol, ni estrellas!
Sino a quien ama, no hay cosa que agrade;
todo es así, y así fui yo mezquina,
a quien el tiempo estorba y persuade.
Cesad mis versos ya, que Amor se indigna,
en ver cuán presto de él me estoy quejando,
y pido ya en mis males medicina.
Quejad, mas ha de ser de cuando en cuando,
ahora callad vos, pues veis que callo,
y cuando veis que Amor se va enfadando,
cesad, que no es remedio el enfadarlo.»

A las ninfas y pastores parecieron muy bien los versos de la pastora Belisa, la cual con muchas lágrimas decía, prosiguiendo la historia de sus males:

-No estaba muy lejos de allí Arsileo cuando yo estos versos cantaba, que habiendo aquel día salido a caza y estando en lo más espeso del bosque pasando la siesta, parece que nos oyó; y como hombre aficionado a la música, se fue su paso a paso entre una espesura de árboles que junto a la fuente estaban, porque de allí mejor nos pudiese oír. Pues habiendo cesado nuestra música, él se vino a la fuente, cosa de que no poco sobresalto recibí. Y esto no es de maravillar, porque de la misma manera se sobresalta un corazón enamorado con un súbito contentamiento que con una tristeza no pensada. Él se llegó donde estábamos sentadas y nos saludó con todo el comedimiento posible, y con toda la buena crianza que se puede imaginar, que verdaderamente, hermosas ninfas, cuando me paro a pensar la discreción, gracia y gentileza del sin ventura Arsileo, no me parece que fueron sus hados y mi fortuna causa de que la muerte me le quitase tan presto delante los ojos, mas antes fue no merecer el mundo gozar más tiempo de un mozo a quien la naturaleza había dotado de tantas y tan buenas partes.

Después que como digo, nos hubo saludado y tuvo licencia de nosotras, la cual muy comedidamente nos pidió para pasar la siesta en nuestra compañía; puso los ojos en mí, que no debiera, y quedó tan preso de mis amores como después se pareció en las señales con que manifestaba su mal. ¡Desdichada de mí, que no hube menester yo mirarle para quererle, que tan presa de sus amores estaba antes que le viese como él estuvo después de haberme visto! Mas con todo eso, alcé los ojos para mirarle, al tiempo que alzaba los suyos para verme, cosa que cada uno quisiera dejar de haber hecho: yo, porque la vergüenza me castigó y él, porque el temor no le dejó sin castigo. Y para disimular su nuevo mal, comenzó a hablarme en cosas bien diferentes de las que él me quisiera decir. Yo le respondí a algunas de ellas, pero más cuidado tenía yo entonces de mirar si en los movimientos del rostro o en la blandura de las palabras mostraba señales de amor que en responderle a lo que me preguntaba. Así deseaba yo entonces verle suspirar por me confirmar en mi sospecha, como si no le quisiera más que a mí. Y al fin, no deseaba ver en él alguna señal que no la viese. Pues lo que con la lengua allí no me pudo decir, con los ojos me lo dio bien a entender.

Estando en esto las dos pastoras que conmigo estaban, se levantaron a ordeñar sus vacas. Yo les rogué que me excusasen el trabajo con las mías porque no me sentía buena; y no fue menester rogárselo más ni a Arsileo mayor ocasión para decirme su mal. Y no sé si se engañó, imaginando la ocasión por que yo quería estar sin compañía, pero sé que determinó de aprovecharse de ella. Las pastoras andaban ocupadas con sus vacas, atándoles sus mansos becerrillos a los pies y dejándose ellas engañar de la industria humana, como Arsileo también nuevamente preso de amor se dejaba ligar de manera que otro que la presurosa muerte, no pudiera darle libertad. Pues viendo yo claramente que cuatro o cinco veces había cometido el hablar y le había salido en vano su cometimiento, porque el miedo de enojarme se le había puesto delante, quise hablarle en otro propósito, aunque no tan lejos del suyo, que no pudiese sin salir de él, decirme lo que deseaba. Y así le dije:

-Arsileo: ¿hállaste bien en esta tierra? Que según en la que hasta ahora has estado, habrá sido el entretenimiento y conversación diferente del nuestro. Extraño te debes hallar en ella.

Él entonces me respondió:

-No tengo tanto poder en mí ni tiene tanta libertad mi entendimiento que pueda responder a esa pregunta.

Y mudándole el propósito, por mostrarle el camino con las ocasiones, le volví a decir:

-Hanme dicho que hay por allá muy hermosas pastoras y si esto es así, ¡cuán mal te debemos parecer las de por acá!

-De mal conocimiento sería yo -respondió Arsileo- si tal confesase, que puesto caso que allá las haya tan hermosas como te han dicho, acá las hay tan aventajadas como yo las he visto.

-Lisonja es esa en todo el mundo -dije yo medio riendo- mas con todo eso, no me pesa que las naturales estén tan adelante en tu opinión por ser yo una de ellas.

Arsileo respondió:

-Y aun esa sería harto bastante causa, cuando otra no hubiese para decir lo que digo.

Así que, de palabra en palabra, me vino a decir lo que yo deseaba oírle, aunque por entonces no quise dárselo a entender, mas antes le rogué que atajase el paso a su pensamiento. Pero recelose que estas palabras no fuesen causa de resfriarse en el amor, como muchas veces acaece que el desfavorecer en los principios de los amores es atajar los pasos a los que comienzan a querer bien, volví a templar el desabrimiento de mi respuesta, diciéndole:

-Y si fuere tanto el amor, oh Arsileo, que no te dé lugar a dejar de quererme, tenlo secreto; porque de los hombres de semejante discreción que la tuya, es tenerlo aun en las cosas que poco importan. Y no te digo esto porque de una ni de otra manera te ha de aprovechar de más que de quedarte yo en obligación, si mi consejo en este caso tomares.

Esto decía la lengua, mas otra cosa decían los ojos con que yo le miraba y algún suspiro que sin mi licencia daba testimonio de lo que yo sentía, lo cual entendiera muy bien Arsileo, si el amor le diera lugar. De esta manera nos despedimos.

Y después me habló muchas veces y me escribió muchas cartas y vi muchos sonetos de su mano, y aun las más de las noches me decía cantando, al son de su arpa, lo que yo llorando le escuchaba. Finalmente, que vinimos cada uno a estar bien certificados del amor que el uno al otro tenía. A este tiempo, su padre Arsenio me importunaba de manera con sus recados y presentes, que yo no sabía el medio que tuviese para defenderme de él. Y era la más extraña cosa que se vio jamás, pues así como se iba acrecentando el amor con el hijo, así con el padre se iba más extendido la afición, aunque no era todo de un metal. Y esto no me daba lugar a desfavorecerle, ni a dejar de recibir sus recados.

Pues viviendo yo con todo el contentamiento del mundo, viéndome tan de veras amada de Arsileo, a quien yo tanto quería, parece que la fortuna determinó de dar fin a mis amores con el más desdichado suceso que jamás en ellos se ha visto, y fue de esta manera: que habiendo yo concertado de hablar con mi Arsileo una noche, que bien noche fue ella para mí, pues nunca supe después acá qué cosa era día, concertamos que él entrase en una huerta de mi padre, y yo desde una ventana de mi aposento, que caía enfrente de un moral, donde él se podía subir por estar más cerca, nos hablaríamos. ¡Ay, desdichada de mí, que no acabo de entender a qué propósito lo puse en este peligro, pues todos los días, ahora en el campo, ahora en el río, ahora en el soto, llevando a él mis vacas, ahora al tiempo que las traía a la majada, me pudiera él muy bien hablar, y me hablaba los más de los días! Mi desventura fue causa que la fortuna se pagase del contento que hasta entonces me había dado, con hacerme que toda la vida viviese sin él.

Pues venida la hora del concierto, y del fin de sus días y principio de mi desconsuelo, vino Arsileo al tiempo y al lugar concertado, y estando los dos hablando en lo que puede considerar quien algún tiempo ha querido bien, el desventurado de Arsenio su padre, las más de las noches me rondaba la calle, que aun si esto se me acordara (mas quitómelo mi desdicha de la memoria), no le consintiera yo ponerse en tal peligro; pero así se me olvidó como si yo no lo supiera. Al fin, que él acertó a venir aquella hora por allí, y sin que nosotros pudiésemos verle ni oírle, nos vio él y conoció ser yo la que a la ventana estaba, mas no entendió que era su hijo el que estaba en el moral ni aun pudo sospechar quién fuese, que esta fue la causa principal de su mal suceso. Y fue tan grande su enojo que, sin sentido alguno, se fue a su posada, y armando una ballesta y poniéndole una saeta muy llena de venenosa hierba, se vino al lugar donde estábamos, y supo tan bien acertar a su hijo, como si no lo fuera; porque la saeta le dio en el corazón y luego cayó muerto del árbol abajo, diciendo: «¡Ay, Belisa! ¡Cuán poco lugar me da la fortuna para servirte como yo deseaba!» Y aun esto no pudo acabar de decir. El desdichado padre que con estas palabras conoció ser homicida de Arsileo, su hijo, dijo con una voz como de hombre desesperado: «¡Desdichado de mí, si eres mi hijo Arsileo, que en la voz no pareces otro!» Y como llegase a él y con la luna que en el rostro le daba, le divisase bien y le hallase que había expirado, dijo: «¡Oh, cruel Belisa! Pues que el sin ventura hijo, por tu causa a mis manos ha sido muerto, no es justo que el desaventurado padre quede con la vida.» Y sacando su misma espada se dio por el corazón de manera que en un punto fue muerto.

¡Oh desdichado caso! ¡Oh cosa jamás oída ni vista! ¡Oh escándalo grande para los oídos que mi desdichada historia oyeren! ¡Oh desventurada Belisa, que tal pudieron ver tus ojos y no tomar el camino de padre y hijo por tu causa tomaron! No pareciera mal tu sangre mixturada con la de aquellos que tanto deseaban servirte. Pues como yo mezquina vi el desaventurado caso, sin más pensar, como mujer sin sentido me salí de casa de mis padres y me vine importunando con quejas el alto cielo, e inflamando el aire con suspiros, a este triste lugar, quejándome de mi fortuna, maldiciendo la muerte que tan en breve me había enseñado a sufrir sus tiros, adonde ha seis meses que estoy sin haber visto ni hablado con persona alguna ni procurado verla.

Acabando la hermosa Belisa de contar su infeliz historia, comenzó a llorar tan amargamente que ninguno de los que allí estaban pudieron dejar de ayudarle con sus lágrimas. Y ella, prosiguiendo, decía:

-Esta es, hermosas ninfas, la triste historia de mis amores y el desdichado suceso de ellos, ¡ved si este mal es de los que el tiempo puede curar! ¡Ay Arsileo, cuántas veces temí sin pensar lo que temía!, mas quien a su temor no quiere creer no se espante cuando vea lo que ha temido, que bien sabía yo que no podíais dejar de encontraros, y que mi alegría no había de durar más que hasta que tu padre Arsenio sintiese nuestros amores. Pluguiera a Dios que así fuera que el mayor mal que por eso me pudiera hacer fuera desterrarte; y mal que con el tiempo se cura, con poca dificultad puede sufrirse. ¡Ay Arsenio, que no me estorba la muerte de tu hijo dolerme la tuya, que el amor que continuo me mostraste, la bondad y limpieza con que me quisiste, las malas noches que a causa mía pasaste, no sufre menos sino dolerme de tu desastrado fin; que esta es la hora que yo fuera casada contigo, si tu hijo a esta tierra no viniera! Decir yo que entonces no te quería bien sería engañar el mundo, que en fin no hay mujer que entienda que es verdaderamente amada, que no quiera poco o mucho, aunque de otra manera lo dé a entender: ¡ay lengua mía callad, que más habéis dicho de lo que os han preguntado! ¡Oh hermosas ninfas!, perdonad si os he sido importuna, que tan grande desventura como la mía no se puede contar con pocas palabras.

En cuanto la pastora contaba lo que habéis oído, Sireno, Silvano, Selvagia y la hermosa Felismena y aun las tres ninfas, fueron poca parte para oírla sin lágrimas; aunque las ninfas, como las que de amor no habían sido tocadas, sintieron como mujeres su mal, mas no las circunstancias de él. Pues la hermosa Dórida, viendo que la desconsolada pastora no dejaba el amargo llanto, la comenzó a hablar diciendo:

-Cesen, hermosa Belisa, tus lágrimas, pues ves el poco remedio de ellas; mira que dos ojos no bastan a llorar tan grave mal. Mas ¿qué dolor puede haber que no se acabe o acabe al mismo que lo padece? Y no me tengas por tan loca que piense consolarte, mas a lo menos podría mostrarte el camino por donde pudieses algún poco aliviar tu pena. Y para esto te ruego que vengas en nuestra compañía, así porque no es cosa justa que tan mal gastes la vida, como porque adonde te llevaremos, podrás escoger la que quisieres y no habrá persona que estorbarla pueda.

La pastora respondió:

-Lugar me parecía este harto conveniente para llorar mi mal y acabar en él la vida; la cual, si el tiempo no me hace más agravios de los hechos, no debe ser muy larga. Mas ya que tu voluntad es esa, no determino salir de ella en solo un punto; y de hoy más podéis, hermosas ninfas, usar de la mía, según a las vuestras les pareciere.

Mucho le agradecieron todos haberles concedido de irse en su compañía. Y porque ya eran más de tres horas de la noche, aunque la luna era tan clara que no echaban menos el día, cenaron de lo que en sus zurrones los pastores traían y después de haber cenado, cada uno escogió el lugar de que más se contentó para pasar lo que de la noche les quedaba, la cual los enamorados pasaron con más lágrimas que sueño, y los que no lo eran, reposaron del cansancio del día.



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